Eitana, la esclava judía (10 page)

Read Eitana, la esclava judía Online

Authors: Javier Arias Artacho

Tags: #Darama

Las horas la fueron aplastando. La masa invisible de la oscuridad se convirtió en un conglomerado de vaho pegajoso abultando la habitación y oprimiendo su respiración con un olor sucio y doloroso, con una insoportable hediondez que la iba matando poco a poco, mientras el calor aumentaba, mientras el aire se consumía y el velo de su triste ocaso la amortajaba entre las sombras.

El sudor empapó su cuerpo desnudo y la tos quebró su cuerpo inmovilizado. Entonces, como último recurso para sobrevivir, Eitana se sumergió en sus recuerdos, humedecida por la brisa del Genesaret, donde sus hermanos acabarían de crecer y su madre malviviría sin nadie que la tomara como esposa, ya demasiado vieja.

Solo aquel mundo anidado en su cabeza la rescató de su agonía final, y su aliento la ayudó a soportar algunas horas más.

Pero luego todo fue imposible. El tiempo, la angustia y la tos fueron venciendo una existencia que se consumía entre gritos y espasmos, mientras Dolcina lloraba del otro lado de la puerta y la muerte la acechaba sin ningún pudor.

Se asfixiaba. Como si estuviese siendo descendida a la boca de un volcán. Se asfixiaba de calor. El aire era irrespirable y la resina había comenzado a lastimar su pecho, que la aguijoneaba al ser henchido. Se asfixiaba con la boca abierta, jadeando como un pez abandonado sobre la orilla, agitando su cuerpo como un látigo, con sus ojos bien abiertos, angustiados y aterrados.

De nada le sirvieron sus alaridos, de nada los golpeos de su cabeza contra la pared, de nada arrastrarse como una infecta serpiente para aspirar un hilillo de aire que se filtraba por debajo de la puerta. De nada servía nada con sus manos atadas. El
dominus
había decidido estrangularla con aquel pavoroso calor, con aquel humo espantosamente negro e insalubre.

Nada podía hacer ya. Ni siquiera apelar a la apagada esperanza de Efren, que solo Yahvé sabría en qué amanecer volvería a ver.

Ya no podía esperar más, porque ya no podía respirar más.

Entonces cerró los ojos en la oscuridad y anheló que algún ángel recibiera su último aliento y lo llevara hasta el Creador. Allí, por fin, podría abrazar definitivamente a su padre, aquel hombre a quien tanto había amado y al que ya no veía en una cruz, sino llamándola hacia su barca, meciéndose en un más allá que Eitana estaba a punto de descubrir.

11

Pero no pudo hacerlo. Permaneció anclada al mundo, y cuando abrió los ojos el infierno no había acabado. Estaba tendida boca arriba en otro
cubiculum
de la
domus,
mientras Dolcina le empapaba el rostro con un paño húmedo y la observaba quedamente mientras le sonreía.

—¡No has partido, pequeña mula!

—¿Qué ha sucedido? —dijo todavía algo confusa.

—Que los manes están contigo y no te han dejado morir.

—¿Fue Efren?

—Fue el amo. El amo te sacó.

La muchacha se sentía débil, con una gran pesadez en la cabeza y su cuerpo atropellado por una astenia que no le permitía alzar los brazos.

—¿Por qué?

—Porque le interesas. De otra manera, te hubiese dejado ahí.

—Es realmente lo que deseaba, Dolcina.

—¿Quién? ¿Tú o el amo?

—Él, es lo que deseaba él. Y al final yo también.

—Si hubiese deseado que murieses, no me habría hecho abrir.

—Algo lo habrá hecho arrepentirse. Me quería muerta. Lo sé.

