Eitana, la esclava judía (33 page)

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Authors: Javier Arias Artacho

Tags: #Darama

—¿Quién es ese? —preguntó el prefecto.

—Un amanuense como yo. Trabajaba conmigo en el taller.

Valerius miró al barbero y este bajó los ojos y ladeó la cabeza con pesar.

—Está bien. Vámonos —dijo finalmente el hijo de Paulina.

La joven se giró y comenzó a andar secándose las lágrimas. Valerius sujetó las riendas del alazán y trepó a él de un salto. Luego estiró su brazo y ayudó a Eitana. Entonces, la gente comenzó a dispersarse, pero Viridio continuó allí, petrificado.

—No te hagas más daño, Eitana —le gritó mientras ella se alejaba—. Tu hijo ha muerto. Me lo han asegurado. Nunca encontrarás su cuerpo, ni el de ellos tampoco.

Ella negó con la cabeza sin volverse y continuó su rumbo hacia el barrio del Aventino.

—Cuídate, Viridio —susurró para sí, sin que él pudiera escucharlo de ninguna manera.

Dejaron atrás aquella escombrera y atravesaron el deslucido Foro. Avanzaron entre calles y callejuelas ajadas entre la herrumbre, con
domus
maltrechas e
insulae
ennegrecidas y deterioradas, hasta que el barrio se materializó ante ella y después de un breve recorrido descubrieron la fachada intacta, como toda aquella zona, con soportales colmados de talleres y tenderetes.

—Es aquí —dijo ella—. Déjame entrar sola. Por favor.

—De acuerdo —contestó él.

Se apeó del caballo y la ayudó a bajar ligeramente. Eitana se dirigió como en las ocasiones anteriores hacia la portería, pero esta sería la última vez, sin saberlo ella todavía. Aquel recinto estaba vacío y desierto. El último portero que había conocido, aquel que le había hablado con tirria de los judíos que buscaban al médico, ya no estaba. Conocía de sobra aquel camino y se dirigió hacia la escalera para comenzar a escalar peldaños. ¿Cuántas veces había estado en aquella y jamás había podido entrar en el
insula
cenaculum
de Didico? Ya había perdido la cuenta, ya le parecía un imposible encontrarlo allí. Entonces, de pronto, inesperadamente se detuvo. Sin esperarlo, ante ella, como habían sucedido todas las cosas en su vida, casi abruptamente, como si alguien jugase con su destino, empujándola y alejándola, entre casualidades inexplicables, lo vio.

Y tiempo después comprendería lo fortuito de todo, porque muy probablemente si ella hubiese tardado algún instante más, o apenas algo menos, quién sabía, él jamás hubiese dado con la muchacha; y si Eitana se hubiese empeñado en revolver entre los escombros, sus vidas se hubiesen diluido para siempre en una Roma convulsa y ajetreada de masas que rehacían sus vidas y buscaban cobijo. Entonces su herencia y su pasado se hubiesen enredado entre los millares de habitantes de la ciudad, y muy difícilmente habría coincidido otra vez con él.

Pero no fue así, y Eitana pensó lo que pensaba muchas veces, que su vida ya había sido tallada desde antes de nacer, en algún lugar más allá de las estrellas que temblaban sobre el lago Genesaret.

38

Nada más verlo lo abrazó entrañablemente, como jamás pensó que volvería a hacer.

—¡Eres tú! —exclamó—. ¡Eres tú!

Tulio la estrechó atónito, quizá sin apenas poder asimilar que Eitana estaba bien, que Eitana estaba viva. Cuando se separaron la última vez, probablemente el copista jamás imaginó que la volvería a ver. Y Eitana tampoco pensó que el joven sobreviviese.

—¡Y Lucio! ¿Dónde está Lucio, Tulio? ¿Qué sabes de él?

El amanuense titubeó y bajó la cabeza silenciosamente.

