Eitana, la esclava judía (31 page)

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Authors: Javier Arias Artacho

Tags: #Darama

El hijo de Paulina y Marcius cabalgó con ímpetu durante toda la mañana, decidido a llegar a Roma aquel mismo día al atardecer. No se dirigieron la palabra durante el trayecto, como había sucedido durante aquellos últimos días en la villa, porque cuando ella salió del
cubiculum,
él decidió aparentemente ignorarla, aunque Eitana sabía que la vigilaba desde lejos. Desde luego, a ella apenas le importó, incluso lo consideraba habitual. ¿Por qué aquel legionario había de adoptar la actitud dadivosa de su madre? ¿Acaso era normal el trato de la
domina?
Ella pensaba que no. Sin embargo, a la vez, había decidido no elucubrar nada más, tan solo apurar el paso de una recuperación que la conduciría hacia Roma nuevamente. Y cuando sintió que su cuerpo volvía a poder volar como las cigüeñas, Eitana le dijo a Paulina que estaba dispuesta a partir, fuese como fuese. Entonces la mujer se impuso, y Valerius la subió a su caballo con desdén, intentando demostrarle su desacuerdo y su queja. Pero ella tenía muy claro por qué sucedía. Aquel viaje se debía a Paulina, y solo a ella, y a que el respeto y el amor que sentía su hijo por ella le impedía contravenirla. Para la amanuense era más que una sospecha: aquel hombre tenía el corazón tan endurecido como aquellos soldados que la habían arrastrado siendo una niña hasta la ciudad de Cesarea, sin ningún tipo de piedad.

Durante aquella jornada, al mediodía, el legionario detuvo su caballo exhausto para comer con ella por primera vez. Extrajo agua de un pozo junto a la vía y le pasó un recipiente de madera para que saciara su sed. Dio de beber al alazán, llenó sus odres de cuero y luego abrió su alforja y se sentó a la sombra de los apreses. Sobre un lienzo extendió el pan, el queso, la carne de cordero y unas peras. Luego le hizo una señal chasqueando los dedos, como si fuese un perrillo al que se invitaba para el despojo de unas sobras, y ella se sentó a comer en silencio junto a él, mientras Valerius oteaba el camino quizá algo incómodo, quizá sin comprender por qué su madre ofrecía aquel trato a una esclava desconocida.

—Has tenido suerte —le dijo al fin.

Eitana se giró, lo miró y constató que sus primeras palabras, al menos desde que se había dirigido a ella postrada en su lecho, no contenían siquiera la generosidad de una mirada. El prefecto se entretenía observando el camino, quizá intentando marcar la distancia que ella le debía a un
dominus,
aquel
limes
que su madre no había sabido trazar.

—No entiendo qué quieres decirme —respondió tímidamente.

—Ya sabes, mi padre te salvó la vida con su anillo. No sé qué hubiese sido de ti sin él.

Eitana sintió nuevamente el pasado removiéndose dentro de ella y recordó al mercante alejándola definitivamente de su hogar conducida por aquel tribuno generoso, pero ejecutando una injusticia.

—Yo era casi una niña y no había hecho absolutamente nada. Me arrancaron de mi gente por llorar delante de la cruz de mi padre. Tu padre me dio un anillo, pero me arrebató muchas otras cosas.

El hombre se giró rápidamente y le regaló una mueca de asombro.

—¡Vaya! ¡Vaya! —exclamó—. No te muerdes la lengua, ¿verdad?

Ella hizo una pausa, meditó sus siguientes palabras y luego se explicó lo más cuidadosamente que pudo.

—No me gusta que me digan que he tenido suerte. Mi única suerte es que Yahvé se ha apiadado de mí y ha velado por mi vida guiándome a la villa de una mujer demasiado buena.

El prefecto volvió a negarle la mirada. Masticaba un trozo de cordero recostado sobre el antebrazo izquierdo, estirado cómodamente dejando balancear su otro brazo sobre su rodilla derecha completamente flexionada. Se expresaba con altivez.