Eitana cerró los ojos, aspiró todo el aire que pudo por la boca y luego lo espiró lentamente. Luego Dolcina le dijo:

—Faltaba poco para el amanecer cuando el
dominus
se me acercó y me preguntó si todavía oía algo. Yo estaba junto a tu puerta, esperando que los espíritus de la
domus
te ayudasen, pero yo creía que no lo harían, y menos el de ella, la pobre niña Livia. Cuando el amo me preguntó, yo le dije que no, que no oía nada, que hacía algún tiempo que habías dejado de moverte, que no te dejara allí. Pero no tuve que suplicarle demasiado, porque rápidamente me pidió que abriera, Eitana, y todavía no entiendo cómo estás viva. Al abrir la puerta tuve que apartar tu cuerpo y un espeso y oscuro humo escapó hacia fuera como una bocanada del averno. Estabas ennegrecida, empapada de arriba abajo, y te arrastré hacia fuera mientras el amo esperaba. El aire del
cubiculum
era irrespirable. Apenas entiendo cómo la niña Livia no te llevó con ella.

A la muchacha todavía le costaba respirar. Estaba exhausta, pero aún tuvo fuerzas para preguntar.

—¿Y Efren?

—¿Efren qué?

—¿Qué ha dicho?

—No dijo nada. Esta mañana el amo le contó que había tenido que darte una buena reprimenda, que no había podido soportar tu falta de respeto. Luego se fueron hacia el Foro, como siempre.

—¿Y no me vio?

—No te vio. Se fueron enseguida.

El semblante de Eitana se nubló y pensó que no debía engañarse. Nada podía esperar de aquel sirio. La jornada anterior la había confundido, pero realmente nada podía esperar de él. Aquella noche podría haber muerto sin que le importase demasiado, sin apenas preocuparse más que en ir en busca de otra esclava joven al
Forum Boarium.
Al fin y al cabo, si el
dominus
decidiese matarla, probablemente él la dejaría morir sin más, sin decir ni una palabra. Estaba equivocada si pensaba que podía depositar la más mínima esperanza en él. Su vida pendía de unos hilos que Yahvé extendía desde el cielo, pero que el juez Claudio Ulpio podía cortar cuando le diese la gana, sin que ningún Efren interfiriese en su propósito.

—Fui una estúpida, Dolcina. Antes de creer que iba a morir, pensé que él me podría ayudar.

—Él no puede interferir en las decisiones del amo, pero sí influirlas. Y cuando puede, lo hace. Créeme.

Eitana esbozó una pálida sonrisa y volvió a cerrar los ojos. La de Traconítide se la quedó mirando, como si la joven hubiese vuelto de entre los muertos. Continuaba empapando su rostro y lavando los restos de la resina que se habían untado en su rostro.

—Tú no conoces a Efren —le dijo Dolcina.

—Son demasiadas cosas las que no sé de esta
domus,
eso sí lo sé.

—Nunca dudes de Efren. Es el único que te puede ayudar aquí.

Eitana volvió a cerrar los ojos y negó tenuemente con la cabeza. Una mueca de resignación dejó traslucir sus pensamientos.

—Te equivocas —insistió ella—. Sé de lo que hablo. Yo ya estaría muerta si no fuese por él.

Eitana había escuchado aquella historia sin sus detalles, pero Dolcina aquel día casi lloró en su oído, tendida a su lado. Fue así como conoció su pasado, fue así como supo qué podría haber sido de ella si aquel ordenanza de Marcius Julius, el tribuno que le había entregado su anillo, la hubiese conducido directamente a un lupanar en lugar de aquel denigrante mercado.

Dolcina sí había conocido el rigor del prostíbulo siendo todavía apenas mujer, recién llegada de un pueblo de Traconítide llamado Canata, con una madre que, desde la tarima de esclavos, ya no tuvo más lágrimas para llorar cuando su rufián se la llevó empujándola calle abajo. Así fue como acabó en el barrio de la Suburra, entre las colinas del Viminal y el Esquilino, un enredo de calles irregulares que contrastaban con el orden romano, atestado de vendedores ambulantes, charlatanes, nigromantes y lupanares. En un bajo sucio, entre ratas, basuras, cánticos, carcajadas y borrachos, un tunante llamado Trifón la desvirgó por primera vez. Entonces ella era Anan, pero a aquel bribón se le ocurrió que Dolcina atraería más a una clientela que fornicaba por dos ases, el precio de un vaso de vino agrio.

