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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (42 page)

El brillo del aterrador elecrán aumentó de intensidad, una masa chisporroteante de energía primordial que se alzaba sobre el agua. No tenía cara, ni ojos, ni colmillos: todo su cuerpo estaba compuesto de muerte.

Hawat ladró la orden justo cuando Leto se arrojaba a la cubierta de madera. Dos rifles láser transformaron el agua en espuma y vapor, en la base de la cinta crepitante de rayos. Nubes de neblina blanca ascendieron a su alrededor.

Leto rodó a un lado, con la intención de resguardarse tras una regala elevada. Los dos guardias Atreides también abrieron fuego, y vaporizaron las olas que rodeaban al ser.

El elecrán se agitó, como sorprendido, intentó apoyarse de nuevo sobre el agua que bullía bajo él. Emitió un chillido estremecedor y golpeó al barco dos veces más con descargas espasmódicas. Por fin, cuando su contacto se cortó definitivamente, el elecrán perdió consistencia.

Se disipó en la nada con una pavorosa explosión, volvió al reino de los mitos. Una cascada de agua cayó sobre el barco, hormigueante y efervescente, como si aún contuviera una pizca de la presencia del monstruo. Gotas calientes empaparon a Leto. El olor a ozono dificultaba la respiración.

El océano recobró la paz, sereno y silencioso.

Durante el abatido regreso del barco a los muelles, Leto se sintió agotado, pero satisfecho por haber solucionado el problema y salvado a sus hombres, y sobre todo a su hijo, sin una sola baja. Gianni y Dom ya estaban improvisando las historias que contarían en noches de tormenta.

Victor, acunado por el ruido de los motores, se durmió en el regazo de su padre. Leto contemplaba el agua que surcaban. Acarició el pelo oscuro del niño y sonrió al ver su cara de inocencia. Distinguió en las facciones de Victor el linaje imperial que Leto había heredado de su madre: la barbilla estrecha, los intensos ojos gris claro, la nariz aguileña.

Mientras estudiaba al niño dormido, se preguntó si quería más a Victor que a su concubina. A veces se preguntaba si aún quería a Kailea, sobre todo durante el difícil último año, cuando su vida en común se había agriado, lenta pero inexorablemente.

¿Había sentido lo mismo su padre por su esposa Helena, atrapado como él en una relación con una mujer de expectativas tan diferentes de las suyas? ¿Cómo había degenerado su matrimonio hasta tales extremos? Poca gente sabía que lady Helena Atreides había urdido el asesinato del viejo duque, había tomado las medidas necesarias para que un toro salusano le matara.

Leto acarició a su hijo con mucha suavidad para que no se despertara, y juró que nunca más permitiría que Victor se expusiera a un peligro tan enorme. Su corazón se hinchó de amor por el niño, casi a punto de estallar. Tal vez Kailea había estado en lo cierto. No tendría que haberse llevado al niño en aquella excursión de pesca.

Después, el duque entornó los ojos y volvió a descubrir el acero del liderazgo. Al comprender la cobardía de sus pensamientos, Leto cambió de opinión.
No puedo sobreprotegerle.
Sería un grave error mimar a este niño. Sólo al afrontar peligros y desafíos, como había hecho Paulus Atreides con Leto, podría el pequeño llegar a ser un hombre fuerte e inteligente, el líder que debía ser.

Bajó la vista y sonrió a Victor de nuevo.
Al fin y al cabo
, pensó Leto,
puede que este niño sea duque algún día.

Vio que la línea de la costa emergía de la bruma matutina, y distinguió el castillo de Caladan y los muelles. Era estupendo volver a casa.

46

Cuerpo y mente son dos fenómenos, observados en diferentes condiciones, pero de una única e idéntica realidad. Cuerpo y mente son aspectos del ser vivo. Funcionan bajo un peculiar sentido de la sincronicidad, en que las cosas acaecen juntas y se comportan como si fueran la misma…, pero pueden ser concebidas como diferentes.

Manual del personal médico
, Escuela de Ginaz

En la lluviosa mañana, Duncan Idaho esperaba junto con sus compañeros de clase en un nuevo terreno de entrenamiento, una isla más en la larga cadena de aulas aisladas. Gotas tibias caían sobre ellos desde las agobiantes nubes tropicales. Daba la impresión de que en aquel lugar siempre llovía.

El maestro espadachín era un gordo que vestía unos holgados pantalones caqui. El pañuelo rojo ceñido alrededor de su enorme cabeza provocaba que su pelo rojizo se erizara como púas de extremos mojados. Sus ojos eran dardos pequeños, de un castaño tan oscuro que era difícil distinguir los iris de las pupilas. Hablaba con una voz aflautada que surgía de una caja de voz sepultada bajo su enorme papada.

No obstante, cuando se movía, el maestro espadachín Rivvy Dinari lo hacía con la agilidad y velocidad de un raptor en el impulso final de un golpe mortal. Duncan no veía nada ridículo en el hombre, y sabía que no debía subestimarle. La apariencia gordinflona era una treta cuidadosamente cultivada.

