Eitana, la esclava judía (2 page)

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Authors: Javier Arias Artacho

Tags: #Darama

—No te vayas, por Yahvé —le dijo Joel sujetándola del brazo.

—Suéltame.

—Escucha primero a nuestra madre, Eitana.

—Quiero verlo con mis propios ojos.

—Espera, piensa. Si ella dice que no vayas, no debes ir.

—Déjame. Yo no soy una cobarde. Solo a mi padre he de obedecer —gritó nerviosa.

—Te arrepentirás, Eitana —elevó la voz su madre—. Te arrepentirás. Solo te hará más daño.

—No os reconozco. Vuestro miedo me da vergüenza.

La última palabra pareció escupirla sobre su hermano y, desasiéndose de las garras de sus dedos, escapó hacia el laberinto de callejuelas y casas, en el sentido contrario al lago, con su ánimo bien dispuesto a cambiar el mundo.

Sin embargo, años después, siempre se arrepentiría de no haber echado un último vistazo a los dos pequeños, a los que jamás volvería a ver, a los pobres Atzel y Benami.

Su padre languidecía pendiendo de un madero, junto al otro jornalero rebelde. Los habían colgado observando la campiña, a la vista de todo aquel que entraba en la ciudad. Cuando Eitana llegó al lugar, sintió que su corazón repicaba sordo como los tímpanos, y su imagen agónica le arrancó un alarido que, de haber tenido más fuerzas, podría haber sido el rugido de un león. Sin embargo, sus sandalias desgastadas no se detuvieron con el miedo y corrió hasta la escena del suplicio, donde unos troncos de cedro sostenían la vida de su padre. Frente a ellos, unos soldados sujetaban sus
pila,
con túnicas claras y cortas, sin sus mantos púrpura, sin sus broches de bronce relucientes, sin sus cotas protectoras, con su pelo corto y sus miradas torvas, soportando el calor que comenzaba a caldear la tierra.

La niña trotó enfurecida y se arrodilló frente a su padre. Su cabeza pendía exhausta, con sus labios resecos y sus ojos casi desencajados. Observó su cuerpo completamente desnudo, con todo su peso apoyado sobre sus pies cruzados y ensangrentados, atravesados por un gran clavo oxidado; sus brazos se extendían como las alas de una paloma desgarrada, con los dedos atrofiados y las muñecas goteando su vida sobre la tierra teñida de bermellón. No llevaba mucho tiempo crucificado, por eso pudo mirarla con tristeza, aunque todavía firme, y decirle desde lo alto que se alejara de allí, por lo que más quisiera, que se alejara de allí inmediatamente.

Eitana estaba sobrecogida, con el odio rugiendo su pequeña existencia. Se abrazó al tronco mal tallado y con sus manos acarició los pies de su padre y dejó que su sangre le ungiera su rostro y su cabello.

—Corre, muchacha. Corre. Déjame solo.

—Pero ¿por qué? —gritaba ella—. ¿Qué has hecho, padre? ¿Por qué?

—Vete, Eitana. Por Yahvé, vete.

—¡Cómo he de dejarte! ¡Dime!

—Tienes que hacerlo —exclamó sufridamente.

Los soldados, que habían permitido a la niña hacer, acabaron por intervenir. Unos de los tres la atrajo hacia atrás estirando de sus hombros, hasta que cayó al suelo de espaldas.

—Vete —le dijo en un arameo incomprensible.

La muchacha se incorporó y se lanzó sobre aquel centinela entre patadas, gritos e insultos. Los otros dos se miraron con asombro y soltaron unas risotadas, pero aquel soldado ni titubeó. Le dio un bofetón y Eitana volvió a caer en tierra.

—¡Eres como tu padre! —le dijo—. Y nosotros a los rebeldes los tratamos como se merecen. Acabas de elegir tu destino.

El padre de Eitana se revolvió con un grito de dolor, mientras la niña sollozaba desde el suelo.

—Marco, ¿quieres que se la lleve al tribuno? —le dijo uno de los otros dos.

—Sí. Mira qué rostro —contestó sosteniendo su cara desde la barbilla—. Será una mujer hermosa. Seguro que Publio Lucilio sabe qué hacer con ella. Nos lo agradecerá, ya verás.

Ella no dejaba de forcejear, intentando buscar con la mirada a su padre, y recordaría muy bien cuándo supo que el espectáculo había terminado y que su padre ya estaba muerto antes de estarlo.

—Nunca dejes de luchar, Eitana. Sé fuerte. No lo olvides, sé fuerte —le gritó por última vez, exhausto, sin poder ni lagrimear.

—¡Padre!

—Eitana. ¡Mi querida Eitana!

Fue su último recuerdo. El soldado comenzó a arrastrarla hacia la ciudad y Eitana se dejó conducir después de algunos golpes y tirones de pelo. Entre el gentío que observaba aquel castigo ejemplar desde la distancia la niña pudo identificar a su madre, que golpeaba sus mejillas con sus palmas abiertas, histérica y distante.

Pero no se acercó. La dejó marchar amedrentada, temerosa no tanto del presente como del futuro.

