—No, me consta —respondió el ordenanza.
—Estas fiebres se propagan así, entre la inmundicia. Lo peor sería si fuera la peste.
—Apenas nos hemos dado una vuelta por el mercado y hemos comido en una taberna. Nada más.
—No importa. Es suficiente para el contagio.
—Quizá solo se trate de alguna contaminación. Es mejor ver cómo evoluciona antes de alarmarnos.
El tribuno deliraba boca arriba, aparentemente sin percatarse de lo que hablaban cerca de él. Pero sí lo hacía, porque algunas horas después se lo contaría a Eitana, que no comprendía la lengua de los extranjeros.
—Creo que lo mejor es que la esclava se quede con él por el momento. Si fuera la peste…
—No lo creo, yo he hecho lo mismo que él —insistió su ordenanza.
—Es mejor prevenir. Podríamos contagiarnos todos. Y eso podría ser el fin.
El soldado miró al tribuno y luego a Eitana.
—Quédate aquí hasta que te avisemos —le dijo en su lengua, acompañándose de aspavientos.
Luego salió sin darle oportunidad a responder o comprender y ella permaneció con los ojillos abiertos como luciérnagas, humedeciendo el rostro del hombre con un paño. Entonces él abrió su boca reseca, pidió agua y, sorprendentemente, le contó lo que pasaba, incluso lo que habían hablado allí mismo momentos antes.
—Pero no temas. No voy a morir —le dijo débilmente.
Dos jornadas después, no solo no había mejorado, sino que parecía consumirse por un fuego interno. Tenía los ojos enrojecidos, inflamados, con el brillo de la muerte. Poco a poco, la garganta y la lengua enrojecieron hasta sangrar, y las palabras y la respiración se hicieron dificultosas en unos días más. Eitana consumía las jornadas encerrada en aquel recinto, afaenada en ayudarlo, pero aburrida y temerosa. Al cabo de una semana, el tribuno se aferró a la realidad y le señaló su alforja casi con voces guturales. Dentro, Eitana descubrió unas figurillas de madera que Marcius le pidió que extendiese sobre la mesa, y así lo hizo. Tiempo después, la muchacha descubriría que aquellos eran lares, divinidades protectoras de la familia, junto a las imágenes de Mercurio y Venus que siempre acompañaban al legionario.
—Velad por mí, y proteged a mi esposa y a mis hijos —musitó mirando hacia el improvisado altar.
Aquella frase la repetiría tantas veces que Eitana la habría de memorizar y comprender algunos meses después, cuando comenzó a entender el
latinum.
A medida que las horas fueron pasando, la agonía de Marcius Julius fue a peor, hasta que su aliento se volvió fétido y putrefacto, y su cuerpo comenzó a sumar flictenas y llagas. La muchacha tuvo que soportar con él su suplicio, intentando esquivar los esputos de una tos que lo asfixiaba, limpiando sus vómitos de bilis. El
naviculator
y el ordenanza observaban su agonía desde fuera, entre muecas de disgusto y repugnancia. Entonces Eitana imploró poder salir, pero aquellos hombres la amenazaron con lanzarla al mar.
Ella solo saldría de aquel ambiente con su amo vivo, o muerto.
Poco después de una semana de reclusión, su cuerpo comenzó a consumirse más rápidamente, y algunos dedos de sus manos comenzaron a desprenderse. Los estertores de la muerte y el fuego que arrasaba a aquel cuerpo no le impidieron dirigirse a Eitana y elevar su brazo cetrino y demacrado como un
signum
raído y derrotado.
—Toma mi anillo. —¿Qué?
—Mi anillo.
—¿Su anillo?
La niña observó aquel sello de plata con un visible grabado en su superficie.
—Debes ir a Capua… La villa de los… Julius.
Las palabras se le apagaban y la muchacha observó el anillo reluciendo ante ella, en el huesudo anular de su mano derecha, con su piel volviéndose pútrida.
—Prometí ayudarte. Cógelo.
—¡No puedo! —exclamó Eitana—. Creerán que lo he robado. No debo hacerlo.
—No lo dudes, pequeña —susurró—. Te estoy salvando la vida que te robaron. No lo enseñes a nadie, solo a mi esposa.
Entonces Eitana sujetó aquel sello y lo dejó rodar en la palma de su mano.
—Mi esposa es una buena mujer —jadeó como pudo—. Recuérdale que no ha habido ocaso que haya dejado de pensar en ella…
Se detuvo un instante. Le pesaban las palabras y se le consumía la vida.
—Repítele lo que te digo… Memorízalo: no ha habido ocaso que haya dejado de pensar en ella. Te ayudará.
Y ya no pudo continuar. Una tos mortal le arrancó sus últimas palabras, y el tribuno quedó sosteniéndose en el mundo por mero instinto, bregando por respirar obstinadamente. Pero instantes después murió con el rostro desfigurado, faltando apenas tres días para llegar a Ostia.
