Una noche más (5 page)

Read Una noche más Online

Authors: Libertad Morán

Tags: #Romantico, Drama

Sara lanza una mirada desvalida a Juan. No deja de ser llamativo que tras la ruptura con Ruth la persona en la que más haya encontrado consuelo sea el mejor amigo de su ex novia. La persona que posiblemente lo tuviera más fácil para tomar partido y apartarse del fuego cruzado que conlleva toda relación rota. Él fue la primera persona en darse cuenta, sin que nadie le dijera nada, de que lo suyo con Ruth había terminado. Del mismo modo que él fue la primera persona que la abrazó tratando de confortarla cuando todo ocurrió, aquel fatídico día de la boda de Pilar y Pitu en que la actitud y el comportamiento de Ruth acabaron de destrozarla. Desde entonces Juan le ha mostrado todo su apoyo, quedando con ella habitualmente para hablar y analizar a Ruth de cabeza a pies, de alma a corazón pasando por ese cerebro complejo e inescrutable del que es dueña. Sara sabe que para él no es nada fácil porque también intenta hacer lo mismo con Ruth, apoyarla y hablar con ella. Aunque se cuida muy mucho de hacer de correveidile. No es su estilo. Y eso le gusta a Sara. La templanza de Juan, su sensatez, su honesta imparcialidad que nada tiene que ver con la supuesta y falsa neutralidad de algunas personas que se ven en situaciones semejantes. Hablar con él es casi lo único que le procura algo de consuelo. Porque, además, él es quien mejor conoce a Ruth, quien le puede aclarar los aspectos más oscuros de su carácter, quien siempre le ofrece un punto de vista distinto y la anima a racionalizar las cosas y no dejar llevarse por la visceralidad que provoca el dolor lacerante de haber perdido a la persona que amaba. Que sigue amando.

—¿Y tú qué crees que se le puede estar pasando por la cabeza? —le pregunta, desconsolada, a Juan. Una pregunta con tintes cada vez más desesperados que va perdiendo el sentido a medida que la formula una y otra vez.

Juan esboza una sonrisa abatida y deja caer levemente la cabeza hacia delante. Se encoge de hombros un instante para tomar aire a continuación y soltar la inevitable respuesta que siempre sucede a la pregunta de Sara.

—No lo sé. Cuanto más intento hablar con ella, más se cierra.

—Porque sabe que se ha portado como una cabrona. Por eso no es capaz de hablar y dar la cara —espeta Sara en un tono repleto de amargura y resentimiento—. Muy típico de ella pensar que se puede ir de rositas y no afrontar las consecuencias de lo que ha hecho… En el fondo no es más que una cría que juega a ser adulta…

Juan asiente y baja la mirada. No responde. Y antes de que pueda hacerlo, Sara arremete de nuevo:

—Es que es verdad, Juan. Todavía no me ha dado una explicación coherente para dejarme. La he tenido que configurar yo a base de frases sueltas y cosas que recuerdo de conversaciones que hemos tenido. Se hace la pobrecita por lo que le pasó con la dichosa Olga pero ella se ha comportado del mismo modo. En el fondo es igual que ella y ha acabado haciendo lo que le hizo la otra. En lugar de superarlo se ha quedado anclada en su papel de víctima… —Sara hace una pausa para tomar aire y encender un cigarrillo—. ¿Qué pretende que haga yo después de un año de relación? ¿Después de haber dejado mi casa, mi trabajo, mi vida en Barcelona por venirme aquí? Porque claro, nunca barajé la posibilidad de que ella se fuera allí. No lo habría hecho ni a punta de pistola. Así que era venirme aquí o seguir con viajecitos para arriba y para abajo hasta agotarnos y dejarlo por imposible. ¿Cómo espera que me sienta cuando al mes de llegar aquí me planta y me da la patada? ¿Acaso piensa que voy a aceptarlo sin más, pelillos a la mar, poner buena cara y saludarla como si nada pasara cuando me la encuentre? ¡Eso es impensable, por el amor de Dios! Me ha jodido la vida. Y si para ella no he significado nada al menos debería saber o intuir o suponer que ella para mí sí lo ha hecho… —Sara se detiene. Se altera demasiado cuando habla de Ruth y su interlocutor no la interrumpe. Se embala y acaba dejándose llevar por la rabia. Nota los ojos vidriosos y se sabe a punto de llorar. Respira hondo y fija la mirada en su vacía taza de café.

