Dune. La casa Harkonnen (47 page)

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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Tengo un trabajo que hacer
, se recordó. Jessica esperaría el momento oportuno.

51

El infinito nos atrae como un faro en la noche, nos ciega a los excesos que puede infligir a lo finito.

Meditaciones desde Bifrost Eyrie
, texto budislámico

Cuatro meses después del desastre de la avalancha, Abulurd Harkonnen y su mujer se embarcaron en una visita, de la que se hizo mucha publicidad, a la ciudad de las montañas. La tragedia de Bifrost Eyrie había estremecido el corazón de Lankiveil y hermanado al populacho.

Emmi y él, fieles compañeros, habían demostrado su fuerza combinada. Durante años, Abulurd había preferido ser un gobernante discreto que ni siquiera reclamaba el título al que tenía derecho. Quería que la gente de Lankiveil se gobernara a sí misma, se ayudara mutuamente según les dictara el corazón. Consideraba a los aldeanos, cazadores y pescadores una gran familia con intereses comunes.

Después, hablando con serena confianza, Emmi convenció a su marido de que un peregrinaje público como gobernador planetario atraería la atención sobre la tragedia de la ciudad perdida en las montañas. El burgomaestre, Onir Rautha-Rabban, les daría la bienvenida.

Abulurd y Emmi fueron en transporte oficial, flanqueados por criados y sirvientes, muchos de los cuales nunca se habían alejado de los pueblos balleneros. Los tres ornitópteros pasaron con parsimonia sobre glaciares y montañas cubiertas de nieve, hacia la línea de riscos donde se hallaba la ciudad monasterio.

Cuando el sol se reflejó en la nieve y los cristales de hielo de las cumbres, el mundo pareció un lugar prístino y pacífico. Siempre optimista, Abulurd esperaba que los habitantes de Bifrost lucharían por un futuro mejor. Había escrito un discurso que transmitía básicamente el mismo mensaje. Aunque no tenía mucha experiencia en dirigir la palabra a multitudes numerosas, Abulurd tenía ganas de leer su mensaje. Ya lo había ensayado dos veces delante de Emmi.

La comitiva del gobernador aterrizó en una meseta situada ante los riscos de Bifrost Eyrie, y Abulurd y su séquito desembarcaron. Emmi caminaba al lado de su marido, con una capa azul que le daba un aspecto majestuoso. Él cogía su brazo.

Los equipos de construcción habían hecho asombrosos progresos. Habían cortado la cuña de nieve invasora y excavado los edificios enterrados. Como la mayor parte de la maravillosa arquitectura había sido destruida o desfigurada, los edificios afectados estaban cubiertos con una red de andamios. Expertos albañiles trabajaban día y noche para colocar bloque tras bloque, reconstruir y dar gloria al retiro. Bifrost Eyrie nunca volvería a ser igual, pero quizá sería mejor que antes, como un ave fénix que renaciera de la nieve.

El corpulento Onir Rautha-Rabban salió a recibirles, vestido con ropajes dorados forrados de piel de ballena sable. El padre de Emmi se había afeitado su voluminosa barba gris después del desastre. Siempre que se miraba en un espejo, quería recordar las pérdidas que había sufrido su ciudad. Esta vez, la cara ancha y cuadrada parecía contenta, iluminada por un fuego que no estaba presente la última vez que habían estado juntos.

Cuando llegó el gobernador planetario, los obreros bajaron de los andamios y se dirigieron hacia la amplia plaza. Una vez finalizados, los altísimos edificios mirarían a la plaza como dioses desde las alturas. Aun sin terminar, las obras eran impresionantes.

El tiempo había colaborado desde la avalancha, pero dentro de uno o dos meses la dentellada del invierno les obligaría a cesar en sus esfuerzos y a refugiarse dentro de los edificios de piedra durante medio año. Bifrost Eyrie no se terminaría esta temporada. Teniendo en cuenta la magnitud de las obras, quizá nunca acabarían, pero la gente continuaría construyendo, embelleciendo su oración de piedra a los cielos de Lankiveil.

Una vez congregada la multitud, Abulurd levantó las manos para hablar, mientras ensayaba el discurso en su mente una vez más. Pero todas las palabras se borraron de su mente, debido al nerviosismo. Emmi, que parecía una reina a su lado, le tocó el brazo para brindarle su apoyo. Luego le susurró las primeras frases para ayudarle a recordar lo que debía decir.

—Amigos míos —dijo Abulurd en voz alta, sonriendo para disimular la vergüenza—, las enseñanzas budislámicas alientan la caridad, el trabajo duro, y la ayuda a los necesitados. No puede haber mejor ejemplo de sentida colaboración que el trabajo de los voluntarios para reconstruir…

Los reunidos empezaron a murmurar, señalaron al cielo y susurraron entre sí. Abulurd vaciló de nuevo y miró hacia atrás. En ese momento Emmi gritó.

Una formación de naves negras apareció en el cielo azul en dirección a las montañas, aparatos de ataque con el grifo de la Casa Harkonnen. Abulurd frunció el entrecejo, más confuso que alarmado. Miró a su mujer.

