Eitana, la esclava judía (25 page)

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Authors: Javier Arias Artacho

Tags: #Darama

—Sabes que no vendría si fuese peligroso, Eitana —le dijo el librero—. Sabes que queremos hacerlo por su bien.

—Lo sé, pero… No sé… Yo…

—Si tú te niegas, no vendrá, muchacha —intervino Verina—. Tranquilízate.

El riesgo del desprecio fustigaba su decisión. Sabía que aquello era importante para el matrimonio, pero sentía un miedo inexplicable, como una premonición que no llegaba a descifrar, como si todo el sufrimiento que llevaba incrustado en su recuerdo le susurrase muy bajito.

—Es que, es que… Un golpe del animal sería suficiente para matarlo, Verina. Es eso, solo eso.

—Habrá mucha gente. Nunca ha pasado nada, porque Mitra no lo permitiría.

—A veces es solo un momento, a veces no depende…

—Debes confiar, muchacha. Si no, es mejor que se quede.

Eitana se mordió los labios y cerró los ojos. Sabía que no podía decir que no, sabía que no debía decir que no. Era demasiado importante para ellos.

—Está bien —dijo yéndose a su pequeño
cubiculum—.
Yo también iré.

El matrimonio intercambió miradas e, instantes después, la joven apareció frente a ellos con una
palla
cubriéndole la cabeza.

—De acuerdo, vamos —transigió Servius.

Los cuatro se dirigieron hacia el Foro con una tea y una antorcha apagada. Allí tomaron el empedrado de la
Via Sacra
y transitaron tranquilos, bien iluminados por grandes faroles, mientras algunos carros entraban y salían de la ciudad conducidos por esclavos y cargados de mercancías. Cuando atravesaron las murallas servianas, el librero encendió la antorcha con la tea y avanzaron con paso rápido. La noche era blanca. El círculo de la luna parecía un gran candil abrigando la espesura de un bosque níveo. La vía se iluminaba misteriosa, como si fuese el sendero que conducía a los infiernos, caldeado por la viscosidad de una noche cálida, y Eitana no sentía miedo sujetando a su niño de la mano, porque sabía que Servius y Verina habían hecho aquel camino ya varias veces, y porque aquella quietud sedaba su zozobra.

Llegaron rápidamente a su destino. Era un calvero que ya estaba repleto de una comitiva que agitaba sus antorchas. A medida que se fueron acercando, Eitana pudo ver a un grupo de hombres con el torso desnudo cavando la tierra, formando un gran foso. El vaivén de las llamas deslumbraba en los grandes ojos negros de un toro que berreaba sujeto al tronco de un ciprés.

—No te preocupes, todo irá bien —le dijo Servius—. Ya lo verás.

Eitana hizo una mueca amable y acarició el rostro de Lucio, que elevó su cabecita observándola. La judía le había enseñado desde muy pequeño quién era Yahvé, así como todos los salmos y plegarias que su padre le había susurrado desde muy pequeña. El niño no entendía muy bien qué hacía allí, pero estaba dispuesto a obedecer a su padrastro.

—¿Qué dios me protegerá más? —le preguntó el pequeño—. ¿Mitra o Yahvé?

La joven lo miró con ternura, se acuclilló a sus pies y le dijo:

—Los dos, vida mía. Los dos.

Un tiempo después, la multitud, probablemente un centenar de personas, se fueron ordenando en un inmenso círculo iluminado por las antorchas situadas delante de cada uno. En medio, la zanja cubierta por recias tablas de madera ajustadas con clavos que se hundían firmes en la tierra dura, forrada de hierbas silvestres. Solo un estrecho hueco permitiría al niño y a tres iniciados más colarse dentro, donde las rendijas permitirían filtrar el aire, y la sangre.

Eitana poco sabía de Mitra. Poco y todo lo que le habían contado Servius y Verina, que hablaban de él con su vida fecunda, pero a la vez estéril; a través de sus existencias generosas, honradas y mansas. Aquel era un dios persa que había nacido en las riberas del Ponto Euxino y que probablemente había llegado a Roma entre las huellas de algunos soldados. Para ellos, Mitra era el Sol, aquel Sol eterno e invencible que los iluminaba todos los días, que los guiaba en las dificultades y los reconfortaba en el sufrimiento. Servius, aunque docto e ilustrado, tenía una fe sencilla que se alimentaba de su leyenda. Su dios había nacido sobre una roca la jornada del solsticio de invierno, y los pastores de la región habían acudido espontáneamente a ofrecerle los productos de sus rebaños, como intentaban hacer ellos con sus cosas cuando conmemoraban su nacimiento. La imagen de Mitra, como la que el librero tenía esculpida en barro sobre la mesa de su
cenaculum,
se mostraba en lucha con un toro, al que aquel dios había acabado degollando como un héroe, mientras la sangre del animal se derramaba sobre la tierra y la fecundaba. Por eso todos los beneficios de la naturaleza era aportados por Mitra y los iniciados recibían especialmente aquellos dones cuando la vida del animal se vertía sobre ellos como una lluvia sagrada. Como les sucedía a los iniciados a la diosa Cibeles, pero de otra manera.