2

A Eitana la arrastraron con una docena de prisioneros más rumbo a la ciudad de Cesarea. La centuria de la X Legión se había puesto en marcha hacia la costa al caer de la jornada en que vio a su padre por última vez. Julias había silenciado las calles para ver marchar a los soldados tras un
signum
enarbolado por un estandarte. En él, un águila y el nombre del emperador Claudio, aunque la niña en aquel tiempo todavía no sabía leerlo. Mientras tanto, los reos aún colgaban crucificados, desvaídos como pellejos, y el pueblo masticaba un miedo que Eitana entonces no comprendía del todo. Pero ella ya no los vio, como tampoco a su madre ni a su hermano Joel. A la
hora duodecima
de un mes de
sivan,
la muchacha enterró su infancia con el desaliento de la soledad empujándola hacia el futuro.

El
Primi Cohortis
Publio Lucilio ordenó marchar durante toda la noche. Eitana era la única mujer entre los cautivos y estaba poco acostumbrada al trote que se hizo intenso hasta el amanecer. Entonces, después de apenas un receso, la niña se dejó caer jadeando vencida, mientras los caballos se alejaban delante de ella y los infantes se le echaban encima con el cuero de sus sandalias afiladas zarandeando su cuerpo, como si fuese un animal.


Extolle
[1]
—le exigió uno de los soldados que avanzaba hacia ella.

Eitana ni levantó la cabeza. El desánimo le había endurecido las piernas y las sombras de su mente aletargaron su voluntad.

—Levántate —le dijo uno de los prisioneros que marchaban junto a ella.

Era un muchacho joven, con su rostro magullado de arañazos y su torso completamente desnudo.

—Ven, levántate. No empeores las cosas, niña.

Pero toda la energía que creía que le quedaba la utilizó para desasirse de la ayuda del hombre, y persistió sentada con los ojos clavados en el polvo del camino.

—Exfolie, canis
—insistió furioso bajo su yelmo de bronce.

Pero Eitana resoplaba el aliento del odio y rabiaba de rencor. Por eso no se movió. Entonces el legionario comenzó a arrastrarla de un brazo, mientras la pequeña se sacudía entre patadas y gritaba que no podía más, hasta que a los pocos pasos el soldado se hartó y gritó:


Retardate, retardate.
>
[2]

La caballería se detuvo y al poco tiempo el trote del alazán del tribuno se fue acercando hasta situarse junto a ellos. Publio Lucilio simplemente lo sondeó con la mirada y el legionario se quejó de que la muchacha no se quería mover. El tribuno esbozó una mueca cruel, descendió de su caballo y buscó una cuerda en su montura. Se acercó a Eitana y le dijo en un arameo improvisado:

—Eres de la misma casta que tu padre, judía. Yo te voy a domesticar.

Entonces, mientras el soldado le sujetaba los brazos unidos en paralelo, el tribuno le rodeó las muñecas con la soga, hasta que quedó completamente inmovilizada.

—Ahora caminarás más rápido. Si no, te arrastraré hasta Cesarea viva o muerta.

Eitana apenas se pudo resistir y cuando vio que el otro extremo se sujetaba al caballo, suplicó con sus lágrimas ya resecas. Pero el tribuno no cedió. Montó sobre el alazán y comenzó a trotar. Entonces la niña avanzó con pasos rápidos, con sus brazos extendidos hacia delante por las sacudidas de la cuerda. Sus piernas acalambradas se movían dolorosamente bajo su túnica, y por primera vez en su vida imaginó que iba a morir.

A la
hora nona
de aquella segunda jornada atravesaron la puerta sur de Cesarea, a pocos metros del gran anfiteatro orientado hacia el mar. El sol relumbraba sobre las cotas de malla y los cascos flameando sus plumas. Desde la mañana, solo habían vuelto a hacer una parada que a Eitana no le sirvió para evitar orinarse encima. Al sentir el empedrado de las callejuelas que conducían hacia el mar, creyó que su extenuación no le permitiría tambalearse más, y el colapso de sus piernas la hizo tropezar como lo había hecho otras veces, pero en esta oportunidad ya sin el arresto y la habilidad para ponerse en pie. El caballo de Publio Lucilio trotaba al frente de la centuria, por delante del
signum,
orgulloso de volver a la ciudad. Tardó varios trotes en percatarse de que la muchacha era arrastrada como una rama seca, hasta que la voz del centurión se lo hizo saber.

Pero al tribuno no le importó. Y continuó avanzando.

Ya se podía divisar la curvatura del circo y los muros del palacio que se proyectaba sobre un promontorio rocoso que se adentraba en el mar azur. Un vergel de mangos, bananos, palmeras y sicomoros escondía las formas de la residencia del procurador Marco Antonio Félix y los cuarteles de la X Legión. El cuerpo de Eitana golpeaba exangüe contra la calzada y los viandantes de Cesarea, que se allegaban para ver al ejército, hacían mohines de tristeza, como si aquella compasión pudiese ayudarla de alguna manera. En su piel reseca y polvorienta se dibujaban hilos de sangre que recorrían sus brazos extendidos y su rostro todavía núbil.

