Eitana, la esclava judía (22 page)

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Authors: Javier Arias Artacho

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La brega se prolongó casi media hora, mientras el público enajenado marcaba el ritmo del peligro entre aullidos de rabia o terror. El tracio, quizá poco acostumbrado a que un rival resistiese tanto en la arena, quizá por el sofoco del calor bajo la reja que obstruía el aire, quizá porque las acometidas del
Lupus
eran pavorosas, de pronto retrocedió torpemente y cayó boca arriba sobre la arena. Cam, el tracio, apenas tuvo oportunidad de levantarse, apenas pudo intentar esquivar la espada del mirmillón con su escudo y casi sin darse cuenta tenía el acero de su hermano en el cuello, con el filo amenazándolo.

Cam extendió los brazos hacia atrás y dejó caer sus armas ofreciendo su pecho. El público aturdía el graderío pidiendo la condena, pero Efren estaba convencido de que Claudio, el
editor
de aquel espectáculo, le perdonaría la vida. Sin embargo, el emperador dejó caer el pulgar y la muerte se cernió sobre el gladiador. El
Lupus
titubeó y retiró levemente su espada.

—Si no me matas tú, el árbitro hará que me ejecuten sin dignidad —le dijo mirándolo tranquilo—. Lo sabes.

—¡Eres mi hermano!

—Tengo una mujer y dos niños. Hazte cargo de ellos. Están en Roma conmigo. Es todo lo que puedes hacer, Efren.

—No puedo, hermano.

—Hazlo.

—No.

Entonces Cam sujetó la espada del
Lupus
con sus dos manos y la oprimió sobre su propia garganta. La sangre comenzó a burbujear espesa por la hendidura del cuello y por la boca, mientras los ojos se le blanqueaban. Fue entonces cuando Efren comprendió que debía evitarle aquel suplicio y con un grito desgarrador tomó su espada y traspasó a su hermano por debajo del costillar, hasta el corazón. Y la muerte lo capturó en un instante.

Los músicos comenzaron a redoblar nuevamente y la plebe aplaudió unánimemente, pero Efren lanzó sus armas a la arena para arrodillarse junto a su gemelo. De pronto, todo el circo se esfumó para él, y la emoción erupcionó en sus ojos, que vidriaron. Algo se le comenzó a resquebrajar en su espíritu y solo la serenidad junto a Leticia Marcelina le pareció tener sentido, el único reposo para su vida, y sintió que necesitaba una tregua para luchar por algo más digno, por todo lo que ella representaba, por el amor, aquello que nunca había tenido.

De pronto se vio rodeado de esclavos que portaban las palmas de la victoria y un plato con monedas de oro se dirigió hacia él. Efren ni se había quitado el casco para alzar los brazos y saludar al público. Tomó las dádivas y caminó hacia la puerta principal, donde los siguientes gladiadores ya estaban preparados, mientras algunos hombres con la máscara de Caronte y pintados de un color violáceo ya rodeaban a Cam, un cadáver bermellón en medio de la arena, y se preparaban para pinchar el cuerpo con ganchos y arrastrarlo con cadenas hacia la puerta
libitinaria,
la de la diosa de los muertos. Sus despojos serían lanzados a fosas comunes a las afueras de la ciudad.

El sirio se aseó, permitió que curaran su brazo y dejó que se consumiera la tarde y los espectáculos. No cesó un instante de rumiar lo que había hecho. Al atardecer, cuando el
Circus Maximus
se fue vaciando, esperó que Leticia Marcelina viniese en su búsqueda, pero la vio alejarse en un
chiramaxium
empujado por esclavos, acompañada de otra
domina
que la había escoltado aquella tarde, de la que no habría podido escurrirse con facilidad. La noche se aproximaba con su hálito fresco y Efren esperó que su amante buscase algún ardid para llegar a su
insula
.
Pero no lo hizo. Inyectado por el desasosiego, necesitado de amor y atenazado por la soledad, el que comenzaba a dejar de ser el
Lupus
se lanzó a la calle en busca de un reposo desconocido. Corrió hasta la Suburra y en la primera
caupona
que encontró se sentó en un taburete a apostar a los dados y a beber. Los viajantes que se hospedaban allí no lo reconocieron, ni podrían imaginar que aquel era un afamado gladiador que alguna vez habrían observado diminuto desde las gradas. Aquella noche no solo perdió todo el dinero que llevaba, sino que comprendió que no tenía nada, ni siquiera el calor de un pueblo que solo admiraba y conocía al
Lupus,
pero no a Efren, el sirio.

