Eitana, la esclava judía (7 page)

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Authors: Javier Arias Artacho

Tags: #Darama

Dolcina fue quien le contó que Efren no era un esclavo, sino la mano derecha de Claudio Ulpio. Su trabajo era protegerlo, porque su posición le granjeaba enemigos silenciosos e invisibles por todas las callejuelas de Roma. Por eso siempre lo acompañaba a la Basílica Julia a impartir justicia, y la mayoría de las veces que salía de la
domus
a cualquier otro lugar. Con el tiempo, Efren se había ganado el aprecio del juez, y no solo le confiaba la protección, sino también algunos asuntos importantes de su hacienda. Incluso algunas lenguas viperinas decían que más cosas también, y que hasta por las noches le calentaba su soledad. Pero nada de eso era así. Esos rumores apenas le arrancaban una mueca de sorna al sirio, y Dolcina sabía muy bien que vivía muy indiferente a aquellas esporádicas maledicencias. Ella lo sabía perfectamente. Lo sabía porque conocía a Efren y muchas más cosas que Eitana ignoraba entonces, pero que alguna vez acabaría sabiendo. Efren no era de esos, nada más lejos. No solo por cómo era él, sino por todo lo que Dolcina también sabía del juez, quien la solía llamar para desfogarse con ella con rabia y dolor. Además, a Eitana también le había contado que Efren no era un hombre normal, que el sirio había tenido el mundo ante sus pies, porque había sido un afamado gladiador hasta que inexplicablemente para muchos abandonó el circo para siempre.

Pero todo esto acabaría por entenderlo después, bastante después.

Por Dolcina también había sabido que Prisco, el portero que pasaba las horas holgazaneando sentado en una silla de un pequeño cuartucho junto a la entrada, había nacido esclavo en la misma ciudad y que su padre ya había trabajado como guardián para el padre de Claudio Ulpio. Según la esclava de Traconítide, él nunca había conocido el rigor de la esclavitud, aunque su vida fuese prácticamente invisible, sin aspiraciones ningunas y sin el brío necesario para alcanzar algún día una libertad que parecía no ansiar, porque jamás la había conocido y jamás la había esperado. Sin embargo, también le había mencionado que era muy poco de fiar, y que era capaz de traicionar a cualquiera de ellas simplemente para promocionarse frente a su amo.

Todo lo contrario a la anciana Doma, con casi cincuenta años, que, según le había narrado Dolcina, había ansiado ser libre desde que abandonó su malhadado origen. Esta vieja esclava había nacido en una penosa esclavitud, en las minas de Valdornia, en Hispania, pero cuando Júpiter se apiadó de ella abandonó a su padre con catorce años, sin que a él le importase demasiado ni a ella tampoco, porque había abusado de Doma desde pequeña, conviviendo con ella como animales, sin madre ni nadie más que pudiese protegerla en la vida. Su existencia y su belleza hubiesen sido enterradas entre aquellas piedras que escondían oro igual que había sucedido con la mujer que la había parido, pero gracias a todos los dioses de Roma fue vendida a un mercader que se dedicó a fornicaria durante todo el viaje, hasta que en la capital la vendió en el mercado y tuvo la fortuna de ir a parar a la esposa del juez. La
domina
le ofreció una vida bastante más tranquila, la ayudó a deshacerse del bulto de su vientre y le prometió una libertad que llegó a acariciar, hasta que los demonios se apoderaron de la
domus,
y sus esperanzas se derrumbaron del todo.

Durante aquel primer tiempo de esclavitud, Eitana se entregó a las tareas con el mimo de un orfebre, con toda la pasión que deposita un arquitecto en la consecución de una obra miserable, pero que le proporcionará un rédito. Efren le asignaba las tareas, Dolcina la ponía al día en los detalles, y el juez la observaba desde la distancia, como el depredador mide a su víctima entre la espesura de los bosques que rodeaban la ciudad, buscando el mejor momento para acecharla definitivamente y saciar un hambre que solo cesaría en pocas horas. A veces, el
dominus
la solicitaba para colocarle cuidadosamente su toga, otras para servirle algún banquete que se organizaba en la
domus,
pero la mayoría de las ocasiones pasaba junto a ella como si fuese un mueble, sin dirigirle la palabra, escupiéndole desprecio con la mirada.

—Debes estar preparada, Eitana —le decía Dolcina—. Un día te irá a buscar.

Pero la muchacha judía trabajaba con esmero, ingenuamente deseosa de que su suerte no habría de ser la misma que la de Dolcina, consciente de que el
dominus
la ignoraba entregado a sus asuntos en el escritorio del
tablinum
o fuera de la
domus,
cuando se dirigía a la Basílica Julia. Entretanto, Eitana se arrodillaba sobre los mosaicos y fregaba con celo hasta que los dibujos brillaban por toda la
domus;
en la cocina, lustrando el brillo de las cacerolas de cobre, las ollas de bronce y todas las sartenes que colgaban de la pared, mientras Doma se entregaba a los morteros y a las brazas para que la cena del
dominus
y sus visitas siempre estuviese a punto; cargaba la leña que depositaban ante el portón de la entrada; iba a la fuente a buscar agua cuando el pequeño acueducto que llegaba hasta la
domus
se obstruía; limpiaba las letrinas que acumulaban los excrementos que había que vaciar diariamente; hacía la colada de la casa removiendo la ropa durante horas en ánforas de orina y luego, junto a Dolcina, escurrían las togas, los mantos y las túnicas para secarlos en la terraza, donde después con un brasero le aplicarían el azufre para darle su aspecto blanquísimo.

