Dune. La casa Harkonnen (51 page)

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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Liet sujetó sus cuerdas, terminó de plantar sus ganchos, se puso en pie y miró el sinuoso arco del gusano. ¡El Creador era enorme! Poseía un aire de dignidad, de gran antigüedad, que se remontaba a las mismísimas raíces del planeta. Jamás había visto un ser semejante. Podría montarlo durante mucho tiempo, a gran velocidad.

Tal vez adelantaría a Warrick…

Su gusano corría sobre las arenas cambiantes mientras las dos lunas se alzaban en el cielo. Liet estudió su curso, con la ayuda de las estrellas y las constelaciones, siguiendo la cola del dibujo de un ratón conocido como Muad’Dib, «el que señala el camino», de manera que siempre sabía orientarse.

Cruzó el rastro ondulante de lo que tal vez era otro gran Creador que había atravesado la Gran Extensión. Era muy probable que se tratara del gusano de Warrick, pues Shai-Hulud muy pocas veces viajaba sobre la superficie, a menos que le provocaran. Liet confiaba en que la suerte estaba de su lado.

Después de muchas horas, la carrera adquirió una monótona familiaridad, y le invadió un gran sopor. Podría dormitar si se ataba al gusano, pero Liet no se atrevió. Tenía que permanecer despierto para guiar al monstruo. Si Shai-Hulud se desviaba del camino correcto, Liet perdería tiempo, y no se lo podía permitir.

Cabalgó a lomos del monstruo durante toda la noche, hasta que la aurora tiñó el cielo y apagó las estrellas. Vigilaba la aparición de algún tóptero Harkonnen, aunque las patrullas no solían cruzar la línea de los sesenta grados.

Siguió cabalgando durante la mañana, hasta que al llegar al punto más caluroso del día, el enorme gusano tembló, se revolvió y combatió todo intento de continuar. Estaba al borde del agotamiento. Liet no se atrevió a insistir. Los gusanos podían correr hasta morir, y eso sería un mal presagio.

Desvió al animal hacia un archipiélago de rocas. Soltó los ganchos y los separadores, corrió a lo largo de los segmentos anillados y saltó a tierra, segundos antes de que el gusano se hundiera en la arena. Liet se precipitó hacia las rocas, la única franja de color oscuro en una monotonía de blancos, tostados y amarillos, una barrera que separaba una enorme depresión de otra.

Se acurrucó bajo una manta de camuflaje que repelía el calor y dispuso el temporizador de la fremochila para que le despertara al cabo de una hora. Si bien sus instintos y sentidos externos seguían alerta, su sueño fue profundo y reparador.

Cuando despertó, trepó por la barrera de rocas hasta llegar al borde del inmenso erg Habbanya. Liet plantó un segundo martilleador y llamó a otro gusano, mucho más pequeño, pero de todos modos un animal formidable que le permitiría proseguir su viaje. Cabalgó durante toda la tarde.

Hacia el ocaso, los ojos penetrantes de Liet distinguieron una tenue mancha en las laderas en sombras de las dunas, un verde gris donde zarcillos de hierba entrelazaban sus raíces para estabilizar las dunas deslizantes. Los fremen habían plantado semillas en aquel lugar, habían cuidado de ellas. Aunque sólo una de entre mil brotara y viviera lo suficiente para reproducirse, su padre estaba haciendo progresos. Un día, Dune volvería a ser verde.

Durante el hipnótico estruendo del avance del gusano, hora tras hora, oyó los sermones de su padre: «Anclad la arena, y arrebataremos al viento una de sus mejores armas. En algunos de los cinturones climáticos de este planeta, los vientos no superan los cien klics por hora. Es lo que llamamos “lugares de riesgo mínimo”. Las plantaciones de los lados orientados a favor del viento alimentarán las dunas, crearán amplias barreras y aumentarán el tamaño de estos lugares de mínimo riesgo. De esa forma, daremos otro paso diminuto hacia nuestro objetivo».

Liet, medio dormido, meneó la cabeza.
Incluso aquí, solo en este inmenso desierto, no puedo escapar de la voz del gran hombre… de sus sueños, de sus lecciones.

Pero a Liet todavía le quedaban horas de viaje. Aún no había visto a Warrick, pero sabía que había muchas rutas. No disminuyó la velocidad. Por fin, distinguió una mancha oscilante en el horizonte: la Cresta Habbanya, donde se hallaba la Cueva de las Aves.

Warrick dejó en libertad a su último gusano y corrió con renovadas energías hacia las rocas, subiendo por una senda no marcada. Las rocas eran de un negro verdoso y un rojo ocre, recalentadas y erosionadas por las tormentas de Arrakis. La arena empujada por el viento había erosionado la cara del risco. Desde donde estaba no veía la entrada de la cueva, pero era de esperar, pues los fremen no podían correr el riesgo de que ojos forasteros la localizaran.

