Read Dune. La casa Harkonnen Online
Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Tags: #Ciencia Ficción
El rascacielos central, donde Duncan pasaría sus últimos años de prueba, albergaba la tumba de Jool-Noret, fundador de la Escuela de Ginaz. El sarcófago de Noret estaba a la vista, rodeado de plaz blindado transparente y un escudo de fuerza Holtzman, aunque sólo los «dignos» podían verlo.
Duncan se juró que llegaría a ser digno…
Una mujer esbelta y calva, ataviada con un
gi
negro de artes marciales, le recibió en el espaciopuerto. Se presentó sin más preámbulos como Karsty Toper.
—He sido designada para hacerme cargo de tus posesiones.
Extendió la mano en dirección a la mochila y el largo bulto que contenía la espada del viejo duque.
Duncan aferró el arma con aire protector.
—Si me dais vuestra garantía personal de que estos objetos no sufrirán el menor daño.
La mujer frunció el ceño y aparecieron arrugas en su cabeza calva.
—Valoramos el honor más que cualquier otra Casa del Landsraad.
Siguió con la mano extendida.
—No más que la Atreides —replicó Duncan, que se negaba a entregar la espada.
Karsty Toper frunció el entrecejo una vez más.
—No más, quizá. Pero somos comparables.
Duncan le entregó su equipaje, y la mujer indicó un tóptero lanzadera de larga distancia.
—Ve allí. Te conducirán a tu isla. Haz lo que te digan sin rechistar, y aprende de todo. —Se puso la mochila y la espada bajo los brazos—. Te guardaremos esto hasta que llegue el momento.
Sin permitir que viera la ciudad de Ginaz o la torre administrativa de la escuela, Duncan fue trasladado a una isla de exuberante vegetación que apenas se alzaba sobre el nivel del agua. Las selvas eran espesas y las cabañas escasas. Los tres tripulantes uniformados le abandonaron en la playa y partieron sin contestar a ninguna de sus preguntas. Duncan se quedó solo y oyó el rugido del océano contra la orilla de la isla, lo cual le recordó a Caladan.
Debía creer que era una especie de prueba.
Un hombre muy bronceado de cabello blanco rizado y miembros delgados y nervudos salió a recibirle, apartando hojas de palmera. Llevaba una blusa negra sin mangas ceñida a la cintura. Su expresión fue impenetrable cuando entornó los ojos para protegerse de la luz que se reflejaba en la playa.
—Me llamo Duncan Idaho. ¿Sois mi primer instructor, señor?
—¿Instructor? —El hombre arrugó la frente—. Sí, rata, y mi nombre es Jamo Reed, pero los prisioneros no utilizan nombres aquí, porque todo el mundo conoce su lugar. Trabaja y no causes dificultades. Si los demás no son capaces de ponerte en cintura, lo haré yo.
¿Prisioneros?
—Lo siento, maestro Reed, pero he venido para convertirme en maestro espadachín y…
Reed rio.
—¿Maestro espadachín? Esta sí que es buena.
Sin darle tiempo a tomarse un respiro, el hombre asignó a Duncan a una torva cuadrilla de trabajo, con nativos de piel oscura. Duncan se comunicaba mediante bruscos signos, pues ningún nativo hablaba el galach imperial.
Durante varios calurosos y sudorosos días, los hombres cavaron canales y pozos para mejorar el abastecimiento de agua de un poblado del interior. El aire estaba tan impregnado de humedad y mosquitos que Duncan apenas podía respirar. Cuando la noche cayó, la selva se llenó de mariposas negras que se sumaron a los mosquitos, y la piel de Duncan se cubrió de picaduras hinchadas. Tuvo que beber grandes cantidades de agua para compensar el sudor.
Mientras Duncan se afanaba en mover a mano pesadas piedras, el sol abrasaba los músculos de su espalda desnuda. El capataz Reed vigilaba desde la sombra de un mango, con los brazos cruzados y un claveteado látigo en una mano. En ningún momento habló del aprendizaje de maestro espadachín. Duncan no protestó, no exigió respuestas. Había supuesto que Ginaz sería… impredecible.
Ha de ser una especie de prueba.
Antes de cumplir nueve años había sufrido crueles torturas a manos de los Harkonnen. Había visto a Glossu Rabban asesinar a sus padres. Cuando aún era un niño, había matado a varios cazadores en la Reserva Forestal, y por fin había escapado a Caladan, presenciando la muerte de su mentor, el duque Paulus Atreides, en el ruedo. Ahora, tras una década de servicios a la Casa Atreides, prefería considerar el esfuerzo de cada día como un ejercicio de entrenamiento, que le endurecía en vistas a ulteriores batallas. Llegaría a ser un maestro espadachín de Ginaz…
Un mes después, otro tóptero depositó en la isla a un joven pelirrojo. El recién llegado parecía fuera de lugar en la playa, disgustado y confuso, al igual que Duncan cuando había llegado. Antes de que nadie pudiera hablar con el pelirrojo, el capataz Reed envió a las cuadrillas a cortar la espesa maleza con machetes romos. Daba la impresión de que la jungla crecía en cuanto la talaban. Tal vez ese era el objetivo de enviar convictos a aquella zona, una empresa tan perpetua como absurda, como el mito de Sísifo que había aprendido durante sus estudios con los Atreides.