Juan le coge la mano con delicadeza pero aún así Sara da un respingo al notar el contacto de su amigo. Le mira indefensa un instante y vuelve a bajar sus ojos hasta la taza.

—Tienes que empezar a calmarte, Sara. Si sigues alterándote así te va a dar un ataque de nervios… —le advierte con un tono tierno y casi paternal.

—Ya lo sé… Pero no puedo evitarlo. Cada vez que pienso en ella se me retuerce todo por dentro…

—¿Has ido al médico? —le pregunta Juan como si fuera algo obvio que tuviera que haber hecho sin falta. Sara le mira confundida.

—No. ¿Para qué voy a ir al médico?

—¿Cómo que para qué? Para que te recete algo para la ansiedad y los nervios. Te vendría bien. En ese estado no puedes pensar con claridad y el dolor se intensifica. No es que unas pastillas vayan a ser el remedio de todo pero te pueden ayudar…

—No quiero tomar pastillas. Ni quiero contarle mis miserias a ningún médico. No me hace falta. No es la primera ruptura por la que paso. Sobreviviré —sentencia con aplomo fingido.

—Que no sea la primera no tiene nada que ver con la forma en que te está afectando. Si quieres puedo acompañarte…

Sara menea la cabeza negativamente con decisión.

—No, no creo que sea una buena idea. Ya pasará… Espero —hace una pausa y se remueve incómoda en su asiento—. Voy un momento al baño, ¿vale?

Juan asiente y se recuesta en su silla al tiempo que Sara se pone en pie y se dirige a los servicios. Cierra la puerta al entrar y se planta frente al espejo. Observa su rostro demacrado con lástima y resentimiento al comprobar de lo que Ruth ha sido capaz. Luego abre el grifo del lavabo y se inclina para lavarse la cara. Vuelve a observar su rostro, ahora mojado. Podría estar llorando pero el agua le impediría ver sus propias lágrimas. Y qué podría importar eso, al fin y al cabo, cuando las lágrimas son una constante en su vida. Vuelve a echarse agua en la cara una y otra vez, encontrando una somera satisfacción al sentir el frío líquido sobre su piel. Cuando se da cuenta de que por mucho que se lave la cara no borrará la tristeza que la adorna, cierra el grifo y coge papel higiénico del cubículo para secarse. Aún frente al espejo se arregla un poco el pelo con los dedos para recomponer su aspecto antes de salir.

Está dando el primer paso hacia la puerta cuando alguien al otro lado la empuja para entrar, dándose casi de bruces con Sara. Por un instante los dos cuerpos quedan muy cerca el uno del otro y es el instante que Sara emplea en darse cuenta de que es la chica que la estaba observando un rato antes desde la mesa de al lado. El mismo instante también en que la reconoce. Pero no es su rostro lo que hace refrescar su memoria sino su olor. Ese olor suave pero penetrante que se le quedó grabado como una promesa prendida en los labios que nadie se atreve a pronunciar. La desconocida dueña de aquel perro con la que se encontró días atrás en la plaza de Chueca no oculta que hace rato que la ha reconocido. La mira fijamente y suelta un escueto «Hola» que parece esperar algo más que el murmullo de Sara devolviéndole un saludo similar, fingiendo sorpresa e incomodidad, desviando rápidamente la mirada de sus ojos y saliendo de los servicios con paso firme sin detenerse en ningún momento ni, mucho menos, mirar atrás.

