—No nos pongamos nerviosos —insistió Verina.
—No es cuestión de estar tranquilos —dijo el librero—. Si es como Eitana piensa, no tardará en encontrarnos. Todos nos conocen.
El silencio de la noche invadió el
triclinium.
El vértigo iba aumentando lentamente, impulsado por la certeza. El matrimonio se volvió a mirar y, finalmente, Servius se puso en pie y comenzó a dar vueltas nerviosamente alrededor de la mesa.
—Sé que me tengo que ir —murmuró Eitana conmovida.
—¡No! —se apresuró Verina—. Te estás precipitando.
Pero Servius, que se había detenido a observar por la ventana, pronunció lacónico:
—No exagera, Verina. Debe irse.
Las lágrimas de Eitana conmovieron a la mujer, que se levantó para abrazarla.
—Cuando el juez averigüe dónde estás, cosa que quizá podría suceder en pocas horas, vendrá a reclamarte. Entonces nosotros seremos conducidos a la prisión del
Tullianum,
contigo hará lo que le dé la gana y Lucio será vendido como esclavo o algo peor.
—¡Eso no! —se agitó la judía angustiada—. Eso no lo permitiré.
—¿Y si se esconden en la azotea, en lo de Tulio? —sugirió la esposa.
—¿Por cuánto tiempo anidaremos ahí arriba, Verina?
—No sé, quizá…
—Él sabe que estoy aquí. Pondrá hombres para espiar y el día menos pensado me descubrirán definitivamente. Eso es lo que sucederá.
—Tiene razón —dijo el librero—. Eitana tiene razón.
—Pero no podemos permitir que se vayan, Servius —intervino la esposa agitada—. ¡No podemos dejarlos irse así! ¡Yo no puedo!
La calma de la noche se rasgó con un grito en la calle. Luego un murmullo de voces y el sonido de sandalias arrastrándose por el empedrado maloliente y pegajoso. Los tres se sobresaltaron al unísono.
—Son borrachos —dijo Servius asomado—. Los habrán echado de la
caupona.
Las dos mujeres espiraron aliviadas, como si los lémures de Roma las hubiesen dejado de atosigar por un momento.
—Lucio no debe irse —dijo Servius.
Nuevamente, el silencio sesgó las palabras. El miedo, la tristeza y la desesperanza envenenaban el tiempo.
—Él no debe salir de aquí contigo, y tú lo sabes, Eitana.
Ella no dijo nada. Su cabeza estaba ofuscaba y sentía que el desaliento ralentizaba su energía. No se encontraba bien, como cuando pasaba toda la noche sobre el escritorio, consumiendo demasiado aceite del candil porque debía acabar un copiado con urgencia. Entonces la cabeza era un muro sobre el que pesaban todos sus pensamientos, todos sus recuerdos y preocupaciones, y sentía que iba a ceder.
—Si no diesen contigo aquí, la vida de Lucio estaría a salvo —explicó el librero—. Por más sospechas o certezas que tenga el esclavo, si no te encuentran aquí no podrán acusarnos de nada, ¿entiendes? Lucio pasaría desapercibido porque no sabrían que es tu hijo. De hecho, nadie lo sabe. Solo nosotros y Tulio. Todos los demás creen que es hijo nuestro.
La muchacha hizo un leve gesto de asentimiento, como si comprendiese.
—De hecho, en la celebración, el muchacho fue presentado como mi hijo, y eso es lo que creerá Prisco y el juez Claudio Ulpio. Nadie sabe quién es él. Solo Efren, nosotros y tú.
Eitana elevó los ojos y buscó los del librero con angustia.
—Es verdad —dijo resignada—. Conmigo la incertidumbre sería mucho mayor. Con vosotros podría tener un futuro. Conmigo…
—Quizá más adelante, quizá cuando tú puedas encontrar un lugar…
Nuevamente el silencio los paralizó. Nuevamente la noche. La noche de todo.
—Había olvidado que soy una esclava, Servius —dijo al fin con amargura—. Pero ahora vuelvo a recordarlo. Los esclavos nunca encuentran su lugar.
—Esta noche todo es más terrible, muchacha. Encontraremos una solución. Mañana todo será diferente.
—Al menos con vosotros crecerá seguro —dijo con la pena oprimiéndole las palabras.
—No te desesperes antes de tiempo —le dijo el librero abrazándola.
