Jamás imaginó que la devastación hubiese sido tan terrible y solo al percibirla en su apariencia supo que su hijo habría sufrido demasiado, fuese como fuese, y ansió que Servius y Verina hubiesen podido salvarlo. Al pensarlo, desvariaba de rabia recordando que apenas había podido protegerlo por tan solo unas horas. Si no hubiese ido a aquella celebración de Mitra, quizá, quizá… ¡Pero qué inútil era darle vueltas a aquello! ¡Qué inútil y equivocado! Aquella noche ella ya deliraba de fiebre y quizá podría haber llegado a ser un lastre para su hijo. ¿Quién lo sabía? Era absurdo obstinarse con aquello. Debía esperar como pudiese a que llegara el momento de volverlos a ver y nada más podía hacer por el momento.
—¿Adónde vamos?
—A un lugar donde el fuego no llegó. Vamos a pasar la noche en un lugar seguro.
La jornada era ya una boca negra cuando Valerius Julius se detuvo ante un edificio de tres plantas. Era una
caupona
construida frente a la sombra del nuevo circo que había inaugurado Nerón hacía apenas un año. Su figura alargada se alzaba rodeada de algunos huertos lejanos y de un bosque, a unas pocas zancadas de la ciudad. Eitana no pudo percibir nada de esto aquella noche, solo los lejanos destellos de la urbe durmiéndose enferma, y la luz de los farolillos que iluminaban aquel hostal.
El hijo del tribuno Julius arrendó una habitación, la única que quedaba en aquel establecimiento mucho más cuidado que aquel en el que se había hospedado hacía casi un mes junto a Tulio. Dentro, algunas concurridas mesas servían de
popina,
y los dos se sentaron ante sus platos de pollo, huevos, pan, vino y agua. Cenaron rápidamente, sin apenas dirigirse la palabra, solo mirándose furtivamente, a veces con miedo, otras con vergüenza, mientras ella masticaba como trotaban, con premura, y echaba un vistazo a los frescos de gladiadores luchando o luciendo sus armas sobre un muro. Entonces, de pronto, como si fuese un espectro del pasado, la inscripción
Lupus
le evocó la leyenda del sirio, la del pobre Efren, quien había muerto apuñalado por la mala saña del juez Claudio Ulpio y al que habían arrojado al Tíber, y volvió a sentir una gran nostalgia por él.
Pero su recuerdo se esfumó rápidamente. Valerius deseaba descansar cuanto antes y, casi sin acabar sus bocados, invitó a la joven a que buscase las letrinas de las mujeres, detrás del edificio, mientras él utilizaba la de los hombres. Luego la condujo hacia un
cubiculum
con dos camastros rellenos de lana, dos lámparas de aceite y un pequeño arcón.
—Si mi hijo ha muerto, ya no me importa lo que hagas conmigo —le dijo una vez dentro.
El hombre apagó las lámparas, se tendió en la cama y, mirando el estucado del techo con las dos manos sosteniendo su nuca, le contestó:
—Debes estar preparada. Si eres fuerte, es el momento para serlo. No debes derrumbarte como la ciudad.
Ella no le contestó. Solo aprovechó la oscuridad para entregarse a un llanto silencioso.
Ninguno de los dos se había quitado la ropa. Se durmieron tal cual. Luego Eitana apuró la noche para que también galopara rápido.
Con las primeras luces del día, la judía se puso en pie nerviosa. Valerius la controlaba de reojo, ya bien dispuesto a interrumpir su descanso y a tomar rápidamente su
ientaculum
en las mesas de abajo. Demasiado inquieta, a la joven le costaba digerir su cuenco de leche con miel, mientras que el legionario tomó lo mismo, más queso, una torta y algo de fruta.
—Ya nos ponemos en marcha —le dijo—. No te inquietes. Deberías comer algo más. Solo los dioses saben qué nos deparará la jornada.
—No tengo hambre. Solo quiero saber dónde está mi hijo.
Él no levantó la mirada de su plato, pero apuró sus bocados.
A la
hora tertia
salieron de aquella
caupona.
Con la luz del sol pudieron observar que la explanada del circo en la colina del Vaticano estaba cubierta de basura, pedruscos y leños. Parecían restos de una turba enfervorecida que había arrasado el lugar. Valerius Julius lo observó tan extrañado que preguntó a uno de aquellos peregrinos qué había sucedido.
—¿Acaso no sabes nada? Ayer se ejecutó a los culpables del incendio. La gente los recibió furiosa.
—¿Los culpables? —inquirió el prefecto de la X Legión—. ¿Quiénes son los culpables?
—Dijeron que una secta judía, gentuza que no respeta a Roma y al emperador. ¡Pero vaya usted a saber!
—¿Por qué?
—Otros dicen que Nerón está detrás de todo esto. Ya me entiende.
—¿Y cómo fueron ejecutados? —preguntó el hijo de Paulina.
—Pues como le gusta a la gente, luchando contra las fieras, aunque muchos ya cayeron antes cuando la muchedumbre enloquecida los torturaba en plazas públicas. Yo no lo vi, pero me lo contaron. Vengo mucho a Roma, ¿sabe? Pero nunca vi nada igual.