Eitana y Dolcina solían compartir todas las labores, mientras la de Traconítide se sonreía por el vigor de la de Julias, quien intentaba congraciarse con la buena voluntad de Efren y con la de su
dominus,
como si en cada una de sus faenas su libertad estuviese más cerca y su dios le sonriese con caricias de esperanza.

Sin embargo, su compañera, que parecía sospecharlo, espoleaba su ánimo y quebraba su fe.

—Cada día estás más hermosa. El amo nunca te dejará escapar.

Eitana callaba y continuaba ovillada junto a ella, tirada en el suelo de la cocina, donde las noches cada vez eran más frías después del calor estival.

—Tienes que estar preparada. Una esclava siempre debe estarlo.

—¿Preparada para qué?

—Para que seas tú la que acuda cuando te llame.

—Quizá no lo haga.

—¡Oh! Sí lo hará, claro que sí. Pronto lo descubrirás tú misma. Ojalá me equivocase, pero no es así. Estoy convencida.

—Las cosas no son siempre como uno las imagina —dijo la muchacha ahondando en su memoria—. A veces Yahvé te sorprende.

—Eres demasiado hermosa para que el amo te esquive. De hecho, yo ya lo he visto en su mirada.

—El juez me ignora —aseveró Eitana.

—Eso es lo que piensas tú, muchacha. Todavía no has entendido nada, Eitana, porque en el fondo no entiendes para lo que has venido a esta
domus,
¿sabes?

—¿A qué he venido? Dímelo.

La de Traconítide calló y se mantuvo en silencio con su cuerpo pegado al de la joven judía. Estuvo así durante algunos instantes, quizá barruntando qué contestarle. Luego le dijo:

—Has venido a sobrevivir, Eitana. ¡Y eso se lo debes a Efren!

Aquel día no hablaron más. La joven se acurrucó bajo el manto de lana buscando más calor. De pronto, Eitana no pudo evitar sentir el peso de la soledad, como si fuese un pequeño cascarón en medio de la inmensidad del mar que había atravesado, y que la acechaba. Sin poder evitarlo, unas frías lágrimas comenzaron a surcar su nariz, y apretando los párpados intentó imaginar qué sería de su madre y de sus hermanos. ¿Acaso podría conseguir otro marido? ¿Acaso habría tenido que abandonar Julias? Eitana, que todavía no podía perdonarle que ni se hubiese acercado para decirle adiós, podía comprender el rigor de sus vidas y que Yahvé había sido demasiado severo con las descendientes de Eva. Desde hacía tiempo sabía que era inútil llorar, sabía que era estéril arrodillarse para pedir clemencia. Las mujeres debían ser como Rut, la moabita, que había vencido el miedo y se había enfrentado a un país extranjero junto a su suegra Noemí. Con miedos, pero decidida, con la fuerza y el valor que llevaba dentro, como el rugido de un león, como siempre había querido ser ella.

Fue por eso por lo que aquella noche, antes de dormirse, Eitana le suplicó a su dios ser como ella, como Rut, o al menos no olvidar que deseaba serlo.

8

El rigor del invierno sucumbía con las primeras flores, y Eitana se hermoseaba cada vez más mujer. La helada y densa niebla matutina comenzaba a evaporarse sobre las siete colinas de Roma, y la humedad dolía menos en la piel. El sol volvía a ser intenso iluminando el
impluvium
del atrio y la
domus
recuperaba algunos reflejos que las sombras invernales habían engullido. Los meses pasaban, casi un año después de haber llegado, pero ella a veces sentía que el tiempo se le estancaba.

Las jornadas eran iguales, y solo el recuerdo a veces las hacía insoportables. En algunas ocasiones, aquella esclavitud monótona llegó a parecerle hasta apacible, y mucho menos terrible que lo que Dolcina le auguraba cuando le hablaba del amo. Sin embargo, el hastío empastaba todos los días iguales y amasaba un sinsabor que parecía habría de aletargar toda su existencia y su voluntad.

Era entonces cuando más comprendía que la esclavitud podía ser mejor o peor, pero nunca dejaba de serlo.

No obstante, Eitana siempre pensó que las cosas podían cambiar. Cambiar a mejor. Era su forma de vivir y de ser. Y eso fue lo que pensó el día que Efren la arrancó de su soledad y le dibujó otro mundo. Fue un día más, inesperado, en el que, como casi diariamente, el sirio había acompañado al juez hacia el Foro. Pero aquella jornada algo había cambiado. Algo se había vuelto diferente, porque Efren había vuelto a la
domus
en busca de ella.

