Read Dune. La casa Harkonnen Online
Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Tags: #Ciencia Ficción
En el acuerdo original entre la Casa Rabban y la Casa Harkonnen, todas las ciudades religiosas de Lankiveil habían accedido a pagar una cantidad concreta cada año. Como resultado, estaban libres de otras obligaciones y les dejaban en paz. Abulurd levantó una mano.
—No debes preocuparte.
Pese a la historia de crueldades de su familia, Abulurd siempre había procurado vivir bien, tratar a los demás con el respeto que merecían. Pero desde que la cacería de ballenas perpetrada por su hijo había arruinado la zona de apareamiento de Tula Fjord, tenía la impresión de que estaba cayendo en un hondo y oscuro agujero. Sólo el amor que compartía con Emmi le sustentaba, le proporcionaba energía y optimismo.
—Cuenta con todo el tiempo que necesites. Lo importante ahora es encontrar a los supervivientes, y ayudaros a reconstruir.
Onir Rautha-Rabban parecía demasiado abatido incluso para llorar. Miraba a la gente que trabajaba en la ladera de la montaña. El sol brillaba en el cielo, de un azul transparente. La avalancha había pintado su mundo de un blanco prístino, disimulando el alcance de la desdicha que había traído.
En Giedi Prime, en la estancia privada donde iba a menudo a cavilar con su sobrino y su Mentat, el barón Harkonnen reaccionó ante la noticia con la adecuada indignación. Brincaba en su mecanismo antigravitatorio, mientras los demás se sentaban en butacas.
Un nuevo bastón, casi decorativo, descansaba contra la silla, por si necesitaba agarrarlo y golpear a alguien. El bastón tenía como cabeza un grifo Harkonnen, en lugar de la cabeza de gusano de arena del que había tirado por el balcón.
Columnas decorativas se alzaban en cada esquina de la habitación, de un estilo arquitectónico mezcla de varios. Una fuente seca adornaba un rincón. No había ventanas (pocas veces se molestaba el barón en admirar la vista), y notaba las losas frías contra sus pies desnudos, que tocaban el suelo como un suspiro, gracias a los suspensores. En una esquina de la habitación había un poste con la bandera alicaída de la Casa Harkonnen apoyado contra la pared, que nadie se había molestado nunca en enderezar.
El barón miró a Glossu Rabban.
—Tu padre está haciendo gala otra vez de su corazón blando y su cabeza blanda.
Rabban dio un respingo, temeroso de que le enviaran de nuevo a hacer entrar en razón a Abulurd. Vestía una chaqueta acolchada sin mangas de piel marrón, que dejaba al descubierto sus brazos musculosos. Tenía el pelo rojizo aplastado debido al casco que llevaba con frecuencia.
—Me gustaría que dejaras de recordarme que es mi padre —dijo, con la intención de aplacar la cólera del barón.
—Durante cuatro generaciones, los ingresos devengados por los monasterios de Lankiveil nunca han dejado de llegar. Tal fue nuestro acuerdo con la Casa Rabban. Siempre pagan. Conocen las condiciones. Y ahora, por culpa de una pequeña —el barón resopló— avalancha de nieve, ¿van a eludir su diezmo? ¿Cómo puede Abulurd lavarse las manos y excusar a sus súbditos de sus obligaciones impositivas? Es el gobernador planetario, y tiene responsabilidades.
—Siempre podemos obligar a las demás ciudades a pagar más —sugirió Piter de Vries. Se retorció, mientras más posibilidades acudían a su mente. Se levantó de la butaca y atravesó la estancia en dirección al barón. La túnica suelta se enrolló a su alrededor, mientras se deslizaba con la gracia y el silencio de un fantasma vengativo.
—No estoy de acuerdo con fijar un precedente así —dijo el barón—. Prefiero que nuestras finanzas sean impolutas, y Lankiveil ha logrado mantener el acuerdo hasta ahora.
Se sirvió una copa de coñac kirana de una mesilla auxiliar. Lo sorbió, con la esperanza de que el licor de sabor ahumado calmaría el dolor de sus articulaciones. Desde que utilizaba el mecanismo ceñido a la cintura, el barón había aumentado todavía más de peso al haber reducido la actividad. Sentía el cuerpo como un peso colgado de sus huesos.
La piel del barón olía a eucalipto y clavo, debido a los aceites que añadía a su baño diario. Los masajistas habían aplicado ungüentos a su piel, pero su cuerpo deteriorado aún se sentía desdichado.
—Si somos permisivos con una ciudad, daremos lugar a una epidemia de desastres y excusas inventados.
Hizo un mohín, y sus ojos negros se desviaron hacia Rabban.
—Comprendo que estés disgustado, tío. Mi padre es un imbécil.
De Vries levantó un dedo largo y huesudo.
—Dejadme proponeros algo, mi barón. Lankiveil es lucrativo gracias al negocio de las pieles de ballena. Casi todos nuestros beneficios proceden de esa sola industria. Las escasas baratijas y recuerdos de los monasterios obtienen pingües beneficios, sí… pero en conjunto, los ingresos son insignificantes. Por una cuestión de principios, les exigimos que paguen, pero no les necesitamos.
