Eitana, la esclava judía (14 page)

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Authors: Javier Arias Artacho

Tags: #Darama

—No es lo mismo. No queremos recordar lo que pasó, no queremos volverlo a nombrar.

Eitana las miró con tristeza, meditó sus palabras y luego les dijo:

—¿Vais a permitir que su sombra acabe conmigo?

—No podemos evitar tu mal, muchacha. Nada de lo que te contemos cambiará tu desgracia.

—Solo quiero saber. Fuera de la
domus,
como supe de la niña Livia.

Ambas volvieron a callar, mientras escurrían túnicas y togas, para extenderlas junto a las demás.

—¡Por favor! Os lo suplico.

—Mañana cuando vayamos al mercado te contaré la historia —dijo por fin Doma.

—¡No lo hagas! —gritó Dolcina.

—¡Da igual! Ni lo haré en la
domus,
ni la maldición era por su recuerdo. Solo era por el niño. Solo por el niño.

—¿Qué niño? —preguntó Eitana.

—Terminemos con esto, muchacha, que ya he hablado demasiado —acabó por decir Doma—. ¡Que todos los dioses te protejan! Mañana sabrás tu desgracia. Pero fuera de la
domus,
donde ella no pueda escucharme.

17

Y Doma acabó por contarle el pasado de los muertos, y Eitana por fin pudo sumergirse en las tinieblas de su desdicha, como si hubiese estado allí, como si todavía todo estuviese sucediendo en aquel
cubiculum
que había pertenecido a Leticia Marcelina, aquella habitación que la muchacha de Julias siempre había visto tal cual como entonces, tal cual como cuando la
domus
se nubló de duelo durante el año 46, ocho años antes de que ella llegara. La
domina
en aquel momento prefirió correr hacia la laguna Estigia y presentar su óbolo a Caronte antes que enfrentarse a sus lémures, antes que mirar cara a cara a los espíritus malignos que continuarían hostigándola hasta enloquecerla completamente.

Y es que, cuando todo se precipitó, apenas había comenzado a sobrevivir a la desaparición de Livia, porque hasta aquel momento todavía podía imaginarla arañando su sepulcro, golpeando su cabeza contra los muros, entre las sombras, con su garganta desgastada por los gritos, mientras Claudio Ulpio disimulaba su frustración y sepultaba su recuerdo en aras del Senado, en aras de una posibilidad que comenzó a alejarse cuando la diosa Vesta apuntó a su hija con el filo de la muerte. Entonces atravesar el Foro para ser recibido en la Basílica Emilia fue una meta más complicada, pero intensamente perseguida por el juez, que acabó por olvidar que su esposa se marchitaba sin hijos, dedicada a una vida ociosa que en nada podía acallar su sufrimiento.

Leticia Marcelina todavía era joven y, si no hubiese sido educada a la sombra de la
fides
y
pietas,
ella misma hubiese pedido un divorcio que la desencadenase de una vida tan infructífera y anodina. Sin embargo, la mujer no era capaz de volver a su casa paterna y repudiar a un hombre que realmente no le había hecho nada más demostrable que una pobre falta de afecto. Él ni era culpable del castigo de Vesta y ni del de Júpiter, quien lo había privado de más descendencia. Fue así, por todo eso, que Leticia Marcelina comenzó a buscar atajos para su felicidad e intentó no hundirse con su apatía y emerger a la vida para respirar de la única manera que pensó que podía hacerlo. Y así, comenzó a enriquecer su vida social y, poco a poco, a frecuentar con amigas más jóvenes espectáculos teatrales y luchas de gladiadores. Los colores y la algarabía de la ciudad acallaron su dolor y le ofrecieron una libertad que Roma permitía y alentaba, y con los meses, Leticia pasaba más horas fuera de la
domus
que en ella misma, sin que a Claudio Ulpio pareciese importarle demasiado, sin que él tuviese más empeño que medrar.

Doma recordaba perfectamente la forma en que el humor de su
domina
cambió, y su afición inusual a los espectáculos de gladiadores, siempre acompañada de otras
dominae
y, a veces, de sus maridos. Al menos eso le decía al juez, que del circo solo le interesaban las crueles ejecuciones del mediodía, mientras que las cacerías y las luchas entre hombres le aburrían enormemente. Pero no parecía importarle demasiado lo que hiciese Leticia Marcelina, quien cada jornada intentaba mejorar más su aspecto. Cuando la esclava la acicalaba sentada en su butaca de mimbre, acabando el tocado de trenzas enrolladas, después de haberle estirado su largo cabello negro con un peine de hueso, percibía los reflejos de su júbilo en el espejo. Entonces Doma observaba a su
domina
bellísima, mucho más de lo que podía merecer Claudio Ulpio, con las pequeñas anforitas de alabastro con cremas, perfumes y ungüentos abiertos, y su cara remozada por el tratamiento que le había aplicado la esclava con placenta de vaca. Entonces Doma envidiaba su pedrería y se recreaba con los detalles de su fausto. Los pendientes de plata con perlas en los extremos le parecían estrellas oscilando de sus orejas; los collares de oro, anillados y descendiendo sobre su pecho, la distinguían de entre otras tantas mujeres que nunca podrían aspirar a aquel lujo, y los brazaletes, los anillos, y todo en su conjunto, le aportaban aquel realce propio de una gran
domina.
Una mujer que cuando se ponía en pie y se cubría la cabeza con su
palla
roja, con su
mamillare
bien ajustado para realzar los pechos y su vestido bien ceñido por la cintura y el tórax, Doma sabía que podía llegar a enloquecer a los hombres, aunque el juez ya apenas se percatase de ello.

