Una noche más (2 page)

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Authors: Libertad Morán

Tags: #Romantico, Drama

Ahora Ruth vuelve a abrir los ojos. Se pregunta cuáles de esas instantáneas que reproduce su recuerdo pertenecen a la realidad y cuáles a su imaginación. Al escaso tiempo de sueño que ha tenido. Sacude la cabeza como si así pudiera conseguir expulsarlas de su pensamiento. Se incorpora. Al hacerlo oye un gemido. Se gira para descubrir en la otra punta de la cama, una cama que ahora parece mucho más grande de lo que recordaba, un bulto que se revuelve agitadamente entre sueños y Ruth se pregunta si esa chica fue con la que llegó a la fiesta o es otra que ahora mismo no recuerda. Como un ladrón que quiere escapar del lugar del crimen cuanto antes, se levanta, va recogiendo su ropa desperdigada por el suelo y comienza a vestirse. Sale de la habitación y, sin hacer ruido, cierra la puerta tras de sí.

Aún junto a la puerta acaba de vestirse. Se está agachando para atarse las zapatillas cuando escucha un tímido repiqueteo sobre la tarima del suelo. Alza la cabeza y su mirada se encuentra con la de un perro, uno de esos bulldogs franceses que tan de moda están, de color blanco con manchas y antifaz negro, que la observa con curiosidad ladeando la cabeza. Por el tamaño no debe ser más que un cachorro. Ruth le dedica una sonrisa cansina y le rasca detrás de las orejas. Justo cuando está a punto de levantarse escucha una voz femenina en el otro extremo de la casa:

—¡Paaaacoooo! —grita la voz y, por un momento, Ruth se pregunta si habrá un hombre en la casa. No recuerda haber visto más puertas que pudieran pertenecer a otras habitaciones. Y aquél no parecía ser el típico piso compartido—. ¡¡¡Paaaacoooo!!! ¡Ven aquí! ¡No enredes! —añade la voz y Ruth se percata entonces de que el tal Paco no es otro sino el cachorro.

Paco acude raudo a la llamada y retrocede sobre sus pasos, trotando alegremente a través del pasillo en pos de su dueña. Ruth, guiada por la inercia, le sigue. En el gran salón que acogió la fiesta unas horas antes apenas queda rastro alguno del desfase del que Ruth fue testigo. La mesa ha sido recogida y el suelo barrido y fregado. Lo único que no ha cambiado ha sido la chica disfrazada de monja que sigue dormitando en el mismo sofá, aunque algún alma caritativa le ha echado una liviana manta de color naranja por encima. Tumbada en el otro sofá, ataviada con un pantalón de deporte gris y una sudadera, está Lola tecleando frenéticamente en un Mac blanco. Paco llega hasta ella y Lola, agarrándolo por la piel del cuello, lo sube al sofá acomodándolo junto a sus piernas. En el momento en que Ruth divisa su bolso sobre una mesa en la que hay otro ordenador y un proyector de vídeo, Lola parece percatarse de su presencia allí. Gira la cabeza, la ve y, al reconocerla, sus labios dibujan una sonrisa franca pero no por ello menos enigmática.

—¡Hola! Veo que ya has conocido a Paco… —dice acariciando el lomo del perro.

—Sí… —contesta Ruth dubitativa—. ¿Anoche también estaba por aquí con el jaleo que había?

—No —Lola menea la cabeza—. Le dejé encerrado en el cuarto de baño de la habitación. No lo hubiera pasado muy bien en la fiesta… —dice lanzando una mirada dulce al animal. Luego, en un segundo, sus ojos cambian, se tornan picaros y los dirige a Ruth—. ¿Y tú? ¿Lo pasaste bien? —pregunta frunciendo los labios en una mueca irónica.

—¿Yo? —Ruth fuerza media sonrisa—. Bien, bien,… —y añade en tono esquivo—: No estuvo mal.

—Me alegro —dice Lola complacida.

Un móvil comienza a sonar sobre la mesa del ordenador. Lola y Ruth lo miran extrañadas sin hacer nada. Lo miran y se miran entre ellas.

