Read Dune. La casa Harkonnen Online
Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Tags: #Ciencia Ficción
—He oído historias sobre esos fremen —dijo Josten, jadeante, mientras corría con los dos hombres mayores—. Se dice que los niños son asesinos, y sus mujeres torturan de formas que ni siquiera Piter de Vries podría imaginar.
Kiel lanzó una risotada.
—Tenemos rifles láser, Josten. ¿Qué van a hacer, tirarnos piedras?
—Algunos portan pistolas maula.
Garan miró al joven recluta y se encogió de hombros.
—¿Por qué no vuelves al tóptero y coges un aturdidor? Podemos utilizar otros métodos si la cosa se pone fea.
—Sí —dijo Kiel—, así prolongaremos más la diversión.
Los dos fremen continuaban corriendo, y los Harkonnen acortaban distancias a largas zancadas.
En ese momento Josten corrió hacia el tóptero. Desde lo alto de la duna miró a sus compañeros, y después siguió hasta el aparato. Cuando entró, vio a un hombre vestido con colores del desierto. Sus manos toqueteaban los controles sin pausa.
—Eh, ¿qué diablos…?
A la luz de la cabina vio que el intruso tenía una cara estrecha y correosa. Sus ojos le cautivaron, azul sobre azul, con la intensidad de un hombre acostumbrado a matar. Antes de que Josten pudiera reaccionar, una presa de acero le aferró el brazo y fue arrastrado al interior de la cabina. La otra mano del fremen centelleó y vio un cuchillo curvo de un azul lechoso que se abatía sobre él. Un brillante carámbano de dolor se hundió en su garganta, hasta la columna. Entonces el cuchillo se desvaneció, incluso antes de que una gota de sangre pudiera adherirse a su superficie.
Como un escorpión que acaba de liberar su aguijón, el fremen retrocedió. Josten cayó hacia adelante, sintiendo ya la muerte roja que se desbordaba de su garganta. Intentó decir algo, formular una pregunta que se le antojaba muy importante, pero en lugar de palabras brotó un gorgoteo. El fremen sacó algo de su destiltraje y lo apretó contra la garganta del joven, un paño que absorbía su sangre a medida que se derramaba.
¿Le estaba salvando aquel hombre del desierto? ¿Un vendaje? Un destello de esperanza alumbró en la mente de Josten. ¿Había sido todo un error? ¿Intentaba aquel delgado nativo enmendar su equivocación?
Pero su sangre manaba con demasiada rapidez y violencia para que nadie pudiera salvarle. Mientras su vida se apagaba, comprendió que el paño absorbente no había tenido en ningún momento la intención de contener su herida, sino de atrapar hasta la última gota de sangre para apoderarse de su humedad…
Cuando Kiel llegó a una distancia desde la que podía disparar sin dificultades contra los dos fremen, Garan miró hacia atrás.
—Me ha parecido oír algo en el tóptero.
—Es probable que Josten se haya puesto la zancadilla a sí mismo —dijo el fusilero, sin bajar el arma.
Los fremen se detuvieron por fin. Se agacharon y sacaron pequeños cuchillos.
Kiel rio.
—¿Qué queréis hacer con eso? ¿Escarbaros los clientes?
—Yo escarbaré los dientes de tu cadáver —gritó uno de los muchachos—. ¿Llevas muelas de oro anticuadas que podamos vender en Arrakeen?
Garan lanzó una risita y miró a su compañero.
—Esto va a ser divertido.
Los soldados entraron en la zona lisa arenosa.
Cuando estaban a unos cinco metros de distancia, la arena que les rodeaba estalló. Formas humanas surgieron del polvo, cubiertas de arena, siluetas humanas bronceadas, como cadáveres animados que salieran de un cementerio.
Garan lanzó un inútil grito de advertencia y Kiel disparó con su rifle, hiriendo a uno de los atacantes en el hombro. Entonces, las formas polvorientas se precipitaron hacia ellos. Rodearon al piloto y le impidieron utilizar el arma. Le atacaron como sanguijuelas a una herida abierta.
Cuando obligaron a Garan a arrodillarse, el soldado aulló de terror. Los fremen le sujetaron, hasta que no pudo hacer otra cosa que respirar y parpadear. Y seguir chillando.
Una de las supuestas víctimas corrió hacia él. El joven, Liet-Kynes, empuñaba el pequeño cuchillo del que Garan y Kiel se habían burlado momentos antes. El muchacho manejó el cuchillo con suma precisión y suavidad, y arrancó los dos ojos dé Garan, que se convirtió en una réplica de Edipo.
Stilgar ladró una orden.
—Atadle y conservadle con vida. Lo llevaremos vivo al sietch de la Muralla Roja, para que las mujeres se ocupen de él a su manera.
Garan chilló otra vez.
Cuando los fremen se lanzaron sobre Kiel, este respondió agitando su fusil como un garrote, pero unas manos ansiosas lo aferraron, y les sorprendió soltando el rifle. Los fremen cayeron hacia atrás al perder el equilibrio.