—No quiero engañarme más, no quiero, no quiero…
El llanto no la dejó terminar. Su mente, en un último esfuerzo, le proyectó la realidad. Ella era una esclava, nunca había dejado de serlo, por más que lo hubiese olvidado. A nadie le importaba si se había convertido en una excelente amanuense, si sabía quién había sido Herodoto o conocía los principales capítulos de la historia de Roma. Su origen, su descripción y el nombre de su amo estaban en un registro, y lo que era más grave, carecía de aquella tablilla de cobre que identificaba a los hombres libres, y mucho menos la de bronce, que certificaba a los ciudadanos. Ella era una
serva,
solo una esclava, y allí donde fuese le acabarían pidiendo que se identificase. ¿Dónde iba una mujer sola por el imperio? ¿Dónde iría sin una familia, sin una propiedad, sin nadie que la avalase? Y sobre todas las cosas, ¿dónde iría sin poder acreditar su libertad? Ella, una mujer con rasgos orientales, con la sospecha perenne de una esclavitud, ¿dónde encontraría quien la protegiese sin exigirle un pasado? Cualquiera podría denunciarla y conducirla hasta un edil, y este actuar en nombre del pretor, con la intermediación del juez. ¿Y acaso ella no sabía cómo actuaban los jueces? ¿Acaso no lo sabía? Solo le quedaba la generosidad de los hombres, solo le quedaba encontrar a otro Servius y a otra Verina, con mucha fortuna, con muchísima fortuna, y esperar a que su destino volviese a estrecharla, si no lo habría hecho ya, explotada en algún lupanar, agotada en el hambre de los campos o sepultada en las minas, siempre muda, condenada a morir sobreviviendo a cambio del silencio.
La noche se había oscurecido demasiado. Y se le hacía insoportable.
—Didico podrá ayudarte —dijo finalmente el librero—. Él podrá esconderte durante algún tiempo. Es lo más seguro, Eitana. Ya verás como entre todos encontramos una solución. No te desesperes.
—Mi seguridad estaba aquí —dijo con su voz quebrada—. Junto a vosotros, y con mi hijo.
Un lamento desgarrador la dobló sobre el regazo de Verina. Aquellos años habían sido un oasis para crecer y amar. Pero la habían vuelto más vulnerable.
Estaba agotada, pero aquella noche no durmió. El peso de la realidad la oprimía en su jergón hasta dejarla sin aliento. No podía engullir su futuro, no podía asimilar su brusco destierro de aquella felicidad, y por primera vez, como nunca en toda su vida, supo que todo era efímero y ligero, que no había que aferrarse demasiado a nada, porque tarde o temprano todo habría de ser dejado atrás.
No sabía cómo despedirse de Lucio. No quería decirle adiós. El dolor punzaba sus entrañas al imaginarlo. Debía creer que aquello era transitorio, que pronto encontraría una solución. Hasta entonces, Yahvé no la había abandonado, y sus huellas silenciosas y extrañas siempre habían peregrinado junto a ella. Siempre su aliento había sido efectivo, siempre la había conducido por la senda del bien, aun atravesando lodazales y abismos difíciles.
¿Acaso no era así? Al menos eso es lo que ella quería creer, y lo que, en cualquier caso, sostenía su huida.
Antes de la
hora secunda,
la muchacha estaba en pie, inquieta, dispuesta a correr hacia el Aventino en busca de Didico. Él le alumbraría soluciones y la ayudaría a reencontrarse con su hijo en algún momento seguro. Al oírla, Servius y Verina también se levantaron. Como le sucedía a Eitana, sus rostros estaban fatigados de no dormir.
—Debo irme pronto —dijo la muchacha—. Es lo más prudente.
El matrimonio asintió, temeroso, completamente conscientes de la posibilidad de un diluvio en sus vidas.
—Espera, Eitana —dijo Verina en voz baja.
La mujer corrió a su
cubiculum,
abrió su
arca vestiaria
y extrajo una túnica y una
palla.
Eran sus mejores prendas.
—Póntelas.
La muchacha observó aquella fina túnica color canela bordada con detalles en blanco y negó con la cabeza.
—No puedo aceptarlo, Verina.
—Te pido que lo hagas. Debes vestir como una
domina,
y pasarás desapercibida.
—Pero es tu…
—No discutas, muchacha —la interrumpió—. Póntela ya mismo.
Eitana obedeció. Entró en la penumbra del
cubiculum
junto a su hijo y con la puerta entreabierta se desnudó y luego se puso las vestimentas que le había ofrecido Verina. Cuando volvió a salir, su aspecto era el de una mujer elegante y hermosa. Estaba radiante, con los pliegues de la prenda desmoronándose hasta el suelo, el cinturón a la altura del pecho realzando su aspecto y una
palla
de fina seda oriental cubriendo su cabeza.
—Ahora siéntate aquí —le dijo la esposa del librero.
Ella obedeció. Las lágrimas deambulaban silenciosas por sus mejillas. Recordaba las horas que había pasado en aquel
cenaculum
y en la placidez de la librería, entre papiros, pergaminos, tinta y cera. ¡Cuántas cosas había aprendido en aquel mundo! ¡Cuánto había cambiado ella misma! Como sucede cuando se evoca con benevolencia, cuando se echa la mirada hacia atrás y se evalúa el camino transcurrido, al recordarlo aquella vida le pareció perfecta, y solo destellaron en su memoria los buenos momentos. Sin embargo, la lucidez tironeaba de su existencia y también comprendió que aquel receso en su vida se había agotado, que aquella vida comenzaba a extinguirse sin remedio.
