—Esta mujer no está bien, Attius. Tiene mucha fiebre —dijo la acompañante estirándose hacia atrás y tocando su frente.
—¡Vaya! —dijo el hombre.
—Debemos abandonarla o nos contagiará. Hazme caso. ¡No debimos darle de beber! ¡Te lo intenté decir! Pero tú no, no. Siempre el mismo…
—¡No corras, Licinia! ¡No corras!
—¡Mira cómo se está enrojeciendo, Attius!
—¡Me da igual! Los Julius, si alguna vez lo supiesen, no nos perdonarían.
—¿Y cómo habrían de enterarse, Attius? Dime. Ni nos conoce, ni la conocemos. Incluso quizá ni sobreviva.
—Pues por eso mismo. ¡No podemos dejarla, mujer! No seas así.
—¡No me gusta! ¡No me gusta, Attius! Acabará por contagiarnos.
—No quiero dejarla, Licinia. Es posible que en la villa recibamos alguna recompensa. Ten paciencia, y mantente lejos de ella.
—Ya verás…
—Basta, Licinia. ¡Por favor! La llevaremos.
Eitana escuchó aquella conversación ya sin poder ni abrir la boca. A partir de entonces las horas entraron en una nebulosa que lo confundieron todo, incluida la noche, delirando tendida en el carro, como si su cuerpo somatizara el dolor de una ciudad que ardía furiosa iluminando la oscuridad como antorchas.
Lo sabría después, semanas después, cuando reconstruyera aquel momento y recordara que, mientras ella desvariaba en un carro tirado por dos mulas, y a muchos estadios de camino, tras las colinas, las llamas de Roma consumían su pasado y todo lo que ella más amaba.
De iulius del 64 a februarius del 65
Tardó más de tres semanas en comprender, y en saber. Para entonces, Roma ya no crujía por el fuego, ni el humo se ovillaba como seda negra trepando hacia el cielo. Decían que la ciudad había ardido durante siete días, crepitando sus rescoldos entre edificios tizón, templos derrumbados y una turba que se hacinaba como hullas en el Campo de Marte. Pero nada podía saber ella, que agonizaba sobre un camastro desconocido, rabiando recuerdos que nadie podía comprender.
A Eitana le costaba reconstruir aquellos días desordenados por el delirio, y aunque ella intentara trepar por su enfermedad con decisión, aunque clavase las uñas sobre su superficie vidriosa, intentando ascender hasta ver el rostro de Lucio, los días se licuaban entre dolores, sed y ensueños oscuros, hasta perder el sentido.
Apenas podía comprender cómo había llegado hasta la villa. Enmarañada por un malestar que le oscureció la
Via Apia,
solo podía recordar a los campesinos y un viaje oscuro, casi inconsciente. Sin embargo, entre los vahídos de la fiebre, llegó a ser consciente de que, cuando los campesinos arrastraron a la
domina
hasta el carro, ella había extendido su mano trémula apuntándola con el anillo de plata asegurado en su dedo anular. Entonces el sello de Marcius Julius deslumbró en los ojos de Paulina como un rayo que nace del seno de la tierra. Era la esposa del tribuno, aunque ella todavía no lo sabía, ni siquiera cuando balbuceó aquella frase que le había transmitido el legionario hacía ya diez años:
—No hubo ni un ocaso que dejara de pensar en su esposa, no hubo ni un solo ocaso que dejara de pensar en ella.
No pudo apreciarlo entonces, pero la
domina
tembló como si hubiese visto a los manes materializarse ante sus ojos, y de nada le sirvieron sus averiguaciones. Aquellos campesinos levantaron los hombros sin comprender, repitiendo el embeleco que les había contado la muchacha. No sabían nada más, aunque en aquellos momentos sí tuvieron la certeza de que la joven los había engañado. A partir de entonces, Eitana ya recordaba todo postrada, entre rostros extraños, atropelladamente. Había cerrado los ojos y se había hundido en aquel mar delirante, cayendo a una deriva que la alejaba de cualquier miedo, porque ya sentía las caricias de la muerte acunando su extraña vida.
Pero no llegó a ser así, y su primer recuerdo lúcido fue un hermoso
cubiculum
color pastel, y el rostro de Paulina observándola lejanamente, temiendo el contagio.
Fueron muchos días de brega, tambaleándose en la vida, pero intentando mantenerse en ella. Fiebre alta, sed intensa, lengua y garganta sangrantes; la piel amoratándose enrojecida, con pústulas y úlceras supurando. El médico vaciaba sus recetas en su boca, a base de drogas y hierbas, y le encargó a una esclava de cabellos rubios que no dejara de cubrir su cuerpo con emplastos y calmarle el dolor con semillas de amapola. Paulina, la
domina,
veía evaporarse a la joven con pesar, como si la vida le hubiese regalado la última sombra de su marido, el último vestigio de un hombre al que no le había alcanzado la vida para amar. No habrá ni un solo ocaso que deje de pensar en ti, le había repetido en cada una de sus despedidas, y que no habría ni un ocaso sin ella fue lo que le insistió hacía ya demasiado, cuando partió hacia Judea. Paulina nunca acabaría de saber muy bien si aquello era verdad, pero desde luego ella acabó por creérselo, tanto que, aun estando tan lejos, el cariño por aquel hombre fue encendiéndose en un amor más propio de la juventud. Lo que sí sabía es que ya no había vuelto, y con él muchas cosas.