—¿Es tuyo? —pregunta Lola.

—¿No es tuyo? —pregunta a su vez Ruth.

La chica disfrazada de monja se revuelve en el sofá, pareciendo despertar —o más bien resucitar— al fin. Ruth y Lola la miran conteniendo la risa a duras penas.

—¡Jooodeeer! Ese es mi móvil… ¿Alguien me lo puede acercar? —Ruth toma el móvil y se lo lleva a la chica que lo descuelga sin ni siquiera mirar la pantalla—. ¿Sí? … ¿Y cómo coño sabéis que sigo aquí?… —mira a Lola aguzando los ojos— ¡Serás cabrona! ¿Ya lo has colgado en Internet? —Ruth mira a Lola encogerse de hombros con actitud inocente—. No sé… Cuando se me pase la resaca… Sí, me quedé dormida en mitad de la fiesta… Vale, luego hablamos. Adiós —la chica cuelga la llamada, aferra el móvil contra su pecho y parece dispuesta a seguir durmiendo pero con los ojos ya cerrados murmura—: Lola, cariño, cuando vuelva a ser persona te vas a enterar. Al menos espero que no hayas colgado ninguna foto mía…

Lola se ríe, maliciosa, y echa un vistazo a la pantalla de su portátil. Ruth suspira, se acerca a la mesa y recoge su bolso.

—Bueno, yo me voy —anuncia.

—Bien. Ya nos veremos por ahí —le dice Lola sin mirarla—. En la próxima fiesta, quizá.

—Sí, en la próxima fiesta… —corrobora Ruth en voz muy baja, deseando salir cuanto antes de allí.

Llega hasta la puerta del piso y, tras un par de intentos infructuosos, consigue abrirla y salir. Mientras baja las escaleras hasta la planta baja, su móvil comienza a berrear dentro del bolso. Comprueba la pantalla antes de contestar. Es Juan.

—Hola —contesta lacónicamente Ruth parándose en medio del portal, sin salir a la calle.

—¿Dónde coño estabas? Llevo llamándote toda la mañana…

—Por ahí —responde ella en tono esquivo.

—¿Y adonde vas ahora?

—A casa.

—A casa… —repite Juan—. ¿Y qué vas a hacer hoy? ¿Comes conmigo? Conmigo y con Diego, quiero decir…

—No sé… —dice en tono como de fastidio—. Mejor no, Juan. Me apetece estar en casa. Sola.

—¿Ni siquiera un café? —le inquiere su amigo—. Tú y yo, si lo prefieres.

—No, de verdad —dice Ruth meneando la cabeza aunque Juan no pueda verla.

—¿Estás bien? —pregunta en tono preocupado.

—Estoy como tengo que estar. No hay más —abre la puerta del portal y sale a la calle—. Mira, ahora me voy a casa, voy a ver si duermo, como o hago algo útil. Ya te llamaré, ¿vale?

—Bueno, si es lo que tú…

—Pues eso —le corta—, ya te llamo yo en otro momento, ¿vale? Venga, un besito. Hablamos.

Ruth cuelga la llamada y cierra los ojos. No se siente con fuerzas de enfrentarse a la mirada de Juan. Ni a de la de nadie, en realidad. Durante las últimas semanas ha escuchado demasiadas voces ajenas. Y en todas ellas subyacía, aunque no llegaran a formularla, esa insidiosa pregunta de cómo ha sido capaz de dejar a Sara del modo en que lo ha hecho. Y a Ruth se le acaban las excusas y las justificaciones. Por eso prefiere esquivar las preguntas antes de que se produzcan. No espera que nadie la entienda porque tampoco ella misma se entiende. Pero ha sido su decisión y ahora le toca cargar con las consecuencias. No necesita que nadie le recuerde lo mal que lo ha hecho.

