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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (35 page)

Liet olfateó el aire, escudriñó los riscos y las formaciones rocosas, y vio un destello de escarcha a través del manto de frío.

—Quizá sean exploradores que se dirigen hacia el polo en busca de hielo más limpio que poder excavar.

—En ese caso, ¿por qué borran sus huellas?

Liet miró en la dirección que indicaba el rastro, el cual ascendía la pared escarpada de un risco, moteada de barro polvoriento congelado en formas caprichosas. En sintonía con los detalles del entorno, miró y miró, estudió cada sombra, cada hendidura.

—Algo no encaja.

Todas las alarmas de su cuerpo se dispararon, e indicó con un gesto a Warrick que guardara silencio. Al no percibir otros sonidos o movimientos, los dos avanzaron con sigilo. Desde pequeños, Liet y Warrick habían aprendido a moverse por el desierto sin hacer ruido ni dejar huellas.

Liet aún no podía identificar lo que se le antojaba fuera de lugar, pero la sensación aumentó a medida que se acercaban. Aunque el frío entumecía sus delicados sentidos, avanzaron con el cuidado más extremo. Al subir por el sendero de polvo endurecido por la escarcha, distinguieron lo que para unos ojos fremen era sin duda un sendero.

Había subido gente por esta pendiente.

Los dos jóvenes intentaron hacerse invisibles en el risco, pensar como parte del paisaje, moverse como componentes naturales. A mitad de la pendiente, Liet observó una tenue decoloración en la pared, una mancha demasiado uniforme, demasiado artificial. Habían hecho bien el camuflaje, pero con algunas equivocaciones torpes.

Era una puerta oculta, lo bastante grande para acoger una nave espacial. ¿Un almacén secreto de Rondo Tuek? ¿Una instalación de la Cofradía, o un escondite de contrabandistas?

Liet permaneció inmóvil. Antes de que pudiera decir algo, otras manchas se abrieron junto a la senda, pedazos de hielo y roca camuflados con tal destreza que ni siquiera él se había dado cuenta. Salieron cuatro hombres de aspecto rudo. Eran musculosos y vestían uniformes improvisados. Y blandían armas.

—Os movéis bien y con sigilo, muchachos —dijo uno de los hombres. Era alto, de ojos brillantes y calva reluciente. Un bigote oscuro le caía hasta la barbilla—. Pero habéis olvidado que aquí, en el frío, se puede ver el vapor de vuestro aliento. No lo habíais pensado, ¿verdad?

Un par de hombres canosos indicaron con sus armas a los cautivos que entraran en los túneles de la montaña. Warrick apoyó la mano sobre el pomo de su cuchillo y miró a su amigo. Morirían luchando espalda contra espalda si era necesario.

Pero Liet meneó la cabeza. Los hombres no llevaban los colores Harkonnen. En algunos puntos, las insignias habían sido arrancadas.
Deben de ser contrabandistas.

—¿Somos vuestros prisioneros? —preguntó Liet, al tiempo que miraba con aire significativo los fusiles.

—Quiero averiguar el error que hemos cometido para que nos localizarais con tanta facilidad. —El hombre calvo bajó el arma—. Me llamo Dominic Vernius, y sois mis invitados… de momento.

38

La creciente variedad y abundancia de vida multiplica a un nivel inmenso el número de entornos aptos para la vida. El sistema resultante es una red de fabricantes y usuarios, devoradores y devorados, colaboradores y competidores.

P
ARDOT
K
YNES
,
Informe al emperador Shaddam IV

Pese a todas sus maldades y ardides, pese a la sangre que manchaba sus manos, Hasimir Fenring podía ser maravilloso con ella. Lady Margot le echaba de menos. Se había ido con el barón Harkonnen a las profundidades del desierto para inspeccionar los lugares donde se recogía la especia, tras haber recibido un airado mensaje de Shaddam sobre un descenso en la producción de melange.

Su marido, con fría lealtad hacia sus bien definidos objetivos, había cometido numerosas atrocidades en nombre del emperador, y ella sospechaba que había participado en la misteriosa muerte de Elrood IX. Sin embargo, su educación Bene Gesserit le había enseñado a valorar resultados y consecuencias. Hasimir Fenring sabía lograr lo que deseaba, y Margot le adoraba por ello.

Suspiraba cada vez que entraba en el exuberante invernadero que su marido había ordenado construir para ella. Vestida con una cómoda pero elegante bata de estar por casa que cambiaba de color a cada hora, Margot apretó la palma de su mano contra la cerradura de la puerta hermética. Cuando atravesó el adornado arco de mosaico y entró en la cámara, aspiró una profunda bocanada de aire. Al instante, empezó a sonar una música relajante, un dúo de baliset y piano.

Las paredes irradiaban la amarillenta luz del sol de la tarde mediante ventanas de cristal filtrante que convertía el sol blanco de Arrakis en una evocación de los días de Kaitain. Gruesas hojas ondeaban debido a la circulación del aire como banderas de ciudadanos entusiastas. Durante los últimos cuatro años, las plantas de la cámara habían florecido hasta el punto de superar sus más extravagantes expectativas.