—¡Tú eres el único que puede ayudarme, Tulio! Dime lo que sepas, pero dime la verdad.

—El niño…, el niño… —y se detuvo con un nudo en la garganta.

—Dímelo —le exigió enérgica—. Dime que ha muerto tú también, y te creeré.

Hizo una pausa y luego asintió. La judía cerró los ojos y comenzó a sacudir la cabeza nerviosamente, pero ya vencida por el llanto anterior.

—Se ha ido, Eitana. Me han asegurado que él también murió la misma noche del incendio. No creas que no lo he buscado, pero nadie sabe nada, y los que saben me han asegurado que el pequeño no se separó de Servius y Verina, y los cuerpos de ellos sí que han aparecido, Eitana. ¡Lo siento mucho! —Y la volvió a abrazar.

—Le he fallado, Tulio —ya sin fuerzas para volver a llorar—. ¡Cuánto tiene que haber sufrido mi pequeño! ¡Cuánto!

—No te castigues. Servius y Verina lo habrán protegido hasta el final. Él no murió solo. Además, sabía que tú ibas a volver, sabía que no lo habías abandonado. Acabarás reuniéndote con él algún día. Ahora él también velará por ti.

El aguijoneo del dolor ya no lastimó su corazón demasiado endurecido, pero sí la hundió en la entrada de la portería. Se dejó caer exhausta, resignada, ajena a su alrededor. La escena era contemplada por algunos vecinos que bajaban las escaleras y los miraban de reojo, cada uno cargando con sus muertes y sus penas.

—¿Dónde está Didico?

—Él también ha muerto, Eitana. Lo han matado como a un reo.

—¡No puede ser! —volvió a lamentarse quebrada.

—¡Fue terrible! Una verdadera locura. Y yo…, yo… podría haber muerto también aquel día. Pero increíblemente me salvó mi prisión. Estuve escondido hasta anteayer. He pasado la noche en casa de Didico porque no sabía dónde esconderme, y ahora me disponía a buscar sustento en algún lugar lejos de Roma.

—¡No puede ser! —temblaba Eitana—. ¡No puede ser! ¡Todo es terrible!

—Lo siento, Eitana. Lo siento. Es como si todo se hubiese derrumbado el día que huiste.

Dos lágrimas volvieron a rayar su rostro, pero esta vez serenas y apagadas, como si el dolor hubiese ido consumiendo sus fuerzas.

—Levántate, Eitana. Es muy peligroso que nos vean aquí. Subamos al
cenaculum.

Ella elevó pesadamente la
cabeza,
se volvió a poner en pie, y miró al prefecto Julius sosteniendo las riendas de su alazán ahí fuera.

—Déjame avisar a quien me acompaña —le dijo a Tulio apuntándole con la mirada hacia la calle.

El copista lo observó sorprendido, casi sin entender, apenas sin imaginar quién era aquel hombre. Eitana volvió a asomarse fuera y le dijo:

—Voy a subir, Valerius. El médico ha muerto, pero hay alguien que puede aclararme algunas cosas. Si quieres, puedes acompañarme.

Su voz fue resignada y triste.

—No, mejor no. Esperaré aquí. No quiero dejar al caballo solo.

—Como quieras —contestó ella.

El
cenaculum
de Didico estaba revuelto. Los mosaicos del suelo acumulaban trozos de vasijas, el armario aparecía abierto y con signos de haber sido vaciado con brusquedad. Los cristales de la ventana estaban rotos y ya no había mesa ni sillas en el
triclinium.
Pero a ella no le importó. Se volvió a dejar caer en la entrada, sobre los pequeños mosaicos blancos, y se dispuso a escuchar al joven muy amargamente, aunque convencida de que ya nada podía afectarla.

Pero se equivocó. El relato del sacrificio de Didico atravesó su conciencia como una daga afilada, y la sentó ante su martirio, como una espectadora más.