A diez metros del portal de Lola está la calle Fuencarral, cerca del mercado del mismo nombre. Decide ir caminando a casa. Quince o veinte minutos andando sin prisa para despejarse y pensar en qué puede gastar lo que queda de ese día festivo. Como quedar con alguien queda descartado por los mismos motivos por los que no ha querido ver a Juan, Ruth piensa que pasará el rato haciendo limpieza en el piso. Dicen que cuando organizas lo material también se organiza tu interior. Pues eso hará. Un poco de limpieza, otro poco de poner orden y otro poco de tirar lo que de inservible pueda haber en su casa (que, sin duda, será mucho). Y quizá después, cuando caiga la noche, se ponga una película para evadirse y dejar de pensar durante el par de horas que la ficción dure.

Cuando llega a la altura del Vips de Fuencarral se detiene y entra en su interior. Su instinto consumista la obliga a comprar algo. Algo de comer, algo que leer, algo con lo que llenar su tiempo durante lo que quede de día. Coge un pack de seis Coronitas mientras se pregunta mentalmente si en casa tendrá limones. Cierra la puerta de la cámara frigorífica y está a punto de darse la vuelta para dirigirse a pagar a caja cuando se da de bruces con ellos. Ali y David. David y Ali. Tanto monta, monta tanto. Esa pareja inseparable e impensable hasta hace tan sólo unos meses cuando Ali se definía como una lesbiana con pedigrí y un tanto hostil con todo aquel que perteneciera al género masculino. Ambos la miran con la misma sorpresa con la que Ruth les mira a ellos. Y también con cierta incomodidad. Como todo el mundo a raíz de su ruptura con Sara. Incómodos, dubitativos y de maneras forzadas.

—Hola —les dice Ruth en tono quedo.

—Hola —replican ellos casi a la vez—. ¿Qué tal? ¿Qué haces por aquí? —pregunta Ali mirando a Ruth y luego a David con algo de nerviosismo.

Ruth se encoge de hombros.

—Ya veis —alza el pack de Coronitas—. Haciendo acopio de reservas para la tarde—. ¿Y vosotros? ¿Vais a comer a casa de tus madres? —pregunta al acordarse de que las madres de Ali viven por la zona.

—¿Eh? —Ali se muestra repentinamente nerviosa—. Sí, sí, vamos a comer con ellas ahora…

Ruth mira a Ali como si dudara de lo que acaba de decir. Pero en el fondo poco le importa lo que vaya a hacer ahora ni si le está mintiendo o diciendo la verdad. Ella, como otros muchos, ya ha demostrado de qué parte está en esta historia. Y no es de la suya, por supuesto.

—Bueno, chicos, yo os dejo. Que hace mucho que no voy por mi casa y tendré que comprobar que sigue en el mismo sitio… Nos vemos.

Se despide con un gesto y se dirige a la caja. Paga, coge la bolsa en la que le han metido las cervezas y sale del establecimiento sin mirar atrás. Dejando a Ali y David plantados en el mismo sitio en que los encontró.

Ali y David se miran el uno al otro. Ali suspira cerrando los ojos. Se siente como si Ruth la hubiera pillado traicionándola. Aunque Ruth no tenga por qué saber que con quien realmente van a comer David y ella es con Sara. Y sabe que no debería sentirse así. Que no está traicionando a nadie. Que sólo está ofreciendo su apoyo a quien más parece necesitarlo. Porque Ruth lo ha rechazado. Ha rechazado el apoyo de todos. En el último mes se ha negado a ver a aquellos que la rodean, a los que se suponía que consideraba sus amigos. Y Ali sabe que, con el tiempo, Ruth convertirá eso en un arma arrojadiza. Les dirá que la traicionaron, que no estuvieron a su lado cuando lo necesitaba. Pero Ali está cansada de recibir negativas cada vez que llama a Ruth y le propone quedar a tomar algo. Ruth siempre argumenta que no puede, que no es el momento, que tiene muchas cosas que hacer. Y Ali se siente impotente sabiendo que no puede hacer nada, que Ruth ya ha cerrado la puerta y que no piensa dejar pasar a nadie. Y eso no sería del todo malo (al fin y al cabo es su decisión y contra eso no se podría hacer nada) si Ali no supiera que es sólo un mecanismo de Ruth para quedar como la auténtica víctima de la historia. A la que todo el mundo abandona y nadie comprende. A la que dan la espalda por los errores cometidos. La que no obtiene el perdón.