—Aquí soy una leyenda —había dicho el voluminoso instructor—, y pronto sabréis por qué.

Durante los segundos cuatro años de estudios en Ginaz, los alumnos se habían reducido a menos de la mitad de los que habían llegado el primer día, cuando Duncan se había visto obligado a llevar una pesada armadura. Un puñado de estudiantes ya habían perecido en el despiadado entrenamiento; muchos más habían desistido y marchado.

—Sólo los mejores pueden ser maestros espadachines —decían los profesores, como si eso explicara todas las penalidades.

Duncan derrotaba a los demás estudiantes en combate o en los ejercicios mentales tan esenciales para la batalla y la estrategia. Antes de abandonar Caladan, había sido uno de los mejores guerreros jóvenes de la Casa Atreides, pero jamás había imaginado que supiera tan poco.

—Los hombres que luchan no se moldean con mimos —había recitado el maestro espadachín Mord Cour, una lejana tarde—. En situaciones de combate reales, los hombres se moldean mediante desafíos extremos que les empujan a su límite.

Algunos de los maestros les habían enseñado tácticas militares, la historia de la guerra, incluso filosofía y política. Se enzarzaban en combates de retórica, antes que de armas. Algunos eran ingenieros y expertos en mecánica, que habían enseñado a Duncan a montar y desmontar cualquier clase de arma, a fabricar sus artilugios de matar con los elementos más escasos. Aprendió a utilizar y reparar escudos, a diseñar instalaciones defensivas a gran escala, y a forjar planes de batalla en conflictos a pequeña y gran escala.

La lluvia repiqueteaba con ineludible cadencia sobre la playa, las rocas, los estudiantes. Rivvy Dinari parecía indiferente al chaparrón.

—Durante los siguientes seis meses aprenderéis de memoria el código de los samuráis y la filosofía integral del
bushido.
Si insistís en ser rocas resbaladizas como aceite, yo seré un torrente de agua. Minaré vuestra resistencia hasta que aprendáis todo cuanto puedo enseñaros.

Movió sus ojos penetrantes como una descarga de fusilería, y dio la impresión de que hablaba en particular a cada estudiante. Una gota de lluvia colgaba del extremo de su nariz, hasta que cayó y fue sustituida por otra.

—Tenéis que aprender honor, de lo contrario no merecéis aprender nada.

El siempre malhumorado Trin Kronos, sin dejarse intimidar, le interrumpió.

—El honor no os hará ganar batallas, a menos que todos los combatientes accedan a regirse por las mismas normas. Si os ceñís a absurdas reglamentaciones, maestro, puede que cualquier enemigo deseoso de quebrantar las normas os derrote.

Tras oír eso, Duncan Idaho pensó que comprendía alguna de las audaces y provocadoras medidas que el vizconde Moritani había tomado durante su conflicto con Ecaz. Los grumman no obedecían las mismas reglas.

El rostro de Dinari enrojeció.

—Una victoria sin honor no es una victoria.

Kronos sacudió la cabeza, arrojando gotas de lluvia.

—Decid eso a los soldados muertos del bando contrario.

Los amigos cercanos murmuraron palabras de felicitación por su respuesta. Aunque empapados y sucios de barro, todos conservaban su altivo orgullo.

La voz de Dinari sonó más estridente.

—¿Deseáis renunciar a toda civilización humana? ¿Preferís convertiros en animales salvajes? —El grandullón se acercó más a Kronos, que vaciló, retrocedió y pisó un charco—. Los guerreros de la escuela de Ginaz son respetados a lo largo y ancho del Imperio. Formamos a los mejores guerreros y a los más grandes tácticos, mejores aún que los Sardaukar del emperador. ¿Necesitamos una flota militar en órbita? ¿Necesitamos un ejército preparado para rechazar a los invasores? ¿Necesitamos un montón de armas para dormir tranquilos por las noches? ¡No! Porque seguimos un código de honor y todo el Imperio nos respeta.

Kronos no hizo caso, o no reparó en el brillo asesino aparecido en los ojos del maestro espadachín.

—En ese caso tenéis un punto débil: vuestro exceso de confianza.

Se hizo el silencio, roto sólo por el constante tamborileo de la lluvia. Dinari puso énfasis en sus siguientes palabras:

—Pero tenemos honor. Aprende a valorarlo.

Llovía a cántaros otra vez, siguiendo la tónica de los últimos meses. Rivvy Dinari anadeaba entre las filas de alumnos. Pese a su corpulencia, el maestro espadachín se movía como una brisa sobre el suelo embarrado.

—Si tenéis ganas de pelear, debéis deshaceros de la angustia. Si estáis enfurecidos con vuestro enemigo, debéis deshaceros de la ira. Los animales luchan como animales. Los humanos luchan con sutileza. —Taladró a Duncan con su mirada acerada—. Limpia tu mente.