Jamás podría haber imaginado lo que se disponía a escuchar. No estaba preparada, y mucho menos en aquel momento. Acababa de enterrar a su hijo en su memoria, y ahora debería hacer lo mismo con el médico. Debería haberse negado a escuchar, debería haber corrido sin saber, pero quería hacerlo, quería saber, porque no sabía si acaso aquella sería la última vez que se viesen.

Él le contó que apenas llegó a estar dos semanas en prisión, donde lo habían conducido los
vigiles
empujados por la denuncia del juez Claudio Ulpio aquella misma noche en que se separaron, cuando ella escapó de la
caupona
de la zona del
Emporium
por un callejón trasero. Sin embargo, apenas llegó a estar unas horas en el
Tullianum.
El fuego había lamido tanto la prisión y había quedado tan deteriorada que los guardias recibieron la orden de trasladar a los reclusos a un reducto de la guardia pretoriana a las afueras de la urbe. La situación de hacinamiento y descontrol en la improvisada prisión había sido proporcional al caos de Roma, que continuaba consumiéndose con un fuego inexplicable e inextinguible. Sin embargo, una semana después de que las ascuas se hubieran apagado, el desdén de los legionarios ante aquella tarea carcelaria que les había impuesto el destino facilitó una oportunidad en la que Tulio y otros tantos se escabulleron de aquellas celdas desbordadas corriendo despavoridos y esperando que les diesen caza cabalgando tras ellos. Pero no fue así. El amanuense había escapado en medio de un gran tumulto vigilado por pocos soldados y su carrera entre la multitud revuelta lo consiguió sacar de la ciudad, hacia el norte.

Tulio se refugió con otros cientos entre los bosques, cuando los rescoldos de aquel infierno ya eran un recuerdo que había transformado a la ciudad. Habían pasado un par de semanas. El temor lo agazapó durante muchos días, hasta que pensó que debía correr el riesgo e intentar volver a la ciudad para saber de Eitana, Servius, Verina y el pequeño Lucio, deseando que el fuego no los hubiese consumido a ellos también. Sin embargo, como le sucedió a la muchacha, jamás pudo imaginar el Hades en que se había convertido la Suburra y, cuando acabó de saber el destino de la que consideraba su familia, corrió a casa del médico. Pero ya no estaba.

Por boca de un mendigo supo lo que había sucedido el día anterior. Aquel hombre lo conocía de algunos encuentros con los seguidores de Yeshua, aquel judío dios que consentía a los esclavos. Aquel harapiento había llegado a asistir a algunas de aquellas cenas clandestinas, pero aquel día vio el linchamiento mudo, retorcido en la acera, cubierto de sus vendas y harapos, paralizado por, el miedo.

Una jauría de salvajes se había arracimado sobre todos los transeúntes orientales de piel oscura, con garrotes y cuchillos. Al médico frigio lo fueron a buscar porque sabían muy bien dónde estaba y lo reconocieron como uno de ellos. Aquella plebe que demandaba sangre, judía, africana o frigia, parecía avanzar guiados por los delatores, empujados por la rabia y el instinto, solo necesitados de reconciliarse con los dioses e iniciar un holocausto que había jaleado el emperador. Él había sido el que había señalado a los seguidores de Yeshua como los causantes de un incendio del que algunos murmuraban se había iniciado por los súbditos de Nerón.

Con los años, Eitana sabría que, durante la primera noche del incendio, una leyenda popular situó al emperador en la torre Mecenas de los palacios imperiales cantando un poema de su cosecha, su
Troiae Haiosis,
comparando aquellas desgracias con otras de antaño, mientras se extasiaba con el fuego y sus quimeras de una ciudad mucho más bella y excelsa. Con el tiempo, Eitana sabría de los rumores de un pueblo que necesitaba culpables y que, tal como le contaría Valerius Julius, siempre imaginaba al emperador entre mujeres y jovencitos bien maquillados y depilados, con el rostro empolvado de blanco y grandes círculos negros alrededor de los ojos. La ciudad lo creía con sus labios rojo sangre, con el cabello azul y cubierto con lentejuelas doradas, y aunque Valerius le llegase a explicar que no todo era así, porque él había llegado a ser tribuno de una de las cohortes del emperador y había visto más de lo que hubiese querido, al pueblo nada le importaba la verdad, sino los rumores, como los que los habían empujado contra aquella secta judía.

