Eitana, la esclava judía (23 page)

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Authors: Javier Arias Artacho

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Así vivía aquel pueblo, según Didico, encadenado a tradiciones que no respetaban y alabando a dioses de piedra, entre astrólogos, hechiceros y adivinadores de toda índole. Adorando a Júpiter, el gran dominador del mundo; a Juno, la gran matrona de los partos; a la astuta Minerva, la valedora de la inteligencia, el arte y la guerra; al poderoso Marte, invocado por las legiones, y a Venus, deseada por las enamoradas; a Baco para los que ansiaban el placer, mientras Mercurio les procuraba el comercio, los lares el bien de la familia y Vesta la paz del hogar. Y más allá de todos ellos, aquellos y algunos más, los peligrosos lémures deambulaban nocturnos por las
insulae
y las
domus,
mientras los manes velaban aquellos miedos y los protegían del mal. Para Didico, Roma solo era un sincretismo de dioses, de dioses griegos, etruscos y algunos importados más lejanamente, como la egipcia Isis, el persa Mitra o la frigia Cibeles, la Magna Mater, donde los sacerdotes se. mutilaban entre latigazos y puñaladas en un templo situado en el Palatino, justo a las puertas del palacio imperial.

¿Quién podía reírse de su fe en Yeshua? ¿Quién podía acusarlo de algún dislate?

Sumido en la vorágine de su religión, ajeno al vértigo religioso romano, fue como conoció a Tulio. Fue en una de aquellas reuniones organizadas en alguna
domus
oculta, y a veces en algún calvero del bosque, rodeados de cipreses e iluminados por antorchas clavadas en la tierra. Y aunque Servius desconfiaba de aquellos cenáculos y del riesgo a que se exponía Eitana, la muchacha a lo largo de los últimos tres años había acudido a algunos de ellos acompañada por Tulio y Lucio, donde había conocido a muchos judíos que se sentían atraídos por aquel testimonio que solían contar algunos de los que habían visto a aquel Yeshua, incluso resucitado.

Así, aquel médico que una vez creyó enterrado en su memoria se convirtió en uno de sus mejores amigos. La única persona que había pisado su antiguo lodazal y que entonces atravesaba la ciudad para compartir un vino o un poco del
garum
que solía preparar Verina. Entonces Eitana era muy feliz, y sentía que tenía un hogar.

—En varias vidas, nunca podría pagar lo que Servius, Verina, Efren y tú habéis hecho por mí —le dijo la muchacha alguna vez.

—Yo no he hecho nada, muchacha. Solo lo que debía. Somos sal para los hombres.

—Me empujaste para que abandonara aquel infierno y, desde que me has encontrado, te has preocupado de mí y de mi hijo.

—¡Es un gusto! No es ninguna obligación. Intento actuar como lo hubiese hecho mi maestro.

—Lo sé. Y yo te lo agradezco.

Entonces se lo quedó mirando, observando su expresión seráfica, como si aquel sanador también la pudiese ayudar en algo más.

—Ojalá pudiese saber qué fue de Efren.

El médico hizo silencio y luego dijo con calma:

—Ya no importa lo que le haya sucedido, sino lo que ha hecho por ti.

—Pero su recuerdo me inquieta demasiado. Sé que…

—Debes pensar que todo tiene algún sentido. Nada sucede por una simple casualidad —le recordó el médico frigio—. Nada es baladí en nuestras vidas. Todo tiene un significado bueno y oculto.

Esto comenzó a sospecharlo más adelante, más precisamente durante aquel
iulius
del año 64, cuando ya llevaba siete años en la librería y Tulio no llegaba a comprender que sus senderos no eran uno, sino dos. Fue poco después de que Servius le recordara que en la vida los círculos se acaban cerrando más pronto o más tarde, lo quisiéramos o no. Fue entonces cuando comprendió que los hilos del destino no acababan de cerrar su vida en la
domus,
y volvió a encontrarse con Dolcina.

