—No me malinterprete, no quiero decir que usted sea de ese tipo de alimañas, ¿entiende? Es evidente que no. —Al decirlo le dio un repaso de arriba abajo con un movimiento rápido y mecánico de su único ojo—. Usted pertenece a una buena familia. Esos andrajosos son esclavos, gente extraña que adoran a un ridículo dios en secreto, incluso algunos dicen que en sus reuniones sacrifican a recién nacidos. Son gentes de costumbres muy libertinas, la verdad.
Su semblante de desconcierto aumentaba. La verborrea innecesaria del portero apuntaba que tenía demasiadas ganas de hablar.
—No se asombre, créame lo que le digo. Son de muy poco fiar. No son judíos, aunque lo parezcan. Ni en sus templos los quieren. La gente se fía muy poco de ellos porque son extraños y peligrosos, capaces de cualquier cosa, porque en el fondo nos odian, y esas ratas de callejón no paran de venir a ver a Didico, que por si no lo sabe es uno de ellos. Por eso muchas veces tengo que espantarlos como a las moscas.
—Yo lo busco por otra cosa —dijo cautamente la muchacha—. Es una urgencia y necesito un médico.
—Pues lo siento, no está.
Eitana sentía que comenzaba a faltarle el aire. Su vida volvía a naufragar en el mismo lugar que años atrás, y comenzaba a sentir el mismo miedo, y quizá el mismo peligro.
—Voy a intentarlo —dijo poniendo un pie en uno de los peldaños.
—Como quiera. No está, lo sé muy bien.
La joven subió al primer piso y golpeó la puerta con fuerza. Pero nadie respondió. Desesperada, insistió casi furiosa, intentando que la rabia no la dejase en evidencia ante el vecindario que comenzaba a bajar ruidoso, observándola con curiosidad.
—Soy yo, Didico. Soy yo, Eitana.
La muchacha sacudió la cabeza sin poder creerlo, consciente de que el médico no estaba, llamando por llamar, aferrándose a la desesperación. Pero de pronto recordó sus viajes a Capua, donde, cada cierto tiempo, se trasladaba por la
Via Apia.
Muchas veces le había hablado de ellos, de aquel hombre postrado en su jergón desde hacía muchos años, malviviendo junto a su mujer como podían gracias a la caridad de gente como él. Según Didico, no tenían familia y habían aprendido a ser felices en su pobreza porque también habían abrazado el mensaje de Yeshua. Por eso él iba, porque se sentía comprometido con ellos, y en aquel momento no le cupo la menor duda de que él estuviese allí.
Sin embargo, de súbito creyó oír un pequeño estruendo tras la puerta, como si un objeto hubiese caído al suelo seguido de algunos rasguidos. Entonces su corazón se aceleró de esperanza.
—Didico, soy Eitana. ¿Estás ahí?
—¡Didico!
Insistió golpeando durante un largo rato, gritando su nombre muchas veces, llamando demasiado la atención. Pero nadie le abrió la puerta.
La joven acabó por descender las escaleras abatida, sintiendo el filo de Roma acariciando su cuello, con la zozobra desorientando su existencia una vez más. Se sentía tan débil y cansada que podría haber sido fulminada en aquel mismo lugar porque, fuera de aquella
insula
,
el desasosiego y el miedo eran un bosque inmenso que la engulliría sin rumbo.
—Ya se lo había dicho —le repitió el portero al verla, con desconfianza y analizándola de arriba abajo—. Si Tito dice que no está, es que no está.
—Gracias de todas maneras —le respondió ella.
Abandonó el soportal y caminó hacia ninguna parte, alejándose del Aventino, buscando la sombra de un frondoso parque donde sentarse a pensar sin llamar demasiado la atención.
