Desde distintos puntos de vista, Una noche más nos cuenta los avatares y sinsentidos del día a día de Ruth tras dejar a Sara, a la que todo el mundo consideraba como la mujer perfecta para ella. Pero la historia no se queda ahí, en la mera narración del descenso a los infiernos de la heroína de esta trilogía, sino que dibuja con trazo preciso el microcosmos particular de las personas que rodean a ambas, ahondando en sus problemas, miedos, dudas e incertidumbres. La sutil disección del amor y la dificultad de mantenerlo se deja ver en momentos como este: “¿Qué hace que nos enamoremos de las personas? ¿Qué estúpida sustancia química segrega nuestro estúpido cerebro para que consideremos extraordinario a alguien que no pasa de mediocre? El amor es un chute, no un acto racional. Muchas veces encontramos a personas que parecen perfectas, hechas a nuestra medida. Con intereses, gustos, caracteres parecidos a los nuestros. Afinidad lo llaman. Sin embargo no nos enamoramos. Puede que hasta nos resulten indiferentes. En cambio sucumbimos a personas con las que no tenemos nada en común, con opiniones y modos de ver la vida que no encuentran eco en nosotros. Que, incluso, son diametralmente opuestos y nos llevan a caer en conflicto con nuestros propios principios. Pero nos enamoramos sin remedio. (…) Es irracional. Es químico. Pero también psicológico. O simplemente una dependencia tan absurda y atroz como la que se tiene con una droga. Nos mata poco a poco y con saña pero no podemos prescindir de ella”.
Libertad Morán
Una noche más
Trilogía de Ruth - 3
ePUB v1.1
Polifemo725.04.12
Título original:
Una noche más
Libertad Morán, 2007.
Ilustraciones: Bill Ling
Editor original: Polifemo7 (v1.0 a v2.0)
ePub base v2.0
A las del barrio…
A las de la intuición…
Y a todas aquellas que se comportan como Ruth.
Oué aburrida (pero qué tranquila)
sería nuestra vida sin ellas.
Me acerco más a ti
y advierto que
estás llorando, ¿por qué?
Si la noche nos ha ido bien,
si estamos vivos y aún somos jóvenes.
No me digas nada
porque escucharé
mis propias palabras
y el espejo tendré que romper.
Fascinado
- Sidonie
R
uth despierta. Abre los ojos. Intenta adaptarlos a la penumbra de la habitación en la que se encuentra. Durante un segundo su mente no registra ningún pensamiento. Tan solo es un despertar más. Una resaca más. Una sensación de desconcierto ya conocida. Al instante siguiente una oleada de imágenes inunda su cabeza en una incesante moviola. Y cierra los ojos tratando de recordar.
Al hacerlo se ve a sí misma saliendo sola la noche anterior. Entrando en bares y yéndose de ellos una y otra vez. Encontrando en su interior un puñado de caras conocidas que la acompañaban en su peregrinaje nocturno, que le ponían una nueva copa en la mano y le encendían un cigarro cada vez que pensaba en voz alta que tal vez sería mejor que se marchara a casa. Luces y focos de colores. Bolas de espejos escupiendo mil destellos. Besos furtivos robados a mirada armada. Labios que no conocía y que no le importó conocer en ese momento. Ese momento de brumas etílicas y emociones confundidas. Una sugerencia a mitad de la noche. «Hay una fiesta en un piso cerca de aquí. Por Halloween, ya sabes. Pero a estas horas ya poco quedará de los disfraces. ¿Te animas?». Ruth se ve a sí misma en su recuerdo asintiendo por inercia. Luego se ve esperando turno en el guardarropa junto a su acompañante sintiéndose más borracha de lo que había pensado. Los párpados le pesaban. Se mareó un instante. Se dio la vuelta para abrir el grifo del lavabo que tenía a su espalda y refrescarse la cara, las muñecas, la nuca. Aún con la cabeza inclinada sobre el chorro de agua atisbo por el rabillo del ojo a un paki portando un ramo de rosas que iba ofreciendo a las chicas que guardaban cola para ir al baño o recoger sus abrigos. Todas declinaban su oferta con más o menos decisión. El paki se encogió de hombros y adoptó una sonrisa beatífica. «¿No hay amor, chicas?» preguntó en voz alta. La acompañante de Ruth le espetó en tono divertido: «No, paki, ya no se lleva el amor, sólo hay sexo». Aprovechando que Ruth se había retirado del lavabo y volvía a su lado, la muchacha la agarró por la cintura y le dio un lascivo beso para regocijo del personal. Mientras se dejaba besar Ruth pensó en esas frases y en que no era la primera vez que las escuchaba de labios de un vendedor de rosas. Ya no hay amor. Sólo sexo.
