Read Dune. La casa Harkonnen Online

Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (46 page)

Después de hacer el amor con una intensidad atizada por sus grandes planes, C’tair durmió más horas de las que solía permitirse. Cuando estuvo descansado y preparado, Miral y él repasaron el plan para comprobar que todo estaba controlado, que se habían tomado todas las precauciones necesarias. Después de montar varias cargas en la habitación, cogieron los restantes explosivos y se acercaron a la puerta. Examinaron los escáneres para asegurarse de que el pasillo exterior estaba vacío.

Con tristeza, C’tair y Miral dijeron adiós en silencio a la cámara protegida que había sido el escondite desesperado de C’tair durante tanto tiempo. Ahora serviría a un último propósito, y les permitiría asestar un golpe a los invasores.

Los Bene Tleilax nunca sabrían qué les había golpeado.

C’tair amontonó las cajas de una en una, junto con otros cajones necesarios para los experimentos que los tleilaxu llevaban a cabo en su pabellón de investigaciones. Una de las cajas estaba equipada con discos explosivos, un embarque similar a los demás que se estaban cargando en el sistema de raíles automatizado. El paquete sería entregado en el corazón de su guarida secreta.

No se dignó a mirar ni una vez la caja en cuestión. Se limitó a apilarla con las demás, dispuso subrepticiamente el temporizador y se apresuró a cargar otra caja. Uno de los obreros suboides tropezó, pero C’tair cogió el cajón del hombre y lo dejó en el automotor, para evitar retrasos. Se había concedido suficientes oportunidades, pero aún consideraba difícil disimular su nerviosismo. Miral Alechem se encontraba en un pasadizo que corría bajo otro edificio. Estaría colocando cargas en la base de la inmensa estructura que albergaba oficinas tleilaxu en los niveles superiores. A estas alturas, ya habría escapado.

La plataforma cargada se puso en movimiento con un zumbido y aceleró hacia el complejo del laboratorio. C’tair anhelaba saber qué sucedía detrás de aquellas ventanas cegadas. Miral no había conseguido averiguarlo, ni tampoco él. Pero se conformaría con causar destrozos.

Los tleilaxu, pese a su sangrienta represión, se habían vuelto descuidados después de dieciséis años. Sus medidas de seguridad eran risibles… y ahora les demostraría el error de sus costumbres.

El golpe tenía que ser lo bastante fuerte para que se tambalearan, porque el siguiente atentado no sería tan fácil.

C’tair reprimió una sonrisa de impaciencia, mientras seguía con la vista el vagón. Detrás de él, otros obreros empezaban a cargar otra plataforma vacía. Echó un vistazo al techo de la gruta, a los delgadísimos edificios que sobresalían como islas invertidas a través del cielo proyectado.

El cálculo del tiempo era crucial. Las cuatro bombas debían estallar casi al mismo tiempo.

Sería una victoria tanto psicológica como material. Los invasores tleilaxu debían llegar a la conclusión de que un movimiento de resistencia a gran escala y coordinado era el responsable de estos ataques, de que los rebeldes contaban con numerosos miembros y un plan organizado.

Nunca han de sospechar que sólo somos dos.

Tras el éxito, tal vez otros se lanzarían a luchar por su cuenta y riesgo. Si suficiente gente entraba en acción, convertiría la rebelión a gran escala en una profecía cumplida.

Respiró hondo y se volvió hacia los demás cajones que esperaban. No se atrevía a exhibir un comportamiento que se apartara del acostumbrado. Módulos de vigilancia se movían sin cesar en lo alto, con luces parpadeantes, y cámaras de observación espiaban hasta el menor movimiento.

No consultó su cronómetro, pero sabía que la hora se acercaba.

Cuando la primera explosión estremeció el suelo de la caverna, los abúlicos obreros interrumpieron sus tareas y se miraron, confusos. C’tair sabía que la detonación ocurrida en los pozos de eliminación de basura tendría que haber sido suficiente para derrumbar las estancias, para retorcer y destruir las correas transportadoras. Tal vez los escombros llegarían a obturar los pozos de magma.

Antes de que alguien pudiera reparar en su expresión complacida, los edificios estalactita del techo estallaron.

En los niveles administrativos, una serie de discos explosivos destruyeron secciones enteras del complejo burocrático. Un ala del Gran Palacio quedó colgando de largas vigas maestras y cables reforzados rotos.

Cayeron cascotes en el centro de la caverna, y los obreros huyeron presas del pánico. Una luz brillante y una remolineante nube de polvo de roca surgió de las cámaras del techo destrozadas.

Alarmas ensordecedoras retumbaron en las paredes de piedra. No había oído tal estrépito desde la rebelión de los suboides. Todo funcionaba a la perfección.

Huyó con el resto de sus compañeros, fingiendo terror, y se perdió entre la muchedumbre. Percibió el olor a polvo de los materiales de construcción y el del miedo que le rodeaba.

