Eitana, la esclava judía (39 page)

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Authors: Javier Arias Artacho

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Y al hacerlo, la miró de arriba abajo, quizá sorprendida de sus cuidadas vestiduras.

—Es una larga historia que ya te contaré. Solo puedo decirte que he sufrido la dureza de la esclavitud, el dolor de la muerte de un hijo y si estoy aquí es porque nuestro Dios fue misericordioso y bueno conmigo.

Lo dijo con tanto pesar que la esposa de su hermano apenas se atrevió a insistir sobre su pasado en aquel momento, y prefirió callar. Después de un incómodo silencio, solo atinó a preguntarle sobre su futuro inmediato.

—¿Has venido a quedarte?

—No, creo que no. Creo que poco puedo hacer aquí sin marido y sin familia.

—¡Pero lo encontrarás! Solo es cuestión de que vuelva Joel. Él te encontrará un buen esposo. ¡Ya verás! Es un hombre muy bueno y piadoso, Eitana.

Pero Eitana no contestó. Su habilidad con la pluma, el griego y el
latinum
de poco le servirían en Julias. Nadie sabía leer, y los pocos que leían lo hacían en vocablos hebreos que ella nunca había aprendido, porque a la muchacha jamás la habían llevado a la sinagoga a aprender la Torá. El fuego de las palabras rabiaba en su espíritu y sabía que no deseaba abandonar los papiros y las tablillas. No le importaba volver a enredarse con los aparejos o ayudar en la cosecha, pero recordaba la biblioteca de Paulina y su corazón atisbaba aquella felicidad que había venido buscando.

—¡Quédate con nosotros, mujer! —le dijo la esposa de su hermano—. Ya es de noche.

—Te lo agradezco mucho. Mañana buscaré un lugar, no te preocupes.

—De ninguna manera. Hasta que Joel vuelva, dormirás aquí. Luego, ya él decidirá.

Eitana se mostró agradecida sujetándole las manos entre las suyas.

—Gracias.

—Además, tienes mucho que contarme —le dijo Sara.

—Demasiado, Sara. He tenido una vida difícil.

La noche había cerrado su bóveda y ella comenzaba a comprender que Paulina tenía razón: los recuerdos eran como los espectros: sombras que ya no pertenecían a este mundo.

Y ella lo iba a comprobar.

45

Ya nadie la reconocía. Ni siquiera se acordaban de ella. De no haber sido así, quizá todo habría sido diferente. Pero su aspecto cuidado, su rostro hermoso, su
palla
elegante y su acento extranjero acabaron por atraer demasiado las miradas.

Su primer amanecer entre las ruinas de su pasado había sido aciago, como el que despierta de un sueño incómodo. Para los galileos se consumía el
tishri,
aunque ella avanzaba hacia los mediados de
october,
deseosa de reencontrarse con Joel y ansiosa por descubrir su lugar en el mundo. Debía dejar pasar el invierno para embarcarse nuevamente hacia Roma, o reconstruir unos cimientos que la arraigasen definitivamente al Genesaret. Sin embargo, tendría poco tiempo para pensarlo, porque aquella mañana ella misma empujaría su destino, sin apenas haber decidido cuál sería.

Sucedió durante aquella primera jornada en Betsaida, después de haber compartido los quehaceres con Sara desde el amanecer. Ella se había negado, pero Eitana se acomodó para moler el grano junto a su cuñada, como de pequeña hacía con su madre. Triturando la mies sobre una piedra en el patio, la amanuense le fue resumiendo su azarosa existencia, mientras Sara agachaba la cabeza intentando comprender su sufrimiento. Después habían preparado la masa, habían horneado el pan y habían acabado de adecentar la humilde vivienda. Fue solo entonces cuando Eitana salió a recorrer sus recuerdos, y casi sin darse cuenta llegó al centro de su Betsaida y se encontró merodeando el palacio donde residía la guardia romana. De allí, de pronto, surgió un grupo de soldados a caballo, entre ellos Tito Galus, el ordenanza del prefecto Valerius Julius.