Había viajado bien y conseguido buenos gusanos. No había descansado en ningún momento, pues experimentaba la imperiosa necesidad de encontrar a Faroula antes que nada, de pedir su mano… pero también de superar a su amigo Liet. Podría contar una bonita historia a sus nietos. En los sietch fremen ya estarían hablando de la gran carrera, de que Faroula había lanzado un reto inusual para su
ahal
.

Warrick trepó con las manos y los pies hasta llegar a un reborde. Cerca de la abertura camuflada, descubrió una estrecha huella de bota femenina. La de Faroula, sin duda. Ningún fremen habría dejado esa marca por accidente. Ella lo había hecho a propósito. Comunicaba el mensaje de que estaba allí, esperando.

Warrick titubeó y respiró hondo. Había sido un largo viaje, y confiaba en que Liet estuviera bien. Cabía la posibilidad de que su hermano de sangre se estuviera acercando, puesto que altas rocas impedían a Warrick ver el desierto circundante. No quería perder a su amigo, ni siquiera por esta mujer. Confiaba en que no tuvieran que pelear.

Pero quería llegar primero.

Warrick entró en la Cueva de las Aves, formó una clara silueta cerca del borde de la entrada. Las sombras del interior le cegaron. Por fin, oyó una voz de mujer, palabras sedosas que se deslizaban por las paredes de la cueva.

—Ya era hora —dijo Faroula—. Te he estado esperando.

No dijo su nombre, y por un momento Warrick se quedó petrificado. Luego Faroula fue a su encuentro, con la cara de elfo, los brazos y las piernas largos y musculosos. Sus grandes ojos parecían clavarse en su interior. Olía a hierbas dulces y potentes aromas, aparte de la melange.

—Bienvenido, Warrick… mi marido.

Cogió su mano y le condujo al interior de la cueva.

Warrick, nervioso, sin encontrar las palabras adecuadas, mantuvo la cabeza alta y se quitó los tampones de la nariz, mientras Faroula desenredaba los nudos de sus botas.

—Cumplo la promesa que hiciste —dijo, utilizando las palabras rituales de la ceremonia matrimonial fremen—. Vierto dulce agua sobre ti en este lugar al abrigo del viento.

Faroula continuó con la siguiente frase.

—Que nada excepto el agua prevalezca sobre nosotros.

Warrick se acercó un poco más.

—Vivirás en un palacio, amor mío.

—Tus enemigos serán destruidos —prometió ella.

—Te conozco bien.

—Es muy cierto.

Y dijeron al unísono:

—Recorremos este camino juntos, que mi amor ha trazado para ti.

Al final de la bendición y la oración, intercambiaron una sonrisa. El naib Heinar celebraría una ceremonia oficial cuando regresaran al sietch de la Muralla Roja, pero ante Dios y sus corazones, Warrick y Faroula ya estaban casados. Se miraron a los ojos durante largo rato, y después se internaron en las frías profundidades de la caverna.

Liet llegó jadeante, sus botas dispersaban guijarros en el sendero mientras trepaba hacia la abertura de la cueva, pero se detuvo cuando oyó movimientos en su interior, voces. Confió en que Faroula se hubiera llevado una acompañante, tal vez una criada, o una amiga… hasta que reconoció la segunda voz, masculina.

Warrick.

Oyó que terminaban la oración matrimonial y supo que, de acuerdo con la tradición, se habían casado. Ella era ahora la esposa de su amigo. Por más que Liet deseara a Faroula, pese al deseo que había pedido al ver el misterioso
Biyan
blanco, la había perdido.

Dio media vuelta en silencio y se sentó a las sombras de las rocas, protegidas del sol. Warrick era su amigo y aceptó la derrota con elegancia, pero también con la tristeza más profunda. Necesitaría tiempo y fuerzas para superar ese golpe.

Liet-Kynes esperó una hora con la vista clavada en el desierto. Después, sin aventurarse en el interior de la cueva, descendió hasta la arena y llamó a un gusano para que le devolviera a casa.

56

Los líderes políticos no reconocen los usos prácticos de la imaginación y las ideas innovadoras, hasta que unas manos ensangrentadas se los plantan ante las narices.

Príncipe heredero R
APHAEL
C
ORRINO
,
Discursos sobre el liderazgo galáctico

En los astilleros de los Cruceros, situados en las profundas cavernas de Ix, globos luminosos arrojaban sombras y reflejos a lo largo de las vigas maestras. Las vigas brillaban a través de la neblina de un humo cáustico, producto de soldador quemado y aleaciones fundidas. Los capataces gritaban órdenes. Planchas estructurales se ensamblaban con un estrépito que resonaba en las paredes rocosas.

Los esclavizados obreros trabajaban lo menos posible, impedían los progresos y disminuían los beneficios de los tleilaxu. Incluso transcurridos varios meses desde el inicio de la fabricación, el Crucero no era más que un armazón esquelético.

C’tair se había sumado a la cuadrilla de fabricación, soldaba vigas y armazones de apoyo que reforzaban la enorme bodega de carga. Hoy tenía que salir a la gruta, para ver el techo artificial.