El prefecto se quedó observando el circo y luego sacudió la cabeza negativamente, con una mueca de displicencia y hartazgo.
—Y si se asoma detrás —continuó el peregrino—, si le da la vuelta al circo, probablemente todavía podrá ver colgando a uno de ellos, justo a la vista de una de las salidas del edificio, para que todo el mundo comprobase cuál era el castigo de uno de sus líderes.
—¿Crucificado? —preguntó Valerius.
—Sí, crucificado. Pero no se lo pierda. Al viejo ese lo acabaron por colgar al revés, con los pies atravesados y extendidos como si fuesen las manos. Si se acerca todavía podrá verlo.
Valerius negó con la cabeza. Luego puso el puño sobre su pecho y se despidió.
—Muchas gracias, que los dioses sean generosos contigo —se despidió el legionario.
—Lo mismo para ti —le contestó el peregrino.
Eitana, al escuchar todo aquello, se estremeció aún más. Aquel hombre se estaba refiriendo a los seguidores de Yeshua, a gente como su amigo Didico, y una saeta silbó en su mente, como si la diosa Diana la hubiese traspasado con un destello que le alumbró aquel infierno.
—Démonos prisa, Valerius. Por lo que más quieras, necesito saber qué fue de mi mundo —le imploró.
El legionario la miró a los ojos y, por primera vez, Eitana leyó compasión en los suyos. Sin embargo, el hombre no le contestó y le dio la espalda para poner un pie en el estribo y subir a su caballo. Luego fue el turno de ella, y se pusieron en camino.
Su corazón era como un campo de cebada a los pies de la colina de los Julius, con el céfiro estremeciendo los tallos, doblándolos suavemente, afinándolos para ser más fuertes. Aquel manto dorado agitándose con la brisa también era su piel emborronándose.
Eitana creía que estaba preparada para la verdad.
Antes de llegar a la calle de la librería, la joven comenzó a escupir su miedo entre gritos ahogados. La Suburra era una herrumbre desconocida y ennegrecida por el fuego, con demasiadas
insulae
vencidas o derrumbadas. El caballo avanzó con trote lento sobre el empedrado, entre escombros y desperdicios. Hombres y mujeres cargaban carros de piedras sucias y algunos intentaban adecentar los talleres enclenques y desfigurados. A Eitana no le hizo falta llegar a la librería para saber que ya no existía nada, que todo era un erial maltratado. Solo ruina, ripios y una inexplicable desolación. Los últimos años de su vida, los más felices que ella había vivido alejada de Julias, en los que había aprendido a leer, escribir y copiar con un trazo exquisito sobre los papiros, habían sido triturados por algún dios vengativo, con una huella enorme y pesada.
Se bajó del caballo de un salto, ante el silencio inexpresivo del hijo de Paulina, sin disimular un llanto que regaba los añicos como una lluvia fina.
—¡Mi hijo! —rabiaba arrodillada ante la devastación—. ¡Mi hijo!
Se tumbó sobre la escoria y golpeó con sus puños el suelo y, con un grito desgarrador, vació toda su alma.
—¡No te desesperes, mujer! ¡Te advertí que debías ser fuerte! —le dijo Valerius, abrazándola inesperadamente por detrás, como si ya no fuese aquel legionario al que tanto había temido el día anterior—. Vámonos de aquí, ven, vámonos. Aquí ya no encontrarás nada.
—¡No me iré sin saber de mi hijo! ¡No me iré! —gritó histérica.
—Tranquilízate, Eitana —y pronunció su nombre por primera vez—. Quizá haya sobrevivido, quizá haya que buscarlo en otro lugar. Debemos preguntar.
—¿Cómo lo encontraré entre más de un millón de personas? —le dijo desesperada—. ¿Cómo podré encontrarlo si vive?
—Quizá alguien a quien él conociera, quizá alguien que…
Ella se quedó en silencio un momento, tragando el llanto, digiriendo aquel cataclismo.
—¡Didico! —exclamó la muchacha irguiéndose.
—¿Quién es Didico?
—Un médico amigo. Un muy buen amigo. Puede que estén allí. Puede que quizá él sepa qué fue de todos.
De pronto, la desesperación desvaneció la información que le habían dado en la
caupona,
y Eitana quiso creer que el médico no tenía por qué estar envuelto en aquellos disturbios. La urgencia de su desazón no le permitía otra cosa, y se aferró a aquella esperanza.
—¿Dónde vive?
—En el Aventino —le contestó con una luz en los ojos.
—Vamos a intentarlo —pronunció con firmeza el prefecto.
Sin embargo, cuando se disponían a volver a montar al animal, vio acercarse a un hombre orondo, desaliñado y con el mohín de la derrota. Era el barbero a quien ella solía visitar con el niño, y que conocía muy bien al librero y a su mujer. Al verlo, Eitana detuvo su intento de montura y corrió hacia él como si hubiese visto a un espectro que había emergido de los escombros.
Él la miró sorprendido, boquiabierto.
—¡Viridio! ¡Viridio! —avanzó dando gritos.
