Read Dune. La casa Harkonnen Online
Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Tags: #Ciencia Ficción
Los Harkonnen no se molestaron en interrogarle acerca de quién era o por qué había ido allí. Le consideraban un cuerpo productivo más. Los guardias creían que le habían domesticado, y no les importaba nada más…
Al principio, Gurney había sido asignado a los riscos del monte Ebony, donde sus compañeros de cuadrilla y él utilizaban detonadores sónicos y perforadoras a láser para cortar pedazos de obsidiana azul, una sustancia translúcida que parecía absorber la luz del aire. Gurney y sus compañeros estaban encadenados uno con otro mediante grilletes capaces de expulsar hilo shiga, que seccionaba sus miembros si forcejeaban.
La cuadrilla de trabajadores ascendía estrechos senderos de montaña en la helada mañana, y trabajaba durante largos días de sol abrasador. Al menos una vez a la semana, algunos esclavos morían o quedaban mutilados por culpa de cristales volcánicos desprendidos. A los capataces y guardias no les importaba. Hacían batidas periódicas a lo largo y ancho de Giedi Prime para reclutar más esclavos.
Después de sobrevivir en los riscos, Gurney fue trasladado a una cuadrilla de trabajo más pequeña en los pozos de procesamiento, donde chapoteaba en soluciones emulsionantes para preparar piezas pequeñas de obsidiana destinadas a embarques. Protegido tan sólo con unos pantalones cortos gruesos, trabajaba hundido hasta la cintura en un líquido gelatinoso apestoso, una especie de lejía y abrasivo al que se había añadido un componente algo radiactivo que activaba el cristal volcánico. El tratamiento conseguía que el producto terminado emitiera un aura de un azul oscuro como la medianoche.
Amarga ironía, descubrió que sólo los mercaderes de joyas de Hagal vendían la muy escasa y valiosa «obsidiana azul». Si bien se suponía que procedía de las minas de Hagal, su origen era un secreto celosamente guardado. La casa Harkonnen era la proveedora en la sombra del cristal volcánico, lo cual le deparaba pingües beneficios.
El cuerpo de Gurney se convirtió en un tapiz de pequeños cortes y arañazos. Su piel sin protección absorbía la maloliente y ácida solución. No cabía duda de que le mataría dentro de pocos años, pero sus posibilidades de sobrevivir en los pozos de esclavos también eran escasas. Después del secuestro de Bheth, seis años antes, había dejado de hacer planes a largo plazo. No obstante, mientras chapoteaba en el líquido y removía los pedazos de obsidiana, afilados como cuchillos, conservaba la cabeza alzada hacia el cielo y el horizonte, en tanto los demás esclavos tenían la vista clavada en la inmunda mezcla.
Una mañana, el supervisor subió a su estrado con filtros antiolores metidos en la nariz. Llevaba una túnica azul ceñida que dejaba al descubierto su pecho esquelético y una abultada panza.
—Dejad de soñar despiertos ahí abajo. Escuchad todos. —Alzó la voz, y Gurney captó algo extraño en el timbre de las palabras—. Un noble invitado viene a inspeccionar nuestras instalaciones. Glossu Rabban, designado por el barón como su heredero, supervisará nuestras cuotas de producción, y es muy probable que exija más trabajo de vosotros, gusanos perezosos. Esforzaos hoy, porque mañana disfrutaréis de vacaciones mientras él os inspecciona.
El supervisor frunció el entrecejo.
—Y no penséis que no es un honor. Me sorprende que Rabban condescienda a soportar vuestro hedor.
Gurney entornó los ojos. ¿El ignominioso asesino Rabban venía aquí? Empezó a tararear una canción para sí, una de las ácidas melodías satíricas que había cantado en la taberna de Dmitri antes del primer ataque Harkonnen:
Rabban, Rabban, el bruto fanfarrón,
ni un gramo de cerebro en su cabeza, sólo fruta podrida.
Sus músculos, su fuerza,
consiguen que un hombre inteligente bostece.
¡Sin el barón, es un indigente!
Gurney no pudo reprimir una sonrisa, pero mantuvo la cara oculta al supervisor. No le valdría de nada dejar que el hombre observara una expresión divertida en el rostro de un esclavo.
Ardía en deseos de encontrarse cara a cara con aquel criminal.
Cuando Rabban y su escolta llegaron, portaban tantas armas que Gurney tuvo que contener una carcajada. ¿De qué tenían miedo? ¿De una pandilla de prisioneros extenuados por el trabajo, obligados con malos tratos a la sumisión durante años?
Los guardias habían activado los núcleos de los grilletes y esposas, de modo que el hilo shiga se hundía en sus muñecas, para recordarles que un brusco movimiento podía cortar la carne hasta el hueso. La intención era que los prisioneros se mostraran colaboradores, quizá incluso respetuosos, ante Rabban.
El anciano encadenado a Gurney tenía unas articulaciones tan angulosas que parecía un insecto. Había perdido el pelo a puñados y temblequeaba debido a un desorden neurológico. No comprendía lo que sucedía a su alrededor. Gurney sintió compasión por el individuo y se preguntó si ese era el destino que le aguardaba un día… si vivía tanto.
