—¿Cómo están tus fuerzas?
—Creo que estoy mucho mejor.
—Caminemos un poco ahora que el día todavía lo permite. Te enseñaré el resto de la villa.
Eitana sintió el aroma de la naturaleza e imaginó que así debería haber sido el Edén. El deseo de que su hijo se reuniera con ella comenzó a apoderarse de la muchacha, y pensó que el volverse a encontrar con él sería mucho más fácil de lo que ella imaginó en su desesperación.
—¡Pareces otra, muchacha! —le dijo tomándola del brazo—. El primer día que te vi no sabía quién eras, pero estaba casi segura de que ibas a morir.
—No podía dejar a mi hijo solo.
Paulina esbozó una sonrisa trémula y la azuzó para pasear.
La muchacha todavía no había despertado del todo, y no comprendía lo que habría de saber después. Roma ya también era un recuerdo, como todos los que ella amaba y habitaban en ella.
Todavía débil, pero con su piel cicatrizando el mal, Eitana deambuló junto a Paulina por toda la villa tonificando sus músculos. De pronto, la muchacha vio materializarse aquel mundo del que tenía noticias atrapada en su
cubiculum,
y nació ante sus ojos por primera vez. Aquella vivienda era un muro exterior que hacía de fachada ciega y cerraba un patio al que se accedía por una puerta lo suficientemente ancha para carros y carretas. Sobre aquella sobriedad se alzaban las habitaciones de aquella hacienda, tras unas ventanas con postigos de madera. El primer piso descansaba bajo las pendientes de los tejados y, en la esquina derecha de la construcción, se erguía una torre que servía de palomar. Cerca de ella, como extensión a uno de aquellos
cubicula
en la primera planta, se abría una gran terraza.
En el centro del ala izquierda de la casa, el patio era el protagonista. Estaba rodeado, en tres de sus lados, por un pórtico con columnatas dóricas. Desde allí, podía observarse la cisterna de plomo donde se acumulaba el agua a más de cuarenta codos de altura, lo que permitía distribuir el líquido en algunas estancias con la ayuda de una canalización. Junto a él, un inmenso lagar donde se exprimía la uva prensándola y unas muelas que servían para triturar las aceitunas, para después separar la pulpa de los huesos y así preparar el aceite. A aquella hora, los esclavos se afanaban en sus tareas, gritaban y chasqueaban entre ellos, como ella no estaba acostumbrada a ver.
—Este es el corazón del trabajo en la villa —le dijo Paulina, paseándose con ella por el patio y dirigiéndola hacia la cocina.
La muchacha lo observaba todo absorta, impresionada por el tamaño de todas las cosas, y se dejó conducir hasta los fogones. El humo y el vapor de agua se escapaban por una chimenea situada encima del hogar. En un pequeño nicho en forma de templo, los dioses penates presidían la preparación de las comidas que tres esclavas se encargaban de organizar. Aquella estancia enorme, llena de bronces y utensilios, se abría a un establo y a la cámara de calefacción para el baño. Aquel hogar, alimentado constantemente por los leños durante el invierno, servía para enviar una corriente de aire caliente a los
caldaria
que templaban la casa y, a su vez, calentaba el agua que una tubería conducía a la bañera del
tepidarium,
acompañado de un modesto vestidor.
En el otro extremo de la villa, aparecía la parte más privada del edificio, de donde provenía el paseo y en donde Eitana pasaría gran parte de su tiempo. Allí el ambiente era maravilloso, como nunca había visto: un amplio comedor con otro hogar al medio lo llenaba todo, abierto a la claridad de unos ventanales acristalados que conducían hacia el jardín. Continua a aquella estancia, Paulina la condujo hacia una amplia biblioteca como ella jamás había imaginado, con estanterías bien iluminadas por la luz que traspasaba desde el parterre.
—Aquí trabajarás tú. Mira cómo están estos papiros —le dijo extendiendo un rollo hacia ella—. Muchos pertenecen a nuestros antepasados, otros los he ido adquiriendo yo. Te conseguiré todo lo que necesites.
—Será un gusto para mí —comentó revisando las
capsae
de cuero—. Jamás soñé un lugar más hermoso.
—Espero que aquí puedas trabajar tan a gusto como lo hiciste en el taller de la Suburra.
A la muchacha se le iluminó el corazón y sintió la tibieza de sus palabras calmando su existencia.
—No podría existir un lugar mejor.
—Si mi marido te dio su anillo fue porque quería que te protegiese. Y así lo haré, en memoria suya. Conmigo no tienes nada que temer —le dijo acariciando su barbilla y mirándola profundamente a los ojos, como si quisiese decirle algo más, como si supiese que había algo más que no había sido contado.
Eitana esquivó su mirada e intentó, de momento, preservar su secreto, pero sintió que la placidez comenzaba a irradiar su cuerpo y que la vida volvía a palpitarle con fuerza. En aquel instante, su vida era como la villa, abierta e iluminada, muy lejana a la cerrazón y la oscuridad de la
domus.
—Gracias, cuarenta veces gracias —le dijo intentando postrarse ante la
domina.