El tribuno Lucilio continuó avanzando hasta atravesar las puertas de la fortaleza, y solo cuando todos los hombres estuvieron albergados bajo las sombras del jardín que conducía al palacio se detuvo.

La niña era un harapo sucio y herido que pronto llamó la atención.

—¿Qué es esto, Publio? —le dijo un hombre vestido con una larga túnica roja que le llegaba hasta las rodillas. Masticaba distendidamente un higo mientras se paseaba hacia ellos.

Publio Lucilio giró su cabeza e identificó la voz. Era la del tribuno Marcius Julius.

—Estimado Marcius, ¿a qué te refieres? —le contestó descendiendo de su caballo, con su expresión imperturbable y cínica.

—Sabes perfectamente a lo que me refiero. A la niña.

—¿A esto llamas niña? —Y se acercó a su cuerpo extendido boca abajo para girarlo con el movimiento de su bota polvorosa.

El tribuno Julius llegó frente a él, lo miró a los ojos y luego se agachó para observar el rostro de la muchacha. Los arañazos en su rostro sucio no le impidieron mantener sus ojos débilmente abiertos, titilando un valor que el romano supo reconocer enseguida.

—¿De dónde vienes?

—Venimos del norte, de Cesarea de Filipo.

—¿Y qué ha pasado?

—Una emboscada en Julias cuando unos hombres rodeaban la ciudad. Quisieron sorprenderlos porque eran pocos, pero los redujeron sin problemas. Esta es la hija de uno de los rebeldes. El resto estaban en prisión por otros asuntos. Los voy a enviar al mercado de esclavos.

—¿Y esto a qué viene? ¿Acaso crees que era necesario este espectáculo?

Marcius Julius lo dijo todavía agachado, mientras se erguía para quedarse frente al otro.

—Faltó al respeto a uno de mis hombres, Marcius —le dijo despectivamente, apuntándola con una mueca de asco—. Es igual que su padre. Es una víbora.

—¿Y dónde está?

—¿Dónde está quién?

—Su padre.

—Lo crucificamos junto a otro en Julias. El resto de los rebeldes murió en la emboscada. Nos mataron a un soldado.

—¿Crucificasteis a unos hombres?

El tribuno Publio Lucilio lo miró con aspereza. Su rostro dibujó una sonrisa falsa y luego se giró dándole la espalda, buscando nuevamente su caballo.

—Creo que tú no eres el gobernador, Marcius. Es Félix, y está ahí dentro —le dijo señalando hacia el palacio—. ¿No crees que he sido demasiado amable dándote tantas explicaciones?

—Toda la provincia se está agitando. Surgen refriegas por todos los rincones porque los judíos están enardecidos, ¿y tú provocas así al pueblo? —Y señaló a la niña.

Lucilio se volvió de nuevo soliviantado.

—¡Mide tus palabras! Hace nada tuvimos que acabar con ese charlatán egipcio que quería tomar el control de Jerusalén. Tuvimos que combatir duramente contra sus hombres y tú estuviste allí, ¿recuerdas? Entérate, Marcius, esta región requiere de mano dura porque hay muchos egipcios como el que matamos, muchos rebeldes como el padre de esta alimaña.

—No creo que Marco Antonio piense igual.

—Félix piensa lo mismo que yo, y tú deberías pensar igual. Si no, no puedes permanecer aquí.

—Gracias a Minerva ya poco me queda en la provincia, pero no creo que el gobernador piense lo que tú.

—¿Por qué? Dime.

—Justamente por lo que estamos comentando. Todo está demasiado tenso como para ir provocando y excitando a los judíos. Julias se habrá quedado encendida, y pronto el rumor se extenderá por Séforis, Tiberias y demás.

El tribuno elevó los hombros con un gesto de menosprecio. Luego, como si no le importase nada, se quitó su yelmo y con un pellejo de cuero que le pasó el centurión se empapó la cabeza.

—¿Qué harás con la niña?

—Me la quedaré. Yo sabré amansarla, ya verás. —Y esbozó una mueca irónica.

—Te la compro.

—¿Que me la compras? —se asombró echando levemente su cabeza hacia atrás.

—Lo que has oído. Te la compro.

—Lo siento, Marcius. La quiero para mí.

El tribuno Julius bajó la mirada y se encontró con el cuerpecillo de la niña ovillado con su túnica ennegrecida y con sus cabellos negros blanqueados por el polvo.

—Te doy ciento cincuenta denarios.

—¿Crees que es una mula? ¡Estás loco! En el mercado me darían el doble. Además, ya te he dicho que me la quedo.

—¡Eso no es verdad! Sabes que es más que justo.

Lucilio hizo una mueca de desinterés. Y se rió.

—¡No está en venta!

—Pues trescientos.

El tribuno agigantó sus ojos y se rascó la cabeza. Su cabello negro y ensortijado rayaba algunas canas y estaba empastado por el sudor bajo el yelmo.

—¿Trescientos denarios? —preguntó incrédulo.

—Así es.

—Tú estás loco, Marcius.

—Me interesa. Mi mujer necesita alguna esclava más, y en Roma tendré que comprarla de todas las maneras.

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