Eitana, la esclava judía (19 page)

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Authors: Javier Arias Artacho

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—No eres liberta, aunque te sientas así, Eitana. Ruego a Mitra todos los días para que te proteja, pero solo tú puedes ayudarlo a que lo haga.

La mujer, quien apenas una década atrás había llegado a Roma siendo una niña, se dejaba abrazar por sus gruesos brazos, como si fuese uno de aquellos osos que circulaban por los bosques que rodeaban la ciudad, segura de sentirse querida, convencida de haber hallado un lugar en el que había aprendido a amansar su tristeza y que le había abierto las ventanas al mundo a través de libros, tablillas y papiros. La judía llegó a sentirse feliz ayudando a Servius y a Verina, mientras Lucio jugaba en la calle junto a otros picaros, lanzando nueces hasta derrumbar las pirámides que elevaban con los frutos, correteando con los ojos vendados o montando palos y lanzando una peonza de madera.

En la lejana playa del Genesaret, observando el ajetreo de las embarcaciones mientras esperaba que su padre y su hermano mayor volviesen con sus redes, jamás podría haber imaginado su historia, ni cómo se convertiría en una hábil amanuense en el anejo de una librería. Sin embargo, para eso habría de pasar mucho tiempo, pero mucho menos del que ella jamás hubiese imaginado.

Cuando Eitana llegó a la Suburra sorpresivamente de la mano del sirio, se aferró a su niño y toda su existencia orbitó intentando conseguir que creciese libre y a salvo. La muchacha pronto comprendió por qué Efren confió en Servius y en Verina, un matrimonio condenado por la esterilidad de la mujer y que se regían por una estricta honestidad alentada por su fe en el dios Mitra. Fue por eso por lo que la noche en que el sirio se presentó con el niño, esquivando su abandono en la
columna lactaria,
el matrimonio aceptó sin reservas al neonato y después se las ingenió para encontrar a una nodriza que lo mantuviese con vida, incluso después de llegar la muchacha judía, que para aquel entonces tenía sus pechos demasiado secos. Su probidad y rectitud no solo le proveyó un techo, sino también un oficio que pensaron podría servirle para sobrevivir toda la vida.

Servius era hijo de un liberto que le había dejado en herencia un taller de encuadernación colmado de libros, pero también de recuerdos. Era un oficio con el que sabía no habría de hacerse rico, pero que bramaba pasión en su sangre, porque le permitía mirar mucho más allá de lo que alcanzaban a ver sus pequeños ojos verdes. La tarea de la librería la compartía con su esposa y con un joven esclavo llamado Tulio, a quien habían salvado de una de los cientos de letrinas públicas que se esparcían por Roma, siendo todavía un niño que pasaba sus días entre los restos fecales que a diario se acumulaban a cambio de unas monedas, limpiando todo lo que no llegaba a escurrirse por la cloaca. Como lo haría Eitana, el avispado pequeño aprendió el oficio en algunos años y, a cambio de su esfuerzo y de una futura libertad, se hizo un escriba responsable que ayudaría a la judía con su tarea entre tinteros.

—Quiero que aprendas como los niños, muchacha —le dijo un día el librero—. Como hicimos con Tulio.

—¿Como los niños?

—Como los niños. Si quieres que te guarde aquí junto a tu hijo, tendrás que ayudarme a sobrevivir… Y a que tú lo hagas.

Eitana, que había aprendido a obedecer y a humillarse, jamás podría haberse negado a aquel mandato que acabó siendo un regalo.

—Tu vida y la de tu hijo cambiará si aprendes un oficio que no castigará tu cuerpo y que ensanchará tus pensamientos.

Se lo dijo mientras se paseaban por la librería, una estancia forrada de estanterías que llegaban hasta el techo, clasificadas con pequeños rótulos que orientaban al librero y a los clientes que las ojeaban al entrar. En ellas, apretados
volumines
de papiro eran contenidos en redondas
capsae
de cuero donde se protegían del paso del tiempo, junto a pequeños libros de páginas de pergamino y algunas tablillas de madera.

Aquel no era el único taller del barrio, pero era el suyo: su vida.

Así fue como Eitana comenzó a aprender junto a los niños del barrio, enseñados por la paciente Verina, que saciaba su amor por los niños dándoles las herramientas con las que habrían de interpretar su mundo. Y aunque los pupilos de Roma podían aprender en endebles locales o en antiguas
tabernae,
la esposa de Servius solo había podido instalar su escuela en el callejón más próximo a la librería, bajo un soportal. Entre la algazara de los vendedores y la bulla de los talleres, sentados sobre taburetes, Verina hacía recitar a los pequeños los textos de memoria, mientras manoteaban las moscas, menguaban sus ojos por el reflejo del sol o rehilaban de frío. Como otros tantos
litteratores
de la ciudad, la mujer apuntaba en su rudimentaria pizarra oscilando una vara con su mano derecha, mientras Eitana y los pequeños escuchaban atentos y el zumbido de su fusta impactaba sobre algún hombro distraído.

