Eitana, la esclava judía (34 page)

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Authors: Javier Arias Artacho

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Las gradas se atiborraron de gentes nerviosas, vociferando todo lo que no habían podido escupir y golpear durante el trayecto. El mendigo se fundió con ellos y observó toda la barbarie hasta que no pudo más, hasta que el espectáculo le resultó demasiado espantoso. Entonces ya no le hizo falta ver las crucifixiones en la arena, ya no le hizo falta ver cómo ardían untados de brea, mientras otros eran destrozados por leopardos y leones. Solo le bastó con el suplicio de Didico y de dos desgraciados más, con los que comenzaron aquellas ejecuciones.

Un guardia lo condujo del brazo cuando la reja que llevaba a la arena se abrió. El estruendo del público enfervorecido le habría llegado como un aliento ardiente y doloroso, mientras dejaba atrás el frío y oscuro corredor donde rezarían entre cánticos los reos de Yeshua. A Didico lo habían desnudado completamente, como a los demás, porque la humillación formaba parte de la condena. Pero el médico avanzó erguido, con su paso decidido, escondiendo a la muchedumbre toda aquella desesperación que probablemente golpease su pecho. El frigio, aunque se hubiese preparado para aquel tormento antes de ser empujado a la arena, habría sentido el titubeo del miedo.

Sus manos estaban atadas a su espalda y la luz del sol lo deslumhraba hasta hacerle bajar la cabeza. Pero aquello no le impidió verlo, aquello no lo cegó ante la muerte. Un enorme león de melena oscura esperaba en la arena y los verdugos, una vez cerca, lo empujaron hacia el animal liberando sus brazos.

Sus ojos eran avellanas transparentes encendidas en llamas. La fiera se acercó muy lentamente, pero luego fue veloz, cada vez más. Entonces, por primera vez, Didico gritó instintivamente, y el mendigo le vio cerrar los ojos y girar la cabeza mientras elevaba los brazos al cielo. El público enmudeció abruptamente cuando el león despegó del suelo con un gran salto, y Eitana no pudo esquivar aquellas imágenes que le transmitía Tulio, no pudo dejar de vislumbrar el aliento de las fauces y el león apretando los dientes entre la cara y el cuello de su amigo.

Según había narrado el pordiosero, el animal le arrancó de un tirón media cara, y le amputó la nariz, la mejilla, el pómulo y el ojo izquierdo. Didico era una máscara monstruosa de sangre, todavía vivo, todavía vociferando agonizante. El león lo mantenía en el suelo, con sus garras hundidas en el pecho y en el hombro, hasta que hundió los colmillos en su cuello y con el cuchillo de sus garras le excavó el tórax, destrozándolo.

Algunos espasmos en sus piernas marcaron su fin. Y el de muchos otros.

Eitana escuchó todo aquello con sus ojos inyectados de odio y de lágrimas. Tulio se había sentado junto a ella y le había sujetado la mano con cariño. Su vida se había consumido con Roma, y ya no sabía con qué fuerzas podría levantarse para seguir con su maltrecho sino. El destino de Didico había sido terrible, pero en aquel momento llegó a pensar que nada de aquello le hubiese importado si alguien le hubiese dicho que su hijo aún estaba vivo.

—Quizá esté en algún lugar —susurró con la mirada absorta, intentando imaginar un futuro—. Quizá Lucio haya conseguido esquivar su destino.

—No te atormentes más, Eitana. ¡Debes aceptarlo! Yahvé lo tendrá junto a él.

—¡Era demasiado joven todavía! No puedo aceptarlo, no puedo.

—Él una vez te lo dio cuando ya jamás pensaste que lo habrías de conocer, cuando creíste que nunca conocerías a aquella criatura que te arrebataron al nacer, y es Él quien ahora te lo quita. Debes aceptarlo.

—¡No puedo ni quiero! —pronunció ahogadamente, hipando nuevamente.