Kiel echó a correr. Luchar no le serviría de nada. Ya habían capturado a Garan, y dio por sentado que Josten estaba muerto en el tóptero. Corrió como nunca en su vida. Se alejó de las rocas y del tóptero y se adentró en el desierto. Tal vez los fremen le alcanzaran, pero tendrían que sudar.
Kiel corría entre las dunas sin ningún rumbo, sólo quería huir lo más lejos posible…
—Hemos capturado el tóptero intacto, Stil —dijo Warrick, enrojecido por la descarga de adrenalina y muy orgulloso de sí mismo. El líder del comando asintió, muy serio. La noticia complacería en grado sumo a Umma Kynes. Podría utilizar el tóptero para sus inspecciones agrícolas, y no era preciso que supiera de dónde había salido.
Liet miró al cautivo ciego, cuyas cavidades oculares habían sido cubiertas con un paño.
—Vi con mis propios ojos lo que los Harkonnen hicieron en Bilar Camp… La cisterna envenenada, el agua emponzoñada. —Ya habían empaquetado el otro cadáver en la parte posterior del vehículo para ser conducido a las destilerías de la muerte—. Esto no compensa ni la décima parte del sufrimiento.
Warrick se acercó a su hermano de sangre.
—Tal es mi rencor que ni siquiera deseo sus aguas para nuestra tribu.
Stilgar le fulminó con la mirada, como si hubiera proferido un sacrilegio.
—¿Preferirías dejar que se momificaran en la arena, que sus aguas se perdieran en el aire? Sería un insulto para Shai-Hulud.
Warrick inclinó la cabeza.
—Era mi ira la que hablaba, Stil. Perdona. No lo he dicho en serio.
Stilgar levantó la vista hacia la luna. La emboscada había durado menos de una hora.
—Llevaremos a cabo el ritual de
tal hai
, para que sus almas nunca descansen. Serán condenadas a vagar por el desierto durante toda la eternidad. —Su voz adoptó un tono temeroso—. Pero hemos de borrar bien nuestras huellas, para no conducir sus fantasmas hasta nuestro sietch.
Los fremen murmuraron cuando el miedo atemperó el placer de la venganza. Stilgar entonó el antiguo cántico, mientras los demás hacían dibujos en la arena, laberínticas formas de poder que ataban a los hombres condenados a las dunas por siempre jamás.
Aún podían ver, a la luz de la luna, la figura en fuga del restante patrullero.
—Esa es nuestra ofrenda a Shai-Hulud —dijo Stilgar tras finalizar su cántico. La maldición del
tal hai
estaba completa—. El mundo alcanzará el equilibrio, y el desierto se sentirá complacido.
—Corre como un reptil malherido. —Liet estaba muy tieso al lado de Stilgar, aunque todavía era pequeño comparado con el líder del comando—. Ya falta poco.
Recogieron sus cosas. Los que pudieron se apretujaron en el tóptero, mientras los demás fremen volvían a la arena. Utilizaron un paso aleatorio que tenían muy bien practicado, para que sus pisadas no produjeran sonidos extraños al desierto.
El soldado Harkonnen continuaba corriendo, loco de pánico. Tal vez estaba alimentando alguna loca esperanza de escapar, aunque la dirección que había tomado no le conducía a ningún sitio.
Al cabo de pocos minutos, un gusano fue tras él.
El propósito de la discusión es cambiar la naturaleza de la verdad.
Precepto Bene Gesserit
El barón Vladimir Harkonnen nunca había sentido tanto odio por nadie en toda su vida de maquinaciones.
¿Cómo es posible que esa bruja Bene Gesserit me haya hecho esto?
Una mañana de Giedi Prime, entró en la sala de ejercicios de su fortaleza, cerró las puertas con llave y ordenó que nadie le molestara. Imposibilitado de utilizar las pesas o el equipo de poleas debido a su creciente tamaño, se sentó en la alfombra del suelo y trató de realizar sencillos alzamientos de piernas. En otro tiempo había sido la perfección en forma humana. Ahora apenas podía levantar una pierna. Se sintió asqueado de sí mismo.
Durante dos meses, desde el momento en que había sabido el diagnóstico del doctor Yueh, había deseado arrancar los órganos de Mohiam de uno en uno. Después, conservándola despierta y consciente mediante máquinas que mantuvieran sus constantes vitales, haría cosas interesantes mientras ella miraba… Quemaría su hígado, obligaría a la bruja a comerse su propio bazo, la estrangularía con sus entrañas.
Ahora comprendía la expresión relamida de Mohiam en el banquete de Fenring.
¡Ella es la culpable de mis desdichas!
Se miró en el espejo que abarcaba desde el suelo hasta el techo y dio un respingo. Tenía la cara abotargada e hinchada. Extendió sus pesados brazos, arrancó el espejo de plaz de la pared y lo arrojó al suelo, retorció el material irrompible hasta que su reflejo se hizo todavía más grotesco.
Era comprensible que Mohiam se sintiera agraviada por la violación, suponía, pero previamente la bruja le había chantajeado para copular con él, exigiendo que proporcionara a la maldita Hermandad una hija Harkonnen… ¡dos veces! No era justo. La víctima era él.