—Eres bastante desagradecida, jovencita —dijo con tono despectivo y volviéndose a llenar la boca con otro mordisco.

—¿Por qué dices eso?

—Conozco tu historia. Mi madre me ha dado buena cuenta de todo. Tú le dijiste que mi padre intentó protegerte de un destino peor. ¿Acaso no es verdad? —dijo irónico.

—Es verdad.

—Entonces, ¿por qué niegas tu suerte?

—Porque mi suerte hubiese sido que me soltase y me dejara desandar el camino por el que me arrastraron unos… —y se interrumpió—. Que me hubiese dejado volver. ¡Esa hubiese sido mi suerte!

Su última frase la empujó con toda su rabia, comenzando a despreciar a aquel hombre prepotente que parecía desear deshacerse de ella de buena gana.

—¡Vaya genio! —le dijo sonriendo por primera vez.

La joven intentó contenerse, pero no pudo. Quizá porque sabía que Paulina la respaldaba, quizá porque el desasosiego que sentía por el incendio, su hijo y sus amigos le impedían razonar bien.

—¡Veo que no tienes piedad! —le dijo—. No eres como tu padre. Él me alejó de mi tierra, pero hizo todo lo que pudo para compensarlo. Quizá tú, en su lugar, me hubieses vendido en cualquier lupanar de Cesarea. No lo dudes.

—Quizá, ¿quién sabe? —comentó con ironía y desprecio.

—¡Tu padre fue un hombre honesto!

El muchacho detuvo su masticar y, por segunda vez, se giró y la miró serio. Sus ojos se clavaron en sus pupilas y Eitana, inexplicablemente, descubrió una mirada firme, pero inofensiva.

—¡Tú no sabes nada de mí, muchacha!

Su tono la asustó. Un hormigueo fue recorriendo su piel y apenas supo qué contestarle.

—¡Ten mucho cuidado! —continuó él—. No muerdas demasiado la mano que te da de comer.

—No era mi intención —dijo cediendo su arrebato—. No quería… Sé que acabas de sufrir por la muerte de tu esposa, y lo lamento profundamente. Pero por eso mismo deberías entender el miedo que siento de haber perdido a mi hijo y a la gente a la que quiero.

Valerius mantuvo sus ojos en los de ella, y Eitana se sintió penetrada por un extraño fuego con el que la desafiaba. En su mirada había pleito y virtud, arrogancia y dolor, y se mantuvo así durante un largo instante. Luego le dijo:

—Quizá no sea como mi padre, ¿sabes?, pero si algo aprendimos de él es a no burlarnos del sufrimiento ajeno. El daño es inevitable y provocarlo a veces es mi obligación, pero no me regodeo con ello. ¡Puedo asegurártelo! Si he tenido que matar, he matado. Si he tenido que castigar, lo he hecho. Pero jamás brindé con vino por ello. Te lo aseguro.

Sus ojos se mantenían con tanta insistencia traspasándola que Eitana no pudo soportarlo y bajó la cabeza. De pronto, aquel hombre no le pareció el mismo que hasta hacía un instante y, a pesar de su severidad, lo percibió menos temible.

—¿Quieres que te diga lo que realmente me molesta de ti? —insistió el hijo del tribuno Marcius y Paulina.

Ella volvió a elevar su mirada y lo afrontó con decisión.

—Dímelo. Estás en tu derecho.

—Ocultas la verdad y puedes estar jugando con mi madre. Ella ha creído ciegamente en ti, pero yo no. A mí te costará mucho más convencerme, créeme.

—Tu padre me entregó ese anillo en su lecho de muerte. Tienes mi palabra.

—Esa historia puede habértela contado cualquier otro esclavo, incluso puedes haber robado el anillo. ¿Quién me dice que no eres una rebelde, como tantas mujeres de tu región? ¿Quién me dice que uno de tu raza no te haya adiestrado para buscar una oportunidad y sacar la daga para asestarle al enemigo? Detrás de tu hermoso rostro puede esconderse el más peligroso de los enemigos. Las mujeres suelen ocultar su astucia bajo sus túnicas, entre ungüentos y perfumes. Sé que no dices la verdad. Por eso soy duro contigo.