Así, Eitana hundía la plumilla en su tablilla de cera, trazando piruetas con las letras, mientras el pequeño Lucio jugueteaba a sus pies. Al principio las grafías fueron desairadas e inconexas, pero con los meses se fueron tornando afinadas y dulces, pacientemente guiada por el amor que Verina volcaba en ella, tanto en el soportal del callejón como en el
cenaculum
de la
insula
.
La mujer no solo le hacía memorizar los diferentes tipos de letra, sino que también le inculcaba su admiración por el abecedario y le recordaba que en Roma saber leer no era un afeite baladí o un ornamento que embellecería su carácter, sino un instrumento muy necesario para sobrevivir en aquella ciudad, en la que, como en ninguna otra cultura de la época, una inmensa mayoría de sus habitantes, ricos y pobres, esclavos y libres, sabían leer y escribir. Así, tal como le explicaba la esposa del librero, en su cotidiano devenir debería saber interpretar cualquier rótulo: los precios en los comercios, las etiquetas de las ánforas, las lápidas y, por supuesto, comprender los pergaminos y papiros que habrían de convertirse en su misión.

La formación que les daba Verina se sostenía en los tres pilares básicos de la supervivencia: leer, escribir y hacer cuentas. Así, sentada en su taburete y sosteniendo su tablilla, mientras Lucio gateaba, reía o lloraba, Eitana procuraba recitar las veintitrés letras del alfabeto y estudiar las principales nociones de gramática, astronomía, música, matemáticas, geografía o mitología, toda una pátina de cultura elemental que pudiese serle útil para remar en una sociedad agitada por las desigualdades y que despreciaba lo verdaderamente importante. La labor de Verina, y de tantos otros
litteratores,
era tan insignificante y desdichada para los romanos que ella apenas podría haber sobrevivido solo con los dupondios y sestercios de bronce que cosechaba con cuentagotas provenientes de la pobreza de sus padres.

Luego, a partir de los doce años, las cosas cambiaban y el precio de la cultura subía. Ya solo los niños de familias ricas trascendían de lo básico y acudían a
grammatici
doctos en literatura y gramática griega y latina, y en torno a los quince o dieciséis años, un
rhetor
les enseñaba cómo blandir con éxito la elocuencia preparándolos para la vida pública, con exámenes escritos y orales, como habría sucedido con el juez Claudio Ulpio.

Sin embargo, aunque ella nunca contó con un
grammaticus,
ni con un
rhetor,
le bastó con toda la sabiduría de Servius, que inundaba sus oídos de literatura, filosofía y leyes que se ceñían a las Doce Tablas.

—Es importante que te familiarices con ellas muy bien —le decía sentado frente a ella en la mesa del
cenaculum,
con su pelo rizado gris y sus cansados ojos verdes—. En Roma esta es la ley y debes conocerla.

—¿Y si no lo haces?

—Puedes perderlo todo, o perder la vida.

Aquellas Doce Tablas, según la tradición, habían sido redactadas al menos cinco siglos antes de que ellos existiesen, a petición de una plebe que se quejaba de que el derecho, en aquella época oral, no se aplicaba con equidad y justicia, sino velado bajo la voluntad de magistrados que podían fluctuar su humor con suma facilidad. Así, valiéndose de la experiencia de las ciudades griegas, las Doce Tablas fueron fijadas en el Foro, cerca de los Rostros, aquellas tribunas desde donde hablaban los oradores romanos, situadas frente al templo de Vesta, donde la joven Livia, la hija del juez, había sentido malgastar su existencia ya hacía más de veinte años atrás. Aquellas leyes que habían condenado a la muchacha a una muerte lenta y oscura, y que incluían otras tantas reglas funerarias, como la prohibición de enterrar o quemar dentro de la
Urbs,
dejar a las mujeres lacerarse las mejillas, aullar lamentaciones e incluso poder depositar sobre el cadáver ofrendas de oro.

Fueron muchas las cosas que aprendió junto a Servius y Verina, pero fue mucha más la habilidad que cosechó con sus manos. Eitana apenas tardó un par de años en ajustarse bien a su oficio, apenas un par de años en ejecutar sus trazos con nobleza y en comprender los textos que caían sobre su pupitre inclinado no solo en
latinum,
sino también en griego. Separados de la alargada estancia de la librería, al fondo, tras una puerta que daba paso a una trastienda, Eitana y Tulio copiaban todos los ejemplares necesarios de las obras encargadas, una jornada tras otra, a la luz de los candiles, con una caligrafía limpia y esmerada, hasta que los caracteres bailaban ante sus ojos y debían abandonar su tarea. Entonces cerraban el manuscrito original con sumo cuidado, protegido por dos tablillas de madera, y se iban a descansar satisfechos de su fortuna.

