Eitana, la esclava judía (18 page)

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Authors: Javier Arias Artacho

Tags: #Darama

La muchacha hubiese escapado muy a gusto de la opresión de las paredes y de las miradas de aquella
insula
,
pero quiso evitar salir a la calle y estar lo más protegida posible de alguna mirada furtiva. Entonces Eitana volvió a subir y se sentó erguida y atenta, dispuesta a concentrarse en su esperanza, hasta que pasado algún tiempo los transeúntes comenzaron a menguar cuando la esclava calculó que ya estarían en la
hora sexta,
la de la comida, que una gran mayoría hacía fuera de la
insula.
Pero no podía saber la hora exacta, porque no tenía el reloj de agua que había en la
domus,
el que goteaba dentro de un recipiente de vidrio superando diferentes niveles que marcaban el tiempo, y mucho menos se le habría ocurrido correr al Campo de Marte, donde el gran reloj encargado por Augusto proyectaba la sombra de un obelisco sobre una gran plaza revestida de grandes losas de travertino.

Sin embargo, bien supo que la jornada avanzaba, y que la
hora octava
probablemente ya se había consumido también.

Entonces, los nervios todavía no le habían desatado el miedo, pero la muchacha judía pensó que si en aquel momento corría hacia la
domus,
probablemente nada sucedería, porque el juez estaría a punto de llegar junto a Efren y nadie más que los esclavos habrían notado su ausencia. Sin embargo, rápidamente espantó aquella idea de su cabeza y continuó su espera.

Y fueron la
hora nona,
la
hora decima
y las dudas inquietaron su corazón y el ansia la empujó a la portería nuevamente, donde el viejo charlaba con algunos inquilinos que ya fluían nuevamente a sus
cenacula,
y la miraba con cierta desconfianza. Mientras tanto, ella caminaba en círculo, sin atreverse a salir, sin querer volver a subir, sin saber cómo ponerse, sin descifrar adónde ir si el médico hubiese salido nuevamente de la ciudad, temiendo que alguno de los que entraban hiciese alguna pregunta inconveniente que acabase por delatar su huida.

Pero todos sus pensamientos cesaron de golpe, como cuando la claridad de un
cubiculum
desaparece abruptamente porque un esclavo apaga sus lámparas, o como el brillo del sol punzando en los ojos cuando despunta al final del camino, ya desguarecido de la protección de la montaña. Todo quedó suspendido en su pecho, casi sin aliento, porque de pronto él estaba allí.

Era él.

Inesperadamente, de la nada, había entrado en la portería y había llenado aquel ambiente con su mirada, hasta clavarse en la de ella. Era él, Efren, la mano derecha de Claudio Ulpio.

Sus ojos eran fuego, y venía a buscarla.

22

Te advertí que no lo hicieses. Te lo dije. La muchacha temblaba mientras Efren la sacudía por los brazos. Su existencia había entrado en una nueva zozobra, como cuando el tribuno Publio Lucilio la había arrastrado de Julias con una centuria de la X Legión.

—¡El juez pronto sabrá de tu huida, terca! ¡Él no perdona las traiciones!

Eitana se derrumbó de rodillas, juntó sus manos y comenzó a balbucear:

—Ten piedad de mí, no puedo volver. Déjame huir, déjame, por favor. Te lo suplico.

—¿Adónde? ¿Adónde crees que puedes ir con este collar?

Efren asió con sus dedos el hierro y tironeó suavemente de él. El portero observaba la escena boquiabierto, mientras algunos transeúntes entraban y salían.

—El médico me ayudará. Él puede ayudarme.

—¿El médico? Ya me advirtió Doma de tu locura. ¿Dónde está tu médico? ¿Acaso él te prometió algo, ilusa? Has sido obstinada desde el primer día, Eitana, y en el fondo siempre imaginé que esto sucedería.

—¡Doma! —pronunció con desencanto.

—Doma solo quiere ayudarte. Yo la obligué a que me lo dijera antes de que fuese demasiado tarde.

—Déjame, Efren, por favor. Déjame, te lo suplico.

—Si te dejo estarás condenada —sentenció el sirio con vehemencia—. Ahora vámonos.

La tomó del brazo y la remolcó hacia fuera. Roma comenzaba a apagarse, el hervidero de la ciudad se sometía a la caída del sol, y Eitana comprendió que no se dirigían hacia el sur, hacia la
domus,
sino hacia el norte de la urbe. Efren no le dijo nada y ella se dejó llevar muda, con su corazón pendiendo de Yahvé, entregada a su sino. Atravesaron el Foro y se dirigieron al populoso barrio de la Suburra, apretado entre las colinas del Viminal y el Esquilino, adjunto a otras barriadas modestas, como el Argilentum o el Velabrum, donde Dolcina había sido prostituida durante algunos años. Allí, la ciudad se hacinaba mucho más, las calles se estrechaban desordenadas, anárquicas, ensombrecidas por los millares de
insulae,
afeadas, desconchadas, atiborrando los barrios como montañas regulares acribilladas de oquedades sucias y oscuras. Era un laberinto ruidoso y sucio, nutrido de numerosas fábricas y comercios, donde criminales, prostitutas y pobres medraban por una vida mejor, esquivando la autoridad de los
vigiles
y orgullosos de pertenecer al barrio donde había crecido Julio César.