El barón temblaba de rabia. No osaba permitir que sus rivales del Landsraad se enteraran de la verdad. Era la diferencia entre fuerza y debilidad. Si continuaban creyendo que había adquirido aquel aspecto físico corpulento y abotargado debido a los excesos, con el fin de alardear de su éxito, retendría el poder. Si por el contrario averiguaban que una mujer, la cual le había obligado a copular con ella, le había transmitido una repugnante enfermedad… El barón no podría soportarlo.
Sí, oír los chillidos de Mohiam sería una sabrosa venganza. La mujer no era más que un repulsivo apéndice de la orden Bene Gesserit. Las brujas se consideraban superiores, capaces de aplastar a quien fuera… incluso al jefe de la Casa Harkonnen. Debían ser castigadas, por una cuestión de orgullo familiar, de afirmación del poder y la posición social en nombre de todo el Landsraad.
Además, sería un placer personal.
Pero si actuaba con precipitación nunca conseguiría que le proporcionaran una cura. El doctor Suk había afirmado que no existía tratamiento conocido para la enfermedad, que eso estaba en manos de las Bene Gesserit. La Hermandad había infligido esta desdicha al barón, y sólo ellas podían devolverle su hermoso cuerpo de antaño.
¡Malditas sean!
Necesitaba volver las tornas, entrar en sus mentes diabólicas y descubrir lo que acechaba en ellas. Encontraría una forma de chantajearlas. Les arrancaría sus fúnebres hábitos negros y las dejaría desnudas ante él, a la espera de ser juzgadas.
Tiró el espejo sobre el suelo de losas, donde se deslizó hasta estrellarse contra una máquina de ejercicios. Desprovisto de su bastón, perdió el equilibrio, resbaló y cayó sobre la esterilla.
Era demasiado para él…
Después de serenarse, el barón cojeó hasta su desordenado estudio y convocó a Piter de Vries. Su voz retumbó en los pasillos y los criados corrieron de un lado a otro, en busca del Mentat.
De Vries había estado recuperándose durante todo un mes de su estúpida sobredosis de especia. El muy idiota afirmaba haber tenido una visión de la caída de la Casa Harkonnen, pero había sido incapaz de ofrecer alguna información útil sobre cómo podía el barón combatir un futuro tan aciago.
Ahora, el Mentat podía compensar este fracaso a cambio de planear un golpe contra la Bene Gesserit. Cada vez que De Vries irritaba en exceso al barón, hasta el punto de una ejecución inminente, conseguía volver a demostrar que era indispensable.
¿Cómo puedo hacer daño a las brujas? ¿Cómo puedo mutilarlas, hacer que se retuerzan?
Mientras esperaba, el barón miró hacia Harko City, con sus edificios manchados de petróleo, sin apenas un árbol a la vista. Por lo general, era un paisaje que le complacía, pero ahora sólo consiguió agudizar más su desazón. Se mordisqueó el interior de la boca, sintió que las lágrimas de autocompasión retrocedían.
¡Aplastaré a la Hermandad!
Esas mujeres no eran estúpidas. Ni mucho menos. Con sus programas de reproducción y sus maquinaciones políticas habían integrado la inteligencia dentro de sus filas. Y para mejorar este esquema habían pretendido que sus superiores genes Harkonnen se introdujeran en su orden. ¡Oh, cómo las odiaba!
Era necesario un plan meticuloso. Trucos dentro de trucos…
—Mi señor barón —dijo Piter de Vries, que había llegado con sigilo. Su voz se elevó de su garganta como una víbora al salir de un hoyo.
El barón oyó voces fuertes y un estruendo metálico en el pasillo. Algo golpeó contra una pared, y un mueble se rompió. Se volvió y vio entrar a su fornido sobrino, hasta detenerse detrás del Mentat. Incluso caminando a paso normal, Glossu Rabban daba la impresión de patear el suelo.
—Estoy aquí, tío.
—Eso es evidente. Déjanos. He llamado a Piter, no a ti.
Por lo general, Rabban dedicaba su tiempo en Arrakis a cumplir los deseos de su tío, pero cuando regresaba a Giedi Prime quería participar en todas las reuniones y discusiones.
El barón respiró hondo y recapacitó.
—Pensándolo mejor, puedes quedarte, Rabban. De todos modos, he de hablarte de esto.
Al fin y al cabo, aquel bruto era su presunto heredero, la mejor esperanza de futuro para la Casa Harkonnen. Mejor que el padre de Rabban, el cabeza de chorlito de Abulurd. Qué diferentes eran, aunque cada uno tenía graves deficiencias.
Su sobrino sonrió como un patético cachorrillo, feliz de haber sido incluido.
—¿Hablarme de qué, tío?
—De que voy a ordenar tu ejecución.
Los ojos azul claro de Rabban se oscurecieron un momento, pero luego volvieron a brillar.
—No.
—¿Por qué estás tan seguro?
El barón lo traspasó con la mirada, mientras los ojos del Mentat seguían la conversación.
Rabban respondió al punto.