Duncan no respiraba, no parpadeaba. Todas las células de su cuerpo se habían paralizado, cada nervio había alcanzado el éxtasis. Una brisa húmeda acariciaba su cara, pero dejó que pasara de largo. La lluvia constante empapaba sus ropas, su piel, sus huesos, pero imaginó que fluía a través de él.

—No hagas el menor movimiento: no parpadees, no hinches el pecho, controla hasta el último músculo. Sé una piedra. Aíslate del universo consciente.

Tras meses de rigurosa instrucción a las órdenes de Dinari, Duncan sabía disminuir el ritmo de su metabolismo hasta alcanzar un estado similar a la muerte, llamado
funestus
. El maestro lo llamaba un proceso de purificación destinado a preparar las mentes y los cuerpos para la enseñanza de nuevas disciplinas de lucha. Una vez alcanzado,
funestus
le proporcionaba una sensación de paz como jamás había experimentado, que le recordaba los brazos de su madre, su voz dulce y susurrante.

Arropado en el trance, Duncan concentró sus pensamientos, su imaginación, su impulso. Un intenso brillo llenaba sus ojos, pero mantuvo el control y se negó a parpadear.

Duncan notó un dolor agudo en el cuello, el pinchazo de una aguja.

—¡Ah! Aún sangras —exclamó Dinari, como si su misión fuera destruir al máximo de candidatos posible—. Por lo tanto, también sangrarás en la batalla. No te hallas en un estado de
funestus
perfecto, Duncan Idaho.

Se esforzó por alcanzar el estadio de meditación en que la mente controlaba su energía
chi
, hasta alcanzar un estado de reposo y, al mismo tiempo, encontrarse preparado por completo para el combate. Buscó el nivel de concentración máximo, sin la contaminación de pensamientos confusos e innecesarios. Sintió que profundizaba, oyó la continua embestida verbal de Rivvy Dinari.

—Portas una de las mejores espadas del Imperio, la espada del duque Paulus Atreides. —Se cernió sobre el candidato, quien se esforzaba por mantener su concentración y serenidad—. Pero has de ganarte el derecho de utilizarla en la batalla. Has adquirido habilidades para la lucha, pero aún no has demostrado controlar tus pensamientos. Intelectualizar en exceso aminora la velocidad de las reacciones y las entorpece, amortigua los instintos de un guerrero. Mente y cuerpo son uno, y has de luchar con ambos.

El corpulento maestro caminó a su alrededor con parsimonia. Duncan clavó la vista al frente.

—Veo todas las diminutas grietas de las que ni siquiera eres consciente. Si un maestro espadachín fracasa, no sólo se decepciona a sí mismo, sino que pone en peligro a sus camaradas, causa oprobio a su Casa y se deshonra a sí mismo.

Duncan sintió otro pinchazo en el cuello, oyó un gruñido de satisfacción.

—Mejor.

La voz de Dinari se desvaneció cuando fue a inspeccionar a los demás.

Mientras la incesante lluvia caía sobre él, Duncan mantuvo el
funestus
. El mundo enmudeció a su alrededor, como el silencio que precede a la tormenta. El tiempo dejó de tener significado para él.

—Arrr… ¡Uh!

A la llamada de Dinari, la conciencia de Duncan empezó a flotar, como si estuviera en un barco surcando un río bravío y el fornido maestro le llevara a remolque. Se sumergió y continuó adelante, avanzando en el agua metafórica hacia un destino que se encontraba más allá de su mente. Había estado en aquel río mental muchas veces… la travesía
departas
, cuando pasaba a la segunda fase de la secuencia de meditación. Se desprendió de todo lo que era viejo para poder empezar de nuevo, como un niño. El agua era limpia, transparente y tibia a su alrededor, un útero.

Duncan aceleró y el barco que era su alma se balanceó hacia arriba. La oscuridad disminuyó y vio un resplandor sobre él, que iba aumentando de brillo. La luz destellante se convirtió en un brillo acuoso, y se vio como un punto diminuto que nadaba hacia arriba.

—Arrr… ¡Uh!

Al segundo grito de Dinari, Duncan surgió del agua metafórica y regresó a la lluvia tropical y el aire suave. Jadeó en busca de aliento, y tosió junto con los demás estudiantes, para descubrir a continuación que estaba seco por completo, la ropa, la piel, el pelo. Antes de que pudiera expresar su asombro, la lluvia empezó a empapar sus ropas de nuevo.

El obeso maestro espadachín contemplaba con las manos enlazadas los cielos grises, dejaba que las gotas de lluvia cayeran sobre su cara como agua bautismal. Después, ladeó la cabeza y miró a los estudiantes de uno en uno, dejando que el placer se transparentara en su rostro. Sus estudiantes habían alcanzado el
novellus
, la fase final del renacimiento orgánico necesario antes de poder iniciar una nueva enseñanza compleja.

—Para dominar un sistema de combate, debéis dejar que os domine. Debéis entregaros a él por completo. —Los extremos sueltos y mojados del pañuelo rojo del maestro Dinari, atados detrás de su cabeza, colgaban sobre su cuello—. Vuestras mentes son como arcilla blanda en la que se graban impresiones.

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