—¿Qué haces? —le dijo deteniéndola—. No quiero que lo vuelvas a hacer. Conmigo no es necesario. ¿Me has entendido?
—Es usted muy generosa —dijo levantándose—. Su marido tenía razón. Es usted muy buena.
—Marcius lo era mucho más, muchacha —le contestó sonriendo—. Todo esto se lo debes a él. ¡Cómo negarte mi amparo cuando fue la última voluntad de mi esposo! En verdad él quería protegerte, no lo dudes. Ahora que estás aquí, su espíritu estará más calmo, y más feliz.
—En aquel momento no lo entendí, pero él intentó salvarme de la única manera que podía. Con el tiempo pude comprender lo que me quiso evitar en vida, y lo que no pudo evitarme con su muerte.
—Pero acabó consiguiéndolo. Lo hizo, ¿te das cuenta?
—Sí, soy consciente. Pero solo ahora. Yahvé siempre te da un momento para entender las cosas.
Eitana hizo silencio durante unos instantes, meditó quedamente con su mirada vagando por la biblioteca y luego se dispuso a contarle toda la verdad.
—Quiero que sepa más cosas sobre mí, Paulina —le dijo mordiéndose el labio inferior, dispuesta a que lo supiese todo—. No soy una mujer libre, Paulina. Hay cosas que todavía…
—Espera, no continúes —la interrumpió—. Eso no me importa ahora.
La mujer se acercó a ella y le sujetó sus dos manos entre las suyas.
—Anda, siéntate en esa silla, Eitana. Quiero que seas tú la que me escuche.
La muchacha elevó sus ojos del color de la miel, sin apenas sospechar el estoque de la
domina.
Su voz era dulce y suave, pero acabaría por dolerle.
—¡Quizá ya nada importe tu pasado, Eitana! —le dijo con su semblante muy serio.
Su rostro era enjuto, surcado por arrugas que enturbiaban un atractivo ya olvidado, pero que se podía imaginar. Sus grandes ojos parecían acariciar, y sus finas y huesudas manos transmitían paz.
—Hay personas que todavía me importan —le dijo quedamente, intuyendo alguna desdicha, pero inimaginable—, y mi hijo sobre todas las cosas.
—Eitana, hay algo que todavía no sabes.
Su corazón palpitó inquieto, acostumbrado a los bofetones de la vida, intuyendo que todo comenzaba a desafinarse, como cuando los aedos interrumpían sus cantos frente a las cohortes porque los soldados corrían sorprendidos hacia una batalla inesperada.
—Durante tu enfermedad sucedió algo muy grave.
La muchacha se puso en pie y sintió que su piel herida se le erizaba.
—¿Qué sucedió?
Paulina miró fijamente a Eitana y pudo percibir el filo de su mirada decidida y valiente. Ya no acariciaban. Dolían. Entonces se lo dijo:
—El día que llegaste a Capua, Roma ya había comenzado a arder. Lo hizo durante una semana.
Un escalofrío recorrió furioso todo su cuerpo y sintió que las fuerzas le fallaban.
—¡No puede ser! —gritó enajenada—. No puede ser, no puede ser…
—Tranquilízate, Eitana.
—No puedo, no puedo —contestó intentando acumular el aire en su boca abierta, temblando—. ¡Lucio! —fue lo último que dijo.
Luego se derrumbó y perdió el sentido.
No sabía cuánto tiempo había tardado en volver en sí. Al abrir los ojos lo vio por primera vez. Ella estaba sobre su camastro, con su cabeza elevada con unos almohadones. Idelnia, la esclava nórdica, humedecía su rostro con un paño.
—¡Ya despierta, ama! —oyó que decía.
Él estaba de pie, escoltando a su madre. Su sencilla túnica blanca de mangas cortas contrastaba con sus brazos bronceados y recios. Era Valerius.
—¡Mi hijo! —fue lo primero que pronunció Eitana, haciendo un torpe movimiento para incorporarse.
Paulina se acercó al camastro y se sentó junto a la muchacha sujetándola suavemente de los hombros, intentando que no se moviese.
—Debo irme, debo irme —insistió Eitana.
—No te muevas, muchacha —le dijo la mujer sin soltarla—. Debes recuperarte, eso es lo primero. Todavía no estás bien.
—Sí lo estoy —aseguró, volviéndolo a intentar.
—¡No te agites! —pronunció con firmeza Paulina—. Pones en riesgo tu vida, y quizá la de tu hijo…
El tono de autoridad del ama la hizo desistir. Entonces volvió a entrecerrar los ojos.
—¿Por qué no me lo dijeron antes? —murmuró dolorosamente—. ¿Por qué?
—¿Acaso crees que estabas en condiciones de recibir esta noticia? —la interpeló la mujer—. ¿Acaso crees que podías hacer algo a punto de descender al Hades? ¿Crees eso?
Eitana no contestó, pero sabía que aquella mujer tenía razón.
—Pero ahora sí que podré, debo regresar e intentar ayudar a mi hijo.
—¡Lo harás! Te prometo que lo harás, pero primero debes recuperarte. Su destino ya está escrito, Eitana. Y ni tú ni yo podemos ya cambiarlo.