Rabban llevaba un uniforme negro de piel, acolchado para acentuar sus músculos y anchos hombros. Un grifo azul Harkonnen adornaba su tetilla izquierda. Sus botas negras estaban tan pulidas que resplandecían, y remaches de latón adornaban su grueso cinturón. La cara ancha de Rabban tenía una apariencia rubicunda, como si tomara el sol con excesiva frecuencia, y se tocaba con un casco militar que centelleaba a la neblinosa luz del sol. Llevaba una pistola de dardos enfundada sobre su cadera, junto con munición de repuesto.
Un desagradable látigo de tintaparra colgaba de su cinto. Sin duda Rabban buscaría una oportunidad de utilizarlo. Un líquido rojo negruzco encerrado en el largo mango corría como sangre viva y provocaba que las colas provistas de púas se retorcieran y enrollaran. El líquido (una sustancia venenosa que poseía propiedades comerciales como tinte y blanqueador) podía causar temibles dolores.
Rabban no pronunció ningún discurso delante de los esclavos. Su trabajo no consistía en inspirarles, sino en aterrorizar a los capataces para que obtuvieran más productividad. Ya había visto los pozos de esclavos, y ahora pasó ante la hilera de prisioneros, sin alentarles ni acicatearles.
Le seguía el supervisor, que parloteaba con una voz aflautada por los filtros encajados en sus fosas nasales.
—Hemos hecho todo lo posible por aumentar la eficacia, lord Rabban. Les alimentamos lo justo para que sigan trabajando al máximo rendimiento. Sus ropas son baratas pero resistentes. Duran años, y volvemos a utilizarlas cuando los prisioneros mueren.
El rostro pétreo de Rabban no mostró la menor satisfacción.
—Podríamos instalar maquinaria —sugirió el superintendente— para algunas de las tareas más sencillas. Eso mejoraría nuestra producción…
El hombre corpulento le fulminó con la mirada.
—Nuestro objetivo no es sólo aumentar la producción. Destruir a estos hombres es tan importante como eso.
Les miró desde un punto cercano a Gurney y al prisionero espástico. Los ojos de Rabban se clavaron en el patético prisionero. Desenfundó la pistola de dardos y le disparó a quemarropa. El prisionero apenas tuvo tiempo de alzar los brazos en un gesto de protección. La lluvia de proyectiles terminados en agujas plateadas atravesó sus muñecas y se clavó en su corazón. Cayó muerto sin siquiera emitir un grito.
—La gente débil despilfarra nuestros recursos.
Rabban se alejó un paso.
Gurney no tuvo tiempo de pensar ni hacer planes, pero comprendió en un impulsivo instante lo que podía hacer para devolver el golpe. Se envolvió las muñecas con parte de la camisa del prisionero muerto, para impedir que el hilo cortara su piel, se irguió con un rugido y tiró con todas sus fuerzas. El hilo shiga encontró el obstáculo de sus muñecas protegidas y seccionó las muñecas del muerto.
Utilizó una de las manos cortadas del muerto como mango y se lanzó hacia un atónito Rabban, esgrimiendo el hilo shiga, afilado como una navaja. Antes de que Gurney pudiera alcanzar la yugular del hombretón, Rabban reaccionó con velocidad sorprendente. Gurney perdió el equilibrio y sólo consiguió tirar al suelo de un golpe la pistola de dardos.
El supervisor chilló y retrocedió. Rabban, al ver que había perdido la pistola, fustigó con su látigo a Gurney en la mejilla y la mandíbula. Una de las colas espinosas estuvo a punto de clavarse en un ojo.
Gurney nunca había imaginado que un látigo pudiera hacer tanto daño, pero cuando los cortes se registraron en sus nervios, el líquido actuó como un potente ácido. Su cabeza estalló en una nova de dolor que atravesó su cráneo y se hundió en el centro de su cabeza. Dejó caer la mano del anciano, que quedó colgando del hilo shiga enrollado en una de sus muñecas.
Gurney reculó, tambaleante. Los guardias se abalanzaron sobre él. Los demás prisioneros huyeron lanzando gritos de terror. Los guardias se dispusieron a matar a Gurney, pero Rabban levantó una mano para detenerles.
Gurney sólo sentía el dolor de su mejilla y cuello, cuando el rostro de Rabban se materializó ante sus ojos. No tardarían en matarle, pero de momento, podía aferrarse al odio que sentía por este… este Harkonnen.
—¿Quién es este hombre? ¿Por qué está aquí y por qué me ha atacado?
Rabban fulminó con la mirada al supervisor, que carraspeó.
—Bien… tendré que consultar los archivos, mi señor.
—Pues ve. Averigua de dónde llegó. —Rabban sonrió—. Y averigua si le quedan familiares con vida.
Gurney evocó en su mente la insípida letra de su sarcástica canción:
Rabban, Rabban, el bruto fanfarrón…
Pero cuando alzó los ojos y vio la fea cara del sobrino del barón, comprendió que Glossu Rabban reiría el último.
¿Qué es cada hombre, sino un recuerdo para los que le siguen?