Regresa a la mesa en la que Juan la espera absorto en su móvil y tecleando rápidamente lo que Sara supone que será un mensaje de texto. Al verla aparecer, teclea aún más apresuradamente y envía el sms. Deja el teléfono sobre la mesa y la mira expectante. Pero Sara ya no tiene fuerzas para continuar hablando de Ruth. Al menos no esa tarde. Echa un vistazo a su reloj de pulsera con despreocupación y a continuación anuncia que se va a casa.

—Como quieras —es lo que único que dice Juan ante su decisión.

Al despedirse de Sara en la puerta de la cafetería, Juan siente un leve acceso de culpabilidad en la boca del estómago mientras sube hasta Fuencarral y enfila la calle en dirección a la Glorieta de Quevedo. Es algo involuntario y visceral porque sabe que no tiene nada de lo que sentirse culpable. Sin embargo que la casualidad haya querido que, en la misma tarde en la que ha quedado con Sara, Ruth haya accedido a que se pase a verla a su casa no es algo que él pueda controlar. Sara necesitaba hablar y no podía decirle que no. Y Ruth… En los últimos dos meses ha sido tan complicado ver a Ruth que siente que no puede desperdiciar ninguna oportunidad que le ofrezca. Porque por mucho que le duela ver a Sara destrozada por la ruptura, le duele tanto o más ver a Ruth en ese limbo de sinsentido en el que se ha instalado. O puede que no le duela más pero se trata de un dolor distinto.

Conoce a Ruth desde que ella tenía veinte años y él veintiocho. Para Ruth él ha sido un báculo en su proceso de madurez, la persona en la que más ha confiado siempre, a quien ha acudido cuando ha tenido algún problema. Su relación se ha cimentado sólidamente con el paso de los años y de las vivencias en común. Ha visto a Ruth ser una niña feliz y enamorada cuando convivía con Olga. Luego la vio hundirse en un oscuro pozo cuando Olga la echó de la casa de ambas sin motivo (o a causa de ocultos motivos de los que se enteraron años después). Estuvo a su lado cuando, para contrarrestar el dolor, su amiga se lanzó en picado al caos, sobrevolando durante las noches de juerga sobre el sexo anónimo y el más que ocasional consumo de drogas que la ayudaban a conjugar el ritmo de un trabajo que le pedía una excesiva responsabilidad con el del desenfreno nocturno. Y fue testigo escéptico, durante los últimos años, de su interpretación de mujer fría y cínica, indiferente con los asuntos del corazón, que salía con unas y con otras como quien picotea en un buffet sin acabar de decidirse nunca por un plato en particular.

Juan conoce a Ruth. La conoce bien. Todo lo bien que se pueden llegar a conocer dos personas teniendo en cuenta que siempre habrá cosas que sorprendan por mucho tiempo que haya pasado. La ha visto sufrir y ser feliz, cometer equivocaciones y aprender de sus errores. Ruth puede llegar a ser muchas cosas pero nunca se le hubiera pasado por la cabeza calificarla de inmadura. Ni que llegaría el día en el que en lugar de afrontar las consecuencias de sus actos, huiría y escondería la cabeza como una avestruz asustada. Ruth no es así. O, al menos, no lo era. Y Juan no acaba de entender cómo su amiga ha llegado a sufrir esta regresión a la inmadurez adolescente que está demostrando ahora. No entiende cómo, después de haber elucubrado y descrito en innumerables ocasiones a la mujer que la haría feliz durante esas conversaciones a solas que tenían ambos en las que Ruth, poco a poco y con esfuerzo, se abría a él y le confesaba sus anhelos y temores más ocultos, cuando esa mujer parece materializarse en alguien de carne y hueso la única reacción que es capaz de tener es la de huir despavorida y sacudirse la responsabilidad contraída con esa persona como quien se quita una pelusilla del hombro.