El amanecer lo sorprendió borracho, con su brazo vendado y con una profunda herida de daga entre otras cicatrices del abdomen. Se había desplomado cerca de la librería de la Suburra y, cuando Servius lo vio temprano rodeado de un tumulto de curiosos, pidió ayuda para cargar su pesado cuerpo hasta su
cenaculum,
donde Verina lo curó. El librero lo dejó descansar hasta que volvió en sí, y luego escuchó su tristeza con paciencia. Servius, que no solía ir a ver las luchas, le dijo que Mitra, desde el más allá, le estaba susurrando que su vida debía cambiar, que si estimaba en algo su existencia había llegado el momento de abandonar la arena y hacer algo por los demás. Efren lo escuchó tendido sobre un jergón, como si aquella mañana calurosa un manantial estuviese vertiéndose sobre su boca sedienta, comenzando a encajar en su mente que aquella última victoria había sido su primera derrota.

El sirio abandonó el
cenaculum
del matrimonio iluminado, con la firme decisión de cambiar de vida, harto de éxito y soledad, vacío de una fama que cada día lo aproximaba cada vez más a una muerte estúpida.

Aquel sería el inicio de una larga amistad entre ellos.

Lo primero que hizo fue localizar a la familia de Cam, arrendarles un
cenaculum
e intentar cambiar de vida para mantenerlos muchos años. Luego se fue a despedir del oficio que le había ofrecido un porvenir emponzoñado de muerte y solitud, azuzado por su entrenador, que intentó persuadirlo con inútiles advertencias, aspavientos y vaticinios de miseria. Pero Efren había tomado una decisión que Leticia Marcelina celebró con alegría, mientras ponía todos los medios para encontrarle un futuro.

Y cuando Servius le contó todo esto a Eitana, solo entonces la muchacha comenzó a comprender quién había sido el sirio y cómo había llegado a formar parte de la
domus.
Sin haber llegado a conocer a Leticia Marcelina, sin haber llegado a observar los matices de sus ojos y su habilidad de seducción, la muchacha pudo imaginar los desvelos de la
domina
por convencer a Claudio Ulpio para que fuese más precavido, para que intentase evitar incidentes como el que casi le había costado la vida en una
lectica
camino de la
domus,
cuando un reo enajenado lo atacó con un cuchillo y, gracias a su torpeza, el juez pudo escapar de su zarpa con el miedo atizando sus pies. Entonces la
domina
propondría a aquel gladiador que nadie sabía muy bien por qué había abandonado la arena, a aquel gladiador que ella podía localizar a través de un
editor
que ella conocía, el senador Sulpicio Suetorio Galba. Y así, alentado por la perseverancia de su esposa y vapuleado por el miedo, Claudio Ulpio vendió al esclavo que solía acompañarlo y se hizo con los servicios de Efren, una coraza inexpugnable para su seguridad, quien con el tiempo se ganaría toda su confianza.

Para aquel entonces, cuando el antiguo gladiador comenzó a acompañarlo y a dirigir a los esclavos, Leticia Marcelina ya estaba encinta de aquel sirio al que había amado como a ningún otro hombre. Sin embargo, el juez no lo sabría hasta mucho tiempo después, cuando Eitana ya había huido de la
domus
y la vida de Efren comenzó a ser un estorbo para el
dominus.