Eitana lo reconoció al instante bajo su casco, pero él sólo lo hizo cuando pasó a su lado, y ella se lo quedó mirando fijamente, sin llegar a comprender muy bien por qué. Muchas veces después llegó a preguntárselo, pero en realidad simplemente había sido un descuido, una dejadez que jamás pensó pudiese costarle la vida.

Al encontrarse con su mirada, él se detuvo junto a los otros tres legionarios.

—¿Ya regresas para reunirte con el prefecto? —le preguntó en
latinum
y ante la sorpresa de los soldados que lo acompañaban.

—No, ya te había dicho que lo haría mañana, muchacha.

—Es verdad.

—¿Has encontrado a tu familia? —le preguntó él.

—Lo que debía encontrar, lo he encontrado.

El ordenanza pareció percibir su desilusión y se apresuró a decirle algo que no le había dicho por el camino y que, quizá, no debía mentar hasta que no fuese el momento. Y para aquel legionario parecía haber llegado. Por eso descendió de su caballo y se situó frente a ella.

—Debes saber una cosa, muchacha —le dijo buscando sus ojillos alargados—. El prefecto me dijo que, si querías, siempre podías volver conmigo a Jerusalén. ¿Quieres hacerlo?

Ella titubeó incómoda, sospechando la inconveniencia de aquel encuentro, y mucho más habiendo bajado del caballo no para ajustar cuentas, sino para hablar amistosamente. Los vecinos de Julias pululaban alrededor, aparentemente indiferentes, cada uno con su faena, cada uno con su propio destino. Entonces cambió rápidamente de actitud.

—No es necesario, Tito —dijo esquiva e intentando caminar nuevamente—. Estaré bien. Agradece al prefecto su amabilidad. Gracias por ayudarme.

—Espera un momento, por favor —le dijo sujetándola del brazo—. No dudes en venir en mi búsqueda si lo necesitas, ¿de acuerdo?

Y ella simplemente asintió.

—Tienes tiempo hasta mañana. Solo hasta mañana.

Entonces volvió a montar, azuzó al animal y comenzó a avanzar junto a los otros soldados, y Eitana se quedó balbuceando sus dudas, ya nada temerosa de aquella legión que la había secuestrado de niña, y a la que sus hermanos deseaban erradicar de cualquier forma.

Y aunque habría de haberlo imaginado, no lo hizo. Quizá fue candidez o, simplemente, que ya no compartía aquel odio, pero lo cierto fue que aquel encuentro habría de torcer nuevamente su sino.

Eitana comenzó a constatarlo una semana después, cuando el ordenanza ya había partido y su solitud aumentaba de la misma forma que menguaba el sol en el avance del invierno.

Aquella no era la Betsaida que se había trazado en su memoria. Aquella no era la pequeña ciudad que en los momentos de dificultad había sido su fortaleza. Sus tíos habían emigrado a Tabga y a Magdala, también junto al Genesaret, y los que quedaban allí la miraban con lejanía y desconfianza. Cuando bajaba al lago a coser las redes junto a Sara y las otras mujeres, y sus manos se volvían torpes y lentas, ellas rumoreaban a sus espaldas. Nadie parecía creer que aquella joven era la niña de Miriam, a la que un día azotó la desgracia de Roma por rugir a los pies de la cruz de su padre. Nadie podía comprender a qué había vuelto con aquellas manos tiernas como las de una
domina
romana, sin esas callosidades y cicatrices del trabajo que ellas soportaban desde toda la vida. Nadie podía imaginar bien cómo había remontado la dura esclavitud con el encanto que despertaba, y por eso sonaban en su contra, sin apenas dar crédito a su pasado, recelosas de su belleza y soltería, como si aquella muchacha pusiese en entredicho la fidelidad de unos hombres que a veces desaparecían en el lago, otras por los caminos de la siega y la cosecha, pero en ocasiones por la perdición de mujeres demasiado astutas.