La obligaron a asearlo y amortajarlo con su manto rojo, sin ninguna ayuda y, cuando lo hubo hecho, por fin pudo salir del habitáculo, pero para arrastrar el cadáver hasta cubierta junto a un marinero. Lo arrojaron al mar sin más, como si temiesen que perdurara en cubierta. Luego la encadenaron entre las sombras del interior de la nave, y con los años no llegaría a comprender por qué no se deshicieron de ella también en aquel momento. Si alguien podría haberse contagiado de Marcius Julius era ella, pero el ordenanza insistió en que ella estaba bien, y que él mismo la arrojaría si en las próximas horas manifestaba algún síntoma, por leve que fuera.
Apartada de toda la tripulación, en el rincón más oscuro del almacén, Eitana se echó a dormir extenuada con el anillo de Marcius Julius bien aprisionado en su taparrabos. No sabía si iba a enfermar ella también, pero quiso pensar que aquel sería su salvoconducto, su oportunidad de no caer en las garras de una esclavitud infame. Y aunque no podía estar segura de nada, una gran esperanza acunó su cansancio durante aquellos días.
¿Quién sabía lo que le deparaba el destino? Quizá moriría, quizá viviría. En aquel momento, abrasada por el agotamiento, no le importaba. Pero quizá, de haberlo sabido, si los hubiese sorprendido un naufragio, muy probablemente a la joven Eitana, toda fuerza y valor, no le hubiese importado ser absorbida por el mar, como le había sucedido al profeta Jonás.
Cuatro días después, el ordenanza del tribuno la desencadenó sana y le hizo ascender las escaleras que conducían del vientre de la nave hasta la cegadora luz de una mañana de mediados del mes de
tammuz,
aunque Eitana siempre recordaría que llegaría a la ciudad de Roma en las calendas del mes de
julius
del año 54. No pudo despedirse del veterano marinero judío que le había llevado a hurtadillas agua y pescado salado durante aquellas jornadas de aislamiento, porque el legionario la empujó con prisas por la rampa de madera que conducía al puerto, sin dirigirle la palabra, con su expresión impávida y gris, cargando su alforja.
La muchacha llevaba el anillo de plata bien guardado bajo su túnica de lino, pero no le dijo nada sobre eso, sino sobre su destino.
—El tribuno me dijo que me dirigiera a Capua —pronunció en arameo.
El ordenanza le respondió con otro empellón y con un farfullo que Eitana imaginó detrás de ella, mientras esquivaban el gentío de diferentes razas que pululaba por la dársena.
—Él me dijo…
—Sile
—le mandó callar enérgico.
No abandonaron el puerto en ningún momento, sino que se embarcaron en una pequeña chalana que serpenteó el Tíber durante un par de horas, hasta el
Emporium,
situado en la orilla izquierda del río que ladeaba Roma, no lejano de las últimas pendientes del Aventino. Entonces fue cuando vio la ciudad de las siete colinas por primera vez. Aquella imagen fue inolvidable para ella, indeleble en su memoria. Era un horizonte exultante y colorido. Su retina fue seducida por el blanco vivo de las fachadas de las
insulae,
por las columnatas de mármol de los templos, por los tejados verde oro deslumbrando al sol y por las tejas de bronce de los edificios imperiales con la pátina verdosa del paso del tiempo. El asombro de aquella progresión de arterias por las que hormigueaba el pueblo la deslumbró tanto que apenas encontraba palabras para poder describirlo.
La inmensidad de la ciudad desbordaba su sorpresa. Nunca había visto nada semejante. Nunca sus ojos, acostumbrados a la insignificante Julias, habrían podido imaginar el esplendor y la ostentación de la capital del imperio. Por un momento se quedó tan conmovida que olvidó la presencia del legionario que la custodiaba con su
gladius
pendiendo de su cinturón de cuero, pero en cuanto atracaron, el soldado disolvió su abstracción con una maldición desconocida para ella y un nuevo empujón que quizá el tribuno no hubiese consentido, pensó ella.
El puerto se conectaba con un bullicioso barrio donde, con los años, sabría que residían esencialmente extranjeros,
peregrini
que se habían instalado para siempre en la ciudad, pero que jamás dejarían de serlo. Atravesaron el
Pons Fabricius,
con sus dos enormes arcadas sobre el Tíber y desde donde se divisaba la isla tiberina con el templo a Esculapio, dios griego de la medicina, y frente a ella, la magnífica arquitectura del teatro
Marcellus.
Avanzaron en dirección a la colina del Capitolio, pero nada más atravesar el puente giraron a la derecha en dirección al
Forum Boarium.
Eitana, de pronto, se sintió absorbida por la ciudad, por el retumbar del hierro de las ruedas sobre las losas de basalto, los gritos, los relinchos, los ladridos y el vocerío que surgía por todas partes. Un laberinto de callejuelas estrechas como senderos conducía a lo que más adelante sabría que era el Foro. Todo lo que veía bordeando el río era un dédalo de callejones oscuros, con sus asombrosos edificios hacinados y exhibiendo prendas tendidas en sus fachadas. En aquel momento todavía no lo sabía, pero eran las
insulae.