En un planeta donde cada gota de agua era preciosa y los mendigos vagaban por las calles pidiendo un poco del preciado líquido, donde vendedores de agua vestidos con brillantes colores agitaban sus campanillas y cobraban precios exorbitantes por un solo sorbo, su retiro privado era un despilfarro escandaloso.
Y vale cada gota.
Como su marido decía siempre, el ministro imperial de la Especia se lo podía permitir.

En el fondo de su pasado, entre los ecos de antiguas vidas que aún estaban a su disposición, Margot recordó a una esposa encerrada en un hogar estrictamente islámico, una mujer llamada Fátima en honor a la única hija de Mahoma. Su marido era lo bastante rico para mantener a tres esposas, que tenía encerradas en su casa, aunque les había destinado un patio a cada una. Después de la ceremonia matrimonial, Fátima nunca había vuelto a salir de la casa, al igual que las demás esposas. Todo su mundo estaba circunscrito al exuberante patio, con sus plantas y flores y el cielo en lo alto. El agua que manaba de la fuente central proporcionaba un acompañamiento musical a los instrumentos que ella tañía. A veces, mariposas y colibríes se acercaban para darse un banquete de néctar…

Ahora, incontables generaciones después, en un planeta que giraba alrededor de un sol más lejano de lo que aquella mujer habría podido imaginar, Margot Fenring se encontraba en un lugar similar, protegido, hermoso y lleno de plantas.

Un servok automático, provisto de largos tubos y mangueras, humedecía el aire, regaba los árboles podados, helechos y flores. La fría humedad erizaba la piel de Margot, sus pulmones la aspiraron. ¡Un lujo semejante, después de tantos años! Levantó una hoja mojada, hundió los dedos en el suelo margoso que rodeaba la base de la planta. No había ni rastro de los pulgones mutantes chupadores de zumo que esta planta transportaba cuando llegó de su planeta tropical de origen, Ginaz.

Mientras examinaba las raíces, la voz de la reverenda madre Biana le habló en susurros desde la Otra Memoria. La hermana, muerta mucho tiempo atrás, que había sido encargada de la Escuela Materna dos siglos antes, instruía a Margot en los métodos delicados de la ciencia de la horticultura. La música (la canción favorita de Biana, una hechizante melodía trovadoresca de Jongleur) había despertado su fantasma interior.

Aun sin la ayuda de la memoria de Biana, Margot se enorgullecía de su conocimiento de las plantas. Al invernadero llegaban especímenes de todo el Imperio. Para ella, eran como los hijos que no podría tener con su marido, un eunuco genético. Le gustaba ver crecer y madurar las plantas en un ambiente tan hostil.

Su marido también era un especialista en sobrevivir a situaciones hostiles.

Acarició una hoja sedosa y larga.
Yo te protegeré.

Margot perdió el sentido del tiempo, incluso olvidó ir a comer. Una hermana Bene Gesserit podía ayunar durante una semana, en caso necesario. Estaba sola con sus plantas y sus pensamientos y la Otra Memoria de las hermanas muertas.

Satisfecha, se sentó en un banco junto a una fuente acanalada, situada en el centro del invernadero. Dejó una filarosa con sus raíces en el banco, a su lado, y cerró los ojos, descansó, meditó…

Cuando volvió en sí, el sol se había hundido en llamas tras el horizonte, y arrojaba largas sombras desde acantilados de roca hacia el oeste. Las luces interiores del invernadero se habían encendido. Se sentía maravillosamente descansada. Llevó la filarosa al banco de las macetas y sacó la planta del contenedor, que se había quedado pequeño. Tarareó para sí la melodía de Jongleur mientras echaba tierra alrededor de las raíces en una maceta nueva, en paz consigo misma.

Margot dio media vuelta y se quedó sorprendida cuando vio a un hombre de piel correosa a menos de dos metros de distancia. La miraba con sus ojos de un azul intenso. Le resultó vagamente familiar. Llevaba una capa jubba, con la capucha echada hacia atrás.
¡Un fremen!

¿Cómo había conseguido entrar, con todos los sistemas de seguridad y alarmas del invernadero, con la cerradura a palma que sólo respondía a su mano? No le había oído acercarse ni con sus sentidos Bene Gesserit potenciados.

La maceta de la filarosa cayó de sus manos y se rompió, al tiempo que Margot adoptaba una postura de combate Bene Gesserit, con sus disciplinados músculos dispuestos a lanzar patadas capaces de destripar a un contrincante.

—Hemos oído hablar de vuestros extraños métodos de lucha —dijo el hombre sin moverse—. Pero no estáis adiestradas para utilizarlos con precipitación.

Margot, cautelosa, respiró con lentitud. ¿Cómo podía saber aquello?

—Hemos recibido vuestro mensaje. Deseabais hablar con los fremen.