Eitana observó cómo la jornada iba sucumbiendo entre las calles de aquel suburbio, donde los soportales oprimían tiendecitas que comenzaban a cerrar: zapateros, libreros, artesanos, vendedores ambulantes, magos, charlatanes… Toda una fauna urbana que echaba sus cerrojos y se preparaba para la caída del sol.

—Es aquí —dijo de pronto Efren.

—¿Adónde me llevas? —preguntó ella por primera vez.

—Al único lugar donde creo que podrás sobrevivir.

Se detuvieron ante una librería. Un hombre de una cuarentena descolgaba unos letreros colocados en el muro decorado con inscripciones latinas enormes. Nada podían ver de lo que se escondía tras la puerta, pero se intuían estanterías de libros y rollos de papiro.

—Espérate aquí —le dijo—. Por todos los dioses de Roma, no te muevas ni un codo.

Eitana asintió y observó cómo se abrazaban los dos hombres, mientras el librero sonreía. Efren comenzó a hablarle y su rostro maduro y cetrino comenzó a mutar. El sirio la señaló, el comerciante la miró y luego reanudaron la conversación. Instantes después, el hombre continuó recogiendo su negocio y Efren avanzó nuevamente hacia ella.

—Ven, sígueme.

La muchacha lo hizo cabizbaja, con la cabeza cubierta con su
palla.
El portal de una
insula
junto a la tienda y a otros talleres que la sucedían se abría sórdido y oscuro. Era de color rojo tinto, como todo el exterior de la planta baja, aunque luego el edificio se elevaba blanqueado, con manchones oscuros de los humos y de las humedades. Por encima de cada ventana, sobresalía del revoco una línea de ladrillos que dibujaba un pequeño arco. En la primera planta, unos estrechos balcones rodeaban al edificio con algunas macetas y prendas extendidas. Al entrar, no había nadie guardando la portería y Eitana siguió al sirio escaleras arriba, por peldaños de adobe. Llegaron a la segunda planta, donde algunos escalones estaban desportillados y el rellano despintado y oscuro, solo iluminado por un pequeño ventanuco que daba al exterior desnudo, sin ninguna protección para el frío o el calor. Entre seis puertas, Efren golpeó en una de ellas y, después de unos instantes, una voz desde dentro le pidió que se identificase. El sirio gritó que era Efren, y una mujer con el pelo desordenadamente recogido le abrió la puerta afable. Era Verina, la esposa de Servius, el librero.

—¡Querido amigo! Pasa, pasa, no te quedes ahí.

De fondo se oía el berrido de un niño pequeño y el olor de los braseros preparando la cena inundaba el rellano. El sirio la abrazó también y nuevamente le pidió a la muchacha que esperara allí. Entró, entornó la puerta y Eitana se quedó en la penumbra, testigo de cómo los vecinos subían las escaleras, como había hecho gran parte de la jornada. Apenas los oía susurrar, apenas alguna palabra inconexa, mientras los gritos de la criatura la ponían nerviosa. La joven judía no sabía cuánto tiempo estuvo allí, cuánto tiempo estuvo dándole vueltas a sus miedos, hasta que la puerta se volvió a abrir y la hicieron entrar al interior. La estancia estaba presidida por una mesa de mármol y cuatro sillas a su alrededor, con dos arcones y un pequeño armario contra la pared. De uno de los pequeños
cubicula,
la mujer se asomó con un niño muy pequeño en brazos. De pronto se había calmado, mientras Verina lo acunaba en sus brazos moviendo los pies hacia delante y hacia atrás.

—Esta es Eitana —le dijo Efren a la mujer.

La muchacha bajó la cabeza avergonzada y confusa, sin entender qué hacía allí, ni qué pretendía el sirio. Por eso apenas se atrevió a contestar.

—¡Es muy hermosa! —le dijo a Efren sin dejar de agitar al niño.

—Sí lo es, Verina. Sí lo es.

Eitana apenas dejaba de mirar el suelo, dándole vueltas a la jornada, intentando imaginar si Didico ya habría vuelto a su
cenaculum,
pero ella también ya había observado que Verina conservaba la belleza de su juventud. Su cuerpo era lozano y tras las primeras arrugas de su rostro se escondía un semblante armónico, de ojos negros y resueltos, nariz pequeña y labios sensuales.

—No te quedes ahí de pie, muchachita. Siéntate.

—¡Oh, no! —habló por primera vez—. ¡No tengo por qué hacerlo!

—No tengas miedo. Hazme caso. Siéntate.

La judía accedió justo instantes antes de que el esposo entrara en el
cenaculum.
Entonces Eitana, al verlo, se levantó temerosa, como si hubiese tenido un resorte, pero el hombre le sonrió y se le acercó para estrecharle la mano.

—Mi nombre es Servius. Bienvenida.

—Yo soy Eitana —contestó con timidez.

—Siéntate, por favor —dijo él—. Tú también, querido amigo.