—Nena… —le dice David rodeándole los hombros con su brazo. Ali aparta sus pensamientos y le mira.

—Ya, ya. Venga, vamos a pillar el periódico de una vez…

Cogen un ejemplar de El País, la excusa por la que habían entrado en el Vips y que les había llevado a dirigirse al fondo del local cuando Ali creyó ver a Ruth junto a las cámaras de las bebidas. Salen de la tienda con el ánimo torcido. Al menos Ali. Sobre todo Ali. Caminan calle abajo sin cruzar palabra y casi sin tocarse. Al llegar a la plazuela que hay junto al Mercado de Fuencarral avistan en la puerta del restaurante a Sara, que les ve aparecer y les hace un gesto con la cabeza mientras espera que lleguen hasta ella.

—Hola, chiqui. ¿Cómo estás? —pregunta Ali al darle dos besos. La pregunta, obviamente, es retórica. Salta a la vista cuál es el estado de Sara. Ha perdido bastante peso durante el último mes, tiene la cara demacrada y luce unas ojeras que ya las quisiera para sí un oso panda.

—Bien, bien. ¿Cómo voy a estar? —contesta Sara encogiéndose de hombros antes de dar dos besos también a David— . ¿Entramos? He llegado un poco antes y he reservado mesa porque me olía que iba a haber jaleo…

Los tres penetran en el interior del restaurante. Uno de esos de diseño en los que la cantidad de comida servida es inversamente proporcional a su precio. Mientras echan un vistazo a la carta Ali se pregunta si deberían contarle el encuentro de un rato antes. Sabe que desde que Sara sacó sus cosas de la casa de Ruth no han tenido más contacto que un par de llamadas telefónicas y algunos e-mails. No sabe cómo podría reaccionar Sara al saber que la acaban de ver. Podría no importarle o podría hundirla más. Sobre todo si le dijeran que Ruth debía de volver, a esas horas y a tenor de lo poco que les ha dicho, de una noche de juerga. Como si a Ruth le resbalara lo que hubiera pasado con Sara y se dedicara a salir de marcha sin percatarse de que ha destrozado a una persona a la que decía querer.

Pero Sara se lo pone fácil y sin levantar la vista de la carta le pregunta directamente por Ruth.

—Bueno… ¿Ruth sigue sin dar señales de vida?

Ali abre mucho los ojos ante la pregunta. Mira a David que se remueve incómodo en su asiento y que la mira a su vez.

—Más o menos. De vez en cuando la llamo a ver si quiere quedar a tomar algo y siempre dice que no pero…

—¿Pero qué? —inquiere Sara levantando la mirada de la carta y clavándola en los ojos de Ali cuando nota que tarda en contestar.

—Pero nos la acabamos de encontrar cuando veníamos para acá… —explica Ali incapaz de mentir. Luego traga saliva esperando la reacción de su amiga.

Sara, por su parte, asiente y retorna la vista a la carta. Pasan varios segundos en un completo silencio que sólo es roto con la aparición del camarero para tomarles nota. Sara le hace su pedido con decisión. Ali y David la imitan. El camarero recoge las cartas y les deja de nuevo a solas con su silencio.

—Seguramente volvería de juerga —afirma Sara rompiendo la mudez al fin—. O de casa de alguna. No creo que un día de fiesta se levante a mediodía para dar una vuelta…

—No sé —se apresura a decir Ali—. No ha dicho de donde venía—explica aunque omita la parte en la que Ruth les ha dicho que se iba a su casa dando a entender que llevaba mucho tiempo fuera de ella.

—Conozco a Ruth, Ali. Quizá no tanto como pensaba pero sé cómo funciona su cabeza. Probablemente haya vuelto a su tónica de salidas y juergas como si nada pasara. Y seguro que se estará tirando a todas las que pueda para olvidarse cuanto antes de lo que ha pasado.

—No creo que sea tan fría, Sara… —apunta David, atreviéndose a hablar por primera vez desde que se sentara.

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