Desanduvo la calle, bien cubierta con la
palla
de Verina, cabizbaja intentando no ver a nadie, ni que nadie la viese a ella, salmodiando sus miedos y su desesperanza. Entonces, sin darse cuenta, alguien se interpuso en su camino y no la dejó avanzar más. Ella elevó la cabeza lentamente y lo vio. Era él. Su mirada le pareció un acertijo de color carbón.
—¿A dónde vas?
Ella lo miró temerosa y compasiva. Luego le dijo:
—A ninguna parte.
—Nadie huye para ir a ninguna parte.
—Excepto cuando no se tiene a donde ir.
—¿Y Didico?
—No está en la ciudad.
Tulio había corrido tras ella cuando Servius le contó lo sucedido. Nada más irse ella del
cenaculum,
empujado por el miedo y la desazón, el librero había corrido a la azotea, y bajo aquel caluroso tejado desde donde se divisaban los perfiles de la ciudad lo había puesto rápidamente en antecedentes y le había pedido que intentase cerciorarse de que todo iba bien y de que el médico frigio estaba bien dispuesto a ayudarla. Entonces el amanuense había volado por las escaleras y había atravesado la ciudad como el viento.
Sin embargo, como muchas veces suceden las cosas más importantes, se había tropezado con ella por casualidad.
—No sé cómo no me lo dijiste tú, Eitana.
—Fue todo muy rápido. Todo sucedió anoche. Esta mañana pensé que debía escapar cuanto antes de allí.
—Te habría acompañado —la interrumpió—. Sabes que te acompañaría al fin del mundo.
Eitana estaba demasiado cansada y preocupada como para echarlo.
—Sabes que no te puedo corresponder —le dijo agachando la cabeza.
—Dame una oportunidad. El tiempo te ayudará. El tiempo todo lo puede. Déjame ir contigo, te lo suplico. Aprenderás a quererme, ya lo verás.
Elevó la mirada y observó sus ojos, como simas relumbrando una esperanza que él nunca había perdido, porque mantenía los rescoldos de un amor mudo todavía vivos en él. Tulio no parecía darse por vencido en su obstinación.
—Lucio te necesita. Él te quiere como si fueses su familia.
—Tiene a Servius y a Verina. Con ellos le bastará. Pero tú no tienes a nadie.
—Eso no importa —dijo muy trémulamente—. Servius no podrá mantener el taller abierto si los dos nos marchamos.
—Conseguirá a alguien, como hizo con nosotros.
Estaba desorientada, vacía de cualquier voluntad, abandonada en el centro del imperio, excepto por aquel muchacho que la amaba desde siempre y le ofrecía ser su sostén, su guía y su cayado. Un hombre libre con el que, quizá, podría pasar desapercibida. Todo lo demás era incertidumbre, una enorme e inconmensurable incertidumbre.
—No puedo prometerte amor.
—Lo sé.
—Solo quiero estar segura y conseguir reunirme con Lucio.
—Lo conseguiremos, lo conseguiremos, ya lo verás.
Ella volvió a mirarlo en silencio y con una tímida mueca, algo parecido a una sonrisa, le dijo:
—Eres un terco, Tulio.
—Lo sé. El amor tiene esas cosas.
Entonces la joven inspiró el aire hasta que ya no pudo más y asintió con gesto resignado. Él le respondió robándole un tímido beso, rozando sus labios huérfanos, como si de aquella manera se sellase algún pacto que le garantizase su amor.
—Ahora sígueme. Vamos a ponerte a salvo.
La muchacha siguió a su amigo por las calles efervescentes de rostros dispares, entre el jaleo de la ciudad que comenzaba a hervir de colores vivos e intensos olores. El calor pesaba cada vez más y Tulio avanzaba por delante de sus pasos, con su túnica desgastada, como si él fuese su esclavo. Ella iba bien cubierta por su
palla
de seda, con su rostro bien oculto, casi cabizbajo. Descendieron hasta el Tíber y luego cruzaron el
Pons Fabricius.