Así, cuando la esclava salía a la calle tras su ama, comenzó a darse cuenta de muchas cosas que no llegó a contarle a Eitana, cosas que si su marido se hubiese detenido a ver que su mujer existía, él también hubiese percibido, como que la euforia de Leticia Marcelina se había desbocado y ya no era la misma. Pero no lo hizo, y por eso no vio lo que era evidente, todo lo que su
domina
le hizo jurar que callaría y se llevaría a su sepulcro, todo aquello que Eitana en aquel momento no supo.

Doma le había contado que recordaba muy bien cuando todo empezó a cambiar, cuando todo había comenzado a empeorarse, porque coincidió con el atentado que sufrió el juez en una oscura callejuela de la ciudad. Un artesano que había pasado al menos dos años en la prisión del
Tullianum,
en la ladera noreste del monte Capitolio, cuando fue liberado aprovechó la oportunidad que le ofrecía el destino e intentó apuñalarlo mientras él se revolvía de la muerte. Aquel perturbado detuvo el
chiramaxium,
y con la habilidad de un insecto saltó dentro del vehículo empujado por dos esclavos. Pero el juez consiguió zafarse de él con la ayuda de los tiradores, y el encarcelado, borracho y enfurecido, vio cómo el responsable de su miseria se le escurría corriendo desbocado, pero con una profunda herida en su hombro. Entonces el miedo paralizó a Claudio Ulpio y fue la misma Leticia Marcelina quien le recomendó que contratase a alguien de su confianza para que lo protegiese. No a un esclavo sin ningún adiestramiento, sino alguien hábil y en quien poder confiar su vida y que estuviese bien dispuesto a darla por él. Y fue ella misma la que recomendó a Efren, quien había sido un afamado gladiador que hacía no mucho había decidido abandonar la arena.

Según Doma le había contado a Eitana, la llegada del sirio coincidió con los primeros malestares de la
domina.
Al principio, ni ella misma sabía muy bien de qué se trataba, pero con los meses y el redondeo de su vientre fue cayendo en la cuenta de la realidad: estaba embarazada.

Desde su ceguera, el juez vio su virilidad renacida, y Leticia Marcelina, la posibilidad de encontrar un nuevo aliciente a su existencia. Enmascarado su secreto, la mujer de Ulpio comenzó a revolotear por la casa como cuando era una niña, mientras su marido respiraba satisfecho de haber conseguido hacer feliz a su mujer con tan poco esfuerzo, apenas con algún retozo obligado cuando no se desahogaba con una esclava. Le parecía increíble que su simiente hubiese sido bendecida después de tanto tiempo por la voluntad de Venus, pero en ningún momento se le ocurrió dudar de su leal esposa, cuya moral él creía semejante a la de Arria, mujer de Caecina Paetus, que quiso morir al mismo tiempo que su marido, condenado a muerte por Claudio; o la mismísima Turia, que, cuando su marido fue desterrado y obligado a esconderse, no solo lo ayudó en su huida y le aseguró la salvación, sino que también, como sabía que no podía darle hijos, le cedió su lugar a una mujer más afortunada, sin abandonar una casa de la que no consintió ser la dueña.

Doma también le había contado que, justo cuando todo comenzó a precipitarse, Dolcina había aparecido en la
domus
arrastrada por Efren desde aquel prostíbulo de la Suburra, aprovechando que el
dominus
se había deshecho de dos esclavas que ya no fornicaban ni trabajaban bien, y que el sirio se había ganado la confianza del juez muy rápidamente. Por eso la de Traconítide también había estado allí, junto a la
domina,
la madrugada en la que la niña nació.

Los suplicios del parto habían comenzado la noche anterior y Leticia Marcelina permanecía tumbada en la alta cama de su
cubiculum
sudando lamentos. Claudio Ulpio esperaba fuera, deambulando por la
domus
y, cada tanto, entraba para observarla apretar los dientes y estirar las sábanas de seda con los puños cerrados.

—¿Cuánto falta? —preguntó el juez nervioso, ya casi llegado el momento del nacimiento.

—La naturaleza hace su camino, mi amo —contestó Doma.

La mujer ya tenía las rodillas dobladas y las piernas abiertas para facilitar el camino. Los gritos desgarradores retumbaban en la casa y el
dominus
la miraba impresionado, lívido, algo temeroso de acercarse a mirar entre los muslos, azorado de que algo saliese mal. Los hilos de saliva dibujaban surcos hasta el cuello de Leticia Marcelina mientras Dolcina le secaba su sufrimiento.