Ruth no recuerda cómo salieron del garito. La siguiente imagen que acude a su mente es la de sí misma llegando a la fiesta junto a la otra chica. Recuerda haber entrado en un salón obscenamente grande. Más de cuarenta metros cuadrados divididos en dos espacios. En una de las paredes se proyectaban vídeos musicales que no coincidían con las canciones que se iban desgranando en el ambiente. En otro rincón había una mesa con platos de comida a medio vaciar. El resto del espacio, salvo por un par de sofás y unas estanterías repletas de películas en DVD, era casi por completo diáfano y las más de veinticinco mujeres que por allí pululaban apenas conseguían llenarlo. Muchas de ellas ya habían desistido de unos disfraces de los cuales tan sólo quedaban algunos vestigios. Si acaso restos de pintura por la cara o algunos complementos comprados en tiendas de chinos como espadas y pistolas de juguete con los que bromeaban entre ellas. «Voy a la cocina a por unas copas», le susurró al oído su acompañante. Ruth se quedó quieta junto a la puerta del salón, observando a las chicas que bailaban en medio de la estancia o se besaban las unas a las otras visiblemente borrachas. Incluso se fijó en que la fiesta ya había dejado víctimas. Una de las chicas, con un disfraz de monja aún puesto, dormitaba profundamente en uno de los sofás, totalmente ajena a la algarabía reinante. Ruth se preguntó cómo podría dormir con todo el jaleo que había pero en ese instante ella misma sintió un sueño arrebatador y supo que aquella chica probablemente estaría demasiado borracha como para tenerse en pie. Su acompañante regresó portando dos copas. Ruth cogió la que le ofrecía con gesto mecánico y se la llevó a los labios. No era lo que solía beber pero a esas alturas de la noche ya le daba igual lo que le cayera en el estómago. Sacó el paquete de tabaco pensando que un cigarrillo la despejaría. «Sólo se puede fumar en los balcones», dijo una voz frente a ella. Ruth alzó la mirada y se encontró con una chica morena de ojos rasgados —¿verdes, quizá?— algo más joven que ella, vestida con un traje masculino de corte clásico y un sombrero de fieltro. Lo dijo en tono afable pero con la suficiente autoridad como para que Ruth pudiera adivinar que era la anfitriona. A continuación ella y su acompañante se abrazaron y se la presentaron, confirmando así sus suposiciones. «Ruth, esta es Lola, la que ha montado la fiesta». Ruth asintió y le dio la enhorabuena a falta de algo mejor que decir. Luego la observó con más atención y se percató de que probablemente fuera más joven de lo que pensó un momento antes. Mucho más joven. A duras penas sobrepasaría los veinte. «¿De qué vas disfrazada?», le preguntó Ruth con una ironía que no creyó que su interlocutora pudiera captar. Lola se lanzó a sí misma un satisfecho vistazo y a continuación la miró retadora. «¿A que no lo adivinas? Y no me digas que de gangster…». Ruth, a su vez, la miró de arriba abajo, como si necesitara hacerlo cuando desde que la vio tuvo muy claro cuál era su disfraz. «De Clyde», sentenció. «De Clyde de 'Bonnie & Clyde', por supuesto». Lola trató de ocultar su sorpresa. Hizo un mohín con la boca y ladeó la cabeza en un gesto entre coqueto y ofendido. «Hace un par de años yo también me disfracé de Clyde», le explicó Ruth. «Veo que no soy la única mitómana por aquí», añadió lanzando una mirada a unos retratos de Audrey Hepburn y Marilyn Monroe que colgaban de una de las paredes. Lola contestó algo pero Ruth ya había desconectado. Al recordar cuando ella misma se disfrazó como uno de los fugitivos más perseguidos de los años treinta se le vino encima el pasado. Aquel momento pretérito en que su vida todavía estaba bajo control, cuando todo lo que hacía era desenfadado e informal, cuando no arrastraba la constante sensación de estar herida. Cuando todo le resultaba mucho más fácil de lo que le estaba resultando ahora.