—Solo Yahvé sabe que no miento —dijo ella casi tartamudeando.

—Tu dios será el único, mujer, porque yo sé que mientes.

—¡No es verdad! ¡No es verdad! —le dijo desesperándose.

—Yo no soy blando como mi madre, judía…

—Tu madre no es blanda, es buena.

—Mi madre no sabe toda la verdad. Es más, no le importa. Si algo le tienes que agradecer a tu dios, es que mi madre sea tan cándida. ¡Nadie en este mundo habría de protegerte como lo ha hecho mi madre por un anillo, muchacha! Y te aseguro que no ha habido forma humana de persuadirla de lo contrario, porque ella está convencida de que tu aparición no fue casual, sino fruto de la voluntad de los manes de nuestra villa. ¡Esa es la suerte que has tenido! Sin embargo, a mí no me vale nada de eso, y no pienso partir sin saber quién es tu amo, y por qué has mentido. ¡Yo sí quiero saber! No sé con quién cabalgo y en este viaje voy a averiguarlo.

Sus palabras eran como látigos, su rostro era un busto perfecto, de un mármol oscuro que parecía no irritarse cuando hería.

—¡No te he mentido!

—Sabes que sí. Tú eres una esclava prófuga. ¿Por qué si no habrías abandonado a tu hijo? Dime, ¿qué madre hace eso? Tú huyes de algo que no le has contado a mi madre, tú huyes de un pasado que te has inventado y te aseguro que, si no me lo cuentas, en Roma voy a averiguarlo.

A Eitana le temblaban las manos. No podía masticar ni un bocado más. Ahora ella era la que no lo miraba. Sabía que esquivar la verdad era una necedad. Debía confiar para avanzar, debía tener fe como había tenido hasta aquel momento, y arriesgarse. A Paulina no le importaba su pasado, y estaba casi convencida de que aquel hombre no la abandonaría sin más en las manos de Claudio Ulpio. No lo haría porque no podía regresar a Capua sin ella. Su madre no se lo perdonaría, a menos que fuese a causa de la ley, a causa del peso de la justicia romana. Pero Eitana creía que aquella familia era la ley, y que su poder era capaz de muchas cosas, y que por eso nada le había importado a la
domina
su pasado.

Una terca esperanza golpeaba su interior, y decidió hablar.

—Tienes razón. No sabes toda la verdad. Pero la sabrás. Por mi hijo que la sabrás.

Cuando retomaron la
Via Apta,
el legionario ya conocía los principales pilares de su historia. El receso del camino había podado los silencios y también los recelos. Quien hasta hacía unas semanas había estado al mando de la X Legión, escuchó perplejo los detalles de sinceridad que le aportó Eitana, y cuando la muchacha acabó, calló un largo rato tumbado boca arriba, observando los brincos de los gorriones entre las ramas del pinar. No sabía si lo había convencido, solo intuía que si habría de actuar contra ella era algo que solo descubriría con las horas.

—Tenemos que irnos. Se nos hace tarde.

—No me entregues en Roma, por lo que más quieras —le suplicó Eitana—. Por la memoria de tu esposa y de tu padre, no me entregues.

El hombre comenzó a incorporarse y a recoger en silencio el lienzo sobre el que habían comido. Luego se dirigió a su montura, y sin mirarla, le dijo:

—De momento no lo haré. Pero te advierto que, si tienes amo, habré de negociar con él. ¡Es la ley!

—¡No podemos ir allí! ¡Sería capaz de matarme!

El legionario ya había montado en su caballo, y estiraba su fornido brazo hacia la joven, atrayéndola junto a él.

—Deja de rezongar, y démonos prisa. ¡Tu familia te espera!

