Eitana, la esclava judía (13 page)

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Authors: Javier Arias Artacho

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Por eso optó por el callejón, aunque Doma siempre le hubiese advertido que por la noche evitara los pasajes estrechos, que los mendigos y borrachos dormían tirados por los rincones. Pero Eitana supo que debía hacerlo, porque Claudio Ulpio quería quedar bien con aquel senador, porque sabía que no le importaba nada la indigestión de aquella mujer atiborrada de buena vida, sino los contactos, su relación y, claro estaba, el beneficio que él sacaría de ella. Por eso acortó el camino, más allá de que su corazón palpitase como un tambor, más allá de que la penumbra fuese tan espesa que debía ir tanteando las paredes e inhalando un hedor tan intenso a excrementos y a orines que la muchacha sentía que le faltaba la respiración. Sobre la calleja, los enormes edificios de las
insulae
le daban el aspecto de un desfiladero tan estrecho que casi podía tocar ambos muros si estiraba sus brazos, mientras que, desde las alturas, los vecinos podían perfectamente llegarse a dar las manos o escupirse agravios a la cara.

Poco a poco, sus ojos se fueron acostumbrando a las sombras y su paso se hizo más ligero sobre el empedrado. Pudo distinguir perfectamente el contorno de la siguiente esquina gracias al centelleo de unas ventanas, y recordó que a partir de allí solo existían cómodas
domus,
y dos calles más allá, la del juez exultaba el júbilo del banquete.

Pero de pronto algo la sobresaltó. Detrás de ella, en las fauces de Roma, el murmullo de lo desconocido, el chasquido de lo invisible, la certeza de una presencia sacudió su mente. El rasguño del miedo hirió su espíritu decidido y su respiración comenzó a temblar.

Sus piernas corrieron sin que ella lo decidiese primero, mientras intentaba domar su pánico pensando que se trataba de un perro, de algún gato o quizá simplemente de una repugnante rata. Cuando llegó a la esquina, la claridad de la noche permeó más fácilmente sin la altura de las viviendas y Eitana sintió que su corazón exhalaba toda la tensión al haber abandonado el estrecho callejón. Pudo ver entonces que nadie la seguía y su trote se hizo menos angustioso. Distinguió los tejados, las luces de los ventanucos que se asomaban fuera de las
domus,
los mosaicos, las pintadas sobre los muros, la sinuosidad de la callejuela que torcía hacia la derecha.

Avanzó cada vez más segura, pero apretando los dientes, imaginando la cara del juez, ansiando que el cansancio y el vino evitasen que aquella noche se desahogase sobre su cuerpecillo, mientras ella tendría que animarlo con caricias, forzando una mueca lasciva a la que ya se había acostumbrado con vergüenza y humillación. Imaginó a sus hermanos intentando no olvidar su rostro, a Joel ya haciendo el trabajo de su padre y a su madre tumbada boca arriba en su jergón, observando el cañizo de barro y paja, quién sabía si junto a alguien más, quién sabía si todavía en Julias, quién sabía si todavía pensando en ella. El céfiro de la noche también habría cubierto su Betsaida y también habría silencio junto al Genesaret, aunque allí no hubiese miedos, aunque allí no tuviesen su desasosiego. Quizá otros, pero no la zozobra de su esclavitud.

Ya estaba en la calle de la
domus,
ya casi podía distinguirla como la primera vez, como cuando llegó siendo casi una niña dirigida por Efren. Alcanzó la última intersección de las calles y, a lo lejos, en el paso que se alargaba a su derecha, oyó el rodaje de un carro, el relampagueo de palabras que se evaporaban en la oscuridad. Pero Eitana no se asustó, más bien se sintió más segura. Probablemente, fuesen un grupo de esclavos recogiendo la basura de la ciudad a la luz de sus antorchas, o bien
vigiles
rondando alguna posada donde la apuesta a los dados y la borrachera hubiesen acabado en alguna reyerta.

Pero a ella aquello le daba igual y volvió a poner atención en su camino. Entonces supo que no estaba sola. En la esquina, a apenas quince codos de ella, en la calle que se iniciaba a su izquierda, un hombre la observaba desde la penumbra, como un león agazapado, rugiendo en silencio, solo con la mirada.

Era él.

El grito de Eitana se apagó rápidamente porque el hombre se lanzó sobre ella como el águila sobre una liebre desorientada, y con su enorme mano tapó su boca y la arrastró hacia la penumbra. Nada pudo hacer la muchacha para rebelarse, nada para poder desasirse de las garras que la remolcaron al trote hasta el siguiente callejón estrecho, oscuro y repulsivo.

—¿Creías que me ibas a dejar así, sin más, con toda la noche por delante? —le jadeó a la oreja mientras a ella ya le faltaba el aire—. El médico no estaba, ¡pero yo sí!

Entonces, con una habilidad acostumbrada, el portero de aquella le levantó su túnica con la mano libre y de un enérgico tirón le rasgó el lino de su cintura mientras la muchacha se agitaba como una avecilla enjaulada.
insula

—Deja de moverte o morirás aquí.