Aquella noche de verano, Lucio recibiría aquel honor favorecido por Servius y Verina, que lo habían propuesto a la comunidad como hubiesen hecho con cualquiera de los hijos que nunca habían tenido y que ya no habrían de tener.

La celebración comenzó con todos arrodillados. Un sacerdote vestido de un blanco inmaculado presidía el círculo declamando plegarias que todos los asistentes repitieron al unísono, hasta que, después de una letanía de ritos, comenzaron a sonar unos timbales y la concurrencia se puso en pie. Eitana observaba aquello estupefacta, pero el fuego, la noche y el ritmo bronco de la percusión narcotizaba sus sentidos, que se entregaban al espectáculo. Entonces llegó el momento, y la joven vio al niño caminar hacia el centro, acompañada de otros hombres que se fueron quitando sus túnicas, como hicieron con el pequeño Lucio, que fue el primero en ser introducido en el foso.

Eitana sintió el traqueteo del corazón cuando el manso toro fue conducido sobre las tablas. De él surgieron cuatro sogas: dos, sujetas de ambos cuernos, las otras, oprimiendo su vientre y extendiéndose opuestas. Así, el animal se entregó sumiso, casi tambaleándose enfermo, y fue situado sobre la zanja con un grupo de concurrentes tironeando en los cuatro extremos para inmovilizar al animal. El oficiante se situó frente al sacrificio, sujetó un
gladium
alzándolo a los cielos y luego atravesó la garganta del animal, que comenzó a mugir herido, vertiendo su negra sangre a borbotones sobre el foso, mientras los hombres tironeaban de aquellas amarras con muecas de esfuerzo y el toro dejaba su vida goteando sobre los iniciados, hasta desplomarse exangüe, pataleando su muerte durante un largo rato.

Cuando el niño salió de la zanja, su cuerpo parecía haber sido flagelado dolorosamente. Arroyuelos de sangre surcaban todo su cuerpo, y el brillo de las llamas relumbraba aquel horror bajo la palidez de la luna. El sacerdote se le acercó y le impuso un colgante de bronce con la imagen de Mitra pendiendo sobre su pecho húmedo y bermellón.

Eitana tembló.

—Está bien, está bien —le dijo Servius tranquilizándola.

—Sí, sí —afirmó ella nerviosamente—. Está bien. ¿Puedo ir a buscarlo?

—No, debo ir yo —le contestó ya avanzando.

El librero se acercó al centro de la escena y le dio un par de palmadas en la espalda. Eitana no sabía muy bien lo que le dijo, pero Lucio acarició su colgante mientras él le hablaba. El niño se mostró agradecido y comenzaron a avanzar hacia donde estaban su madre y Verina. Su paso era ceremonioso, sabedor de que era el protagonista, porque todas las miradas se centraban en ellos, un coro apuntándoles con sus antorchas, y un cántico templado comenzó a elevarse en la oscuridad.

Entonces fue cuando sucedió. Fue un relámpago, y la oscuridad se encendió. Fue un fusilazo vivo y perceptible entre aquella horda loando a Mitra. Los pequeños ojos de Prisco emergieron brillando en los de ella, afilados como espadas, desafiantes y mudos apenas unos pasos más allá.

Eitana se quedó petrificada, mientras el círculo comenzó a disgregarse y los fieles se aproximaron para saludar a Lucio, Servius y Verina. Y todo se enredó en una confusión que lo diluyó entre todos. Y aunque ella intentó volver a localizarlo rastreando los rostros que se iluminaban por el fuego, no pudo verlo hasta después, cuando se alejaba solo de aquel calvero, camino de la
Via Sacra,
como si Mitra ya hubiese perdido todo su sentido para él y hubiese hallado un trofeo que lo enaltecería mucho más, y ante su amo.

30

Eitana desanduvo su camino en silencio, masticando lo que había sucedido y digiriendo sus pasos. El rostro de Prisco surgía en su memoria danzando entre tantos otros de su pasado, relumbrando junto a Doma, el
dominus,
Efren y Dolcina, quien la había prevenido apenas dos jornadas antes, sin imaginar que su destino comenzaba a estrecharla tan rápidamente. Su cabeza era un zarandeo de conjeturas, miedos y maldiciones que la fueron retorciendo hasta llegar al
cenaculum.
Había tenido el presentimiento, y había sentido su sacudida en el corazón, pero ella había cerrado los ojos y había extinguido aquel destello que flameaba dentro de sí. Ahora su vida estaba en peligro, y lo que era mucho peor, la de Lucio, Servius y Verina también.