—Creo que ya está aquí —dijo al fin Doma.

Entonces el
dominus
salió nuevamente fuera del
cubiculum
y dejó a su esposa junto a las dos esclavas. La mujer buscó el cabezal de hierro, se asió a él como si tuviese garras y estriñó su rostro para empujar rugiendo lamentos, intentando ayudar el trabajo de Doma.

—Ánimo, ama. Ya está aquí.

De pronto, Doma comenzó a tirar de la cabeza del niño, y aquel cuerpecillo recubierto de una baba espesa y sanguinolenta acabó entero entre sus manos, y después de un par de palmadas en sus nalguitas, comenzó a llorar. Dolcina lo envolvió en un paño de lino y seguidamente Doma le cortó el cordón umbilical.

—¿Qué es? —preguntó Leticia Marcelina extenuada.

Dolcina y Doma se miraron temerosas y, después de algunos instantes, la de Traconítide le contestó.

—Es una niña, mi ama. Es una niña.

La mujer sonrió levemente, agotada de sufrir.

—Déjamela ver, Doma.

La esclava, pálida, agrandó los ojos nerviosa. La sangre de los restos del vientre empapaba sus manos y su mente comenzaba a nublársele por la tensión.

—Acércala, Dolcina —insistió nuevamente.

La muchacha, que apenas hacía semanas que había llegado a la
domus,
acercó a la niña junto a Leticia Marcelina y esta, al verla, seguramente sintió que su vida se tambaleaba.

—¡Es hermosa! —dijo.

Luego su cuerpo se derrumbó como una marioneta abandonada, y perdió el sentido.

Doma y Dolcina fueron los únicos testigos de todo aquello, las únicas que vieron cómo Claudio Ulpio tomó entre sus brazos aquel cuerpecillo todavía lloriqueando, aquella niña de ojos rasgados, piel aceituna y evocaciones de tierras demasiado lejanas. La observó primero con orgullo, sonriendo ufano, gratificado de su hombría, y a punto estuvo de inclinarse y luego elevarla hacia lo alto, como había hecho hacía muchos años con Livia, reconociéndola ante todos, aunque nadie de la familia estuviese allí, aunque nadie más que ellas estuviesen para verle mutar su cara y agrandar sus ojos comprendiendo, reconociendo, aceptando que aquella cría no llevaba su sangre, que en aquel vástago soplaban vientos de más allá del mar y que ante él se consumaba una deshonra que sería como el estandarte de una cohorte avanzando por la
Via Apia
hasta desarbolarse en el Foro.

El
dominus
profirió un grito que resonó en toda la
domus,
mientras la niña aullaba entre sus brazos con su boquita bien abierta, moviendo su cabecita desorientada, intentando adaptarse al mundo. Su cólera se estrelló con la mirada de las esclavas y, rumiando su saña, azorado, enfermo de estupor, les soltó a las dos mujeres:

—Esto nunca ha sucedido, ¿está claro? —dijo elevándola hacia ellas.

—Sí, mi amo —respondió Doma y asintió Dolcina.

Luego abandonó el
cubiculum
delirando su afrenta, bajó las escaleras y se dirigió al atrio, donde se arrodilló ante el
impluvium,
que reflejaba onduladamente el cielo. Desnudó el cuerpo del neonato, lo sumergió en las aguas y vio cómo su llanto se apagaba entre borbotones que salían de su boca y de su nariz. Poco a poco, la niña dejó de moverse y, cuando extrajo su cuerpecillo exangüe del agua, a Doma le pareció que aquella criatura parecía un dorado sin aliento, con su cuerpo arqueado y su boca abierta después de un tiempo fuera del río.

—¿Qué hacéis ahí? —se giró y les dijo con el cadáver sostenido solo de una pierna, ahora ya como una presa de mercado.

—Nada, mi amo. Nada —balbuceó Dolcina gimoteando.

—Llama a Prisco, estúpida. Y deja de armar alboroto.

La muchacha corrió hacia la entrada y lo encontró ovillado en el suelo, en el pequeño
cubiculum,
sin poder comprender cómo lograba dormir con aquellas voces. Dolcina pateó su espalda y el esclavo se levantó de un salto todavía algo ebrio, y la siguió. El
dominus
lo recibió con un cachetazo en su rostro y luego, extendiéndole el despojo, le dio la orden de que la lanzara al Tíber.

El esclavo la envolvió en sus harapos y se escurrió en la madrugada.

—No quiero que nunca más se hable de esto, ¿está claro?

—Sí, mi amo —contestaron las dos.

—Es como si nunca hubiese sucedido. —Sí, mi amo.

Leticia Marcelina volvió en sí poco a poco, con las caricias del lino húmedo de Doma, intentando buscar respuestas en los ojos de su esclava.

—¿Dónde está la niña, Doma? —le preguntó con su voz débil.

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