Donde podría contemplar el último paso de su desesperado plan…

Después de la serie de explosiones que Miral y él habían desencadenado dos años antes, los Amos habían adoptado un comportamiento todavía más represivo, pero los ixianos eran inmunes a más penalidades. El ejemplo de aquellos dos resistentes había proporcionado al pueblo fuerzas para aguantar. Suficientes «rebeldes», que actuaran solos o en pequeños grupos con la determinación adecuada, constituían un ejército formidable, una fuerza que ninguna represión podía detener.

El príncipe Rhombur, carente de información sobre la situación interna de Ix, continuaba enviando explosivos y otros suministros a la resistencia, pero sólo una mínima cantidad de los embarques había llegado a manos de C’tair y Miral. Los Amos abrían e inspeccionaban cada contenedor. Los obreros del cañón del puerto de entrada habían cambiado, y los pilotos de las naves habían sido sustituidos. C’tair había perdido todos sus contactos secretos y volvía a estar aislado.

De todos modos, Miral y él se alegraban cuando veían ventanas rotas, cargamentos internos interrumpidos y la productividad disminuida. Tan sólo una semana antes, un hombre apolítico, que nunca había llamado la atención, había sido sorprendido pintando chillonas letras en un pasillo muy frecuentado:
¡muerte a las sabandijas tleilaxu!

C’tair se deslizó con agilidad sobre una viga maestra para llegar hasta una plataforma flotante, donde recogió un soldador sónico. Subió en ascensor a lo alto del esqueleto del Crucero y miró hacia abajo. Módulos de vigilancia esquivaban el esqueleto de la nave y vigilaban a las cuadrillas de obreros bajo las luces de la caverna. Los demás miembros de la cuadrilla de C’tair continuaban con sus tareas, ignorantes de lo que iba a suceder. Un soldador cubierto con un mono se acercó a C’tair, y al mirar de reojo comprobó que era Miral, disfrazada. Se ocuparían de esto juntos.

En cualquier momento.

Los holoproyectores empotrados en el cielo artificial destellaron. Nubes del planeta natal de los tleilaxu estaban sembradas de islas rascacielos proyectadas hacia abajo, profusamente iluminadas. En otro tiempo, esos edificios habían parecido estalactitas de cristal. Ahora, semejaban dientes astillados clavados en la roca de la corteza ixiana.

C’tair se acuclilló sobre la viga, escuchando los ruidos de martilleo que resonaban con un estruendo metálico. Parecía un lobo anciano mirando a la luna.
A la espera.

Después, la imagen ficticia del cielo osciló, se distorsionó y cambió de color, como si nubes alienígenas se estuvieran congregando para producir una falsa tormenta. Los holoproyectores parpadearon y proyectaron una imagen muy diferente, tomada en la lejana Caladan. El primer plano de un rostro invadió el cielo, como si fuera la cabeza de un dios.

Rhombur había cambiado mucho durante sus dieciocho años de exilio. Parecía mucho más maduro, mucho más majestuoso, con una mirada endurecida y una gran determinación en su voz grave.

—Soy el príncipe Rhombur Vernius —tronó la proyección, y todo el mundo alzó la vista, atemorizado. Su boca era tan grande como una fragata de la Cofradía, sus labios se abrían y cerraban para emitir palabras que parecían órdenes celestiales—. Soy el legítimo gobernante de Ix, y volveré para liberaros de vuestros sufrimientos.

Los ixianos lanzaron vítores y exclamaciones entrecortadas. Desde su posición elevada, C’tair y Miral vieron que los Sardaukar se movían de un lado a otro presas de la confusión, y el comandante Garon gritó a sus tropas que impusieran orden. Los Amos tleilaxu salieron a las galerías y gesticularon. Los guardias entraron en los edificios administrativos.

C’tair y Miral disfrutaban del momento, y se permitieron el lujo de intercambiar una sonrisa de alegría.

—Lo hemos conseguido —dijeron, palabras que sólo oyeron ellos en la confusión reinante.

Habían dedicado semanas a estudiar los sistemas con el fin de sabotear los controles de los proyectores. A nadie se le había pasado por la cabeza tomar precauciones para evitar tal maniobra, tal manipulación del entorno cotidiano.

En el único embarque que había llegado a sus manos, Rhombur Vernius les había enviado el mensaje grabado, con la esperanza de que pudieran difundirlo entre los ixianos leales. El príncipe había sugerido diseminar carteles hablados o mensajes codificados en los sistemas de comunicación habituales de la ciudad subterránea.

Pero la pareja de guerrilleros se había decantado por hacer algo mucho más memorable. Había sido idea de Miral, y C’tair había perfeccionado muchos detalles.

La cara de Rhombur era ancha y cuadrada, sus ojos brillaban con una pasión que cualquier líder exiliado envidiaría. Su peló rubio y alborotado le confería un aspecto noble, aunque informal. El príncipe había aprendido mucho sobre política durante los años vividos en la Casa Atreides.

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