—Tú lo sabes mejor que yo, Eitana. —Y el amanuense le acarició la cabeza.

—No, no —pronunció llorando amargamente.

—Tú lo sabes mejor que yo. Si Lucio estuviese vivo en esta ciudad, más le valdría estar muerto. Tú lo sabes.

Y ella imaginó una esclavitud como la suya y, quizá, alguna otra mucho peor.

—Debes aceptarlo, Eitana. El niño se ha ido y algún día te volverás a reunir con él.

—Tengo que irme —le dijo después de sollozar su tristeza durante algún tiempo.

—¿Adónde?

—No te preocupes por mí. Estaré bien.

—¡Eitana! —exclamó Tulio—. ¡Déjame acompañarte!

La muchacha calló durante unos instantes. Luego lo miró con su alma desahuciada.

—No puedo amarte. Lo sabes ya. Ahora ni siquiera sé cómo haré para vivir yo misma. No creo que pueda soportar su ausencia.

—Yo te ayudaré.

—Lo siento, Tulio —afirmó ella entre lágrimas—. Es mejor así.

—¡No quiero perderte!

—Tendrás que hacerlo. Tú podrás reiniciar tu vida. Eres un excelente copista. Tendrás muchas oportunidades. Tendrás que aceptarlo, como yo intentaré aceptar que Lucio…

El llanto la anegó nuevamente ahogando las palabras.

—No quiero perderte, te lo suplico —le dijo abrazándola como si le perteneciera.

—Estaré en Capua, y estaré bien. Es una de las principales villas de la ciudad, la de los Julius. Increíblemente, he hallado el lugar adonde debía haber ido nada más desembarcar en Roma. Una buena mujer quiere que me ocupe de su biblioteca y no le importa mi pasado. ¡Es como un sueño! Un sueño que quizá ya nada me importa.

—¡Quiero ir contigo!

Eitana se volvió, secó sus lágrimas con la mano y, con los ojos hinchados, se lo dijo por última vez.

—Hemos pasado momentos inolvidables juntos —y, al pronunciarlo, tomó sus manos entre las suyas—, pero es momento de que eches a volar y tengas tu vida. Quizá algún día vengas a verme, cuando hayas montado tu propio taller. ¡Debes buscar tu felicidad, Tulio! Y tu felicidad no está junto a mí. Eres uno de los mejores amanuenses de Roma. ¡Y libre!

El joven la miró agigantando los ojos, intentando dibujar una sonrisa desvaída. Pero ella no podía entender lo que significaba.

—¡Y tú también, Eitana!

La muchacha le devolvió la mirada sin comprender.

—El juez Claudio Ulpio ha muerto —le dijo.

—¿Qué dices? —se exaltó apartándose de él.

—Fue la misma noche del incendio. Lo apuñalaron en un tumulto mientras corrían al Campo de Marte.

—¿Eso es verdad? —preguntó como si la vida volviese a su extenuado cuerpo—. ¿Cómo lo sabes?

—Nada más volver a entrar en la ciudad fui a buscarte a su
domus.
Era el único lugar al que no debía ir, pero el único en el que quizá podría encontrarte si la mala fortuna te hubiese acorralado nuevamente. La vivienda estaba intacta y esperé escondido en una esquina, hasta que una esclava salió de allí. Fue ella la que me dijo que su amo había muerto.

—¡Dolcina! —exclamó Eitana.

—No supe su nombre. Solo me dijo que tú no estabas allí, y que la última vez que te había visto había sido en la Suburra, donde estabas muy feliz.

Y era verdad. Había llegado a ser muy feliz allí, aunque apenas semanas después le costase recordarlo.

—¡Al menos eres libre, Eitana! —le dijo él—. No creo que nadie se acuerde de reclamarte.

—Pero ahora ya no sé qué hacer con mi libertad, Tulio —le contestó levantándose.

El amanuense hizo lo mismo, y se quedó de pie junto a ella.