—No, no —se desesperó nuevamente—. Debo ir cuanto antes, se lo suplico.
—No podrás hacerlo si primero no comes como es debido. ¡Debes mantener la calma!
—¡No puedo! ¡No puedo! —gimió.
La
domina
se dejó caer sobre la muchacha y dejó reposar la cabeza sobre su pecho. Estaba bellamente peinada, con una trenza que recorría la parte superior de la cabeza, como si fuese una cresta, hasta enlazar en la nuca con un rodete. Otras mujeres a su edad preferirían peluca, pero Paulina no deseaba disimular su edad.
—Debes hacerlo. Debes esperar. Este es Valerius, mi hijo —dijo señalando al hombre erguido a su lado—. Acaba de llegar de Roma. La ciudad está sumida en el caos porque nadie recuerda algo igual. Fue terrible, pero muchas zonas se han mantenido indemnes. ¡Quizá tu hijo esté bien! Ten confianza.
Eitana dirigió su mirada por primera vez hacia donde estaba el hombre y, de pronto, como la brisa marina que suspira sobre la cubierta, recordó los detalles del rostro del tribuno Julius. Aquel muchacho se le parecía mucho, aunque su mirada estuviese más endurecida que la de su padre. Su aspecto era vigoroso, enhiesto y seductor.
—La Suburra, ¿qué sabes del barrio de la Suburra? —le preguntó anhelante.
El prefecto de la X Legión miró a su madre inquieto, apenas sabiendo qué contestar.
—No lo sé muy bien —dijo al fin sacándose de encima la pregunta—. No conozco las zonas más dañadas, y no he estado en la Suburra. Lo siento.
—Eso ahora no debe preocuparte —intervino Paulina—. Ahora solo debes pensar en tu recuperación. Solo en eso.
La joven entornó los ojos con una profunda preocupación que le pesaba demasiado.
—¡No te desesperes! —le dijo sacudiendo su barbilla—. Come y recupérate lo suficiente como para soportar el viaje. Mi hijo te acompañará.
El muchacho miró sorprendido a su madre, ajeno a sus propósitos. Hasta Eitana pudo comprobar su descontento.
—No sé si será buena idea, madre. Sabe que no pasaré mucho tiempo aquí y me gustaría…
—Te ruego que vayas, Valerius —lo interrumpió—. Por la memoria de tu padre, te lo pido por favor. Tú mismo me lo has dicho, Roma se ha vuelto peligrosa.
—No sé, madre. Creo que podríamos enviar a Antius. Él conoce muy bien la ciudad.
—Pero es esclavo, y lo sabes. ¡Quién sabe lo que podría suceder entre tanta confusión!
Valerius guardó silencio frunciendo su entrecejo.
—Ya lo hablaremos —dijo la madre finalmente.
El muchacho mantuvo su rostro impávido y permaneció con sus nervudos brazos cruzados sobre su pecho. Eitana se lo quedó mirando inquieta, imaginándolo vestido con sus tiras de cuero muy gruesas, reforzadas en medio del pecho por una placa de hierro, bajo una coraza de mallas de metal y su casco coronado con plumas púrpura.
—Él te protegerá en la ciudad. Es lo que hubiera hecho Marcius.
Sin embargo, la imagen del legionario atrajo algunos de los fantasmas de su pasado. Ellos la habían arrancado de su tierra y la habían vendido como esclava. Y sintió temor.
Solía cabalgar acompañado de sus cohortes por Palestina, pero aquella vez lo hizo con ella. Solo los dos. Fue una semana después de que conociese que debía volver, cuando acabó de comprender que el pasado era como una sombra que nunca cesaba, porque, fuese donde fuese, su perfil se proyectaría junto a ella, a veces hasta cubrirla del todo.
Él vestía una túnica de lino blanco, sandalias de cuero y un manto azafranado para protegerse del fresco de la noche. Ella llevaba las finas prendas que le había regalado Verina y cabalgaba abrazada a la cintura de aquel legionario que había vuelto a Capua para enterrar a su joven esposa. Eran dos desconocidos, pero Paulina puso a su hijo en el camino junto a Eitana, convencida de que no habría nadie mejor que él, general de una legión y ex miembro de la guardia pretoriana, para protegerla y guiarla en una ciudad que se había vuelto demasiado inhóspita.
Aquella jornada, al descender la colina antes del amanecer, vio por primera vez los campos de cebada y de trigo rodeando el collado donde se alzaba la villa, junto a su inmensa huerta familiar. Las acequias llenas regaban los trigales que finalizaban en surcos secos que solo humedecería la llovizna porque, todavía yermos, eran páramos que habría que trabajar. Más allá, en la dirección de una desconocida Capua, las praderas se cubrían de rebaños y, en el valle, la mies doraba el verdor de las colinas. Los pastos a la vera del camino todavía rezumaban el rocío y, mientras Valerius Julius trotaba hacia la
Via Apia,
la muchacha no pudo evitar echar una mirada hacia atrás y extasiarse con un paisaje que le evocó a Virgilio, e inmediatamente después, a Servius.