Duque L
ETO
A
TREIDES
Una noche, el duque Leto y su concubina llevaban discutiendo a gritos más de una hora, y Thufir Hawat estaba preocupado. Se hallaba en el ala ducal, cerca de la puerta cerrada del dormitorio de Leto. Si uno de los dos salía, Hawat se escurriría por uno de los pasadizos laterales que perforaban el castillo. Nadie conocía mejor los pasillos y caminos secretos que el Mentat.
Algo se estrelló contra el suelo de la habitación. La voz de Kailea se impuso al tono enfurecido del duque. Hawat no oía lo que decían, pero tampoco era necesario. Como jefe de seguridad, era responsable del bienestar personal del duque. No quería intervenir, pero en las actuales circunstancias su principal preocupación era la posibilidad de que Leto y su concubina llegaran a las manos.
—¡No pienso pasarme la vida discutiendo sobre cosas que no pueden cambiarse! —gritó Leto, exasperado.
—Entonces ¿por qué no ordenas que nos maten a mí y a Victor? Esa sería la mejor solución. O envíanos a un lugar donde no tengas que pensar en nosotros… como hiciste con tu madre.
Hawat no oyó la respuesta de Leto, pero sabía muy bien por qué el joven duque había desterrado a lady Helena.
—Ya no eres el hombre del que me enamoré, Leto —continuó Kailea—. Es por Jessica, ¿verdad? ¿Ya te ha seducido esa bruja?
—No seas ridícula. No he visitado su cama ni una sola vez desde que llegó, hace un año y medio, aunque tengo todo el derecho de hacerlo.
Siguieron unos segundos de silencio. El Mentat esperó, tenso.
—La misma historia de siempre —dijo por fin Kailea, con un suspiro sarcástico—. El que Jessica viva aquí es sólo política. No casarse conmigo es sólo política. Ocultar tu implicación con Rhombur y los rebeldes de Ix es sólo política. Estoy harta de tu política. Eres tan intrigante como cualquier dirigente del Imperio.
—Yo no soy un intrigante. Son mis enemigos los que conspiran contra mí.
—Las palabras de un auténtico paranoico. Ahora entiendo por qué no te has casado conmigo ni nombrado a Victor tu legítimo heredero. Es una conspiración Harkonnen.
El tono razonable de Leto dio paso a un estallido de rabia.
—Nunca te prometí el matrimonio, Kailea, pero por ti no he tomado otra concubina.
—¿Y qué más da, si nunca seré tu esposa? —Una seca carcajada subrayó el desprecio de las palabras de Kailea—. Tu «fidelidad» no es más que otro intento de aparentar honorabilidad… sólo política.
Leto respiró hondo, como si las palabras hubieran sido un golpe físico.
—Quizá tengas razón —admitió con una voz tan gélida como el invierno de Lankiveil—. ¿Para qué tomarme tantas molestias? —La puerta del dormitorio se abrió de golpe, y Hawat se fundió con las sombras—. No soy tu animal doméstico, ni un idiota, Kailea, soy el duque.
Leto se alejó por el pasillo, murmurando y maldiciendo. Tras la puerta entreabierta, Kailea rompió a llorar. No tardaría en llamar a Chiara, y la anciana regordeta la consolaría toda la noche.
Hawat siguió al duque sin ser visto por un pasillo tras otro, hasta que Leto entró en los aposentos de Jessica sin llamar.
Advertida al instante por su adiestramiento Bene Gesserit, Jessica encendió un globo azul. El manto de oscuridad se retiró de su alrededor.
¡El duque Leto!
Se incorporó en la cama con baldaquino que había sido de Helena Atreides, pero no hizo el menor intento por cubrirse. Llevaba un camisón rosa de seda merh, muy escotado. Un tenue aroma a lavanda colgaba en el aire, procedente de un emisor de feromonas oculto en la junta del techo. Esta noche, como todas, se había preparado con sumo cuidado… con la esperanza de que él acudiría.
—¿Mi señor? —Vio su expresión furiosa y preocupada cuando entró en el círculo de luz—. ¿Sucede algo?
Leto paseó la vista alrededor y respiró hondo, para intentar controlar la adrenalina, la inseguridad, la decisión que había surgido en su interior. Gotas de sudor cubrían su frente. Su chaqueta negra colgaba torcida, como si se la hubiera puesto a toda prisa sobre los hombros.
—He venido por los motivos menos adecuados —dijo el duque.
Jessica bajó de la cama y se echó una bata verde sobre los hombros.
—En ese caso, debo aceptar esos motivos y sentirme agradecida. ¿Puedo serviros algo? ¿En qué puedo ayudaros?
Aunque hacía meses que le esperaba, no experimentó ninguna sensación de triunfo, sólo preocupación por verle tan agitado.
Leto se quitó la chaqueta y se sentó en el borde de la cama.
—No estoy en condiciones de presentarme ante una dama.
Ella le masajeó los hombros.
—Sois el duque y estáis en vuestro castillo. Podéis presentaros como queráis. —Tocó su pelo oscuro y acarició sus sienes con movimientos sensuales.