Duncan no volvió a ver al pelirrojo hasta dos noches después, cuando intentó dormir en su primitiva cabaña, construida con hojas de palmera. El recién llegado yacía en un refugio situado al otro lado del campamento, quejándose de horribles quemaduras producidas por el sol. Duncan salió a ayudarle a la luz de las estrellas. Aplicó un ungüento cremoso sobre sus peores ampollas, como había visto hacer a los nativos.
El pelirrojo siseó de dolor y reprimió un chillido. Habló por fin en galach, lo cual sorprendió a Duncan.
—Gracias, seas quien seas. —Se tendió y cerró los ojos—. Menuda forma de llevar una escuela, ¿no crees? ¿Qué hago aquí?
El joven, Hiih Resser, procedía de una de las Casa Menores de Grumman. Siguiendo la tradición familiar, cada generación seleccionaba un candidato para que fuera entrenado en Ginaz, pero él había sido el único miembro de su generación disponible.
—Me consideraron una mala elección, una broma cruel enviarme aquí, y mi padre está convencido de que fracasaré. —Resser dio un respingo cuando se incorporó—. Todo el mundo tiene tendencia a subestimarme.
Ninguno de los dos sabía explicar su situación, encerrados en una isla-prisión.
—Al menos eso nos curtirá —dijo Duncan.
Al día siguiente, cuando Jamo Reed les vio hablando, se mesó su pelo rizado, frunció el entrecejo y les asignó a diferentes cuadrillas de trabajo, en lados opuestos de la isla.
Duncan no volvió a ver a Resser durante un tiempo.
A medida que pasaban los meses sin la menor información, sin ejercicios estructurados, Duncan empezó a encolerizarse, pues lamentaba perder un tiempo que habría podido dedicar a la Casa Atreides. A este paso, ¿cómo iba a convertirse en un maestro espadachín?
Un día, tendido en su cabaña, en lugar de la llamada habitual del capataz Reed, Duncan oyó el rítmico batir de las alas de un tóptero, y el corazón le dio un vuelco. Corrió fuera y vio un vehículo aterrizar en la playa. El viento de las alas articuladas agitaba las hojas como ventiladores.
Una mujer esbelta y calva, cubierta con un
gi
negro, bajó y habló con Jamo Reed. El nervudo capataz sonrió y le estrechó la mano con fuerza. Duncan no se había fijado en que los dientes de Reed eran muy blancos. Karsty Toper se apartó y dejó que sus ojos vagaran por los prisioneros que habían salido de sus cabañas, picados por la curiosidad.
El capataz Reed se volvió hacia los condenados.
—¡Duncan Idaho! Ven aquí, rata.
Duncan corrió por la playa rocosa hacia el tóptero. Cuando se acercó a la máquina voladora, vio que el pelirrojo Hiih Resser ya estaba sentado en la cabina. El joven apretó su cara sonriente y pecosa contra la ventanilla de plaz curva.
La mujer le dedicó una inclinación de su cabeza calva, y después le examinó de arriba abajo como un escáner. Se volvió hacia Reed y habló en galach.
—¿Éxito, maestro Reed?
El capataz se encogió de hombros, y sus ojos húmedos adoptaron una repentina expresividad.
—Los otros prisioneros no intentaron matarle. No se ha metido en líos. Le hemos despojado de grasa y debilidad.
—¿Forma parte de mi adiestramiento? —preguntó Duncan—. ¿Una cuadrilla de trabajo para curtirme?
La mujer calva puso los brazos en jarras.
—Has estado en una auténtica cuadrilla de prisioneros, Idaho. Estos hombres son ladrones y asesinos, condenados a permanecer aquí para siempre.
—¿Y me habéis enviado aquí? ¿Con ellos?
Jamo Reed se acercó y le dio un sorprendente abrazo.
—Sí, rata, y has sobrevivido. Al igual que Hiih Resser. —Propinó a Duncan una palmada fraternal en la espalda—. Estoy orgulloso de ti.
Duncan, confuso y avergonzado, emitió un resoplido de incredulidad.
—Sobreviví a peores prisiones cuando tenía ocho años.
—Y afrontarás peores a partir de ahora. Esto ha sido una prueba de carácter, obediencia y paciencia —explicó Karsty Toper como si tal cosa—. Un maestro espadachín ha de tener paciencia para estudiar a su enemigo, para fraguar un plan, para emboscar al enemigo.
—Pero un verdadero maestro espadachín suele poseer más información sobre su situación —dijo Duncan.
—Ahora ya hemos visto de lo que eres capaz, rata. —Reed se secó una lágrima de la mejilla—. No me decepciones. Espero verte el último día de tu adiestramiento.
—Sólo faltan ocho años —dijo Duncan.
