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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (20 page)

Entonces, al nivel del agua, vio algo que se asemejaba sospechosamente a una puerta.

Subió a la cubierta del puente.

—Tenéis trabajo para una hora más, ¿verdad, capitán?

El hombretón asintió.

—Sí. Esta noche volveremos a casa. ¿Queréis participar en el despiece?

Abulurd se estremeció ante la idea de mancharse con sangre de ballena.

—No… En realidad me gustaría coger una de las barcas para ir a explorar… algo que he descubierto en un iceberg.

En circunstancias normales habría solicitado una escolta, pero los balleneros estaban ocupados con el despiece. Incluso en esos mares helados e inexplorados, Abulurd prefería apartarse del olor de la muerte.

El capitán enarcó sus pobladas cejas. Abulurd adivinó que el hombre quería expresar su disconformidad, pero guardó silencio. Su cara ancha y aplastada sólo manifestaba respeto por el gobernador planetario.

Abulurd Harkonnen sabía manejar una barca, pues solía pilotar una para explorar las costas de su fiordo, de modo que declinó la oferta de que otros balleneros le acompañaran. Cruzó las aguas a poca velocidad, atento a la aparición de pedazos de hielo traicioneros. En el barco continuaba el despiece, y el aire estaba impregnado de un intenso olor a sangre y entrañas.

En dos ocasiones, entre aquel laberinto de montañas flotantes, Abulurd perdió de vista a su objetivo, pero al final lo localizó. Escondido entre los icebergs a la deriva, daba la impresión de que aquel fragmento en particular no se había movido. Se preguntó si estaría anclado.

Acercó la barca al lado escarpado y la sujetó al hielo. Una sensación de irrealidad, como si estuviera fuera de lugar, envolvía al extraño monolito. Cuando con precaución pisó la blanca superficie comprendió hasta qué punto era extraño aquel objeto.

El hielo no está frío.

Abulurd se agachó para tocar lo que semejaban fragmentos lechosos de hielo. Golpeó con los nudillos. La sustancia era una especie de cristal artificial, un sólido translúcido que poseía la apariencia del hielo… Golpeó con más fuerza, y el iceberg resonó. Muy peculiar.

Dobló un mellado recodo para llegar al lugar donde había visto una hilera geométrica de grietas, algo que podía ser una puerta de acceso. Lo examinó hasta descubrir una hendidura, un panel de acceso que parecía dañado, tal vez tras una colisión con un iceberg real. Localizó un botón de activación, y la cubierta trapezoidal se deslizó a un lado.

Dio un respingo cuando percibió un fuerte olor a canela que reconoció al instante. Lo había respirado muchas veces en Arrakis. Melange.

Aspiró una profunda bocanada para asegurarse, y después se internó en los lóbregos pasillos. Los suelos eran lisos y parecían pisoteados por muchos pies. ¿Una base secreta? ¿Un puesto de mando? ¿Un archivo secreto?

Descubrió habitación tras habitación llenas de contenedores de nulentropía, recipientes sellados que exhibían el grifo azul de la Casa Harkonnen. Un almacén de especia colocado aquí por su propia familia… y nadie le había dicho nada. Un plano mostraba la enorme extensión del almacén submarino. ¡En Lankiveil, ante las mismísimas narices de Abulurd, el barón guardaba una enorme cantidad ilegal de especia!

Con aquellas reservas de especia se podría haber comprado todo ese sistema planetario muchas veces. La mente de Abulurd era incapaz de asimilar el tesoro que había descubierto. Necesitaba pensar, hablar con Emmi. Ella le daría el consejo que necesitaba. Juntos decidirían qué hacer.

Aunque consideraba honrada a la tripulación del ballenero, tal acumulación de riqueza tentaría al mejor de ellos. Abulurd salió a toda prisa, cerró la puerta y subió a la barca.

Tras regresar al ballenero, memorizó las coordenadas. Cuando el capitán le preguntó si había descubierto algo, Abulurd meneó la cabeza y volvió a su camarote. Temía traicionarse delante de los hombres. Le esperaba un largo viaje antes de reunirse con su esposa. Oh, cuánto la echaba de menos, cómo necesitaba su consejo.

Antes de zarpar del muelle de Tula Fjord, el capitán obsequió a Abulurd con el hígado de la ballena, aunque era poco comparado con la parte de la piel que había dado a cada uno de sus tripulantes.

Cuando Emmi y él cenaron juntos en el pabellón principal por primera vez en una semana, Abulurd estaba nervioso y distraído, a la espera de que la chef terminara los preparativos.

El sabroso y humeante hígado de ballena fue servido en dos bandejas de plata doradas, con guarnición de verdura salteada, además de un plato de ostras ahumadas. La larga mesa del comedor tenía capacidad para treinta invitados, pero Abulurd y Emmi estaban sentados uno al lado del otro cerca de un extremo, y ellos mismos se servían de las bandejas.

Emmi poseía una agradable y ancha cara típica de Lankiveil, y una barbilla cuadrada que no era bella ni graciosa, pero Abulurd la adoraba de todos modos. Su pelo era del negro más profundo y colgaba por debajo de sus hombros, cortado horizontalmente. Sus ojos redondos eran del marrón del jaspe pulido.