Por fin, identificó al hombre. Le había visto en Rutii, una aldea alejada, durante uno de sus desplazamientos. Era un supuesto sacerdote del desierto, que daba bendiciones a la gente. Margot recordó el desagrado del hombre cuando se dio cuenta de que ella le estaba mirando. Había interrumpido sus actividades y marchado al instante…

Oyó un crujido entre las hojas. Una mujer diminuta apareció ante su vista, también fremen, también conocida. Era la Shadout Mapes, el ama de llaves, prematuramente encanecida y arrugada por culpa del sol y el viento del desierto. Mapes también había desechado su indumentaria habitual, y llevaba una capa para viajar por el desierto.

—Aquí se desperdicia mucha agua, mi señora —dijo Mapes con voz ronca—. Exhibís las riquezas de otros planetas. Esta no es la costumbre fremen.

—Yo no soy fremen —replicó Margot con brusquedad, pues aún no estaba preparada para atacar con la orden paralizante de la Voz Bene Gesserit. Tenía armas mortíferas a su disposición que aquellos seres primitivos ni siquiera podían imaginar—. ¿Qué queréis de mí?

—Me habéis visto antes —dijo el hombre.

—Eres un sacerdote.

—Soy un acólito, un ayudante de la Sayyadina —respondió el hombre sin moverse de su sitio.

Sayyadina
, pensó Margot. Su pulso se aceleró. Era un título que había oído antes, en referencia a una mujer que se parecía de una forma estremecedora a una reverenda madre. La Missionaria Protectiva enseñaba ese nombre.

De pronto, todo quedó claro. Pero había hecho su solicitud a los fremen mucho tiempo antes, y ya había abandonado la esperanza.

—Oísteis mi mensaje susurrado. —El sacerdote agachó la cabeza.

—Decís que tenéis información sobre el
Lisan al-Gaib.
—Pronunció el apelativo con gran respeto.

—Así es. Debo hablar con vuestra reverenda madre.

Margot recogió lentamente la planta que había dejado caer, para darse tiempo de recobrar la calma. Dejó en el suelo los restos de la maceta y la tierra, y depositó la filarosa en una maceta nueva, con la esperanza de que sobreviviría.

—Sayyadina de otro planeta, has de venir con nosotros —dijo Mapes.

Margot se sacudió la tierra de las manos. Aunque no permitió que el menor destello de emoción cruzara su rostro, su corazón se aceleró de impaciencia. Tal vez, por fin podría transmitir alguna información a la madre superiora Harishka. Tal vez averiguaría qué había sido de las hermanas que un siglo antes habían desaparecido en los desiertos de Arrakis.

Siguió a los dos fremen y salieron a la noche.

39

Saber lo que uno debería hacer no es suficiente.

Príncipe R
HOMBUR
V
ERNIUS

Las olas interpretaban una lenta canción de cuna bajo la barca de mimbre, y fomentaban una falsa sensación de paz que se imponía a los pensamientos agitados.

El duque Leto extendió la mano por encima de la borda y aferró una esfera flotante, enredada en el espeso entramado de hojas que derivaba con ellos. Extrajo un cuchillo incrustado de joyas de su vaina de oro y cortó el melón paradan maduro de la estructura vegetal submarina.

—Toma un melón, Rhombur.

El príncipe parpadeó, sorprendido.

—Er, ¿no es ese el cuchillo del Emperador?

Leto se encogió de hombros.

—Prefiero ser práctico a exhibicionista. Estoy seguro de que a mi primo no le importará.

Rhombur cogió el melón goteante y lo giró en las manos, al tiempo que inspeccionaba la rugosa corteza a la neblinosa luz del sol.

—Kailea se quedaría horrorizada. Preferiría que depositaras el cuchillo del emperador sobre una plataforma antigravitatoria, dentro de un escudo decorativo.

—Bien, ya no sale mucho a pescar conmigo.

Como Rhombur no hizo el menor movimiento para partir el melón, Leto lo recuperó, peló la corteza con la punta del cuchillo de Shaddam y luego lo partió.

—Al menos no estallará en llamas si lo dejas al sol —bromeó Leto, recordando la debacle de la joya coralina que había destruido uno de sus barcos favoritos, y aislado a los dos jóvenes en un arrecife alejado de la orilla.

—Eso no tiene gracia —dijo Rhombur, que había sido el culpable.

Leto alzó el cuchillo y observó el brillo de la luz sobre el filo.

—Lo utilicé como parte de mi uniforme oficial cuando fui a entrevistarme con el vizconde Moritani. Creo que llamó su atención.

—Cuesta impresionar a ese hombre —dijo Rhombur—. El Emperador ha retirado por fin a los Sardaukar, y todo está tranquilo. Er, ¿crees que la enemistad entre los Moritani y los Ecaz ya ha terminado?

—No. Tuve los nervios de punta durante toda mi estancia en Grumman. Creo que el vizconde está esperando el momento adecuado.

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