28

El verano ya se había asomado a la ciudad. La Suburra se adornaba con flores en las estrechas balconadas de algunas
insulae,
junto con prendas secándose al sol y pintura descascarada. Eitana llevaba a Lucio bien sujeto de su mano derecha, mientras el niño se dejaba arrastrar entre la marea que arreciaba por las calles. Las tiendas y talleres se atiborraban de transeúntes que vociferaban desde cualquier rincón, las
tabernae
se vaciaban, en las letrinas había que hacer colas a cambio de un as de cobre, y el tufo a sudor y almizcle picaba en la nariz. Mientras tanto, el húmedo calor calentaba las calles.

De pronto, Lucio intentó asomarse por el lateral de un ánfora donde algunos hombres aliviaban sus necesidades en público, y Eitana tironeó de él regañándolo, sacudiéndolo del brazo por aquella tontería. Se detuvieron delante de un soportal donde se sucedían distintos talleres y mercancías, y luego entraron en una
tonstrina
para que rasuraran al pequeño. Un hombre obeso de sonrisa abundante y dientes mellados la saludó cordial mientras afeitaba a un cliente sentado en un taburete frente a un pequeño espejo. Le deslizaba su navaja desde el cuello hasta la oreja y, de tanto en tanto, la afilaba con una piedra de amolar. Detrás de él, en otros banquillos, dos hombres de aspecto chanflón observaban su belleza con avidez, con el cabello recogido por una pinza de madera y un mechón pendiendo en su frente.

—¿Cuánto cree que podría tardar en raparlo?

—No creo que tarde mucho, hermosa —le dijo el
tonsor—.
Siéntate. En cuanto te descuides, estará hecho.

Eitana volvió a observar rápidamente a su clientela y luego le dijo:

—No se preocupe, echaré un vistazo a algunas cosas ahí fuera y volveré más tarde.

—Como quieras. Me daré prisa. No tardes.

Salió fuera acompañada del niño y se puso a ojear las ánforas del
pomarius
contiguo a la barbería. Había dátiles, nueces, ciruelas, higos secos, incluso tinajas hasta el borde de
garum.
Luego continuó hacia un
specularius
y se detuvo a observarse en uno de los espejos que se exponían a la venta fuera del taller. En la estrecha acera de enfrente, había una sucia taberna, y junto a ella un
dulciarius
que ella imaginó con las más exquisitas tortas y pasteles. Entonces, como si fuese una aparición, de pronto la esclava que una vez había compartido su existencia en la
domus
se situó detrás de ella.

—¿Eitana? —oyó a sus espaldas.

La muchacha judía se giró y descubrió a Dolcina boquiabierta. Se había acostumbrado tanto a preservar su anonimato que las palabras se atascaron en su boca.

—¡Eres tú, Eitana! —le dijo en arameo—. ¡Estás viva!

Entonces soltó a Lucio de la mano y la abrazó entrañablemente, como si volviese a recuperar a alguien de su familia.

—¿Qué haces aquí? —pronunció por primera vez la muchacha.

—El amo necesitaba túnicas nuevas y me pidió que le consiguiera las mejores. Conozco un
vestiarius
a tres calles de aquí donde las fabrican excelentes. Cuestan menos… y me acabo guardando algunos dupondios.

—¡Muy bien, Dolcina! ¡Haces muy bien! —le dijo sonriendo.

—¡Estás hermosa, muchacha! —agregó la mujer observándola de arriba abajo—. Veo que tu vida ha cambiado mucho. Los dioses han estado contigo.

La joven asintió y las dos mujeres se quedaron observándose durante unos instantes sin decir nada.

—En la
domus
el amo se enfureció tanto que… —dijo la de Traconítide al fin.

—Espera, vamos a hablar a otro lugar más tranquilo.

Entonces la tomó del brazo para guiarla, pero ella se percató de la presencia del niño.

—¿Quién es?

—Es mi hijo.