Pero aquello no lo había sabido por Servius, sino por Dolcina, la esclava, a quien Yahvé puso en su camino antes de que se extinguiera su mundo.

27

Eitana estaba convencida de que los hilos de Yahvé se movían constantemente alrededor de ella, y aunque ocultos e incomprensibles, iban tejiendo su vida con esmero y no de una forma fortuita, sino sembrada de rastros que la guiaban hacia algún desconocido que ella ignoraba, pero ansiaba en lo más profundo de su corazón.

Fue así como en su vida volvieron a precipitarse las cosas. Fue así que, cuando comenzó a percatarse de que su rumbo era zarandeado por encuentros y desencuentros, ya todo era demasiado tarde para descifrarlo, y luego evitarlo. ¡Como si ella hubiese podido variar apenas un ápice su camino! ¡Como si ella hubiese sido capaz apenas de virar hacia algún otro sino! Años después, Eitana comprendería que su libertad también había sido contemplada desde más allá de las estrellas, y que por más libre que fuese, ella jamás podría haber trazado su devenir a su antojo, de la manera que más necesitaba.

Para Eitana, Yahvé parecía agazapado junto a su vida, tramando encuentros que la muchacha no había proyectado, pero que habían determinado su devenir. Como cuando el pequeño Lucio tenía tres años y una mañana lo encontró pálido y sudoroso sin apenas poder llorar. En un principio, Eitana no le dio importancia, y durante toda la jornada le aplicó paños fríos para que le disminuyese la fiebre. Pero el niño deliraba cada vez más. Entonces Servius dijo que había que acudir a un médico, mientras Verina y su madre lloraban ante el rostro macilento del crío.

—Yo iré —se ofreció Tulio.

—Deja, muchacho. Yo me encargaré, tengo… —dijo el librero.

—No. Yo conozco uno muy bueno. Además no nos cobrará. Es mi amigo.

—¿Pero es médico?

—De los mejores —contestó Tulio.

—Pues corre, entonces. Dile que es urgente.

El muchacho salió corriendo y apenas una hora después estaba de vuelta con el sanador. Entró en el
cubiculum
seguido del amanuense, con paso tranquilo pero decidido, y se dirigió hacia el jergón junto al que Eitana se arrodillaba sosteniéndole la mano. Al levantar la cabeza para verlo, de pronto se quedó petrificada.

—¡Didico! —exclamó asombrada, casi suspirando el vocablo inconscientemente.

El médico afinó su mirada bajo la luz de la lámpara que pendía del techo y luego le sonrió.

—¡Te recuerdo muy bien, muchacha! ¡Qué sorpresa verte aquí!

La joven se había quedado sin palabras, sin siquiera sospechar los enredos con los que jugaba su sino. La vida había vuelto a situarla frente a aquel que se había erigido como su única esperanza para escapar de la
domus,
su único asidero para atreverse a dar el paso; sin embargo, de pronto, como no llegó a pensar años atrás, sintió el atisbo del temor porque podía delatar su nueva vida.

—Yo, yo… —titubeó Eitana.

—Luego sabré de ti. Ahora déjame ver a este niño.

—Es mi hijo —dijo ella.

Entonces el médico meditó un instante y agigantó su mirada con alegría.

—¿Es él?

Ella asintió.

—Con más motivo hay que curarlo, pues —dijo decidido, arrodillándose ante su lecho.

Didico revisó a Lucio durante unos momentos. Le hizo abrir la boca, comprobó el estado de su piel, inspeccionó sus ojos y luego extrajo una pequeña vasija que depositó en la mano de su madre.

—No es nada grave. Dale este líquido tres veces al día, y si no se recupera, llámame otra vez.

—Oh, gracias. Muchísimas gracias. ¿Cómo podré agradecérselo?

—Viéndote así de hermosa y feliz.

Ella bajó la cabeza, tragó sus miedos y luego lo volvió a mirar.