Eitana no había vuelto por allí desde que había llegado a Roma siendo todavía una niña, después de semanas en el vientre de un navío mercante que casi le cuesta la vida por la enfermedad del tribuno Marcius Julius. ¡Parecía que había pasado tanto tiempo! Aquello le resultaba tan lejano y, sin embargo, parecía como si acabase de suceder. Los rostros de los
peregrini
desbordaban el barrio, bien del Oriente próximo, ya fuesen de Cilicia, Capadocia, Bitinia o Palestina, bien norteafricanos de las provincias cirenaicas o de Mauretania, bien los esbeltos nórdicos o los celtas. Tulio la guió por un enredo de calles sucias, entre talleres,
insulae,
lupanares y
popinae,
donde el puerto vomitaba diariamente gentes de todo el Mediterráneo.
Entonces, súbitamente, sintió uno de aquellos chispazos que solían sacudir su existencia. Eran certezas que desfilaban por su mente y que tan pronto como acudían se esfumaban. Esos pensamientos le ofrecían una mirada del mundo y de sí misma tan objetivas que era como si se elevase sobre sí misma. En aquella ocasión se vio mujer, y como le había sucedido otras veces, comprendió lo terriblemente injusta que era su existencia si la comparaba con la de los hombres, simplemente por ser mujer. Quizá la mayoría podía aceptarlo con docilidad, quizá la mayoría aprendía a callar y a someterse como había hecho ella en la
domus,
pero cuando le venían aquellos destellos de realidad, ella parecía comprenderlo mucho mejor. Y en aquel momento, mientras atravesaba el mundo del puerto, pensó que si hubiese sido un hombre y su hijo no la anclara a la Suburra, quizá habría gastado todo lo que le había dado Servius intentando volver a su hogar.
Pero era mujer. Y aquello le estrechaba el mar, y muchas otras cosas.
De pronto, el amanuense se detuvo delante de un edificio de tres plantas, descascarillado, con las humedades ennegreciendo sus balcones y con algunos ropajes secándose sobre ellos. Aquella
caupona
alguna vez había tenido un color cal, pero ahora era una sombra oscura y desvencijada que escupía hombres y mujeres de aspecto lejano. Sobre la puerta de entrada podía leerse
Tarautas,
pero el color de las inscripciones también se había desvaído con el tiempo.
—Entra, Eitana —le dijo Tulio—. Aquí estarás a salvo. Este antro es el mejor escondrijo que podrás encontrar en toda Roma, porque parece que no estuviese en ella.
La muchacha observó aquel ambiente repulsivo y hediondo, y se sintió incómoda. Detrás de un mostrador, un africano de barba rala les asignó un
cubiculum
que Tulio pagó por adelantado con un par de ases, mientras en un puñado de mesas algunos extranjeros la miraban con lascivia, mientras bebían un vino demasiado oscuro y apostaban a los dados.
Subieron las escaleras y abrieron la puerta de aquel brumoso
cubiculum
en la primera planta. Un jergón, una mesita, una pequeña ventana y un candil. Nada más. Eitana se encontraba tan débil que se derrumbó sobre el camastro de paja mientras Tulio la miraba con ternura.
—Aquí estarás bien. Al menos alejada de todo.
Pero ella no contestó. Entornó un poco los ojos y se quedó mirando la pared con grandes máculas de roña.
—Esto nos dará tiempo a pensar en algo y a que vuelva Didico.
—Estoy muy cansada; necesito reponerme, Tulio.
—De acuerdo. Yo volveré a la Suburra a buscar mis cosas y a saber algo más.
—Sí, es mejor —dijo con resignación—. Te lo agradeceré. Dile a Lucio que estoy bien, que volveré a buscarlo.
—Así lo haré. Descansa. Antes del anochecer estaré de vuelta. No salgas de aquí, por ningún motivo. Ahora te subiré algo de comer.
—No tengo hambre, Tulio.