—¿Qué significa esto, Emmi? Yo no he llamado a ninguna nave.

Pero ella no sabía más que él.

Siete cazas perdieron altura, y los motores azotaron el aire con detonaciones sónicas. Abulurd sintió un destello de irritación, temeroso de que los ruidos estruendosos provocaran nuevas avalanchas… hasta que las cañoneras de las naves se abrieron. La gente empezó a correr de un lado a otro, a voz en grito. Algunos iban en desbandada, otros buscaban refugio. Abulurd no entendía nada.

Tres naves pendieron sobre la plaza, con los cañones preparados.

Abulurd agitó las manos para atraer la atención del piloto.

—¿Qué estáis haciendo? Tiene que haber algún error.

Emmi le alejó del estrado, donde era un blanco perfecto.

—No hay error.

Los aldeanos buscaban refugio mientras las naves se disponían a aterrizar en la plaza. Abulurd estaba convencido de que los pilotos habrían aterrizado sobre la muchedumbre si los espectadores no se hubieran apartado.

—Quédate aquí —dijo a Emmi mientras corría hacia las tres naves para exigir respuestas.

Las cuatro naves restantes describieron un círculo en el aire y regresaron. Rayos láser empezaron a cortar la red de andamios, como un pescador que destripara a sus presas.

—¡Alto! —gritó Abulurd a los cielos, al tiempo que cerraba los puños, pero ningún soldado podía oírle. Eran tropas Harkonnen, leales a su familia, pero estaban atacando a su pueblo, los ciudadanos de Lankiveil—. ¡Alto! —repitió, pero tuvo que retroceder debido a las ondas de choque.

Emmi le apartó a un lado cuando una de las naves voló tan bajo que dejó una corriente de aire caliente a su paso.

Más rayos láser fueron disparados, esta vez contra la masa de gente. La descarga abatió a docenas de personas.

Pedazos de hielo se desprendieron de los glaciares, bloques blancoazulados cristalinos que cayeron con un destello de vapor, como cauterizados de la masa principal. Edificios a medio terminar quedaron aplastados bajo la avalancha.

Las cuatro naves de ataque volvieron por tercera vez, mientras los demás vehículos se estabilizaban en el suelo. Las puertas se abrieron con un siseo para dar paso a soldados Harkonnen, con uniformes de combate azul oscuro con aislamiento térmico.

—¡Soy Abulurd Harkonnen y ordeno que os detengáis!

Tras rápidas miradas en su dirección, los soldados no le hicieron caso.

Entonces, Glossu Rabban bajó del aparato. Llevaba el cinturón erizado de armas, y tenía los hombros y el pecho cubiertos de insignias militares. Un casco negro iridiscente le daba aspecto de gladiador.

Al reconocer a su nieto, Onir Rautha-Rabban corrió hacia él, con las manos enlazadas, suplicante. Su cara reflejaba ira y horror.

—¡Basta, por favor! Glossu Rabban, ¿por qué haces esto?

Al otro lado de la plaza, las tropas terrestres abrieron fuego con sus rifles contra los aldeanos aterrorizados, que no tenían escapatoria. Antes de que el anciano burgomaestre pudiera llegar a Rabban, unos soldados se lo llevaron a rastras.

Abulurd corrió hacia Rabban con expresión airada. Tropas Harkonnen se dispusieron a interceptarle, pero él gritó:

—¡Dejadme pasar!

Rabban le miró con fríos ojos metálicos. Sus gruesos labios formaban una línea satisfecha sobre su barbilla cuadrada.

—Padre, tu pueblo ha de aprender que existen cosas peores que los desastres naturales. —Alzó un poco la barbilla—. Si encuentran excusas para no pagar sus diezmos, se enfrentarán a un desastre sobrenatural: yo.

—¡Ordena que se vayan! —Abulurd alzó la voz, aunque se sentía impotente por completo—. Yo soy el gobernador de este lugar y este es mi pueblo.

Rabban le miró con asco.

—Y necesitan un escarmiento para que entiendan la clase de comportamiento que se espera de ellos. No se trata de un tema complicado, pero es evidente que tú no proporcionas la inspiración necesaria.

Soldados Harkonnen arrastraron a Onir Rabban hacia el borde de un abrupto risco. Emmi comprendió sus intenciones y gritó. Abulurd se volvió y vio que habían conducido a su suegro hasta el precipicio, que terminaba en una sopa de nubes.

—¡No puedes hacer esto! —dijo Abulurd, estupefacto—. Ese hombre es el líder legal de este pueblo. Es tu abuelo.

Sonriente, Rabban susurró las palabras sin emoción, sin tono de mando.

—Ah, esperad. Basta.

Los soldados no podían oírle. Ya habían recibido las órdenes.

Los guardias Harkonnen agarraron al burgomaestre por ambos brazos y le sostuvieron como un saco en el borde. El padre de Emmi gritó, agitando brazos y piernas. Miró a Abulurd, con el rostro contraído de incredulidad y horror. Sus ojos se encontraron.

—Oh, por favor, no —susurró Rabban de nuevo, con una sonrisa que curvó sus labios.