—Ahora tengo que irme, Tulio. El hijo de la
domina
que me protege me está esperando ahí abajo.

Ella rodeó el cuello del muchacho y lo abrazó por última vez.

—Nunca te olvidaré —le susurró al oído.

Él se quedó sin palabras y ella lo abandonó abruptamente y comenzó a correr escaleras abajo. Pero la voz del muchacho la detuvo.

—No cesaré de buscar a Lucio, Eitana. Si existe una remota posibilidad de que haya sobrevivido, yo estaré pendiente de encontrarlo.

—Gracias, amigo mío.

Luego reanudó su descenso y desapareció de su vida.

39

Valerius cabalgó con la sombra de la mujer que lo había acompañado hacia Roma. Eitana simplemente se dejó llevar, abandonada a su suerte, como si ya no le importase que su esclavitud se hubiese diluido entre la tragedia. El fuego había purificado su destino con un dolor al que no sabía si podría acostumbrarse. Por eso, el legionario se dirigió hacia Capua con un bulto de acompañante, resignada a seguirlo, porque él la había obligado a reaccionar y a salir de aquella ciudad en la que ya no le quedaba nada más que cenizas.

—Sabes que mi madre te protegerá —le dijo—. No creas que es algo demasiado habitual en Roma, ¿entiendes? Tú ya lo sabes. Ya nada tienes que hacer aquí, y yo debo regresar pronto a la villa. Si quieres sentarte a llorar lo irrecuperable, puedes hacerlo. Pero yo me iré.

Eitana era un monigote maltrecho al que ya todo le daba igual, y se despidió de Tulio como la arena que se escurre entre las manos, casi sin darse cuenta, adormecida por la desesperación y la tristeza. Ya nada podía hacer por su amigo, ya nada podía hacer para que las cosas volviesen a ser como antes, cuando subía junto a Lucio a la azotea y pasaban las horas en su compañía. La joven judía no sabía cómo labraría su vida, ni cómo abriría los surcos en una tierra tan reseca, con su voluntad completamente vencida. Solo sabía que no sería junto a Tulio, y quizá tampoco en la villa Julius.

Su cabeza era un vaivén de dudas, tristezas y decepciones.

Por eso siguió al prefecto y se aferró a su propio instinto, a ese espíritu indómito que la había ayudado durante toda su existencia, aquel que había recibido antes de nacer. Pero antes, Valerius quiso confirmar él mismo que Claudio Ulpio había muerto y anduvo hacia la zona del
Circus Maximus
para preguntar por él.

—Quiero ver a Dolcina —le dijo Eitana—. Es una esclava que ha hecho mucho por mí. ¡Déjame despedirme de ella!

—Te lo vuelvo a repetir. Si quieres quedarte aquí, a mí no me importa. Puedes hacerlo. Incluso yo cabalgaré más rápido y no perderé más el tiempo contigo.

El filo de sus palabras fue pronunciado en un tono amable, pero rotundo.

—Pero si quieres cambiar de vida y enterrar tu pasado, no te acerques a esa
domus.
Todo lo que más querías te lo han quitado los dioses. Ahora solo te queda volver a nacer, y olvidar.

La muchacha asintió resignada y sin garra, y luego lo dejó merodear por las calles derruidas de su pasado hasta alcanzar la
Via Apta,
confiada en que Yahvé llenaría aquel vacío de su alma, y acabaría dándole sentido a todo.

Entonces acabó por dejarlo todo atrás.

