Eitana, la esclava judía (9 page)

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Authors: Javier Arias Artacho

Tags: #Darama

—Acércate, muchacha, que veo que ya eres toda una mujer.

Eitana sintió revolotear el miedo dentro de ella, y sin pensarlo siquiera caminó hacia él. Aquellos meses en la
domus
no solo la habían domesticado, sino también la habían ido preparando para aquel momento, aunque entonces apenas pudiese dejar de temblar y de desear que todo acabara muy rápidamente. El juez le elevó la barbilla y repasó con su pulgar sus labios finos y carnosos, y luego dejó descender su mano hasta unos pechos que se habían colmado durante aquellos meses. La judía respiró hondo y sintió aletear sus nervios, pero se mantuvo firme, hierática, con su mirada buscando el blanco del techo.

—Quítate la túnica —le dijo el amo, que comenzaba a saborear aquel momento.

Ella dudó un instante, pero decidió actuar. Se había propuesto no pensar cuando llegase aquel momento, solo resbalar por su destino, ajeno a su voluntad, tan solo obedecer, lentamente, hasta dejar caer el lino hasta sus pies. Entonces su piel cobriza y su cuerpo núbil se esculpieron para él. El amo la observó quedamente y sus labios temblaron inquietos, quizá imaginando todo su placer y, suavemente, sin prisas, desató la prenda que cubría su pubis. Luego acarició la curva de sus caderas, sus muslos abundantes, y abrazó su cuerpo de avecilla como un cíclope a sus víctimas.

—Realmente Efren te ha elegido muy bien. Eres muy hermosa.

Ella calló, intentando que la emoción no erupcionase por su boca, apretando sus ojos para que las lágrimas no se le rasgasen, dominando su rabia, conteniéndose para no escapar de allí corriendo y así poner toda su existencia en peligro. Debía aguantar, debía no pensar, como Efren le había dicho. ¿Acaso él ya sabría lo que le deparaba aquella noche? ¿Acaso se lo habría intentado decir y ella no supo entenderlo? Eitana no podía saberlo, como tampoco podía evitar los destellos de aquel día deslumbrando sobre la penumbra de aquella humillación.

—Si te tranquilizas, todo será mejor. Ya lo verás —le dijo acariciándole una mejilla con una ternura artificial.

Eitana no respondió. Continuaba petrificada.

Claudio Ulpio la tomó del brazo y la obligó a subir a su cama a través de un pequeño escabel, y la muchacha sintió el tacto de la seda sobre un colchón de lana por primera vez, y aquella suave sensación de placer se le distorsionó para siempre en la memoria recordando su entrega y a su verdugo. Entonces su sombra comenzó a cubrirla, y todo comenzó a precipitarse con rapidez. Su amo se colocó sobre ella completamente desnudo, intentando besar su rostro, pero la muchacha se resistió y giró su cabeza hacia la derecha. Al juez pareció no importarle y con habilidad su lengua fue recreándose en su cuello, mientras ella clavaba su mirada en la barra de bronce que sostenía el pesado cortinaje que ocultaba una ventana al exterior. Eitana se dejó hacer con dolor, soportando las punzadas que le ardían en los hondillos, mientras su amo la sometía con fruición y la cama cimbreaba sobre las tiras de cuero que la sostenían, cada vez más decidido, cada vez más excitado. Mientras tanto, en su mente revolotearon las astillas de su pasado: el vergel de Galilea, el azul del Genesaret, el rostro de sus hermanos, el abrazo de su padre, la sangre de su padre, la cruz de su padre, la agonía de su padre, el contorno del camino hacia Julias, su destino…

Entonces no pudo soportarlo más, y el llanto brotó hacia fuera.

—¿Qué te sucede? ¿A qué viene esto?

El
dominus
se había detenido. Con su mano derecha había sujetado su cara y la había mirado con todo el odio que pudo. Fueron largos instantes en los que sus ojos de un pardo transparente no pudieron soportar su rostro afeado, y una mueca de asco se traslució entre sus lágrimas.

Pero él no se detuvo, simplemente decidió someterla con más violencia, mientras la muchacha balbuceaba su pena y se tragaba el grito en silencio.

Al acabar, el juez se tendió a su lado, recuperó el aliento y la empujó al suelo, como si fuese un pesado bulto. Su cuerpo golpeó pesadamente sobre los fríos mosaicos, mientras la sangre goteaba entre sus piernas.

—He esperado a que estuvieses preparada. Podría haberte utilizado cuando hubiese querido, pero no lo hice. Podría haberte fornicado en la cocina, o en cualquier rincón, pero te traje a mi cama. ¡A mi cama! Dudo mucho que otros amos fuesen tan pacientes contigo. Dudo mucho que una esclava agradecida se comporte como tú lo has hecho ahora. ¿Entiendes?

Eitana gemía calladamente en el suelo y no le contestó.

—¡Quiero que me respondas! —le repitió alzando la voz—. ¿Lo entiendes?

—Yo no he elegido ser esclava —por fin pronunció la muchacha.