—Es una vida demasiado dura para querer estar aquí —le rajó un día una mujer demasiado envejecida como para cargar los pesados canastos de la pesca. Aunque lo hacía junto a Eitana.

—Uno no elige dónde nacer —la amanuense respondió rápida.

—Pero sí dónde morir.

El peso de la pesca lo dejaron caer junto a las otras talegas.

—He tenido una vida difícil —le dijo Eitana mirándola a los ojos—. Pensé que este era mi hogar.

—Roma cambia a la gente, y a las mujeres que quieren sobrevivir en ella.

—Nada ha cambiado en mi corazón, excepto algo más de tristezas.

Mientras tanto, Sara callaba, y Eitana rogaba a Yahvé para que su hermano Joel regresara pronto, no solo para protegerla de aquellas injustas retahílas, sino para que definitivamente pudiese partir de aquel mundo que ya sabía que no era el suyo, porque aunque la zozobra mareara su vida, ella ya había comprendido que debía abandonar Julias, y que los denarios que le había entregado Valerius le habrían de servir para regresar a Roma.

Por eso cuando cosía, asaba la pesca, amasaba el pan o molía el duro grano, Eitana se entregaba al silencio y le costaba recordar que apenas unos meses antes había llegado a ser feliz junto a su hijo en la Suburra, y que el sorpresivo fuego la había despojado de todo lo que amaba, de todo aquello que había tenido y perdido, pero sobre todo de aquello que había soñado y anhelado desde el comienzo de su esclavitud. Todo aquello que la había ayudado a sobrevivir.

Su Betsaida ya no existía, o quizá simplemente ya no podía reconocerla, y apenas una semana después de llegar ya lo supo con total certeza. Entonces ya deseó abrazar a su hermano y escapar de allí.

Sin embargo, su destino estaba a punto de precipitarse nuevamente, sin que ella atinara a comprenderlo del todo, como le había sucedido diez años antes, cuando Miriam, su madre, le había dicho que no saliese de la casa, que nada ya podía hacer por su padre, pero ella había corrido como un pequeño león hasta verlo pendiendo de un madero. Y como si su valor fuese estupidez o una fuerza incontenible, Eitana no sabría muy bien qué, cuando Sara le advirtió del peligro, ella debió correr.

Pero esta vez no lo hizo.

—Debes irte de aquí —le dijo una noche con las manos juntas sobre el regazo—. Debes irte lejos de Julias, Eitana.

—Pero ¿qué dices? —preguntó demasiado triste—. ¿He hecho algo malo?

—Oh, no, Eitana. Yo sé que tú eres la de siempre y comprendo todo lo que has sufrido. Pero la gente no lo comprende, la gente murmura.

—¿Por qué?

—Porque no te ven a ti. Tú ya no eres aquella niña.

—¿Y a quién ven? Dímelo. ¿A quién?

Sara vaciló, miró a su alrededor para ver si sus niños estaban cerca, y luego se lo dijo.

—A una zorra romana… —pronunció en voz baja y temerosa, como si los muros de barro escuchasen—. Una zorra romana que ha venido a pasar información del pueblo.

—¡Eso es una locura! ¡Tú no puedes creerlo! ¿Verdad? —dijo repasando sus finos cabellos con su mano ya áspera del trabajo.

—¿Qué importa lo que yo crea? Solo sé que nos pones en riesgo, a mí y a mis hijos. Créeme, es mejor que salgas de Julias cuanto antes. Hoy he intuido la saña que a algunos les mueve contra ti. Y he oído cosas, muchas cosas, Eitana…

—No he hecho nada, y no puedo irme sin ver a Joel. He perdido mi juventud, a mi hijo, a mi familia… ¡No quiero perderlo a él también!

—Debes hacerlo. Lo de ayer te ha puesto en peligro. Los hombres que murieron eran muy queridos en la ciudad, y ya algunos te han señalado a ti.