El Mentat hizo una pausa.
—¿Cuál es tu propuesta?
El hombre enarcó sus pobladas cejas.
—La propuesta, mi barón, es que en esta particular situación, podemos permitirnos dar ejemplo.
Rabban soltó una carcajada atronadora, similar a la de su tío. Aún estaba resentido por su exilio en Lankiveil.
—La Casa Harkonnen controla el diezmo de Rabban-Lankiveil —dijo el barón—. Teniendo en cuenta las fluctuaciones del mercado de la especia, hemos de asegurar nuestro absoluto control sobre todas las actividades que nos proporcionan dinero. Tal vez no hemos supervisado debidamente las actividades de mi hermanastro. Quizá piensa que puede ser tan misericordioso como le plazca, y que nosotros no le haremos caso. Es preciso poner punto final a este tipo de pensamientos.
—¿Qué vas a hacer, tío?
Rabban se inclinó y sus ojos de gruesas pestañas se entornaron.
—Tú vas a hacerlo. Necesito a alguien familiarizado con Lankiveil, alguien que comprenda las exigencias del poder.
Rabban tragó saliva, impaciente, pues sabía lo que se avecinaba.
—Volverás allí —ordenó el barón—. Pero esta vez no como alguien caído en desgracia. Esta vez tienes un trabajo que hacer.
La Bene Gesserit no dice mentiras improvisadas. La verdad nos sirve mejor.
Coda Bene Gesserit
Una mañana nublada, el duque Leto estaba sentado solo en el patio del castillo de Caladan, contemplando un desayuno intocado de pescado ahumado y huevos. Una tablamagna que contenía documentos de papel impregnados en metal descansaba junto a su mano derecha. Daba la impresión de que Kailea descuidaba cada vez más los asuntos de negocios cotidianos. Tanto que hacer, y nada interesante.
Al otro lado de la mesa estaban los restos del desayuno de Thufir Hawat. El Mentat había comido a toda prisa y salido para atender a los detalles de seguridad necesarios para los asuntos de estado del día. Los pensamientos de Leto seguían desviándose hacia el Crucero que había entrado en órbita, y la lanzadera que pronto descendería a la superficie.
¿Qué quieren de mí las Bene Gesserit? ¿Por qué envían una delegación a Caladan?
No había tenido nada que ver con la Hermandad desde que Rhombur había tomado a Tessia como concubina. Su representante quería hablar con él sobre un «asunto de extrema importancia», pero se había negado a revelar nada más.
Tenía un nudo en el estómago, y no había dormido bien la noche anterior. La locura del conflicto entre los Moritani y los Ecaz pesaba de forma constante sobre su mente. Si bien había ganado prestigio en el seno del Landsraad por sus decididos esfuerzos diplomáticos, se sentía asqueado por el reciente secuestro y ejecución de los miembros de la familia del archiduque. Leto había conocido a Sanyá, la hija de Armand Ecaz, la había considerado atractiva, incluso había pensado en ella como una buena candidata al matrimonio. Pero los matones de Grumman habían asesinado a Sanyá y a su tío.
Sabía que el conflicto no se resolvería sin más derramamiento de sangre.
Leto vio que una mariposa de brillantes colores naranja y amarillo revoloteaba sobre un jarrón con flores colocado en el centro de la mesa. Por un instante, el bonito insecto le hizo olvidar sus problemas, pero las preguntas no dejaban de acudir a su mente.
Años antes, con ocasión de su Juicio por Decomiso, la Bene Gesserit le había ofrecido su ayuda, aunque sabía muy bien que no debía esperar una generosidad incondicional. Thufir Hawat había hecho una advertencia a Leto que este conocía muy bien: «Las Bene Gesserit no son las chicas de los recados de nadie. Hicieron esta oferta porque quisieron, porque de alguna manera las beneficiaba».
Hawat estaba en lo cierto, por supuesto. La Hermandad era experta en garantizar información, poder y posición. Una Bene Gesserit de Rango Oculto estaba casada con el emperador. Shaddam IV tenía una anciana Decidora de Verdad a su lado en todo momento. Otra hermana se había casado con el ministro de la especia de Shaddam, el conde Hasimir Fenring.
¿Por qué han estado siempre tan interesadas en mí?
, se preguntó Leto.
La mariposa se posó sobre la tablamagna que tenía junto a su mano y exhibió los hermosos dibujos de sus alas.
Hasta con capacidades Mentat avanzadas, Hawat era incapaz de proporcionar proyecciones útiles en relación a los motivos de la Hermandad. Tal vez Leto debería preguntar a Tessia. Por lo general, la concubina de Rhombur daba respuestas directas. Pero aunque Tessia era ahora un miembro más de la Casa Atreides, la joven seguía siendo leal a la Hermandad. Y ninguna organización guardaba mejor sus secretos que la Bene Gesserit.
Con un destello de color, la mariposa bailó en el aire ante sus ojos. Leto extendió una mano con la palma hacia arriba, y ante su sorpresa, el insecto se posó sobre ella, tan ligera que apenas notó nada.