Lo cierto es que había motivos para desconfiar. El veneno de la sospecha se había inoculado por toda la ciudad porque en el emperador destellaban odios y miserias que el pueblo no digería. Sobre todo después de haber abortado la conjura de Pisón, con penas capitales, exilios, incautación de bienes y crímenes execrables. La plebe sabía de la ejecución de su madre, Agripina, sabía del homicidio de su esposa Octavia, la hija del emperador Claudio, y del sospechoso suicidio de su preceptor, Séneca. El pueblo lo reconocía alejado en su Olimpo, entre canciones, sátiras y poemas líricos que malcomponía intentando imitar a Virgilio u Ovidio, mientras pensaba en dirigir a su ejército a los Cárpatos para abrir nuevas rutas hacia el lejano Oriente.

Sin embargo, aquel verano del año 64, cuando el emperador se aprovechó de la mala fama de esos judíos seguidores de aquel dios esclavo y crucificado en Jerusalén, a la turba le faltó tiempo para correr en su búsqueda, como si los indicios contra Nerón fuesen mucho más difíciles de ejecutar y, por supuesto, de demostrar. Aquellos judíos tenían sobrados motivos para haber iniciado el incendio, porque no respetaban ni al emperador ni a Roma, y su superstición, organizada por un condenado muerto como un ladrón, era demasiado extraña.

De costumbres religiosas variopintas, aquellos impíos se negaban a honrar sus estatuas con ofrendas y sacrificios, y hasta llegaban a reunirse en secreto para organizar orgías en las que acababan degollando niños de los que bebían su sangre. El novicio era el que hacía el sacrificio, mientras todos se saciaban con avidez compartiendo sus miembros todavía palpitantes. En aquellos encuentros nocturnos había complicidad y se comprometían al silencio absoluto, a una alianza capaz incluso de acabar con la mismísima Roma. Y lo habían conseguido.

Sin embargo, Eitana sabía muy bien que nada de aquello era cierto. Pero la plebe no. Por ello no tardaron en regar las calles de antorchas, tambores y timbales. No era suficiente con enviarlos a las minas de plomo, ni a los combates en la arena. Era necesario verlos convertidos en teas vivas, crucificados, ardiendo como antorchas de carne. Y todo aquello lo había visto el desgraciado mendigo a quien conocía Tulio, aterrorizado, incluso gritando desaforado él también, escupiendo al paso de los reos. Y de Didico también.

Un tropel guiado por soldados y un centurión se dirigió hacia el
cenaculum
del médico. Quienes lo buscaban sabían muy bien dónde estaba. Salió de la
insula
a empellones, con su túnica ya raída de golpes y manotazos, aturdido por las puñadas, y cuando lo apiñaron junto a otros devotos, muy probablemente debió imaginar que aquel tumulto le costaría la vida y que acabarían por matarlos como alimañas.

Sin embargo, mantuvo su entereza. No gritó, ni renegó de su fe. Simplemente se dejó llevar, mientras el río de odio se arremolinaba hacia el Tíber. El pordiosero que una vez lo había escuchado predicar en un calvero del bosque siguió a la multitud por las arterias de la ciudad, por esas calles heridas por las llamas y los derrumbes, hasta que alcanzaron la colina vaticana, donde se levantaba el único circo que quedaba en pie en la ciudad. Los fieles de Yeshua no cesaban de rezar a su dios en voz alta mientras la multitud se burlaba de ellos y agitaba sus palos.

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