Con frecuencia, Abulurd y su esposa comían con los demás en el comedor comunal, y se sumaban a las conversaciones. Pero desde que Abulurd había vuelto de su largo viaje ballenero, todo el mundo sabía que los dos querían hablar a solas. Abulurd ardía en deseos de contar a su mujer el gran secreto que había descubierto en el mar de hielo.

Emmi estaba en silencio, absorta. Pensaba antes de hablar, y no hablaba a menos que tuviera algo que decir. Escuchaba en este momento a su marido sin interrumpirle. Cuando Abulurd terminó su relato, Emma siguió en silencio, pensando en lo que había oído. Abulurd esperó un largo rato a que ella barajara todas las posibilidades.

—¿Qué vamos a hacer, Emmi? —dijo por fin.

—Toda esa riqueza habrá sido robada de la parte correspondiente al emperador. Debe de llevar años aquí. —Asintió para subrayar sus convicciones—. No querrás mancharte las manos con ella.

—Pero mi propio hermanastro me ha engañado.

—Tendrá sus planes. No te lo dijo porque sabía que tu sentido del honor te impulsaría a denunciarlo.

Abulurd masticó un poco de verdura y tragó, acompañándola con vino blanco de Caladan. A Emmi le bastaba la señal más ínfima para saber lo que estaba pensando.

—Y así es.

La mujer meditó un momento.

—Si revelas la existencia de este almacén, nos puede perjudicar de muchas maneras, a la gente de Lankiveil y a nuestra propia familia. Ojalá no lo hubieras descubierto nunca.

Abulurd escudriñó sus ojos para ver si algún destello de tentación los había cruzado, pero sólo leyó en ellos preocupación y cautela.

—Quizá Vladimir está evadiendo impuestos, o malversando para llenar las arcas de la Casa Harkonnen —insinuó ella, con expresión más dura—. Pero sigue siendo tu hermano. Si le denuncias al Emperador, podrías provocar un desastre para tu Casa.

Abulurd gruñó al caer en la cuenta de otra consecuencia.

—Si el barón va a la cárcel, yo tendría que controlar todas las posesiones de los Harkonnen. En el supuesto caso de que conserváramos el feudo de Arrakis, tendría que ir allí, o vivir en Giedi Prime. —Tomó otro sorbo de vino, abatido—. No me interesa ninguna de ambas opciones, Emmi. Me gusta vivir aquí.

Ella tocó su mano. La acarició, y él se llevó la mano a los labios y besó sus dedos.

—En ese caso, ya hemos tomado la decisión —dijo la mujer—. Sabemos que la especia está allí… y allí la dejaremos.

22

El desierto es un cirujano que aparta la piel para dejar al descubierto lo que hay debajo.

Proverbio fremen

Cuando la luna rojiza se alzó sobre el horizonte, Liet-Kynes y siete fremen abandonaron las rocas y se encaminaron hacia las dunas, donde sería más fácil verles. Uno a uno, los hombres hicieron la señal del puño, de acuerdo con la tradición fremen al avistar la Primera Luna.

—Preparaos —dijo Stilgar momentos después, su cara estrecha como un halcón del desierto a la luz de la luna. Sus pupilas se habían dilatado, de forma que sus ojos azules parecían negros. Se envolvió en su camuflaje del desierto, al igual que los demás, guerrilleros veteranos—. Se dice que cuando alguien aguarda la venganza, el tiempo pasa lenta pero dulcemente.

Liet-Kynes asintió. Iba vestido como un chico de pueblo débil e hinchado de agua, pero sus ojos eran tan duros como el acero de Velan. A su lado, su compañero de sietch y hermano de sangre Warrick, un muchacho algo más alto, asintió también. Esta noche, los dos fingirían ser dos niños indefensos perdidos en el desierto… un blanco irresistible para la ansiada patrulla Harkonnen.

—Hacemos lo que debe hacerse, Stil. —Liet apoyó una mano sobre el hombro acolchado de Warrick. Estos niños de doce años ya habían matado a más de cien Harkonnen por cabeza, y habrían dejado de contar de no haber sido por amistosa rivalidad—. Confío mi vida a mi hermano.

Warrick cubrió la mano de Liet con la suya.

—Liet tendría miedo de morir sin mí a su lado.

—Con o sin ti, Warrick, no pienso morir esta noche —dijo Liet, lo cual provocó que su compañero riera—. Pienso vengarme.

Después de la orgía de muerte que había asolado Bilar Camp, la ira fremen se había extendido de sietch en sietch, como agua que inundara la arena. Gracias a las marcas de tóptero halladas cerca de la cisterna oculta, sabían quiénes eran los responsables.
Todos los Harkonnen debían pagar.

Llegó la noticia a oídos de trabajadores con aspecto tímido y polvorientos criados que habían sido infiltrados en las fortalezas de los Harkonnen, hasta Carthag y Arsunt. Algunos de estos espías fregaban los suelos de los barracones de las tropas, utilizando trapos secos y abrasivos. Otros eran vendedores de agua que suministraban el preciado don a las fuerzas de ocupación.