—¿Tienes las respuestas que estoy buscando? ¿Eso intentas decirme?
La mariposa había depositado toda su fe en él, convencida de que Leto no le haría daño. Lo mismo sucedía con la sagrada confianza que el buen pueblo de Caladan depositaba en él. La mariposa salió volando y aterrizó en el suelo, a la sombra de la mesa del desayuno.
De repente apareció un criado en el patio.
—Mi señor, la delegación ha llegado antes de lo previsto. ¡Ya está en el espaciopuerto!
Leto se puso en pie con brusquedad y derribó la tablamagna. Cayó sobre las losas del suelo. El criado se apresuró a recogerla, pero Leto le apartó a un lado cuando vio que la mariposa había quedado aplastada bajo ella. Su descuido había matado al delicado insecto. Turbado, se arrodilló junto a la mariposa varios segundos.
—¿Os encontráis bien, mi señor? —preguntó el criado.
Leto se levantó, recogió la tablamagna y compuso una expresión estoica.
—Informa a la delegación que la recibiré en mi estudio, en lugar del espaciopuerto.
Mientras el sirviente salía a toda prisa, Leto recogió la mariposa muerta y la dejó entre dos hojas de tablamagna. Pese a que el cuerpo del insecto había quedado aplastado, las exquisitas alas seguían intactas. La guardaría en un estuche de plaz transparente, para poder recordar siempre la facilidad con que un momento de descuido podía destruir la belleza…
Con su uniforme negro, capa verde y distintivo ducal, Leto se levantó de su escritorio de madera de Elacca. Hizo una reverencia cuando cinco hermanas con hábito negro entraron, conducidas por una mujer de pelo gris, mejillas hundidas y ojos brillantes. Su mirada se desvió hacia una joven belleza de cabello broncíneo que estaba a su lado, pero después se concentró en la líder.
—Soy la reverenda madre Gaius Helen Mohiam. —Su rostro no manifestaba hostilidad, pero tampoco le ofreció ninguna sonrisa—. Gracias por permitirnos hablar con vos, duque Leto.
—Por regla general, no concedo audiencia cuando se me avisa con tan poca antelación —dijo Leto con un frío asentimiento. Hawat le había aconsejado que intentara desconcertar a la mujer, si era posible—. Sin embargo, como la Hermandad no solicita con frecuencia mi indulgencia, puedo hacer una excepción. —Un criado cerró las puertas del estudio privado cuando Leto señaló a su guerrero Mentat—. Reverenda madre, os presento a Thufir Hawat, mi jefe de seguridad.
—Ah, el famoso maestro de Asesinos —dijo la mujer y sostuvo su mirada.
—Se trata sólo de un título informal.
Hawat hizo una reverencia, muy suspicaz. La tensión se podía palpar en el aire, y Leto no sabía cómo aplacarla.
Cuando las mujeres se sentaron en butacas mullidas, Leto se descubrió fascinado por la joven de pelo rojo, que continuaba de pie. Tal vez de unos diecisiete años, sus inteligentes ojos verdes le miraban desde una cara ovalada de nariz algo respingona y boca generosa. Su porte era majestuoso. ¿La había visto antes? No estaba seguro.
Cuando Mohiam desvió la vista hacia la joven, que estaba inmóvil y rígida, intercambiaron una dura mirada, como si existiera tensión entre ambas.
—Esta es la hermana Jessica, una acólita de mucho talento, adiestrada en muchas disciplinas. Nos gustaría ofrecerla a vuestro hogar, con nuestros saludos.
—¿Ofrecérnosla? —dijo Hawat con brusquedad—. ¿Como criada, o como espía?
La muchacha le miró con acritud, pero disimuló su indignación.
—Como consorte, o como caja de resonancia de ideas. Esto lo ha de decidir el duque. —Mohiam hizo caso omiso del tono acusador del Mentat—. Las hermanas Bene Gesserit han demostrado su valía como consejeras en muchas Casas, incluida la Corrino. —Mantenía concentrada su atención en Leto, si bien estaba alerta a todos los movimientos de Hawat—. Una hermana puede observar, y extraer conclusiones… pero eso no la convierte en una espía. Muchos nobles consideran que nuestras mujeres son excelentes compañeras, hermosas, adiestradas en las artes…
Leto la interrumpió.
—Ya tengo una concubina, la madre de mi hijo. —Miró a Hawat y comprendió que el Mentat estaba analizando el nuevo dato.
Mohiam le dedicó una sonrisa significativa.
—Un hombre importante como vos puede tener más de una mujer, duque Atreides. Aún no habéis elegido esposa.
—Al contrario del emperador, yo no mantengo un harén.
Las demás hermanas parecían impacientes, y la reverenda madre exhaló un largo suspiro.
—El significado tradicional de la palabra «harén», duque Atreides, incluye a todas las mujeres de las que un hombre es responsable, incluidas sus hermanas y madre, tanto como sus concubinas y esposas. Carece de connotaciones sexuales.
—Juegos de palabras —gruñó Leto.