¿Cómo sabía aquella muchacha aquello? ¿Qué tenía que contarle de Marcius que ella todavía no supiese? Aquel misterio despertó vivamente el interés de la
domina
y fue por ello por lo que puso todo los medios a su alcance para revivir a la muchacha. Paulina la veía agonizar preocupada porque, con ella, se extinguía completamente el espíritu de su marido Marcius. Y Eitana, tiempo después, supo que fue por todo ello por lo que aquella
domina
veló su bienestar y le brindó todo el desvelo que le habría dado a una hija que jamás había tenido.
Hasta que un día la judía entreabrió los ojos a la lucidez y sus llagas comenzaron a secarse. Entonces Paulina se dejó asesorar por el médico y se acercó a ella por primera vez.
—¿Quién eres? —le preguntó—. ¿Qué haces con el anillo de Marcius Julius?
Eitana no sabía quién le hablaba, pero intuyó que se trataba de la esposa del tribuno. Era una mujer de rostro arrugado, aunque todavía conservaba los vestigios de un atractivo joven. Tenía grandes ojos negros y una larga cabellera no completamente encanecida recogida con cuidados tocados. Su cuerpo era menudo y algo encorvado, aunque conservaba su agilidad al moverse por la habitación.
—Fui la última persona que estuvo con él.
—¿En el navío que lo conducía a Ostia?
—Sí. Estuvo muy mal y no había ningún médico. Solo a mí me dejaron a su lado para que lo asistiera.
—Pero ¿de qué murió? —la interrogó la mujer.
—No lo sé. Dijeron que fue la peste. Yo solo sé que fue terrible y que lo fue destruyendo muy rápidamente sin que tuviésemos ninguna medicina.
La muchacha tosió y Paulina acarició por primera vez su frente y sus cabellos humedecidos por los ungüentos.
—Soy Paulina, su esposa. ¿Tú quién eres?
—Soy Eitana, y he vivido en Roma. Pero soy de Galilea.
—Cuéntame lo que sucedió. Quiero que me digas todo lo que recuerdes.
La muchacha sintió la debilidad en sus labios, pero supo que no tenía alternativa.
—Soy una pobre esclava a la que un día su marido quiso ayudar guiándome hasta aquí. Fue hace muchos años.
Eitana le contó todo lo que había sucedido entonces, durante el viaje en el mercante que la había conducido hasta Ostia, junto al ordenanza de Marcius Julius. Le narró su agonía, sus rezos y su último recuerdo hacia ella, su abnegada esposa, y después le resumió aquellos diez años con un escueto lamento sobre las dificultades que había tenido que vivir. Sí le dijo que era una buena amanuense, sí le contó de su trabajo en un importante taller de Roma y que su hijo la esperaba con quien había sido como un padre para ella.
Sin embargo, nada le habló de su esclavitud, nada sobre su huida, nada de que su amo y su destino la iban cercando. Solo le dijo que aquel taller había cerrado y que ella había pensado que había llegado el momento de cumplir la palabra que le había dado al tribuno moribundo.
Quizá Paulina imaginó que habría mucho más, quizá intuyó los verdaderos motivos que condujeron a la joven hacia Capua, pero lo cierto fue que la esposa del tribuno no quiso saber nada más entonces. Y Eitana pensó que era más conveniente sellar sus labios.
—Cuando te recuperes, si tú quieres, me serás muy útil en mi biblioteca —le dijo la mujer del tribuno un día—. Hay mucho trabajo que hacer en ella.
Eitana sonrió y asintió.
—Copiarás y recopilarás algunos libros demasiado viejos. Y de paso me harás compañía. La necesito, ¿sabes? Acabo de quedarme sola, muy sola, y sin esperarlo. Quizá fue mi esposo quien te trajo hasta mí.
—Pero debo volver en busca de mi hijo. Él me espera.
Paulina sonrió con cierta piedad.
—Primero debes recuperarte.
Ella todavía estaba débil y con deseos de descansar. Apenas hubiese podido ponerse en pie y solo deseaba volver a cerrar los ojos.
—Se llama Lucio —le dijo finalmente—. Y me está esperando.