Eitana sabía muy bien de lo que hablaba Sara. Las mujeres no dejaban de intrigar sobre aquello y muchos habían corrido a ver sus cruces y apretar sus puños contra los legionarios. Eran tres desgraciados que colgaban en el mismo lugar donde habían ejecutado a su padre, con sus caras desencajadas de dolor y arroyuelos bermellón rayando sus cuerpos desnudos. Se habían negado a pagar el diezmo, y las órdenes del procurador Gesio Floro habían sido tajantes: debían acabar con las rebeldías y someter las insurrecciones con severidad y rigor. Julias rabiaba de ira en silencio. Pero no olvidaba ni perdonaba.

—¡No es posible! ¡No puedo creerlo! ¿Qué tengo que ver con eso? ¿Qué? Quizá el haber visto a mi padre morir igual, quizá eso que todos olvidan cegados de odio.

—Te han visto con ellos.

La muchacha agrandó sus ojos asombrada, recordando el día en que se había topado con Tito Galus en la plaza del palacio.

—¿Y qué? —preguntó desafiante—. ¿Qué tiene que ver eso? Los soldados me pararon. ¿Acaso no importunan a la gente muchas veces?

Sara movía las manos nerviosa, paseando por el patio de una manera mecánica, pisando la tierra compactada con firmeza.

—No solo te vieron hablar con ellos, hay gente que te vio llegar a Julias con ellos, ¿entiendes?

—¡Por Yahvé que no entiendo nada! No puedo creer cómo olvidan cómo me llevaron de aquí.

—¡Si es que hasta hablas con su acento, Eitana! Los hombres creen que pasas algunas noches en palacio y…

—¡Pero tú sabes que eso no es verdad!

—Eres la hermana de mi esposo, y mi palabra apenas cuenta, Eitana. Tienes que entenderlo. Debes irte, por nosotros… y por ti.

—Tú no me crees tampoco, ¿verdad?

Sara levantó la cabeza, la miró a los ojos y le dijo:

—Solo sé que tú ya no eres de aquí, Eitana, y que no tienes a ningún hombre que te proteja. Vete, por lo que más quieras. Salva tu vida.

La joven amanuense se levantó de su taburete enardecida, con su corazón temblando. No comprendía aquella sinrazón y, como de niña, decidió aferrarse a su brío para no derrumbarse de ira y pena.

—Si quieres que me vaya, me iré —dijo finalmente—. Pero no abandonaré Julias hasta que vuelva mi hermano. Ya encontraré un lugar en la posada o donde pueda.

—Pocas opciones tendrás aquí, Eitana…

Luego se envolvió en su manto, entró en uno de los oscuros cuartuchos, corrió una cortina de arpillera y se tiró en su jergón de paja esperando a que pasara el tiempo.

A la mañana siguiente abandonó aquella casa en silencio. Cerró la puerta tras de sí sin despedirse, en silencio, con el pequeño bulto que había llevado consigo apenas unos días atrás. No sabía adónde dirigirse. En su mente retumbaba la tentación de buscar desandar el camino que había hecho con los soldados. Podía pagar a algún comerciante para que la arrastrase a ella también hacia el Mediterráneo, y en Cesarea esperar a que pasara el frío y partiese el primer navío. Aquella ciudad era mucho más cosmopolita y permisiva, y seguro que tendría alguna oportunidad como amanuense. Y como mujer.

Pero no quería irse sin hablar con su hermano.

Sin rumbo, confundida, esperando que el Genesaret le susurrase su destino, atravesó los muros de la ciudad y se dirigió hacia el lago. Luego buscaría una posada y esperaría todo lo que pudiese, pero entonces solo deseó sentarse sobre las piedras de la orilla y sentir el aliento helado del agua levantándose con el amanecer, mientras las primeras embarcaciones se desasían del pequeño amarre, con el azul del horizonte todavía gris.

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