Entonces el ex soldado le hizo sentir el filo de un cuchillo en su cuello, mientras su manaza liberaba su boca.

—Como pronuncies una palabra o vuelvas a patalear, te degüello aquí mismo.

Eitana sabía que era inútil forcejear o resistirse. Quizá fuese un buen momento para morir, quizá fuese una buena oportunidad para rebelarse y que aquel lerdo la empujara a una vida mejor. Pero en su interior titilaba el instinto, una esperanza, un sueño, un deseo de algo nuevo, simplemente mejor.

El estruendo de la vida aturdía su interior.

—Nunca dejes de luchar, Eitana. Sé fuerte —le había transmitido su padre con su último legado, pendiendo exhausto del madero.

Y, en aquel momento, aquellas palabras olvidadas emergieron en su memoria como un resplandor, y la muchacha sintió que nada le dolía, que su valor debía ser más afilado que el miedo y se dejó hacer en la oscuridad, se dejó empujar entre las sombras para que él pudiese gemir su esfuerzo sobre ella, tumbada boca arriba, sintiendo la humedad del empedrado en sus mejillas, la pegajosa y maloliente humedad, mientras descubría que más allá de los edificios, más allá de toda aquella penumbra que la engullía, mucho más allá, muy alto, las estrellas parpadeaban en la noche de Roma.

16

El recuerdo de aquella noche fue enterrado en su memoria, como tantas otras tristezas que sepultaba sin más, tan solo para ella, endureciendo su corazón. Nada se atrevió a decirle al
dominus,
nada se atrevió a decirle a nadie, porque a nadie le hubiese importado nada y a quienes les hubiese importado nada hubiesen podido hacer más que compadecerla en silencio. Simplemente calló y dejó que su memoria se encargase de licuar aquel recuerdo hasta que desapareciese, como si jamás hubiese sucedido, como si aquella noche hubiese sido un mal sueño que acabó de la manera que ella había imaginado, simplemente sin más, con la esposa del senador Naevius Marcus subiendo a su palanquín soportado por esclavos, con el juez malhumorado por el contratiempo y con el resto de los invitados consumiendo la noche hasta que los candiles lo hicieron también.

Y lo habría dejado allí, bien dentro de ella, para siempre, si su cuerpo no se hubiese agitado de tal forma que su secreto fuera una evidencia, y la evidencia fuera una borrasca que estaba a punto de engullirla, como había sucedido con los muertos, como había sucedido con la
domina,
con Leticia Marcelina, poco después de que Dolcina llegase a la
domus
por intermediación de Efren.

—¿Qué es lo que te sucede, muchacha? —le dijo Doma.

—Nada.

—No es verdad.

—Estoy bien.

Estaban en la terraza y, mientras la judía removía con un palo alargado una gran ánfora de ropa humedecida por la orina, las arcadas se le repetían una y otra vez. Doma y Dolcina extendían al sol del otoño otras prendas, y preparaban el brasero con azufre para blanquearlas.

—Pero no lo estás.

—Son solo algunos mareos, nada más —dijo ella.

—¿Mareos? —preguntó Doma—. ¿Desde cuándo?

—Desde hace algún tiempo.

—¿Cuánto tiempo?

—No lo sé, varias semanas.

—¿Y esas arcadas?

—No sé, Doma. Antes no me pasaba, pero ahora así. Ahora siento estos ascos que antes me podía evitar. Ya pasarán.

Dolcina dejó de manipular el tendido y miró a Doma alarmada.

—¿Cuánto hace que no sangras, muchacha? —insistió.

Eitana, sin dejar de remover, miró a su compañera sorprendida, sin entender.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Cuánto tiempo, muchacha?

—No sé, meses.

Entonces Doma se abalanzó sobre la joven y le palpó el vientre sobre su holgada túnica y su rostro se transformó.

—¡Por todos los dioses, muchacha!

—¿Qué sucede? —se alarmó sinceramente.

—Tu vida está en peligro, Eitana.

La de Betsaida estaba angustiada, acuclillada sobre los ladrillos que cubrían la terraza, masticando el miedo que relampagueaba en los ojos de sus dos compañeras.

—El juez se pondrá furioso —insistió Dolcina.

—¿Y qué puedo hacer yo?

—Ahora ya nada —comentó Doma.

—Y antes tampoco. ¿De qué manera?

—Deberías haberlo evitado. ¡Como si no lo supieras!

—Yo no sabía cómo hacerlo. Yo no soy como Dolcina, yo…

De pronto se interrumpió, dándose cuenta de que estaba a punto de lastimar. Pero la de Traconítide la completó:

—Dilo, Eitana. Una puta con mucha experiencia.

—¡Por Yahvé, Dolcina! Sabes que no quería decir eso.

—Pero es la verdad… Lo fui, y a mí no me hubiese sucedido.

—Simplemente quería decir que tú sí sabías cómo evitarlo. Te enseñaron cómo hacerlo. Tú sabías cómo actuar, incluso estabas segura de tu preñez. Pero yo…, yo… ¡Si ni siquiera había comprendido lo que me sucedía hasta ahora!

—A ti no te hacía falta saber más, Eitana —dijo Doma—. Por eso el
dominus
no te obligó a tomar nada.