Un silencio tenso comenzó a presionarla y el
cubiculum
fue estrechándose hasta aturdiría, casi sin poder respirar. Ella no levantaba la cabeza, pero sabía que Claudio Ulpio la estaba atravesando con la mirada. Fue solo un instante, pero a ella le pareció una eternidad.

—¿Qué has dicho, maldita perra? —le preguntó incorporándose y buscando su rostro en el suelo—. ¿Con quién crees que estás hablando? Has nacido para ser esclava, los dioses te eligieron para ser esclava y por algún motivo insospechado Vesta fue condescendiente contigo y permitió que Efren te trajera hasta esta
domus.
¿Qué sería de ti en ese sucio poblado del fin del mundo donde vivías? ¿Qué sería de ti?

Muchas veces después, Eitana se lamentaría de no haber tenido cordura, de no haber tenido esas riendas que sujetasen aquel ímpetu que la había hecho correr aquel día hacia su padre crucificado como un pequeño león. Fue aquel mismo arrebato que la había condenado en Julias, aquel mismo brío que su abuela percibió al nacer, cuando la llamó
eitana,
simplemente
eitana,
puro valor. Muchas veces se preguntó por qué lo hizo, y por qué no fue capaz de frenar el fuego de sus palabras, su tono desafiante, su actitud decidida y libre, por más que hubiese sido violada por primera vez, por más que se hubiese sentido humillada por quien la había comprado.

Pero no supo responderse y aquel día no se mordió su odio.

—Sería feliz junto a los míos y no una muerta en vida, como los espíritus que todos creen que nos rodean.

El rostro del
dominus
se encolerizó y su expresión se transfiguró con horror. De un salto, se puso de pie en el suelo, tomó a la muchacha de su larga cabellera negra y la obligó a arrodillarse ante él. Eitana mudó su gesto y engulló sus lágrimas, y en aquel instante supo que había desatado demasiado la lengua y que escupir su desprecio sobre su amo iba a costarle muy caro.

—Si no fueras tan bella, te estrangularía con mis propias manos ahora mismo, ¿sabes? ¡Por eso no lo hago! ¡Por eso! Pero yo te voy a domesticar, te voy a domesticar, por Júpiter que lo haré. Tienes que aprender quién es el amo y cómo debe cumplir una esclava.

Entonces, sin soltar su cabellera, la empujó por la nuca y su cara se ahogó en la entrepierna de Claudio Ulpio, mientras él no dejaba de refregarla contra su sexo flácido, amenazándola para que actuase, para que aprendiese a hacer lo que Dolcina le hacía bien dispuesta, como una buena esclava que siempre había sido, como debía aprender a ser ella, una ilota callada y sumisa, con su boca cosida, con su boca bien dispuesta solo para servir a su amo.

Eitana sintió el ardor del llanto, la cólera de su deshonra, la asfixia y el asco aturdiendo su cabeza mientras el
dominus
le escupía improperios que no entendía, pero que la apretaban más y más contra la hediondez de su ingle. La muchacha se negaba a desanudar sus labios, a introducirse su sexo y él presionaba en su cabeza mientras comenzaba a hartarse. Hasta que Eitana ya no pudo más y lo insoportable se le hizo imposible. Las arcadas sacudieron su cuerpo y un espeso vómito estalló en su boca y fluyó entre las piernas del juez, quien comenzó a apartarse con repugnancia, con su mirada apuñalando a la muchacha arrodillada junto a él, con sus manos cubriendo su cara y las lágrimas arrasándola completamente.

Eitana, en aquel momento, no podía imaginar la venganza y la furia del
dominus,
ni su deseo de someterla y domarla como al peor insumiso, pero sí acabó por pensar en los manes de la
domus,
esos espíritus protectores a los que ella ignoraba sin ofrendas, aquellos espíritus que quizá aquella noche ya la habían abandonado completamente. Sin apenas ella saber si realmente existían.

10

Los esposos no se eligen, le había dicho su madre hacía ya unos tres años atrás. Solo los hombres podían hacerlo. En aquel entonces, todavía una niña, Eitana estuvo segura de que se equivocaba, que el trazo de su vida sería diferente y que acabaría enamorada de un joven pescador, de un hombre respetuoso que la haría su mujer en una ceremonia entre antorchas, untados entre aceites aromáticos y aventados por ramas de olivo sostenidas por todos los suyos, quienes acabarían alrededor de una mesa bien surtida en el banquete nupcial. Luego le daría un porvenir digno junto al lago, cumpliendo la voluntad de Yahvé, la fecundaría con buenos hijos y, durante las fiestas de la Pascua, serían presentados en el Templo de Jerusalén, a donde peregrinarían como ella nunca había llegado a hacer.

Pero aquello era lo que nunca fue y, lo más triste para ella, lo que nunca sería.

Fue algo que supo de pronto, porque tuvo la certeza.