Toper le guió hacia el tóptero. Duncan se llevó una gran alegría cuando vio que la mujer había traído la espada del viejo duque. La mujer calva tuvo que alzar la voz para hacerse oír sobre el potente zumbido de los motores del aparato cuando aceleró.
—Ahora ha llegado el momento de iniciar tu verdadero adiestramiento.
Un conocimiento especial puede suponer una terrible desventaja si te internas demasiado por un sendero que ya no puedes explicar.
Admonición mentat
En un gabinete de meditación situado en el sótano más tenebroso de la fortaleza Harkonnen, Piter de Vries no podía oír el chirrido de las sierras amputadoras ni los chillidos de las víctimas torturadas que se colaban por una puerta abierta al final del pasillo. Su concentración Mentat estaba centrada en asuntos mucho más importantes.
Numerosas drogas duras potenciaban sus procesos mentales.
Sentado con los ojos cerrados, meditó sobre el mecanismo del Imperio, la forma en que los engranajes de la maquinaria encajaban. Las Casas Grandes y Menores del Landsraad, la Cofradía Espacial, la Bene Gesserit y el conglomerado comercial conocido como CHOAM eran los engranajes principales. Y todos dependían de una sola cosa.
Melange, la especia.
La Casa Harkonnen extraía enormes beneficios de su monopolio sobre la especia. Años atrás, cuando habían conocido la existencia del Proyecto Amal, el barón había necesitado escasa persuasión para darse cuenta de que la ruina económica caería sobre él si alguna vez llegaba a desarrollarse un sustituto barato de la melange, que convertiría Arrakis en un planeta carente de todo valor.
El emperador (o muy probablemente Fenring) había ocultado bien el proyecto. Había sepultado su altísimo coste entre las vaguedades del presupuesto imperial: impuestos obligatorios más elevados por aquí, multas inventadas por allí, pagos de deudas centenarias, venta de propiedades valiosas. Consecuencias, planes, preparativos, movimientos subrepticios que no podían quedar invisibles. Sólo un Mentat podía seguirlos todos, y las pistas conducían a un proyecto a largo plazo que provocaría la ruina económica de la Casa Harkonnen.
No obstante, el barón no se resignaba. Incluso había intentado desencadenar una guerra entre los Bene Tleilax y la Casa Atreides con el fin de destruir el Proyecto Amal… pero el plan había fracasado, gracias al maldito duque Leto.
Desde entonces, infiltrar espías en el planeta antes conocido como Ix había constituido una tarea muy difícil, y sus proyecciones Mentat no le daban motivos para creer que los tleilaxu hubieran interrumpido sus experimentos. De hecho, puesto que el emperador había enviado dos legiones Sardaukar más para «mantener la paz» en Ix, cabía pensar que la investigación estaba llegando a su fin. O la paciencia de Shaddam.
En su trance, De Vries no movía un músculo, aparte de los ojos. Una bandeja de drogas potenciadoras de la mente colgaba alrededor de su cuello, una placa circular que giraba muy lentamente, como un centro de mesa. Una mosca carroñera amarilla se posó sobre su nariz, pero él no la sintió. El insecto descendió hasta su labio inferior y besó el zumo de safo derramado.
De Vries estudió el despliegue de drogas y paró la placa con un parpadeo. La bandeja se inclinó y vertió un frasco de jarabe de tikopia en su boca… y junto con él a la mosca indefensa, seguida por una cápsula de concentrado de melange. El Mentat mordió y tragó la cápsula, saboreó una explosión de esencia de canela dulzona. Luego, tomó una segunda cápsula, más melange de la que había ingerido nunca. Pero necesitaba la clarividencia.
En una lejana celda, un torturado chilló y balbuceó una confesión. Pero De Vries no reparó en nada. Inmune a las distracciones, se zambulló aún más en las profundidades de su mente. Notó que su conciencia se dilataba, el tiempo se desplegó como los pétalos de una flor. Fluyó por un continuo, y cada parte fue accesible a su cerebro. Vio el lugar exacto que ocupaba en él.
Uno de varios futuros posibles apareció en su mente, una extraordinaria proyección Mentat basada en una avalancha de información e intuición, potenciada por el enorme consumo de melange. La visión era una serie de dolorosas imágenes de videolibro, estacas visuales clavadas en sus ojos. Vio al investigador jefe tleilaxu sostener con orgullo un frasco de especia sintética, y reír mientras la ingería. ¡Éxito!
Imágenes borrosas. Vio a los Harkonnen partir de Arrakis, abandonando toda la producción de melange. Tropas de guardias Sardaukar armados acompañaban a figuras borrosas hasta un transporte imperial. Vio la bandera con el grifo azul de los Harkonnen arriada de la fortaleza de Carthag y la residencia de Arrakeen.
¡Sustituida por el emblema verde y negro de la Casa Atreides!
Un sonido ahogado surgió de su garganta, y su mente Mentat se desplazó entre las imágenes, las obligó a adoptar una pauta para intentar traducirlas.
Los Harkonnen perderán su monopolio de especia. Pero no necesariamente por culpa del amal que los tleilaxu están desarrollando en connivencia con el emperador.