Entonces, los soldados propinaron un empujón al anciano, que desapareció en el vacío.

—Demasiado tarde —dijo Rabban con un encogimiento de hombros.

Emmi cayó de rodillas, presa de náuseas. Abulurd, que no sabía si ir a consolarla o abofetear a su hijo, continuó paralizado.

Rabban dio una palmada.

—¡Ya basta! ¡Entrad!

Las naves que habían aterrizado emitieron sonoras señales. Con precisión militar, las tropas Harkonnen volvieron a sus naves formando filas perfectas. Abandonaron a los supervivientes, que corrían entre los cadáveres, buscaban compañeros, seres queridos, cualquiera que necesitara asistencia médica.

Rabban estudió a su padre desde la rampa de la nave insignia.

—Da gracias de que haga por ti tu trabajo sucio. Has sido muy blando con esta gente, y se han vuelto perezosos.

Las cuatro naves que volaban completaron otra pasada de ataque, derribando otro edificio. Luego se alejaron y volvieron a agruparse en el cielo.

—Si me obligas a intervenir de nuevo, tendré que ser más explícito… todo en tu nombre, por supuesto.

Rabban se volvió y entró en su nave.

Abulurd, consternado y desorientado, contempló con absoluto horror la destrucción, los incendios, los cadáveres carbonizados. Oyó un chillido ingobernable, como un cántico funerario, y comprendió que surgía de su propia garganta.

Emmi había avanzado tambaleante hasta el borde del precipicio y lloraba, mientras escudriñaba las nubes donde su padre había desaparecido.

Las últimas naves Harkonnen se elevaron en el cielo mediante suspensores, y chamuscaron la tierra del claro que se extendía ante la devastada ciudad. Abulurd cayó de rodillas, sumido en una desesperación total. Su mente estaba invadida por un zumbido atronador de incredulidad y dolor, dominado por la expresión satisfecha de Glossu Rabban.

—¿Cómo he podido engendrar semejante monstruo?

Sabía que nunca encontraría respuesta a esa pregunta.

52

El amor es el mayor logro al que puede aspirar un ser humano. Es un sentimiento que da lugar a la máxima profundidad de corazón, mente y alma.

Sabiduría zensunni de la Peregrinación

Liet-Kynes y Warrick pasaron una noche juntos cerca de Roca Astillada, en la Depresión Hagga. Habían asaltado una de las antiguas estaciones de experimentos botánicos, en busca de equipo utilizable, y además habían llevado a cabo un inventario de algunas herramientas y documentos que el desierto había conservado durante siglos.

Durante los dos años posteriores a su regreso de las regiones del polo sur, los jóvenes habían acompañado a Pardot Kynes de sietch en sietch para comprobar los progresos de nuevas y antiguas plantaciones. El planetólogo mantenía una cueva invernadero secreta en la Depresión de Yeso, un edén cautivo que demostraba las futuras posibilidades de Dune. El agua de los precipitadores de rocío y trampas de viento irrigaba arbustos y flores. Muchos fremen habían recibido muestras procedentes del proyecto de la Depresión de Yeso. Tomaban piezas de fruta como si fuera la sagrada comunión, cerraban los ojos y respiraban profundamente, saboreando el gusto.

Todo esto les había prometido Pardot Kynes… y todo esto les había dado. Estaba orgulloso de que sus visiones se estuvieran convirtiendo en realidad. También estaba orgulloso de su hijo.

—Un día, tú serás el planetólogo imperial de Dune, Liet —decía, y asentía con solemnidad.

Aunque hablaba con pasión sobre el despertar del desierto, aportando hierbas y biodiversidad para un ecosistema autosuficiente, Kynes no podía enseñar ninguna materia de una forma ordenada o estructurada. Warrick estaba pendiente de cada una de sus palabras, pero el hombre solía empezar por un tema, y luego divagaba sobre otros según su capricho.

—Todos formamos parte de un gran tapiz, y cada uno ha de seguir su propia senda —decía Pardot Kynes, más complacido con sus palabras de lo que debería.

Con frecuencia, volvía a narrar anécdotas de cuando había vivido en Salusa Secundus, y explorado territorios yermos que a nadie interesaban. El planetólogo había pasado años en Bela Tegeuse, para ver cómo la vida vegetal florecía pese a la apagada luz del sol y el suelo ácido. También había viajado a Harmonthep, III Delta Kainsing, Gammont, Poritrin, y a la deslumbrante corte de Kaitain, donde el emperador Elrood IX le había nombrado planetólogo de Arrakis.

Mientras Liet y Warrick se alejaban de Roca Astillada, se alzó un fuerte viento, un
heinali
o empujahombres. Liet indicó el abrigo de un afloramiento rocoso.

—Vamos a buscar refugio allí.

Warrick, que llevaba el pelo recogido en una coleta que caía sobre sus hombros, avanzó con dificultad, la cabeza gacha, al tiempo que se quitaba la fremochila. Trabajaron al unísono, y no tardaron en improvisar un campamento protegido y camuflado. Estuvieron hablando hasta bien entrada la noche.

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