Dolcina se acuclilló y le sonrió cerca de su carita. Eitana pudo observar su expresión de incredulidad. Aquel pequeño rostro de cabellos rubios y ojos claros en nada se parecía a su madre aparentemente, pero después de unos instantes se podían descubrir los ecos de la judía, y los perfiles de su expresión.

—¡Tu hijo! —dijo llevándose las manos a la boca, intentando impedir que la emoción se escapara completamente.

—Aquel que tú me ayudaste a parir, Dolcina.

—¡Es imposible, Eitana! ¡No puede ser!

—Pero sí lo es.

Luego estrechó al niño entre sus brazos, besando insistentemente su cara, como un pajarillo picotea una rama.

—Efren lo puso a salvo —le dijo Eitana—. Efren lo entregó a una familia amiga.

—¿Efren hizo eso?

—Sí, él nos salvó a los dos.

—¡Pobre hombre! Ahora comprendo mucho mejor…

Dolcina se puso en pie y miró a su ex compañera con tristeza, sin apenas atreverse a pronunciar su destino.

—Quiero que me cuentes todo lo que sepas de él —le dijo la amanuense—, pero vamos a hablar a un lugar más tranquilo.

Eitana volvió a sujetar a Lucio, y Dolcina la siguió. Se coló entre estrechos callejones, esquivó la marea variopinta de viandantes y encontró una plaza rodeada de frondosos pinos, centrada entre un conglomerado de
insulae
y algunas tiendas. Buscaron un banco de granito y se sentaron las dos mientras el niño jugaba.

—¿Cómo sobrevives? —le preguntó Dolcina.

—No te lo creerías. Soy amanuense. He aprendido a leer y a escribir, y me dedico al copiado. ¡Mi vida no se parece en nada a la que compartimos en la
domus
del juez!

—¡Copista! ¿Nuestra Eitana es una copista?

Ella asintió sonriente.

—Por todos los dioses, muchacha. ¡Por todos los dioses! Siempre supe que eras muy lista. Siempre. ¡Por eso pudiste huir! En cambio nosotras…

—No digas esas cosas, Dolcina.

—Es la verdad. Te felicito, Eitana. ¡Es increíble lo que me cuentas! Yo sería incapaz.

El rostro de Dolcina estaba muy envejecido, y todo rastro de su atractivo se había desvanecido. Mientras la judía había bruñido su belleza, en la de Traconítide, la esclava que una vez había sido rescatada por Efren de un lupanar, su encanto se había corroído rápidamente.

—He tenido mucha suerte, Dolcina. Tuve dos buenos maestros. Tú también hubieses aprendido, créeme. Es solo cuestión de paciencia y constancia, todo lo que aprendimos a desarrollar en la
domus
las esclavas.

La de Traconítide sonrió con pesar, quizá sabedora de los dotes de su compañera y de todas sus carencias.

—Es una historia que ya te contaré —le dijo Eitana—. Ahora solo quiero saber qué fue de Efren. Necesito que me cuentes qué fue de él.

Dolcina cerró los ojos, juntó las manos y respiró muy profundamente.

—¡No quieras saberlo, Eitana!

La muchacha palideció y la miró con avidez, intentando saber lo que ya sabía.

—Fue el juez, ¿verdad?

La otra asintió.

—¿Cómo sucedió?

—No quieras saberlo, Eitana.

Dolcina le había contado cómo Claudio Ulpio había enfurecido cuando ella había desaparecido, pero que el
dominus
se percató de su huida mucho más tarde de que Efren corriese en su búsqueda.

—¡Lo hizo porque Doma se lo dijo! —intervino Eitana con ciertos ecos de rencor.

—¡Ella quería ayudarte! ¡Ella quería salvarte la vida! Sabía que Efren quizá te traería de vuelta con alguna excusa, por eso le suplicó que fuese en tu búsqueda. Al fin y al cabo, el amo todavía no sabía nada.

—Lo sé, aunque aquel día no pensase lo mismo. Ahora solo puedo pensar que, sin darse cuenta, me salvó, Dolcina. A mí, y al niño.