—Prepárate, vamos a salir.

—¿A salir? ¿Adónde?

—Al Foro. Desde que has venido, lo máximo que has conocido son las callejuelas que nos rodean. Será útil que sepas dónde se resuelve todo en Roma, y dónde trabaja tu amo.

—Pero el juez puede llegar a molestarse. Quizá no sea tan buena idea, Efren.

—Si yo te digo que puedes venir, vienes —aseveró con firmeza—. Prepárate y no pongas más inconvenientes.

La joven se sorprendió. Desde que había llegado, era la primera vez que saldría de la
domus
más allá de la fuente. Su mundo en el Aventino se había limitado a la azotea, y la ciudad era un vago recuerdo que había deslumbrado sus ojos cuando aquel día de verano llegó a Roma conducida por el ordenanza del desgraciado Marcius Julius.

Eitana corrió a la cocina, se alisó rápidamente el cabello, lo sujetó con una pinza de madera, se lavó la cara y se puso su otra túnica, la que estaba limpia. Efren, al verla con el pelo recogido y su cara transparente, sonrió y titubeó al decirle que estaba hermosa.

—Era de Doma. La pinza me la regaló ella —se justificó percibiendo su cálido asombro.

—Te queda muy bien. No tienes que pedir perdón por ello. Ahora vámonos.

Caminaron hacia el centro, en dirección opuesta al Tíber por entre las callejuelas. Efren iba distendido, mucho más afable que el día que la había comprado en aquel mercado denigrante. Era la primera vez que volvían a estar solos, incluso la primera vez que la trataba como a un igual, y no como a una esclava que debía desnudarse para aprender de la humillación. Era extraño, pero durante todos aquellos meses la relación con él había sido buena, pero demasiado escasa y esporádica. Algunas veces solía mirarla en silencio mientras faenaba, incluso otras llegaba a preguntarle cómo le iba con el idioma, si entendía bien al juez o si obedecía en todo lo que se le pedía. Entonces ella asentía con la cabeza y continuaba con su labor, mientras él desaparecía repartiendo órdenes a los otros esclavos, como si aquella relación fuese un trámite, como si su amabilidad fuera un descuido que había que subsanar.

Fue por eso por lo que aquel día todo fue tan extraño. Efren bromeaba, reía y le explicaba los secretos de una ciudad salpicada de edificios, templos y plazas. Por otra parte, ella ya tampoco era la misma, porque aquel mundo se le había hecho habitual a la retina y su oído comprendía mucho mejor todo. Sin embargo, no pudo dejar de fascinarse al ver la explanada del Foro, con aquel blanco deslumbrante, con aquellas edificaciones exaltadas por un sol demasiado diáfano. Templos y edificios se asomaban a ambos lados de una plaza lustrosa, de enlozado travertino, superponiéndose en la ladera del monte Capitolio. En medio de todo, tres árboles: una vid, una higuera y un olivo. A los pies del templo de Saturno, una gran columna de bronce que indicaba el centro del imperio, con las distancias a las principales ciudades grabadas en ella. Era la
hora quinta
y la plaza bullía por todos los rincones. Eitana todavía no sabía que estaba en el centro de todo, en el centro del mundo.

—Si alguna vez quieres enterarte de algo, es aquí donde tienes que venir, muchacha —le dijo Efren.

—No puedo salir de la
domus,
¿por qué me dices esto? Tú lo sabes mejor que nadie. ¿Acaso te burlas de mí?

—Pero quizá alguna vez el juez te envíe.

—Quizá —dijo la muchacha indiferente.

—Él confía en ti, Eitana. Muchas cosas pueden cambiar para ti, pero es momento de que no lo traiciones, ¿me entiendes?

—Intento comportarme con él lo mejor que puedo.

—Lo sé. Pero me refiero a partir de ahora. Claudio Ulpio quiere confiar más en ti, y esto te traerá algunos beneficios, ya lo verás. Es importante que no le falles y que aprendas a ser feliz con lo que tienes.

—Mi felicidad se quedó junto al lago Genesaret —casi murmuró la muchacha, aunque el sirio la comprendió.

—El tiempo puede curarlo todo, Eitana. ¿Quién sabe? De momento tu amo está contento contigo, y quiere que sepas dónde puedes encontrarlo ante cualquier emergencia.

—¿Él te pidió que me trajeses aquí?

—Sí, me lo pidió él. ¿Qué te parece? Eso es bueno para ti. Le has entrado por buen ojo porque has controlado tu carácter.

—Hasta ahora no me ha servido de nada —pronunció con tono resignado.

—¡Te equivocas! Ha servido para que te trate bien y hoy, por ejemplo, ya puedas venir conmigo. Te aseguro que el juez puede ser terrible si quiere. —Y al decirlo desvió su mirada y la clavó en el suelo durante unos instantes. Luego continuó—: ¡Puede llegar a ser temible! Es mucho mejor que te aprecie, Eitana. Créeme.

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