Su vida en aquella covacha había sido un averno que ella jamás pudo imaginar. En un
cubiculum
con cortinas raídas y sexo sobre un fétido jergón a cualquier hora, la muchacha que alguna vez se llamó Anan acabó por amputarse su pasado, para que las punzadas de la memoria no la consumiesen definitivamente de pena. Tal como le había narrado a Eitana, una esclava solo podía pensar en sobrevivir y, para hacerlo, debía salvar lo más importante que tenía: la vida.

Habían sido cinco años, pero Dolcina entonces había perdido la cuenta. Con su pelo tintado de azul y su ropa ligera, copulaba con desparpajo, mientras gritos e improperios surgían de los rincones apenas velados. Poco antes del amanecer, cuando los farolillos que atraían al burdel comenzaban a consumirse, cuando las calles volvían a despertar, y los esclavos conducían el traqueteo de los carros cargados de mercancías entre los primeros ladridos de los perros, entonces a Dolcina a veces le daba por llorar y soñaba con un amo bueno, ya ni siquiera con la libertad.

La mujer también le había contado a Eitana que Trifón daba feroces palizas a sus esclavas, y mientras los puñetazos impactaban como arietes en su estómago, aquel rufián les decía que era por su bien, que un niño entre sus brazos les haría mucho más daño. Por eso frecuentemente se intoxicaba de ruda, mirto, mirra y pimienta, hasta que los coágulos de sangre se le resbalaban entre las piernas y un cliente ansioso esperaba para que lo sirviese aunque Fuese con la boca.

Sin embargo, algunas veces no servía de nada, aunque se untase con aceite de oliva rancio, miel, resina de cedro o savia de bálsamo. Ni siquiera los mechones de lana fina bien dentro de su orificio. A veces, todo era infructuoso y Trifón se enfurecía tanto que el niño nacía muerto por la somanta de su amo. Y si era parido vivo, peor para el crío, porque desaparecía sin más, sin que ninguna de ellas supiese adónde eran lanzados. Para las meretrices, la curvatura del vientre era una desgracia tal que muchas se abrían las venas por desesperación.

Dolcina ya había visto muchas de estas cosas cuando nuevamente volvió a sentir los síntomas de un embarazo. Para Trifón, la esclava de Traconítide era uno de los principales atractivos de su antro y cuando supo que su negocio podía verse algo resentido, como de costumbre, descargó toda su frustración sobre la muchacha, intentando que sus golpes fueran todo lo certeros posible. Pero aquella vez sus puños y las hierbas la tumbaron gravemente enferma sobre su jergón. Entre gemidos, alaridos y el frío del amanecer del invierno, Dolcina, quien una vez había sido Anan, rabió de fiebre mientras su cuerpo se convulsionaba, hasta que expulsó el feto como si fuese un excremento.

Dos días después todavía no se había recuperado y, cuando Trifón abrió la cortina con un cliente, sus ojos temblaron de miedo y de dolor. Era la primera vez que veía a Efren.

—Esta es una de nuestras mejores mujeres —le dijo aquel truhán.

El hombre la miró a los ojos y Dolcina percibió toda su conmiseración.

—Esta mujer está enferma —le dijo el sirio.

—No lo creas, algunas se hacen las perezosas. Un hombre como tú, uno de los mejores gladiadores que hemos tenido en Roma, se merece a la mejor. Y esta lo es.

—Pero está enferma.

—No insistas, ponte sobre ella y disfrútala como hacen todos, o pídele lo que quieras, ella te lo hará, ¿verdad, Dolcina?

La esclava asintió tristemente con su cabeza. Sabía que debía obedecer, aquel era su sino. Ya apenas recordaba las tierras del Oriente de las que algunos años atrás la habían arrancado.

Efren lo miró indignado, y su nervudo cuello sobresaliente sobre su manto rojo se ensanchó.