Oyó una explosión lejana, procedente de la dirección del edificio donde Miral trabajaba, y supo que había tomado la precaución de alejarse antes de provocarla. Por fin, tal como esperaba, la vagoneta atestada llegó a la zona de carga del pabellón de investigaciones secretas. El dispositivo final de discos explosivos estalló en franjas de fuego y nubes de humo negro. El sonido de la detonación resonó como una batalla espacial entre los gruesos muros.

Los incendios empezaron a propagarse. Tropas Sardaukar irrumpieron como escarabajos enloquecidos por el calor, con el fin de descubrir el origen del ataque. Dispararon al techo, sólo para expresar su ira. Las alarmas estremecían las paredes. Los Amos tleilaxu chillaban órdenes incomprensibles en su idioma por la megafonía, mientras las cuadrillas de obreros murmuraban, aterrorizadas.

Pero aun en el caos, C’tair reconoció en algunos rostros ixianos una especie de satisfacción, una sensación de asombro por la victoria que acababan de conseguir. Hacía mucho tiempo que habían perdido sus ansias de combatir.

Ahora tal vez las recuperarían.

Por fin
, pensó C’tair mientras parpadeaba e intentaba disimular su sonrisa. Cuadró los hombros, pero al punto los dejó caer para volver a asumir la expresión de un prisionero derrotado y colaborador.

Al fin los invasores habían recibido un verdadero golpe.

50

No existe modo de intercambiar información sin formular opiniones.

Axioma Bene Gesserit

Desde el balcón de sus aposentos privados, Jessica observó a su anticuada dama de compañía, con sus mejillas sonrosadas como manzanas, en el patio de prácticas cercano al puesto de guardia oeste. Miró mientras la jadeante mujer conversaba con Thufir Hawat y observó que utilizaba muchos gestos para hablar. Ambos miraron hacia su ventana.

¿El Mentat cree que soy estúpida?

Durante el mes que Jessica llevaba viviendo en Caladan, habían satisfecho sus necesidades con fría precisión, como una huésped respetada, pero nada más. Thufir Hawat se había ocupado en persona de velar por su comodidad, y la había instalado en los antiguos aposentos de lady Helena Atreides. Después de estar clausuradas durante tantos años, las habitaciones habían necesitado airearse, pero los hermosos muebles, el enorme baño y el solario eran más de lo que Jessica necesitaba. Una Bene Gesserit precisaba pocos lujos y comodidades.

El Mentat también le había destinado la chismosa dama de compañía, que revoloteaba a su alrededor como una mariposa y siempre encontraba tareas que le exigieran estar cerca de Jessica. Era obvio que se trataba de una espía de Hawat.

Jessica había despedido a la mujer aquella misma mañana, sin ninguna explicación. Se sentó a esperar las repercusiones. ¿Vendría el maestro de Asesinos en persona, o enviaría a un representante? ¿Comprendería su mensaje implícito?
No me subestimes, Thufir Hawat.

Desde el balcón, vio que concluía su conversación con la mujer. Se alejó del puesto de guardia con movimientos enérgicos y confiados, en dirección al castillo.

Un hombre extraño, aquel Mentat. Mientras estaba en la Escuela Materna, Jessica había aprendido de memoria el historial del Mentat, y averiguado que había pasado la mitad de su vida en un centro de preparación Mentat, primero como estudiante y después como filósofo y táctico teórico, antes de ser adquirido para el recién nombrado duque Paulus Atreides, el padre de Leto.

Jessica utilizó sus poderes de observación Bene Gesserit para estudiar a aquel hombre correoso y seguro de sí mismo. Hawat no era como los demás graduados de las escuelas Mentat, los tipos introvertidos que huían del contacto personal. Este hombre mortífero era agresivo y astuto, con una lealtad fanática a la Casa Atreides. En algunos aspectos, su naturaleza letal era similar al del Mentat pervertido por los tleilaxu, Piter de Vries, pero Hawat era el opuesto ético del mentat Harkonnen. Todo resultaba muy curioso.

De forma similar, había observado que el maestro de Asesinos la escudriñaba a través de su filtro lógico Mentat, procesaba datos sobre ella y llegaba a conclusiones no confirmadas. Hawat podía ser muy peligroso.

Todos querían saber por qué estaba allí, por qué la Bene Gesserit la había enviado y cuáles eran sus intenciones.

Jessica oyó un fuerte golpe en la puerta y fue a abrir.
Ahora veremos qué viene a decir. Basta de juegos.

Los labios de Hawat estaban mojados de zumo de safo, y los ojos hundidos expresaban preocupación y nerviosismo.

—Haced el favor de explicarme por qué no os ha satisfecho la criada que elegí para vos, mi señora.

Jessica llevaba un vestido de sooraso lavanda, que realzaba las curvas de su esbelto cuerpo. Su maquillaje era mínimo, apenas algo de lavanda alrededor de los ojos y tinte de labios a juego. Su expresión no albergaba la menor amabilidad.