Verina recogió su cabello en la nuca y, con un peine de hueso, improvisó un ondulado para sus sienes. Luego le puso un poco de albayalde para resaltar su rostro con su pigmento blando y, finalmente, un collar labrado en plata. El aspecto que la joven observó frente a un espejo media hora después era desconocido para ella.
—¡Estás hermosa! —le dijo—. Eres muy hermosa.
—Gracias, Verina —le dijo la joven abrazándola—. Tú has sido como una madre para mí. Quizá, mucho más, porque has sido también mi maestra. ¡Nunca te olvidaré!
—No digas esas cosas, Eitana —musitó ella también sollozando—. ¡Pronto nos reuniremos todos nuevamente!
La joven asintió sin convicción. Luego entró en el
cubiculum
donde dormía Lucio, se arrodilló junto a él y le susurró al oído aquello que su padre le decía antes de atravesar la campiña para ir a jornalear varias semanas alejado de Julias.
—Que los ángeles te guarden y te guíen por el buen camino.
Luego le dio un beso en su mejilla tibia y salió de allí conmovida y trémula.
—Decidle que pronto volveré —dijo balbuceando.
El matrimonio asintió. Luego Servius le extendió la mano con una talega.
—¿Qué es esto?
—Lo puedes necesitar. Tómalo, por favor.
Al abrirlo, observó una montaña de denarios acumulándose en su interior.
—No puedo aceptarlo, Servius.
—Sí que puedes, y debes.
—Es demasiado. No puedo, lo siento —le dijo rechazándolo con su mano.
—Te será de utilidad. Quizá, pronto me lo puedas devolver. Intentaré hablar con otros talleres de Roma. Eres una excelente copista, quizá te encuentre un lugar seguro. Pero necesito tiempo, justo lo que tú no tienes.
Ella se lo quedó mirando y dudó durante unos instantes.
—Acéptalo —le insistió extendiéndole la talega nuevamente—. Me lo devolverás.
—De acuerdo —le dijo abrazándolo.
Fue como el abrazo que jamás pudo dar a su padre, fue como el abrazo que hubiese ansiado darle a su hijo.
—Ten mucho cuidado —agregó él.
—Lo tendré. Ahora debo irme.
—No la dejes ir sola —comentó Verina—. Acompáñala.
—No. Es mejor que te quedes aquí —dijo Eitana—. Verina con Lucio, y tú en el taller. Abre con normalidad, como si no sucediese nada. Para llegar a casa de Didico no necesito ayuda y, en el caso de que la necesitase, tu vida también estaría en riesgo, igual que la de mi hijo.
—¿Estás segura?
—Completamente.
—Entre Didico y yo encontraremos una solución —le dijo abrazándola nuevamente—. No te desesperes.
Eitana se lo agradeció con una sonrisa.
—Dile a Tulio que lo siento, Servius, que lo siento muchísimo.
—Se lo diré. Por supuesto que se lo diré. Pronto lo volverás a ver.
Amanecía tímidamente el bullicio en la Suburra. El sol todavía oblicuo entibiaba ya vaticinando la calima. La joven judía abandonó su pasado corriendo, entre callejuelas orinadas e infectadas de basura, intentando evitar las grandes vías. Los artesanos descorrían los cerrojos de los talleres, los barberos ambulantes se situaban en las esquinas, algunos hombres y mujeres se apremiaban para un
ientaculum
en la
popina,
saboreando pan, tortas, miel y algo de leche. La ciudad comenzaba a articular su vida y ella atravesaba el Foro todavía poco concurrido, diminuta entre templos y edificios, deslumbrada por el mármol, el alabastro y la piedra, por aquel brillo blanco y esos colores vivos que refulgían en aquel amanecer.
Como había hecho hacía siete años cuando huyó de la
domus,
como había hecho la noche en que fue concebido Lucio, localizó la
insula
del médico y penetró en su portal. De pronto, fue como si el tiempo no hubiese transcurrido, y pudo palpar los espectros de su pasado, como si todo se estuviese proyectando ante sus ojos. Allí estaba una vez más en su vida, buscando a aquel médico al que hasta entonces nunca había podido localizar en su edificio.
—¿A quién busca?
En su taburete, un nuevo portero se dirigía a ella. No era el mismo que la última vez, sino alguien mucho más joven, con el ojo derecho mutilado y una expresión ladina.
—Al médico. Vive en la primera planta.
—¿Didico? ¿El médico frigio?
—Sí —dijo proponiéndose subir sin prestarle más atención.
—No se moleste, no está.
—¿No está?
El hombre negó con la cabeza.
¡No era posible! Parecía una broma del destino. Los ojos de Eitana se agigantaron bajo su
palla,
sin apenas poder creer su mala suerte. Otra vez volvía a sucederle lo mismo.
—Pero ¿a qué hora ha salido?
—Hace más de dos días que no lo veo.
—¿Está seguro?
—Completamente. Han venido varios a buscarlo en los últimos días y se han vuelto con el rabo entre las piernas. Toda gentuza, claro.
La expresión de desconcierto de la muchacha fue muy evidente porque el portero pronto intentó enmendarse.