—Pero ¿por qué?

—Lo sabes de sobra, muchacha. Te lo conté hace poco. El
palus
se llevó su hombría y todos sus hijos, y por eso…

De pronto se interrumpió y se mordió los labios, como si hubiese hablado de más, como si ya hubiese sido suficiente como para que ella entendiese la evidencia.

Pero los nervios aletargaban su agudeza, y a Eitana le costó comprender.

—Por eso ¿qué? ¡Por Yahvé! ¡Ya basta de silencios!

—¡Qué necia estás, muchacha! —intervino Dolcina—. ¿Cómo no lo entiendes? Al menos que podamos evitarlo, el
dominus
sabrá que te ha disfrutado otro.

Eitana abrió los ojos como dos ventanales desprovistos de sus cortinajes. Como si hubiese tenido un fogonazo, abruptamente comprendió y recordó.

—¡No es posible! —exclamó.

—Sí lo es, Eitana —le dijo Doma—. No sabes cuánto te has equivocado.

—¡No fue mi culpa! —dijo negando con la cabeza insistentemente, desesperándose de angustia—. No lo fue, os lo aseguro.

—No importa de quién es. Lo que importa es que el amo lo crea.

Las manos de la muchacha comenzaron a temblar y, como su nerviosismo aumentaba, se puso en pie para divisar los tejados rojizos de las
domus
y los muros de las
insulae
que se erguían entre un entramado organizado de calles. El blanco de las casas, el titilar del bronce en algunos templos lejanos, todo se mezclaba ante sus ojos.

—¡Solo fue una vez! ¡Solo una, Dolcina!

—No importa. Eso basta. Efren debería haberlo sabido.

—¿Efren? ¿Qué estás diciendo?

—Sí. ¿Quién si no? Dime.

—Tú no lo conoces —dijo la muchacha de espaldas a las dos, sin retirar la vista de la ciudad—. Ni yo tampoco.

Fue la primera vez que Eitana confesó lo que le había sucedido aquella noche, casi cinco meses atrás. La judía todavía no podía comprenderlo, pero las dos ilotas pronto sospecharon que, si aquel niño llegaba a nacer, estaría condenado a desaparecer.

—¡Ha pasado demasiado tiempo para poderse deshacer de él! —dijo Doma.

Eitana acarició su vientre y elevó su mirada hacia lo alto en silencio. Luego agregó:

—Yo no podría hacerlo.

—No importa lo que quieras tú. ¡Eres una esclava!

—No importa. No podría… Aunque quisiese y pudiese, creo que no podría.

—Será lo que tenga que ser —agregó Dolcina—. Pero da igual. Ni ruda, ni mirto, ni ninguna otra hierba acabará con esa barriga. Quizá solo una buena paliza, pero tu vida correría peligro.

—¡Él no podrá soportarlo! —agregó Doma—. ¡Él mismo acabará contigo!

—Le diré la verdad, simplemente la verdad.

—No te creerá. Se lo deberías haber dicho aquella noche. Ahora ya no te creerá. Y aunque lo haga, ese niño…

—Efren me ayudará, estoy segura.

—Efren no puede hacer nada para espantar las maldiciones. Y él muchísimo menos.

La muchacha miró a ambas perpleja, sin comprender.

—¿De qué maldiciones habláis? Quiero saber de una vez de qué maldiciones habláis.

—No es bueno mentar a los muertos —dijo Doma—. ¡No sé ya cómo decírtelo!

—¡Si me has contado la historia de Livia! ¿Por qué no puedo saber lo demás?

—Porque la niña vino a ayudarte, pero Leticia Marcelina ha vuelto a envenenarte.

—¡No es verdad! ¡No es verdad! —sacudió la cabeza Eitana.

—Sí lo es, y el juez también lo sabrá.

El silencio las acarició a las tres, y cada una volvió a su oficio. Eitana revolvió con fuerza el orín, mientras algunas lágrimas comenzaban a deslizarse por sus mejillas. Sabía que el
dominus
le daría patadas y cachetazos, como cuando se encrespaba por cualquier infortunio, y aquel hijo de la desgracia, aquella simiente de la maldad, sería escupido por su entrepierna muerto a golpes. Era un hecho. Y quizá ella acabase yéndose con él.

De pronto, la desazón empujó un llanto como el que había vaciado ante el suplicio de su padre.

—Quizá, quizá… —balbuceó la muchacha—. Quizá busque a aquel soldado y…

—Al soldado le dará igual, del todo igual —dijo Dolcina—. Él no permitirá ningún niño en esta
domus,
y no porque sea de una esclava.

—¿Por qué, Dolcina? ¿Por qué?

Nuevamente callaron las dos, intercambiando miradas, y se mordieron los labios.

—¿No entendéis que necesito saber? ¿No entendéis que me volveré loca?

—Le juramos al amo no volverla a recordar en la
domus
—dijo Dolcina—. Su espíritu es poderoso.

—¡Pero si ahora mismo lo estáis haciendo! —exclamó deteniendo su actividad, con su rostro cobre humedecido e hinchado por las lágrimas.

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