Ya se sentaba en su camastro, pálida y desaliñada, cuando Paulina le habló de su vida y de su soledad. Le contó que aquella villa de los Julius en la que vivía desde hacía más de tres semanas había sido construida por el abuelo del tribuno Marcius, senador en tiempos de la República, quien desde entonces había ido amasando tierras, hasta ser la más grande de Capua. Le explicó cómo su marido había amado aquellas tierras, aunque llevase una vida militar, y que durante aquella navegación en la que había muerto el tribuno regresaba con ella para siempre, algo que Eitana había sabido siendo todavía muy niña por boca del mismo Marcius Julius. A través de Paulina reconstruyó cómo aquel ordenanza de Marcius Julius, que había acabado vendiéndola en Roma por un puñado de monedas, le comunicó a Paulina que su marido había muerto en un navío por alguna extraña enfermedad que no le pudo especificar. La mujer, entonces, hubiese corrido al Hades con él sin titubear, pero le faltó valor y le sobró amor por sus dos hijos. Paulina había ansiado durante todo su matrimonio el momento en que Marcius dejara el ejército y se dedicase completamente a su hacienda, pero el tribuno había muerto justo a las puertas de su nueva vida, cuando regresaba para dejar aquella tierra inhóspita, entre los
pila, gladii
y corazas. Según ella, su marido estaba convencido de no haber conseguido promocionarse por su espíritu demasiado recto y noble, y porque en el fondo sabía que lo tenía todo en Capua, adonde volvería para entregarse a sus tierras y vivir lo que le quedase de vida tranquilo junto a su buena esposa.
Pero la muerte se lo había consumido sin verlo, y como un cendal, lo sintió desvanecerse de su pecho cuando el ordenanza le comunicó su óbito. Aquel día cayó de rodillas dando gritos y luego pasó varias semanas postrada en su lecho, apenas sin poder digerir la realidad. Entonces se quedó sola, muy sola, apenas acompañada por las visitas de una hermana que vivía en Baias, con la distante presencia de Piso y Valerius, los dos hijos que había tenido con el tribuno Marcius.
Paulina le había contado a Eitana que, a diferencia de su padre, los dos muchachos habían optado por progresar pronto bajo la sombra del estandarte y el águila. Piso, el mayor de los dos, un par de años después de la muerte de Marcius, fue destinado como
Primi Cohortis
en la XV
Apollinaris,
y apenas hacía dos años había sido distinguido con la prefectura de la legión, cargo que su padre jamás había alcanzado, pero que tampoco había codiciado. Valerius, por otra parte, mientras la muchacha quebraba su inocencia en la
domus
del juez Claudio Ulpio, fue nombrado tribuno de una de las cohortes de la guardia pretoriana de Nerón Claudio César Augusto Germánico. Sin embargo, hacía apenas dos años, en el 62, su destino había cambiado gracias a su amistad con Luceyo Albino, quien fue destinado como gobernador de Judea. El general hizo valer sus influencias e insistió en llevarse a su lado a Valerius, quien acabó por convertirse en prefecto de la X Legión de Roma.
Pero Valerius Julius no estuvo más que dos años alejado de Capua. Hacía apenas dos semanas que había regresado junto a su madre. Había sido durante la agonía de la muchacha y no a causa de que Albino hubiese cedido su cargo a Gesio Floro, el nuevo procurador de Judea, sino porque había recibido un correo urgente que le ultimaba el grave estado de salud de Marcia, su joven esposa, con quien había contraído matrimonio poco antes de que tuviese que partir hacia el Oriente.
Sin embargo, Eitana supo por Paulina que había sido del todo inútil, porque poco antes de que su hijo Valerius llegase a la villa, Marcia había sido enterrada en el jardín, junto a un almendro y a un monumento a la diosa Juno, tal como ella le había mandado.
Dos semanas después llegaba su hijo y, algo más tarde, la esclava que una vez perteneció al marido de Paulina. Ella, Eitana.
Una mañana de verano, Eitana se puso por primera vez en pie y recorrió su
cubiculum
con la esclava nórdica que siempre había velado por ella. Se llamaba Idelnia y nunca había dejado de animarla con sus mofletes blancos y sonrosados. A diferencia de las esclavas de la
domus,
Idelnia parecía feliz, o al menos eso le parecía a la amanuense judía. Paulina había dado la orden de que la sacasen de allí y la condujesen al jardín para que el aire renovara su cuerpo endeble. Acompañada de la nórdica, la judía bajó unas cómodas escaleras, se adentró en un amplio e iluminado
triclinium
y como si todavía estuviese narcotizada por un sueño, fue conducida hasta la
domina.
—¡Ya estás recuperada! —le dijo la mujer al verla avanzar sola hacia la sombra de unos cipreses. Allí, a la vera de la
via,
tenía unos bancos de piedra y una mesa.
—¡Qué hermoso lugar! —exclamó Eitana.
La joven se dedicó a contemplar el escenario lentamente, como un girasol buscando la luz del amanecer. Aquel vergel estaba atravesado por avenidas bordeadas de bojes y romeros, sembrado de morales, manzanos, perales, ciruelos, almendros e higueras de frondosos brazos. En un rincón visible, el dios Baco rodeado de bacantes, con Sileno sobre su asno y una muchedumbre de sátiros y ninfas; más allá faunos, Venus y sus cortejos y el grosero dios Príapo, de pie, con su sexo prominente, destinado a desviar de las cosechas los males de ojo. En el centro de aquel parterre, una fuente borboteando el agua y, más allá, el inicio de un pequeño bosque de álamos y pinos, donde reposaba Paulina una mañana de
augustus
que prometía ser calurosa.