Ella estaba completamente segura: Prisco guiaría al juez y a sus hombres hacia la librería. No le cabía ninguna duda. Por eso, cuando fue a recostar a Lucio sobre su jergón y besó su frente como los prosélitos harían con el tesoro de su templo, los latidos de su existencia se le desbocaron, y casi los sintió palpitar en la boca. ¡Cuánto significaba para ella aquel niño! ¡Cuán poco le importaba ya cómo había sido engendrado! Cuando miraba sus ojos claros, azulados como el mar, apenas podía identificarlos con los de su desgraciado padre. De aquel portero, Lucio solo tenía el barniz del norte, esa fisonomía pálida y lejana que tanto contrastaban con su piel. Por eso mucha gente dudaba de que aquella criatura fuese su hijo, sino más bien de Servius y Verina, quienes siempre lo habían sentido como suyo también. Pero a ella no le importaba. Lo único que le importaba era que estaba junto a él, y que desde muy niño sus pequeñas manecitas recorrían su rostro en la oscuridad palpando su pertenencia, susurrándole que la quería, mientras ella le tarareaba algo antes de acabar dormido. Lucio era su tesoro, el regalo más grande que le había podido ofrecer Yahvé, y con su carácter despierto, aunque dócil a la vez, había sabido ayudarla con sus estudios y ganarse el afecto de todos. Él nunca sabría de su padre, él nunca sabría que su vida pendió en el mundo como una pequeña araña tambaleándose en su red mientras se sacudían los rincones para limpiarlos. Él solo sabría que Eitana lo amaba y que estaba dispuesta a dar su vida por él si fuese necesario. A dar su vida, viva o muerta, pero jamás ponerlo nuevamente en peligro. Jamás.

La joven cerró la puerta de su estrecho
cubiculum
y se quedó frente a la redonda mesa de mármol donde una vez le habían dicho que su vida no estaba yerma, donde Efren le había arrancado aquel collar que aprisionaba su esclavitud. Servius y Verina estaban sentados en las sillas observándola con tristeza, todavía sin comprender su desgano y su miedo. En el centro de la mesa, una imagen de barro pintada con colores vivos, y nunca hasta entonces la imagen de Mitra inmolando al toro y rociando su sangre le había resultado tan terrible.

—¿Qué te sucede? —le preguntó Servius—. ¿Tanto te hemos ofendido?

Eitana negó con la cabeza y caminó hacia la ventana abierta. En el marco de madera lucían los cristales que Verina le había insistido a su marido que pusiese, aunque fuesen demasiado caros, para que el frío del invierno no calara cuando abrían los postigos para iluminar el pequeño
triclinium.
A veces, al amanecer, la joven se sentaba allí a oír zurear a las palomas, pero en aquel momento solo quería poder respirar el espesor de la noche, esperando despertar de su sueño. La calle era apenas una penumbra de empedrados blanqueados por la luna y salpicada por las luces de algunos faroles.

—¡El niño está bien! —agregó Verina.

—No lo está.

—¿Qué dices? —dijo él poniéndose en pie, agitando su desagrado—. ¡Creo que estás exagerando, muchacha!

—Esto no tiene nada que ver con Mitra, Servius.

—¿Y con qué tiene que ver entonces? —preguntó indignado.

El librero percibió su temblor, el cansancio de sus ademanes, la resignación con la que caía sobre la silla cerca del pequeño armario con sus objetos más preciados: algunos tinteros de plata, unas copas de vidrio, cuchillos y cucharas de bronce.

—Tengo que irme —pronunció trémula, casi tartamudeando.

—¿Irte? —dijo Verina—. ¿Qué estás diciendo? ¿Irte adónde?

—Servius tenía razón —pronunció susurrando su angustia, lentamente.

—¿Razón en qué, muchacha? Dinos qué sucede, ¡por favor! —intervino el librero.

—Los círculos. Los círculos nacen para cerrarse. Tú siempre lo has dicho.

—Dinos qué sucede, Eitana.

La joven hinchó sus pulmones de aire y luego habló.

—Acabo de ver a Prisco, el esclavo que dirige la
domus
de Claudio Ulpio.

Servius y Verina intercambiaron miradas temerosas, y ellos también aspiraron pausadamente, hasta llenar sus pechos bajo sus túnicas de color marfil.

—Vamos a tranquilizarnos, muchacha —dijo el hombre—. Seamos cautos. Quizá…

—Era él, y él supo que era yo.

—¿Cómo lo sabes? —indagó Verina.

—En cuanto me vio, se escabulló solo, intentando evitarme.

—Y tú crees que…

—Estoy convencida, Verina. Lo he estado pensando muy bien. Mañana vendrán a por mí. Y si no es mañana, será pasado. Él no se callará. El juez me habrá puesto recompensa. Estoy segura.

—Quizá te equivocas. Es un esclavo como tú.

—¿Recuerdas que el otro día te dije que me topé con Dolcina?

—Sí, lo recuerdo.

—Además de contarme la muerte de Efren, me advirtió en quién se había convertido Prisco.

—No siempre las cosas son como pensamos, Eitana. Quizá no debamos… —intervino la mujer.

—La muchacha tiene razón, Verina —interrumpió Servius—. No podemos correr el riesgo. ¿Dices que se llama Prisco?

—Sí. ¿Lo conoces?

—No. A estas celebraciones algunos se acercan por curiosidad. Nunca lo sabemos cierto, pero sucede. Conocerá a alguno de los fieles, y este lo habrá invitado.

—Averiguará quién es el que acompañaba al niño —aseveró Eitana—. Él nos tiene que haber visto juntos en todo momento, y a mí con vosotros.

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