La muchacha se acomodó detrás de él. Se sentía confusa y temerosa. Luego se abrazó a su cintura para avanzar, y fue como si lo hiciese a toda su vida. Cabalgaron impetuosamente hacia el centro del imperio y, tal como había creído Valerius, antes de caer el sol volvieron a ver la silueta de una ciudad lejanamente inmensa, aparentemente indemne a los daños del fuego. Eitana sintió el refresco del alivio al ver sus muros ilesos y su aspecto majestuoso, pero nada más adentrarse en ella su corazón se derrumbó como algunas de aquellas
insulae
que no habían resistido el zarpazo de las llamas.

Roma se desangraba con heridas negras, entre escombros y desorden. Había templos demolidos, calles acumulando añicos y enormes edificios en pie, pero con la mueca oscura del desastre. Los hombres deambulaban por las calles habituados a aquel caos, colándose entre las sombras de la catástrofe, apurándose a sus madrigueras como si no hubiese existido ninguna otra ciudad, como si aquel Averno les hubiese pertenecido siempre.

Era la
hora duodecima
cuando Valerius detuvo su animal en el Foro. El sol había desaparecido y el reflejo opaco de la noche comenzaba a teñirlo todo.

—¡Es mucho peor de lo que imaginé! —exclamó la muchacha.

—Así es.

—Pero ¿cómo es posible? —dijo mientras las lágrimas resbalaban por su rostro oculto tras él.

—Comenzó en la Puerta Capena, al sur del
Circus Maximus.
Fue una noche muy calurosa, pero también muy ventosa. El fuego se propagó sobre la hierba seca, entre calles demasiado estrechas y gentes que se atolondraban por escapar sin poder impedir las llamaradas.

Eitana sabría algún tiempo después cómo había sucedido todo. El siroco soplando hacia el sur y el libecio hacia el suroeste agitaron las llamas como enormes olas inflamables que empujaron el incendio hacia el norte y noreste de la ciudad. Primero por el Foro Boario, el monte Celio, el Palatino y la vía Triunfal, y desde allí, descendió al valle Mucio, hacia la colina Velia, el Fagutal y el Oppio. Roma se convirtió en una gran hoguera que crepitaba de terror, y el pueblo fluyó hacia el Campo de Marte e incluso hasta los jardines imperiales. Corrían entre el pánico, atascos y aglomeraciones, hasta que unos días después aquella explanada comenzó a arder también y Nerón comenzó a vaciar su residencia. Las lenguas ígneas del mal habían lamido la mayor parte de la urbe, pero aunque Eitana todavía no lo sabía, la crueldad del fuego se había cebado con la zona del
Circus Maximus,
con la del Palatino y con la Suburra.

—Avanza hacia el norte, te lo ruego. Necesito llegar cuanto antes a la librería —dijo ella—. Necesito saber qué ha sucedido.

Pero él negó con la cabeza.

—Nada cambiará ahora el destino de tu hijo y de tu librería. Ha oscurecido y es muy peligroso adentrarnos en la Suburra. No iremos hoy. Lo siento.

—Te lo suplico —le rogó Eitana.

—Mañana lo entenderás, mujer. No te obstines. ¡Roma ya no es lo que tú recuerdas! Es demasiado peligroso para arriesgarnos por la noche.

Las protestas de la muchacha se ahogaron con su angustia, y el legionario trotó hacia el Tíber. Avanzó entre la penumbra bordeándolo entre hogueras que surgían a su derecha, en el Campo de Marte. Muchos todavía continuaban acampados allí y, viendo aquel panorama, muy probablemente aquella situación podría alargarse hasta el invierno. Luego atravesó el río hacia la colina vaticana dejando atrás una ciudad desfigurada. Las tinieblas también alcanzaban el corazón de la joven, que invocaba a Yahvé en silencio, suplicándole su protección y amparo, porque si a Lucio le hubiese pasado algo, si el niño hubiera perecido entre aquella locura, ella no sabía si podría continuar adelante con su infausta existencia.

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