No supo en qué momento Lola se alejó de ellas en pos de la charla o el coqueteo con cualquiera de las otras asistentes a la fiesta. Los recuerdos de Ruth empezaron a difuminarse definitivamente entonces. Su acompañante, aquella chica de la que no recordaba el nombre o, siquiera, si en algún momento lo había sabido, se entretuvo en acorralarla contra la pared para besarla. Los siguientes minutos o, quizá, horas pasaron en una sucesión de besos y magreos contra las paredes, en el sofá que quedaba libre, en uno y otro balcón, en atisbos fugaces del resto de chicas que, poco a poco, iban desapareciendo, en vistazos a la pared en la que se proyectaban los vídeos, en miradas perdidas a una bola de espejos que había en un rincón del techo iluminada por un foco. Ruth cree que todavía no había amanecido cuando la chica con la que llevaba gran parte de la noche la fue arrastrando, sin dejar de besarla, a través de la casa hasta una puerta cerrada situada en el otro extremo del piso. Ruth intuyó que sería el dormitorio y se dejó conducir hasta él sin oponer resistencia porque tampoco sabía qué otra cosa podría hacer.
Lo que Ruth no esperaba al traspasar el umbral de la puerta e introducirse en la oscuridad de la habitación era que no iban a estar solas allí dentro. La chica la empujó suavemente sobre la cama y la espalda de Ruth topó con cuerpos ajenos que se revolvían los unos sobre los otros. Por encima del rumor sordo de la música que sonaba en el salón y que perdía fuerza a medida que avanzaba por el pasillo, Ruth empezó a distinguir con claridad el chasquido inconfundible de los besos, el murmullo de los gemidos, las respiraciones agitadas de quienes compartían cama en ese momento. Aunque sus ojos comenzaron a acostumbrarse a la oscuridad gracias a la velada luz que se filtraba por la ventana, Ruth no supo cuántas mujeres habría en aquella habitación. Lo que estaba claro es que a ninguna parecía haberle molestado la intrusión de ella y su acompañante. Más bien al contrario, con una coreografía que casi parecía ensayada, fueron haciendo hueco en la cama para esos dos nuevos cuerpos que se unían a la improvisada orgía. La chica sin nombre comenzó a desnudarla pero pronto sintió que no sólo eran sus manos las que lo hacían ni sus labios los únicos que rozaban su piel. Vislumbró rostros desconocidos con los que tal vez se hubiera cruzado un rato antes en el salón. El único que fue capaz de reconocer fue el de Lola. Sus miradas se cruzaron un breve instante. La de Ruth totalmente perdida, la de Lola inquisitiva y satisfecha, magnética y misteriosa, pueril y experimentada a la vez. Incluso cuando Lola desvió su mirada para besar a una chica salida de entre las tinieblas de la habitación, Ruth aún sintió esos ojos rasgados, lánguidos e indolentes, clavándose en ella durante varios segundos más. Luego cerró los suyos y decidió entregarse a la inconsciencia.