Y a punto de morir tuvo mucho tiempo de recordar y repasar los contornos de su Betsaida natal, y de ver por última vez a los suyos faenando sin percatarse de su presencia, porque aunque les gritase ya cerca del amarre, incluso aunque hubiese estado con ellos en su barca, en realidad ella ya no estaba. Ella se había ido una tarde del mes de
sivan
camino de Cesarea, para morir en una ostentosa
domus
romana por latirle demasiado fuerte el corazón, aquel que la había alejado de todo y le había arrebatado su libertad.

Entonces, a punto de morir, imaginó que si Efren hubiese estado allí, quizá, solo quizá, hubiese tenido alguna oportunidad de vivir. Pero el sirio no vivía en la
domus
del juez, porque él sí tenía su propio destino, dijese lo que dijese sobre la libertad y, como habitualmente, Prisco le abriría la puerta de entrada poco después del amanecer, cuando llegase para conducir al juez hacia el Foro romano.

Pero aquel día, cuando él se presentase en la
domus,
ya sería demasiado tarde para ella. Para entonces ya se habría asfixiado completamente, mientras los lémures tironeaban de su cuerpo hacia algún infierno de donde solo podría rescatarla su único dios judío. Sería mucho tiempo sin poder respirar, mucho tiempo golpeándose contra la pared, aunque Dolcina le susurrara en arameo que aguantara, que resistiera con todas sus fuerzas.

Aunque ella ya no pudiese más.

Y es que Claudio Ulpio se había enfurecido tanto con Eitana que la joven llegó a pensar que la enviaría a flagelar con saña, como hacían los amos desbocados con sus pertenencias. Entonces la sangre explicaría lo que no evocaban las palabras. Entonces todo sería violento, pero nada más. Pero no había sido así. El
dominus
se había puesto su túnica, había abierto la puerta del
cubiculum
y había llamado a gritos al joven Prisco, quien había acudido obediente junto a su amo, cual perro adiestrado, como debía ser, tal como Eitana realmente no había sabido hacer.

—No permitas que esta malnacida se mueva de aquí. ¿Entendido?

El muchacho asintió con la cabeza y echó un vistazo a Eitana. Ella permanecía arrodillada, desnuda, intentando cubrir su cuerpo con sus brazos en cruz.

—¿Qué has hecho? —le preguntó recriminándola.

La judía temblaba y el llanto se había transformado en una angustia que sacudía su cabeza negando, pero sin responder.

—Está furioso. Hacía mucho tiempo que no lo veía así. ¿Qué has hecho, estúpida?

—Nacer mujer… y ser esclava —se le escapó balbuceando.

—Te matará.

—Prefiero morir que vivir de esta manera —dijo sin atreverse a ponerse en pie.

—No sabes lo que dices, mal agradecida.

Ella soportaba su humillación con su cuerpo convulsionándose de miedo, bloqueada por una incertidumbre que sabía que era el preludio de otro infierno.

—Yo tendré que obedecerle, ¿entiendes?

—Lo sé —masculló.

—Yo no quiero morir. Yo sí quiero vivir. ¡Eres una estúpida, muchacha! Una estúpida.

Ella solo hizo un gesto, y asintió muda, trémula como su corazón. Luego apareció el
dominus
nuevamente con cuerdas entre sus manos, y con Doma tras de sí.

—Átale los pies y las manos, Prisco.

Claudio Ulpio le pasó las correas y el esclavo caminó hacia Eitana.

—Si se lo pones difícil, Prisco acabará con tu vida ahora mismo, ¡desgraciada!

El muchacho se arrodilló ante ella y la miró a los ojos con deseo, reconociendo una beldad que él no podría saborear mientras la judía fuese la favorita de su amo, y Eitana extendió sus brazos hacia atrás, con sus manos cruzadas sobre sus nalgas, ofreciéndose para una inmolación desconocida, dejando que las ataduras rodearan sus finas muñecas, para luego sentarse y ofrecer también sus pies, que fueron atados de la misma manera.

—Vieja, ayuda a Prisco —dijo dirigiéndose a Doma—. Llevadla al
cubiculum
del fondo. Al de Livia.

—¿Al de la niña Livia?

—Sí, ¿qué no has entendido?

—Pero, amo, la habitación de la niña…

—Cállate —le ordenó, asestándole un puñetazo en la cabeza—. ¡Obedece!

—Lo siento, amo.

—Muévete, pues.

Prisco la sujetó de las axilas y Doma, como pudo, de los pies. Aunque su cuerpo era grácil y ligero, la esclava trastabillaba con el peso de la muchacha, que, entre zigzagueos y golpes, acabó siendo depositada en una estancia pequeña y desarropada, desprovista de cualquier detalle, excepto un pobre candil apagado y tres braseros que introdujo Dolcina después de que dejaran el cuerpo de Eitana junto a la pared. Luego, la esclava de Traconítide comenzó a cargar los calentadores con una espesa resina de alquitrán que fue encendiendo con brasas y, en poco tiempo, la tibia lumbre de los infiernillos quedó mitigada por la densa humareda tóxica que emanaba cada uno.

—Si quieres morir, morirás —le dijo el
dominus—.
Yo te enseñaré a respetar a tu amo.

Luego empujó a los esclavos fuera y cerró la puerta del
cubiculum
con una tranca.

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