En poco tiempo, la muchacha demostró una habilidad y una inteligencia tales que Servius y Verina no salían de su asombro, y así, en el año 64, después de siete años de estar junto al matrimonio, la judía había llegado a convertirse en la mejor amanuense del taller y en una ávida lectora. Grababa las pequeñas tablillas con tal mimo y perfección que al arañar las láminas de cera con su punta de bronce, o al trazar su pluma sobre los pergaminos, su mano parecía que bailaba al son de unas palabras que ella dibujaba siempre armoniosas y bellas. Y en los tiempos libres, mientras Lucio dormía y las labores del
cenaculum
estaban terminadas, bajo la luz del candil extendía las páginas de los libros hacia el suelo, encuadernadas en una larga tela de lino plegada decenas de veces, pasando sus páginas de derecha a izquierda, repasando las columnas divididas por una doble línea roja, hasta que acababa de devorar su contenido.

Por eso, el día que Eitana volvió al Foro por primera vez después de tantos años, completamente envuelta en su
palla
color crema y con su túnica nueva, Servius le dijo lo que tantas otras veces, pero esta vez entristecido, con la cadencia de la desesperanza, aunque siempre con cariño.

—Créeme, Eitana, nunca creí que llegases a aprender de esta forma, y mucho menos que con todo tu sacrificio llegases a ser tan buena como eres, incluso interpretando el griego. Pero debes recordar que tu mundo es estrecho y tu amenaza muy ancha. Me he cansado de repetirte esto, y no sé si tú…

—Te ruego que me perdones, Servius.

—Sabes que no tengo nada que perdonarte. Sabes que es por ti y por el pequeño.

—Nadie puede haberme reconocido con la
palla
cubriéndome completamente. Necesitaba salir de aquí y ver el corazón de la ciudad que una vez me hizo tanto daño. ¡Hacía tanto tiempo que no salía de la Suburra!

—El tiempo engaña, Eitana. ¡Ni eres libre, ni puedo comprar tu libertad! A veces solo basta un instante, un error…

La muchacha bajó la cabeza arrepentida, avergonzada.

—Fue una locura. Lo sé, lo sé.

—Entonces, ¿por qué te expones? Temo por tu vida, Eitana.

—No pude evitarlo. Te pido que me perdones.

—Efren jamás podría haber imaginado lo que has conseguido ser. No puedes echarlo todo a perder por un descuido, ¿me entiendes?

—Claro que lo entiendo —dijo ella cabizbaja—. Pero a veces quiero conocer ese mundo del que hablan los libros, y olvido.

La judía hizo silencio, recordó al sirio e imaginó su rostro envejecido regañándola por el mismo motivo que Servius. A veces le costaba recordarlo y recuperar sus facciones.

—Él estaría orgulloso de mí, estoy segura. Y yo estaría honrada de que me viese y comprobase lo que soy gracias a él.

Luego se quedó pensativa, cavilando siempre lo mismo, preguntándose lo de siempre, lo que se planteaba desde hacía muchos años. Esa inexpugnable pregunta.

¿Qué habría sido de él?

24

Durante aquellos años, Eitana no solo había aprendido a ser libre como una vez le había regalado Didico, el médico que le salvó la vida, sino también a comprender lo insignificante del ser humano cuando no podía aprender, e incluso lo miserable, cuando se negaba a hacerlo. Bien era cierto que la joven jamás hubiese podido leer todo lo que albergaban las pródigas estanterías de la librería, ni jamás hubiese podido entender completamente la mayoría de aquellos rollos y libros, sin embargo, Servius había sido su destrón y le había completado muchas de las obras que ella nunca llegaría a leer, pero sí a conocer. Y mientras Eitana y Tulio se aplicaban en los copiados, entre tinteros y candiles repletos de aceite, el librero no solo le hablaba de literatura, sino también del mundo interpretado y recreado en cada una de sus palabras.

Por él supo de las obras teatrales de Plauto y Terencio que a ella le hubiese fascinado ver representadas. Aquellas piezas dirigidas a un público sencillo que, aun habiendo emulado argumentos de los clásicos helenos, como Menandro o Eurípides, gustaba de aquella savia propia que reflejaba los problemas de Roma. Y mientras Terencio era más sensible a temas como la educación de los hijos, el amor o la libertad, Plauto defendía la vieja tradición romana, advirtiendo del peligro del libre albedrío y de la necesidad de preservarse de todas las tentaciones de la vida griega.

Por Servius también supo de las sátiras de Lucilio, genial en un género muy de los romanos, muy propio, escrito en prosa y verso, y que contenía narraciones, escenas mímicas, reflexiones morales e incluso críticas literarias. O las sátiras de Horacio, que, con otro estilo, hacía una conversación más juiciosa, más preocupada de la perfección formal, con un sentido de la vida llevado casi a la caricatura y con la voluntad de instruir al lector en el camino de la prudencia.

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