Anduvieron hasta encontrar una gran plaza delimitada por columnatas, entre cobertizos y tejados de teja donde se refugiaban comerciantes y animales. El estruendo del gentío, los olores de los establos y gallineros llegaba a los sentidos sorprendidos de la muchacha. Los enjambres de moscas buscaban los cuerpos desollados pendiendo de ganchos afilados. Había jabalíes, liebres, corzos, bueyes, jaulas de madera hacinadas de conejos. Pero el ordenanza de Marcius Julius no se detuvo allí y, mientras ella se extasiaba ante la admiración de tanta cantidad y variedad de animales como nunca en su vida había visto, la volvió a empujar con un insulto que ella no comprendió otra vez, porque quería que siguiera de largo.
Entonces, hacia el final del mercado, el aguijón del destino atravesó la última tibieza de su esperanza y vio las enormes jaulas atiborradas de hombres, mujeres y niños de aspectos orientales, asiáticos y africanos. Todos eran rostros sucios y dolientes, alejados de cualquier humanidad, desprovistos de cualquier dignidad.
Eitana se llevó la mano a la boca y se detuvo abruptamente, como si la certeza la hubiese abofeteado, pero el legionario la enganchó del brazo izquierdo y la arrastró hasta un hombre bajito y calvo que golpeaba con su vara el empedrado del suelo. Ella comenzó a negar con la cabeza y a intentar frenarse con los pies, mientras repetía el nombre de Capua, Capua, como si fuese su última oportunidad. Pero aquel muchacho se detuvo y la cacheteó con rabia. Tanto que la muchacha cayó al suelo de espalda.
—¿Qué me traes aquí? —dijo el mercader.
—Una judía a la que hemos tratado demasiado bien.
—¿Judía?
—Sí, acabo de llegar de Judea. Necesito venderla.
El hombre la escrutó de arriba abajo y luego dijo:
—Ciento ochenta denarios.
—¿Ciento ochenta denarios? ¿Qué estás diciendo? Sabes que vale mucho más.
—No sé. Los judíos tienen fama de salvajes y a la muchacha se la ve igual.
—¡Pero es joven! ¡Mira qué rostro! ¡Será una mujer hermosa! —le dijo mientras levantaba con sus dedos la barbilla de Eitana. Ella no se resistía, pero mantenía su mirada altiva, desafiándolo.
—Me da igual. Es lo que doy. Puedes buscar a otro si no te interesa.
El ordenanza hizo una mueca de disgusto, miró a la niña y luego dijo:
—Está bien. Ciento ochenta denarios.
El mercader miró a la muchacha y se acercó a ella hasta poner las dos manos sobre sus hombros.
—Fuerza tiene —comentó el soldado—. ¡Y mucha!
Luego dejó deslizar su tacto por su cuerpo y Eitana se revolvió.
—¡Vaya genio, muchacha! —dijo el hombre, mientras intentaba volver a acercarse hacia sus pechos incipientes y tiernos.
Pero ella nuevamente intentó evitarlo, y el mercader frunció el ceño mirando al ordenanza. El joven tiró la alforja al suelo, le sujetó los brazos por detrás y neutralizó sus movimientos. El mercader levantó su túnica, metió la mano derecha entre sus piernas y se hizo lugar para que sus dedos superasen el taparrabos de lino. Eitana sintió el dolor de la penetración, pero mucho más la lanzada que suponía para su dignidad. Sus ojos se agrietaron de lágrimas, pero se reprimió. El recuerdo de su nombre, fuerza y valor, como la habían nombrado nada más nacer, azuzó su arrojo, y aguantó con su ademán de odio apuntando al mangón, decidida a que su nobleza aleteara en su interior, como un gorrión que solo escaparía con la muerte.
—Es virgen —dijo al fin.
—Es virgen y hermosa. La venderás muy bien, ya verás.
El hombre arqueó sus cejas hacia arriba, abrió el talego de cuero que colgaba de su cinturón y sacó las monedas de plata. El ordenanza estiró la mano y el dinero tintineó sobre su palma. Eitana lo observaba todo rígida como un palo, masticando una rabia que se le habría de indigestar, pero todavía con el anillo que le había entregado el tribuno oculto en su cintura.
—Que Júpiter te proteja —le dijo el soldado recogiendo su alforja.
—Igualmente —contestó el mangón.
Luego se dio media vuelta, sin apenas mirarla por última vez, y dejó que lo engullera el gentío.
Su última noche entre cadenas había sido un oasis en el que no imaginó la siguiente. Almacenada como ganado en una jaula, apenas sin poderse mover, erguida gran parte del tiempo, compactada junto a rostros de más allá del Rin, de la Dacia, del Pontus o de cualquier otro lugar del Oriente. Sus semblantes estaban vacíos, resignados a su destino, atormentados por el miedo. El vaho del sudor, los orines y la cercanía de los animales se espesaba alrededor de los cautivos. Entonces Eitana lloró por segunda vez. Lo había hecho ante la crucifixión de su padre, que aunque parecía ya tanto tiempo atrás, había sucedido solo hacía unas semanas, y en aquel momento nuevamente, cuando no pudo soportar todo el peso de su zozobra.