A medida que el relato del pueblo envenenado circulaba de un soldado Harkonnen a otro, con anécdotas cada vez más exageradas, los informadores fremen se fijaron en quién extraía mayor placer de las noticias. Estudiaron la composición de las patrullas y las rutas que seguían. Al cabo de poco tiempo, habían averiguado quiénes eran los soldados Harkonnen responsables. Y dónde podían encontrarlos…

Con un chillido agudo y un revoloteo de alas finísimas, un diminuto murciélago distrans voló desde los afloramientos de observación hasta ellos. Cuando Stilgar alzó un brazo, el murciélago aterrizó sobre su antebrazo, dobló las alas y esperó una recompensa.

Stilgar extrajo una gota de agua del tubo que llevaba en la garganta y dejó que cayera en la boca abierta del murciélago. Luego sacó un delgado cilindro, se lo llevó al oído y escuchó los complicados y fluctuantes chillidos del animal. Stilgar palmeó su cabeza, y después lo lanzó al aire de la noche, como un halconero con su ave.

Se volvió hacia el grupo expectante con una sonrisa de depredador en su cara.

—Su ornitóptero ha sido visto sobre la cordillera. Los Harkonnen siguen una ruta predecible cuando exploran el desierto, pero como hace mucho tiempo que están de patrulla, se han relajado. No son conscientes de sus movimientos repetidos.

—Esta noche caerán en una telaraña de muerte —dijo Warrick desde lo alto de la duna, y levantó el puño en un gesto nada propio de un niño.

Los fremen comprobaron sus armas, cuchillos crys, y probaron la fuerza de las cuerdas estranguladoras. Borraron toda huella de su paso con los mantos y dejaron a los dos jóvenes solos.

Stilgar levantó la vista hacia el cielo nocturno y un músculo de su mandíbula vibró.

—Esto lo aprendí de Umma Kynes. Cuando estábamos catalogando líquenes, vimos un lagarto de las rocas que pareció desvanecerse ante nuestros ojos. Kynes me dijo: «Te doy el camaleón, cuya capacidad de fundirse con su entorno te dice todo cuanto necesitas saber sobre las raíces de la ecología y la base de la identidad personal». —Stilgar miró con seriedad a sus hombres, y su expresión cambió—. No sé muy bien qué quería decir… pero ahora todos hemos de convertirnos en camaleones del desierto.

Liet, que llevaba ropas de color claro, ascendió la duna, dejando huellas claras adrede. Warrick le siguió con la misma torpeza, mientras los demás fremen se tendían sobre la arena. Después de quitarse los tubos de respiración y cubrir sus rostros con capuchas sueltas, agitaron los brazos. La arena los tragó, y se quedaron inmóviles.

Liet y Warrick alisaron la superficie, sin dejar otra cosa que sus propias huellas. Terminaron justo cuando el tóptero de la patrulla zumbó sobre la línea de rocas, con luces rojas destellantes.

Los dos fremen vestidos de blanco se quedaron inmóviles. Sus ropas destacaban contra la arena iluminada por la luna. Ningún fremen auténtico sería sorprendido de tal guisa, pero los Harkonnen lo ignoraban. No sospecharían.

En cuanto el tóptero apareció a la vista, Liet hizo un exagerado gesto de alarma.

—Vámonos, Warrick. Démosles un buen espectáculo.

Los dos corrieron como presas del pánico.

Como era de esperar, el tóptero dio una vuelta para interceptarles. Un potente foco barrió el suelo, y después un sonriente fusilero asomó de la cabina. Disparó su arma láser dos veces, y dibujó una línea de cristal fundido sobre la superficie de la arena.

Liet y Warrick cayeron por el lado empinado de una duna. El fusilero disparó dos veces y falló.

El tóptero aterrizó sobre la ancha superficie de una duna próxima, muy cerca de donde Stilgar y sus hombres se habían enterrado. Liet y Warrick intercambiaron una sonrisa y se prepararon para la segunda parte del juego.

Kiel se colgó al hombro su rifle láser, todavía caliente, y abrió la puerta.

—Vamos a cazar unos fremen.

Saltó a la arena en cuanto Garan posó el vehículo.

Detrás de ellos, el recluta Josten buscó su arma con gestos torpes.

—Sería más fácil dispararles desde el aire.

—¿Qué clase de deporte sería ese? —replicó Garan con voz ruda.

—¿O es que no quieres mancharte de sangre tu nuevo uniforme, chaval? —añadió Kiel sin volverse. Se hallaban junto al vehículo y miraban hacia las dunas iluminadas por la luna, donde dos nómadas esqueléticos huían, como si tuvieran alguna oportunidad de escapar después de que una nave Harkonnen hubiera decidido darles caza.

Garan agarró su arma y los tres hombres avanzaron. Los dos jóvenes fremen corrían como escarabajos, pero la cercanía de los soldados tal vez les impeliera a dar media vuelta y rendirse… o mejor aún, a pelear como ratas acorraladas.

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