Cuando se topó con él, comprobó muy de cerca su desánimo. Pero él le sonrió:
—¡Estás viva! Por todos los dioses. ¡Estás viva!
—Acabo de llegar de Capua, Viridio. ¡No sé nada de los míos!
El hombre agigantó sus ojos como si no pudiese creer lo que veía.
—Entonces, ¿no estuviste en el incendio?
—No estuve, Viridio. Es una larga historia. Estuve muy enferma, solo ayer pude llegar a la ciudad nuevamente. Necesito saber dónde están Servius, Verina y el niño.
El hombre bajó la cabeza acentuada por la calvicie y comenzó a mover su pierna derecha, como si intentase limpiar la superficie polvorienta del empedrado.
—¿Sabes algo? Te lo suplico.
El barbero miró a Valerius como suplicando ayuda, pero la aspereza de sus ojos lo inhibió. Eitana comenzó a ponerse nerviosa, y un pesado vacío fue llenando su pecho.
—¡Dímelo, Viridio! —casi le gritó.
Entonces el barbero descargó la información como la pesada muela para hacer la harina se desploma sobre el grano.
—Murieron todos, Eitana. El librero, su esposa y…
Sintió que de pronto todo se suspendía a su alrededor, todo se aquietaba y el mundo se silenciaba para ella. El aturdimiento la meció atónita durante algunos instantes, pasmada, con los ojos vacíos, sin poder pensar. Era como si no fuese ella, como si alguien la hubiese abstraído de allí y lo observase todo desde la distancia. Tardó en comprender y en recuperar la conciencia, pero cuando lo hizo sintió su bofetón.
—Lo siento, muchacha —agregó el barbero.
Apenas podía sostenerse en pie y cayó gritando de rodillas.
—¡No, no, no!
—Lo siento mucho, Eitana —insistió sin apenas atreverse ni a rozarla.
La joven, desvalida, delante de él, negó con la cabeza y abrió las manos hacia el hombre, implorantes, como si fuese un dios. Lloraba desgarrada, desangrándose de pena.
—¿Estás seguro de lo que dices? —le preguntó el legionario.
—Completamente. Al librero y a su mujer el fuego los atrapó intentando salvar sus rollos y sus tablillas. Todo se les vino encima. Nos contaron que les insistieron en que saliesen cuanto antes, pero ellos continuaron llenando sus alforjas. Sus cuerpos se calcinaron como en una hoguera antes de que se derrumbara todo. Yo mismo llegué a ver los cuerpos una semana después. Ya no eran ellos.
Eitana no podía recuperarse. Los alaridos se mezclaban con las lágrimas, babeando un dolor que no podía vomitar.
—Pero ¿y el niño? —insistió él—. ¿Estás seguro de que estaba con ellos?
—El cuerpo del niño no lo vi —le dijo sujetando sus hombros finos—. Pero los últimos que los vieron con vida revolviendo entre las estanterías dijeron que Lucio estaba con ellos.
—¡Puede que corriera! —balbuceó la joven elevando la cabeza.
El barbero negó.
—Es posible, muchacha. Pero no te engañes, debes aceptar lo que te digo. Todavía hay mucho derrumbado, como podrás ver, y que su cuerpo no estuviese junto a los libreros no significa nada. Yo también perdí a mi hermano y a mi cuñada. Fue un incendio terrible.
La cólera de la joven la arrebató completamente y, como si hubiese sido poseída por algún demonio, gritó furiosa tirándose de sus finos cabellos posesa, descontrolada, y con un llanto demente volvió a doblarse sobre el suelo con las manos juntas, pero sin dejar de clamar. Entonces, después de algunos instantes, Valerius la sujetó de los brazos y la zarandeó con ímpetu.
—¡Cálmate, mujer! Sabías que podía haber sucedido. Cálmate.
La ayudó a levantarse, mientras ella se dejaba desplomar con su llanto, con su alma vencida, rabiando sin consuelo. Sus aullidos se fueron consumiendo lentamente, mientras él no la soltaba y palmeaba sus mejillas con suavidad, repitiendo su nombre.
—¡Debes ser fuerte! —le insistía—. ¡Reacciona!
Eitana fue recuperando la cordura lentamente, mientras una pequeña marabunta de curiosos se acercaba al escenario improvisado. Comenzó a digerir las lágrimas mientras observaba el rostro de Valerius, con su barba rala, sus ojos azabache y sus facciones perfectas.
—Vamos a salir de aquí —dijo él.
La muchacha asintió pálida, intentando retomar el pulso de la realidad. Pero de pronto un pequeño resplandor arañó su esperanza, como la luz de una lámpara alumbrando el mar en medio de una tempestad.
—No está todo perdido —dijo convencida—. Puede que esté con él.
—¿Con quién?
—Con el médico.
El legionario la miró con compasión y entrecerró los ojos. Eitana leyó su mueca de desaprobación, pero insistió:
—¡Didico lo habrá ayudado! Ese hombre me salvó la vida. Él lo habrá ayudado. Siempre lo ha hecho —pronunció respirando con hondura—. Incluso Tulio, ¿por qué no? Puede que Lucio se refugiara con Tulio, eso es más que probable.