Las siguientes jornadas en la villa fueron un oasis que alivió su pena, pero no la mitigó. Como había hecho hasta hacía apenas unas cuantas semanas, intentó sumergirse en su trabajo y dejó que el trazo de las palabras llenase su mente. Rodeada de rollos, papiros y tinteros, se entregó al copiado de una ajada
Eneida
que Paulina creía pertenecía a los tiempos de Virgilio. Inundada por la luz del jardín, la joven se volcó en la mesa de la biblioteca durante largas horas, dejando que las jornadas se deslizaran sin más, mientras los inicios de la patria romana se dibujaban en su memoria. Entonces fue constatando lo que había intuido: le era imposible olvidar. Los reflejos del rostro de Lucio titilaban en su cabeza como las centellas de una lumbre, y también el sufrimiento del médico frigio, la probidad de Servius y Verina, los recovecos de la librería y muchas sombras más. Todas ellas la asaltaban con sus recuerdos y aguijoneaban su tenso sosiego. Entonces Eitana se entregaba a su trabajo con mucho más ahínco, e intentaba perderse en el laberinto de las palabras, hasta apenas ya saber quién era.

—¿Qué pretendes, muchacha? —le dijo Paulina una semana después de su regreso a la villa.

El sol ya se había ocultado y el candil brillaba ante sus ojos cansados.

—Adelantar mi trabajo. Es como mejor paso las horas.

—Necesitas descansar, Eitana.

—Estoy bien, no se preocupe.

La
domina
acarició su cabello suave y castaño apenas recogido por una pinza, y luego agregó:

—Sé que no estás bien.

Entonces Eitana levantó la cabeza de su escritorio y la miró al fin.

—Olvidar, solo quiero olvidar. Y no sé cómo hacerlo.

—El tiempo todo lo cicatriza, Eitana.

—Yo necesitaré mucho —le dijo con un suspiro.

—Eres una mujer fuerte. Has sobrevivido a una gravísima enfermedad, y te he visto luchar como a nadie. ¡Date tiempo, y lo conseguirás!

—Prefiero que el tiempo transcurra escribiendo, Paulina. Me es más ligero. Ya es lo único que sé hacer bien.

De vez en cuando, la joven judía vagaba por la hacienda y se mezclaba entre los esclavos, como si todavía se reconociese en aquel mundo. La treintena de siervos de aquella villa eran muy diferentes a los que le habían bosquejado Doma y Dolcina algunos años atrás. Sus vidas no eran crueles como ellas le habían advertido, sino amables y apacibles, demasiado diferentes a la de muchos otros que vivían y morían bajo el peso del rigor del campo.

Sin embargo, ella sabía que las esclavas no le habían mentido. Ella sabía que en otras haciendas muchos hombres y mujeres trabajaban entrabados y, a los más díscolos, por la noche se los encadenaba en una ergástula. Pero en la villa Julius no era así. Allí, Eitana los observaba mansos, haciendo sonar los dulces tonos de la siringa por las noches, repicando los tímpanos, con el quejido de las caracolas y la estridencia de los címbalos. Eran siervos dignos, acostumbrados a su pobreza y a su monotonía, pero que vivían a salvo.

—¡Qué distinta hubiese sido mi vida si hubiese llegado aquí cuando todavía era una niña! —un día le dijo a la
domina
mientras paseaba por el hermoso parterre.

—¿Acaso crees que hubiese sido mucho mejor?

Eitana asintió sin mirarla, avanzando por las vías ensombrecidas por enormes cipreses.

—Mi vida ha sido muy difícil en Roma… Hay algunas cosas que no sabe todavía.

—Lo único que me importa es que mi marido te entregó su anillo, nada más. Los dioses han hecho lo demás.

—Sin embargo, yo quisiera contarle, quisiera que supiera toda la verdad.

—Si para ti es importante, te escucharé. Si no lo es, no necesito saberlo. El pasado, pasado está. Déjalo correr.

Paulina se detuvo y se sentó en un banco de madera junto al camino. Eitana hizo lo mismo e insistió.

—Solo ahora que ha muerto mi amo y Roma ha sucumbido en un caos, solo ahora soy libre, Paulina.

La
domina
la escuchaba paciente, mirándola a los ojos. Eitana sabía que la mujer sabía sin saber, incluso, muy probablemente, Valerius ya le hubiese informado de todos los detalles de su existencia.

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