—Teniendo en cuenta tus proezas legendarias, pensaba que serías un hombre más sutil, Thufir Hawat. Si vas a espiarme, elige a alguien más competente en las lides de dicha especialidad.

El audaz comentario le sorprendió, y miró a la joven con mayor respeto.

—Estoy a cargo de la seguridad del duque, mi señora, me ocupo de su seguridad personal. Debo tomar las medidas que me parezcan precisas.

Jessica cerró la puerta, y ambos se quedaron en la entrada, lo bastante cerca para que cualquiera de ellos asestara un golpe mortal al otro.

—Mentat, ¿qué sabes de la Bene Gesserit?

Una leve sonrisa se insinuó en su cara correosa.

—Sólo lo que la Hermandad permite saber a los forasteros.

—Cuando las reverendas madres me trajeron aquí —dijo Jessica en voz más alta—, él también se convirtió en mi amo. ¿Crees que represento un peligro para él? ¿Que la Hermandad actuaría directamente contra un duque del Landsraad? En la historia del Imperio, ¿conoces un solo ejemplo en que algo semejante haya ocurrido? Significaría el suicidio para la Bene Gesserit. —Dilató las aletas de la nariz—. ¡Piensa, Mentat! ¿Cuál es tu proyección?

—No tengo noticia de que exista tal ejemplo, mi señora —dijo Hawat al cabo de un momento.

—Y aun así, has encargado a esa puta estúpida que me vigilara. ¿Por qué me temes? ¿Qué sospechas? —Se contuvo de utilizar la Voz, cosa que Hawat jamás perdonaría. En cambio, añadió una amenaza con voz más serena—: Te lo advierto, no intentes mentirme. .

Dejémosle pensar que soy una Decidora de Verdad.

—Pido disculpas por la indiscreción, mi señora. Tal vez soy un poco… exagerado a la hora de proteger a mi duque.

Esta joven es fuerte
, pensó Hawat.
Al duque le habría podido ir mucho peor.

—Admiro tu devoción hacia él. —Jessica observó que los ojos del Mentat se habían serenado, pero sin huellas de miedo, tan sólo transparentaban un poco más de respeto—. Llevo aquí muy poco tiempo, mientras que tú has servido a tres generaciones de Atreides. Conservas en la pierna una cicatriz de un toro salusano, de una de las primeras faenas del duque, ¿verdad? No es fácil para ti adaptarte a algo nuevo. —Se alejó un paso de él, y dejó que una pizca de resentimiento se insinuara en su voz—. Hasta el momento, tu duque me ha tratado más como a una pariente lejana, pero espero que no me encontrará desagradable en el futuro.

—No os encuentra desagradable, mi señora, pero ya ha elegido como pareja a Kailea Vernius. Es la madre de su hijo.

Jessica no había tardado en averiguar que existían grietas en su relación.

—Por favor, Mentat, ella no es la concubina que le estaba destinada, y tampoco su esposa. En cualquier caso, no ha concedido al niño el derecho de primogenitura. ¿Qué mensaje hemos de extraer de esto?

Hawat se puso rígido, como ofendido.

—El padre de Leto le enseñó a utilizar el matrimonio sólo para conseguir ventajas políticas para la Casa Atreides. Tiene muchas pretendientes en el Landsraad. Aún no ha decidido cuál es el mejor partido… aunque lo está pensando.

—Pues que siga pensando. —Jessica indicó que la conversación había terminado. Esperó a que el hombre diera media vuelta y entonces añadió—: A partir de ahora, Thufir Hawat, escogeré mis propias damas de compañía.

—Como gustéis.

Después de que el Mentat se fuera, Jessica analizó su situación, pensó en los planes a largo plazo más que en la misión que le había encomendado la Hermandad. Podía potenciar su belleza mediante técnicas de seducción Bene Gesserit, pero Leto era orgulloso e individualista. El duque podía adivinar sus intenciones, y no le gustaría verse manipulado. Aun así, Jessica tenía un trabajo que hacer.

En momentos fugaces había observado que él la miraba con culpa, sobre todo después de sus discusiones con Kailea. Siempre que Jessica intentaba aprovechar esos momentos, Leto se replegaba en su frialdad habitual.

Tampoco ayudaba el hecho de ocupar los antiguos aposentos de lady Helena, que Leto era reticente a visitar. Tras la muerte de Paulus Atreides, la enemistad entre Leto y su madre había alcanzado extremos radicales, y Helena había ido a «descansar y meditar» en un remoto retiro religioso. Para Jessica olía a castigo, pero no encontró motivos claros en los registros Atreides. Ocupar aquellas habitaciones podía significar una barrera emocional entre ambos.

Leto Atreides era, sin duda, elegante y apuesto, y para Jessica no comportaría ningún problema aceptar su compañía. De hecho, deseaba estar con él. Se reprendía siempre que esas sensaciones la invadían, pues sucedía con excesiva frecuencia. No podía permitir que los sentimientos la dominaran. El amor no servía de nada a la Bene Gesserit.

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