Sobre todo le choca que eso haya ocurrido cuando la relación cumplía un año y no al principio, cuando hubiera resultado más fácil e, incluso, más lógico hacer lo que ha hecho ahora. Pero no. Ruth aguantó meses de idas y venidas, de puente aéreo y de trenes de alta velocidad, meses de dudas, de incertidumbres, de ausencia de cotidianeidad, de apurar y estirar al máximo los momentos compartidos… No es comprensible que cuando la situación daba un giro hacia la opción más cómoda (y aunque Ruth no quisiera convivir con Sara, ya la tenía viviendo en su misma ciudad lo cual daba al asunto un giro sustancial), Ruth se empequeñeció, se asustó y cerró las puertas de su vida dando un fuerte y sonoro portazo. Juan no puede entenderlo. Y no es el único. Nadie consigue entender a Ruth.

Al llegar frente a su portal siente por un momento algo de irreal en la estampa que ofrece. Se ve a sí mismo plantado frente al edificio de su amiga, llamando al timbre sin obtener respuesta. Aunque la ha visitado en dos o tres ocasiones durante las últimas semanas, cada vez que acude a verla piensa que en el último momento Ruth habrá cambiado de idea y no querrá verle. Conteniendo la respiración alza la mano hacia el tablero del portero automático y pulsa el botón que corresponde a su piso. Por toda respuesta sólo obtiene, al cabo de unos segundos que se le hacen eternos, el sordo ruido que indica que bastará empujar la puerta para entrar en el edificio. Exhala un leve suspiro de alivio y penetra en el portal. Medio minuto después sale del ascensor en la planta del piso de su amiga encontrándose con la puerta entreabierta, invitándole a entrar sin decir nada.

Juan cierra con cuidado y camina con sigilo hasta el salón. En la estancia domina la penumbra y cierto caos sonoro. El televisor permanece encendido pero Ruth está sentada al ordenador mirando la pantalla fijamente mientras fuma un cigarrillo. Los altavoces del equipo despiden música electrónica a un volumen demasiado alto para su gusto. La única iluminación procede de las dos pantallas lo que confiere a la escena un aire espectral. Juan apaga el televisor y enciende una lamparita de pie que hay junto al sofá, devolviendo un poco de realidad al ambiente. Ruth no se inmuta hasta que su amigo se acerca a ella, alarga la mano hacia la base de uno de los altavoces y baja la música hasta que sólo queda un tenue murmullo. Sólo entonces Ruth levanta la vista para mirar a Juan con cierta indiferencia, como si encontrarle a su lado fuera algo tan habitual que no merece la pena darle mucha importancia.

—Hola —le dice volviendo a mirar la pantalla del ordenador.

—Hola —responde Juan en tono guasón por si así consigue despertar a Ruth.

Pero no obtiene ninguna reacción por su parte. Juan se dirige entonces hacia el ventanal para abrirlo y ventilar un poco la habitación cargada de humo. Luego coge una silla, la coloca junto a Ruth y se sienta.

—Bueno, ¿qué? —le pregunta casi un minuto después.

—¿Qué de qué? —masculla Ruth con gesto hosco.

—Que si me vas a decir algo o vamos a jugar a los mimos.

Ruth se encoge de hombros.

—No tengo gran cosa que contar. De casa al curro, del curro a casa, algunas noches de juerga… Lo de siempre. No hay mucho más.

Juan suspira visiblemente crispado.

—¿Cuándo coño piensas dejar de fingir que no te importa lo que ha pasado?

Ruth le mira con una angelical cara de sorpresa.

—No ha pasado nada, Juan. Sólo es una ruptura. Sara lo superará. Y yo también. Nadie se muere por amor —sentencia con sorna.

—O sea que no piensas hablar, es eso, ¿no?

Other books

90 Miles to Freedom by K. C. Hilton
Protocol 1337 by D. Henbane
Warrior Prince by Raveling, Emma
Gold Digger by Frances Fyfield
Summer on the Moon by Adrian Fogelin
A Summer of Kings by Han Nolan
Blade Runner by Oscar Pistorius