—No importa. Debes comer algo.
—Como quieras.
El amanuense bajó en busca de algo de pan, queso, un recipiente con
garum
y una jarra de agua, y se lo dejó sobre la mesita con cuidado. Eitana ya había cerrado los ojos, pero los volvió a abrir cuando lo sintió a su lado nuevamente.
—No salgas ni abras a nadie, Eitana.
Ella asintió.
—Dame tu palabra.
—Ya la tienes. Me encuentro demasiado cansada para intentarlo.
—Debes asegurar la puerta —le dijo con pesar—. Hazlo y podrás descansar.
Eitana se puso en pie cansinamente y Tulio abrió y la esperó bajo el marco. Antes de salir la besó en la frente como si fuese una niña, y se fue.
Faltaba poco para la
hora duodecima.
El sol ya se había extinguido en aquel arrabal y Tulio llamó a la puerta de la habitación muy suavemente, pero tuvo que insistir con más vehemencia. Después de algún tiempo, Eitana levantó la tranca desde dentro y, al abrir, vio al amanuense con su rostro de ratón, zafio y, como siempre, con su negro cabello revuelto. Llevaba una alforja con algunas de sus cosas pendiendo de su hombro.
—¿Qué ha sucedido? —lo interrogó Eitana nada más verlo, todavía agotada, aunque había descansado durante toda la jornada.
—Lo que tú imaginaste.
—¿Fueron a buscarme?
—Sí.
Tulio entró pausadamente en la penumbra de la pequeña habitación y aseguró la puerta después de cerrarla. La amanuense pronto percibió su preocupación.
—Ese juez envió registrar la librería y el
cenaculum,
y él mismo le dijo a Servius que, si encontraba alguna prueba de que había albergado a una esclava prófuga, él mismo se encargaría de cerrarle el taller y enviarlo al
Tullianum
inmediatamente.
—¿Con quién fue?
—Con dos esclavos como armarios y un
vigil
del barrio. Pero no pudieron hacer nada. Servius levantó los hombros y les dijo que buscaran, que no encontrarían a quien buscaban allí.
—¡Ese hombre es capaz de cualquier cosa, Tulio!
—Lo sé. Estaba furioso cuando no encontró ni rastro de ti.
—¡No se detendrá hasta encontrarme!
—Buscaremos un lugar seguro —le dijo acariciando su rostro—. No sufras. A ti no te encontrará. ¡Por mi vida que no lo harán! Saldremos de la ciudad.
—Pero Lucio…
—Él estará bien. Si no te encuentran, no tendrán prueba alguna y dejarán de molestar a Servius y a Verina. ¡Ni siquiera los vecinos pueden identificarte exactamente! Sin ti, tu amo no tiene nada.
Eitana respiró profundamente, recelosa y angustiada. ¡Qué poco le gustaba la palabra «amo»!
—Roma no es un lugar seguro, Tulio. Temo por mí, pero también por mi hijo. ¡No puedo evitarlo!
Pero el amanuense no llegó a responder porque unos golpes en la puerta lo interrumpieron. Los dos se miraron estupefactos, entre la penumbra del candil. Nadie sabía que estaban allí, o al menos aquello creía Eitana.
—¿Quién es? —preguntó el muchacho acercando su hocico a la puerta.
—Abra, por favor. Somos
vigiles.
Eitana no necesitó saber nada más. El bofetón de la realidad atizó su conciencia nuevamente y su fatiga se desvaneció por un momento: habían seguido a Tulio. Claudio Ulpio habría sembrado de delatores la calle, y el amanuense habría correteado como un animalillo hasta conducirlos a la madriguera. Una torpeza. ¡Apenas podía creerlo! ¡Estaba perdida! La vida por fin la había acorralado. ¿Cómo era posible que aquel muchacho no hubiese sido capaz de darse cuenta? Durante un instante lo odió sin poder pronunciar una palabra.