—¿Tú quieres que me folie a esta puta enferma? ¿Por quién me has tomado, imbécil?

—Amigo mío, no es eso exactamente —titubeó el otro asustado—. Esta mujer proporciona un gran placer a los hombres, solo es eso. Y no está enferma.

—Yo no pienso lo mismo. Conozco bien a los muertos.

Trifón agigantó los ojos y miró al sirio confuso.

—¿Qué quieres decir?

—La arena me ha enseñado a distinguir muchos sufrimientos. Sé oler a la muerte en los rostros.

El rufián hizo un mohín malévolo y luego le dijo al cliente:

—Pues busquemos a otra.

—No quiero a ninguna otra. Quiero a esta.

—No te entiendo, amigo mío.

—Quiero comprártela.

—De ninguna manera. No está en venta.

—De poco te servirá muerta —insistió enérgico, con sus fosas nasales hinchadas como las de los felinos.

—No creo que vaya a morir. Elige a otra.

—Quiero a esta.

—Olvídalo. —Te ofrezco quinientos sestercios.

—Tú estás loco, ni una cabra vale eso.

—Más te vale eso que nada.

Trifón lo miró estupefacto, sin entender muy bien la actitud de su cliente, pero en el fondo convencido de la debilidad de su esclava. Entonces se propuso cerrar un buen acuerdo.

—Te la dejo por el doble, por mil, por mil sestercios.

Efren no contestó y negó con la cabeza.

—Quinientos y no se hable más. Trabajo para el juez Claudio Ulpio Amerimmo y te aseguro que en un mes tu puta habrá muerto y tu infecto tugurio lleno de infracciones estará cerrado.

Trifón maldijo y farfulló en silencio. Luego escupió al suelo y dijo:

—Como tú quieras. Págame y es tuya.

Efren buscó en su bolsa, pagó con las monedas de bronce y la cargó en brazos sin más. No tenía pertenencias.

—Me podría haber dejado allí hasta que la infección que tenía me hubiese matado —le dijo Dolcina a Eitana quedamente cerca de la oreja—. Hoy ya estaría muerta, como ya lo estarán muchas de las muchachas que malvivían conmigo. Pero me llevó a su casa, me curó y luego me trajo aquí para servir al amo.

—¿Y crees que te salvó la vida?

Dolcina había acabado por tumbarse junto a ella, pero al escucharla se levantó y la miró a los ojos. Luego le dijo:

—No te imaginas la suerte que has tenido. Aquella esclavitud no es como esta, ¿sabes?

Eitana no contestó. Ya lo sabía demasiado bien. No solo porque se lo habían dicho varias veces, sino también porque podía imaginarlo.

—Efren me dio lo que nunca nadie me había ofrecido, ni mi madre: un poco de cariño. Y eso me bastó para querer vivir.

12

Eitana resucitó a su soledad con nuevos ojos, y cuando el
dominus
volvió a buscarla algunas jornadas después, fue como si no hubiese existido aquella noche. Subió al
cubiculum
entregada, dispuesta a sobrevivir a cualquier precio, intentando no contrariar al amo, tal como Dolcina le había explicado, tal como era debido en una ilota. Para bregar por una existencia sin hambre y enfermedades, la que la de Traconítide tanto había anhelado en el lupanar de la Suburra, había que ser dócil, tal como Efren le había dicho el primer día. Aquel sería el precio de la pírrica libertad en la
domus,
mientras Dolcina y Doma espantaban las sombras de los muertos, aquellos lémures que podían roer su tranquilidad, y por ello llenaban la casa de habas negras que Claudio Ulpio disimulaba no ver.

Other books

The Lemoine Affair by Marcel Proust
Kiss of an Angel by Janelle Denison
Silent Witnesses by Nigel McCrery
The Silver Casket by Chris Mould
The People Traders by Keith Hoare
Kindness for Weakness by Shawn Goodman
Discovering Pleasure by Marie Haynes
French Lessons by Ellen Sussman