—Es una larga historia. Una larga historia que comenzó cuando decidí ser libre, como usted me dijo aquel día.

—¡No te imaginas cuánto bien me hace saber que he podido ayudarte! ¡De verdad!

Ella miró sus ojos ligeramente oscuros destellando bajo el candil, enmarcados en un rostro avejentado y jovial, con cabellos lacios y encanecidos, y decidió que si una vez había decidido confiar en él, entonces debía volverlo a hacer. Tampoco podía hacer otra cosa.

—Mi vida está en peligro —le dijo casi susurrando.

—Has escapado, ¿verdad?

—Sí.

Aquella noche Eitana le narró toda su historia, desde que había sido raptada en Julias hasta cómo había esperado durante largas horas a que él llegase a su
cenaculum,
y cómo su vida había cambiado desde que Efren la había conducido hasta la librería pensando que la guiaba a su perdición. Él entonces volvió a utilizar palabras mansas y le dijo que era evidente que el gran Creador la cuidaba, que nunca se alejase de su fe, porque él la estaba orientando desde que había nacido. Luego se despidió amablemente de todos y prometió volver a la Suburra siempre que pudiese.

Y lo cumplió.

Desde aquel día, Didico comenzó a pasar una vez al mes. Se reunía con ella y con Tulio en la azotea, mientras Lucio correteaba alrededor de ellos; otras lo hacían en la librería o en el
cenaculum
de Servius y Verina. Entonces Eitana fue vislumbrando que aquel dios Mitra del librero y un tal Yeshua en el que Didico creía ciegamente predicaban un mismo amor y una serenidad semejante que lo templaba todo hasta aliviar la existencia. Así, poco a poco, la joven judía fue comprendiendo quién era aquel médico y la relación que tenía con el amanuense.

El viejo cirujano provenía de Frigia y había perdido a su mujer y a su única hija en un naufragio cerca de la isla de Lesbos. Lejos de abatirse y entregar su existencia a la culpa y al llanto, decidió recorrer el imperio trabajando del oficio que había heredado de su padre, y solo apenas un puñado de años atrás había decidido instalarse en Roma. Jamás había estado en la provincia de Palestina, ni en Judea, ni en Galilea, de donde provenía Eitana. Sin embargo, hacía pocos años que su vida había cambiado al oír hablar de la resurrección de un judío al que llamaban Yeshua, del que Eitana tenía muy vagos recuerdos porque en su familia apenas había calado su leyenda. Didico, desde que las proclamas de sus seguidores consiguieron permear en él, se había convertido en un incondicional de aquel profeta crucificado como un ladrón, al que sus prosélitos todavía vivos juraban haber visto resucitado.

Para el médico, Yeshua era algo que la mayoría de los hombres del imperio no podía entender, porque aquel Yeshua no era un dios normal, sino un dios que había muerto como un esclavo. Didico le había explicado a la muchacha que cada vez había muchos más hombres y mujeres de todo el imperio que lo comenzaban a comprender, y no solo esclavos y artesanos, sino también algunos nobles que abrían sus
domus
para celebrar una cena donde se recordaban sus palabras. Al médico frigio le gustaba decir que aquel hombre dios había sembrado sus viñas con miles de cepas, y que cada cepa tendría otros miles de brazos, y que cada brazo, otros miles de retoños, y que cada retoño, miles de granos. Granos como los que él intentaba prensar todos los días, procurando extraer un vino exquisito. Para él, el mensaje de paz, amor y esperanza de sus seguidores acabaría por arraigar en Roma, que, como una nueva Babilonia, sucumbiría ante sus excesos y su religiosidad vana. ¿Quién podía tomar en serio a un pueblo tan idólatra, pero a la vez tan hipócrita e infiel? ¿Quién podía amar a un dios y a todos a la vez como se quita o se pone una etiqueta en un cántaro? ¿Quién podía honrar a los dioses, pero humillar a los esclavos?

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