La de Traconítide la miró sin comprender, ansiosa de saber mucho más de la historia de su compañera. Eitana leyó el interés en sus ojos y le dijo:

—Yo también te contaré cómo sucedió todo, pero primero necesito que me cuentes. Llevo siete años intentando resolver qué le sucedió a Efren.

—Él corrió en tu búsqueda, como bien sabes —continuó Dolcina—, pero no volvió a la
domus
hasta la mañana siguiente. ¡No sé por qué no lo hizo! Pero no volvió. Bueno, quizá fuese normal que no volviese, ¿sabes? Pero debería haberlo hecho, debería haber vuelto. Entonces, quizá las cosas hubiesen sucedido de otra manera, quizá no habría sido todo tan grave… Pero no lo hizo. Aquella noche el amo supo de tu huida cuando te fue a buscar, mientras Doma y yo nos tirábamos del cabello, sin atrevernos a decir nada, pero sabedoras de que todo sería terrible. Y ahora sé que nos equivocamos, y que deberíamos habernos adelantado a decirle que no estabas, que habías desaparecido, que… Pero no le dijimos nada. Nada de nada, y aquella noche cuando lo supo fue todo mucho peor de lo que creímos.

—Lo siento, Dolcina —le dijo acariciándole las manos—. Lo siento.

Pero ella no le contestó, simplemente continuó con su relato.

—El amo, como si estuviese atormentado por todos los lémures, envió urgente a Prisco en busca del sirio. Pero no lo encontró en su
cenaculum.
El juez, enfurecido, fue en busca de Doma, como podría haber venido a buscarme a mí. Pero fue a ella. Fue directamente a buscarla a ella. A mí solo me dio unos bofetones, pero a ella la atizó con un leño, mientras le exigía que le dijera dónde estabas, una y otra vez, que dónde estabas. Pero ella negó insistentemente. Ni quería dar el nombre del médico, ni quería traicionarte. Ella intentó protegerte, muchacha, debes saberlo. Lo hizo como pudo y mientras pudo, porque llegó un momento en que el amo acabó por perder la paciencia. Entonces lanzó al suelo los hornillos del banco de la cocina y llevó las envejecidas manos de Doma sobre las brasas todavía calientes de la cena. Ella gritó espantosamente, Eitana. Todavía tengo sus gritos perforándome las orejas, mientras yo lloraba arrodillada en la cocina y él me amenazaba con seguir su castigo conmigo.

Dos surcos de lágrimas comenzaron a rayar el semblante de la amanuense judía. Lucio jugaba con algunas piedrecitas cerca de ellas, sin interesarle la conversación.

—¡Lo siento! —dijo Eitana—. Lo siento mucho.

—¿Quieres que continúe?

—Sí, claro que sí.

—Pude oler su carne quemada, Eitana, y Doma sabía que iba a continuar hasta que su tormento fuese insoportable. Y ella fue muy valiente, mucho, porque ella ha sabido cargar mucho en su vida, pero cuando estuvo a punto de forzarla para que su cara se cociese también, ella no lo soportó más y le dijo lo que su cabeza no quería, pero su boca largó desesperadamente. ¡Cuántas veces se habrá arrepentido! ¡Cuántas veces habrá pensado en todo aquello! Pero no fue su culpa, Eitana, créeme, porque ella hizo lo que pudo, aunque acabó diciéndole que Efren lo sabía, que él sí sabía dónde estabas. Entonces el amo se detuvo vacilando, desconcertado de escuchar una acusación que implicaba a su encargado, al hombre al que le confiaba su vida. Imagino su confusión, sus dudas, todo… Efren era su mano derecha, el hombre en quien más confiaba, y escuchar aquello le gustó quizá menos que saber que tú habías huido. Así que la apartó del banco y le dio un golpe con la rodilla en la barriga, para que Doma se retorciese doblada, mientras le decía que de nada le servirían aquellos embauques, y que la iba a matar allí mismo.

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