El sirio se sentó en una de las sillas de madera, junto a la muchacha, mientras el hombre se había llevado a su mujer a un pequeño
cubiculum
contiguo para murmurar sosegadamente detrás de una cortina. Durante aquel tiempo, Efren permaneció impasible, sin siquiera mirar a la muchacha, que tenía el interior temblando, como las palomas cuando se empapaban en las aguas del Tíber en los días de invierno.

Cuando Servius y Verina descorrieron la cortina, se sentaron frente a ellos, justo del otro lado de la mesa, casi pegados al pobre armario de pino. El hombre miró al sirio, asintió lentamente y luego se dirigió a Eitana.

—Te quedarás con nosotros un tiempo —le dijo.

La joven agigantó los ojos y se estremeció entre incertidumbres.

—Tu situación es difícil. Eres esclava de una casa respetable que podría traer la perdición a este humilde hogar si alguna vez fueses descubierta.

El librero hizo una pausa y miró sus ojos color miel, quizá esperando comprobar su atención, y luego continuó.

—Es un riesgo que estamos dispuestos a correr por dos motivos. El primero, la amistad que nos une a Efren desde hace varios años avala nuestra confianza en ti y en él. Él sabe perfectamente que no podríamos negarnos.

Esta vez, los ojos de Servius se dirigieron a los de su amigo y este ratificó con la cabeza, con expresión de agradecimiento y honra.

—El segundo motivo —continuó el librero sin dejar de mirar a Efren—, el segundo motivo es este niño, muchacha.

—No es necesario, Servius —interrumpió el sirio.

—Sí lo es, amigo mío. Es lo justo y así ha de ser.

—No lo hagas, Servius, por favor.

—Deja continuar a mi esposo, Efren —intervino la mujer.

—El segundo motivo es este niño que hace un par de meses llegó a nuestras vidas, Eitana, pero de las manos de Efren.

La joven se puso en pie abruptamente, con su piel endurecida por un repentino escalofrío. Su corazón comenzó a latir con el estruendo de los tambores en los peanes guerreros, su boca a palpitar emociones y sus ojos a arder hasta humedecerse.

—¡Oh, Efren! —exclamó ella.

—Aquella noche llegó la alegría a nuestra casa, mientras la tristeza atormentaba tu vida —continuó.

Eitana esquivó la mesa y cayó arrodillada delante de Verina, que sostenía al crío en los brazos. Lo hizo con un llanto luminoso, con las lágrimas colándose por su sonrisa, como nunca le había sucedido. La mujer se emocionó de compasión y cedió la criatura en sus brazos.

—Por eso, a los ojos del Creador, es justo que hoy te recibamos en nuestra casa, como hicimos con tu hijo, al que ya amamos como si fuese nuestro y al que, cuando fuera mayor, no podríamos mirar con dignidad sabiendo que despreciamos a su madre.

Eitana no cesaba de llorar y, todavía acuclillada con el niño en brazos, con las lágrimas emborrando la habitación que comenzaba a oscurecerse, miró a Efren, que permanecía aparentemente inalterable, con su misma terca e inhóspita actitud que de costumbre, y comprendió cuánto lo amaba. Por eso devolvió el niño a Verina y corrió a abrazar al sirio, que apenas tuvo valor para retribuirle aquel apretón como ella necesitaba.

—¡Gracias! —le dijo—. ¡Nunca olvidaré esto! Nunca, nunca, nunca…

Quien había sido alguna vez un afamado gladiador la apartó lentamente, la miró por última vez a los ojos y le dijo:

—Esto no significa nada, Eitana. Solo intenté hacer felices a mis amigos.

—No es verdad, no es verdad —dijo ella llorando.

—Ahora debes saber que vivirás con el miedo, por ti, por tu hijo y por los que te acogen. Debes ser muy prudente, esconderte del mundo y ayudar a Servius en todo. Si vuelves a escapar, créeme que no habrá dios que te proteja.

Ella asintió con sus ojos hinchados. Luego Efren se dirigió a su amigo.

—Ahora, Servius, consígueme algunas herramientas. Debemos cortar este collar que una vez yo le mandé soldar.

Y aquella noche, Efren la liberó físicamente de su pasado y cumplió su último servicio con ella.

Después de aquella jornada, nunca lo volvieron a ver.

TIEMPO DE CRECER

De aprilis del 58 a iulius del 64

23

Durante aquel invierno del año 64, ya solo a veces pensaba en ello, ya solo cuando Servius le recordaba que en la vida los círculos siempre se acababan cerrando, y que a veces podían llegar a convertirse en un torbellino que aspiraba hasta asfixiar. Habían pasado siete años desde que le habían regalado la vida, siete años en que había ido silenciando gran parte de aquel tiempo a la sombra de la
domus,
siete años que a veces le anegaban la memoria y la alejaban demasiado de la librería con el pequeño Lucio de la mano, aunque sin escapar de la Suburra, en una ciudad inmensa que ya latía en sus recuerdos. Entonces el librero bamboleaba su paz y apelaba a su prudencia, a su paciencia y disciplina.

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