Una noche más (4 page)

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Authors: Libertad Morán

Tags: #Romantico, Drama

A duras penas Lola consigue que Paco camine. A sus tres meses el perro está en la fase cabezota de no obedecer a las órdenes de su dueña. Si a eso se le une el hecho de que un cachorro siempre llama la atención de los viandantes que se paran a hacerle cucamonas y de que él, en cuanto oye un «Ooooh» por parte de cualquiera que se encuentre cerca, se planta, encantadísimo de haberse conocido, para ser adulado, halagado y acariciado, cualquier paseo de no más de trescientos metros se convierte en un calvario de una hora con continuas paradas cada diez pasos.

Y hoy Lola no está de humor para aguantar a desconocidos haciéndole las preguntas de rigor —«¿Y cómo se llama?», «¿Cuánto tiempo tiene?», «¿Dónde lo has conseguido?»—. Su ánimo ciclotímico, que esa mañana la había hecho estar animada y risueña, satisfecha del éxito de la fiesta de la noche anterior, ha conseguido que en unas pocas horas sea incapaz de contemplar su reflejo en ventanales y escaparates por temor a enzarzarse en una agria discusión consigo misma. Así que, tras mucho intentarlo, decide coger a Paco en brazos para recorrer el trecho que la separa de su casa con mayor rapidez. Sabe que no debería hacerlo porque es mal acostumbrar al perro pero en ese momento poco le importa.

Al llegar al piso siente un momentáneo alivio. Suelta al perro y cierra la puerta. El animal se pierde por el pasillo, en dirección a la cocina, para beber agua. Lola le sigue por inercia. Aunque las últimas en marcharse se empeñaron en recoger el salón, barriéndolo y fregándolo, todavía quedan restos de la fiesta. Sobre todo allí, en la cocina. Botellas vacías o medio vacías, el barreño aún con sangría, vasos de plástico desperdigados por todas partes, manchas inclasificables en cualquier superficie… Sabe que debería limpiarlo pero sólo con verlo se le quitan las ganas y una gran apatía comienza a invadirla. Y piensa lo mismo que siempre tras hacer una fiesta. Que no volverá a hacer otra. Que no le compensa el esfuerzo previo y posterior por tan solo unas pocas horas de satisfacción. Pero sabe que siempre habrá otra fiesta cuando menos se lo espere, cuando ya se le haya olvidado lo que siente en momentos como ese, cuando le vuelva a parecer buena idea llenar su casa de gente, ser la anfitriona, sentirse querida por las que afirman ser sus amigas. No obstante ese momento aún no ha llegado y ahora mismo sólo siente rabia contenida al ver los restos del naufragio recordándole lo fugaz de los buenos momentos.

Observa cómo bebe Paco. Con esa fruición que tienen los perros que resulta hasta placentera de ver. Sintiéndose vigilado, Paco deja de beber y alza la cabeza mirándola con ojos interrogantes, quizá buscando su aprobación. Lola deja entonces de mirarle y se aleja de la cocina, volviendo a atravesar el pasillo en dirección al salón mientras se quita la cazadora. La deja caer sobre una silla. Se sienta en uno de los sofás y coge el portátil que descansa entre los cojines. Lo enciende y abre su correo electrónico.

Algunas de sus amigas ya le han enviado fotos de la fiesta. Las descarga en el disco duro para después ir mirándolas una por una con atención. Lleva ya como un par de docenas cuando su mirada se detiene en una de las chicas que aparece en las imágenes. Esa chica que trajo Laura ya de madrugada, la que se fue del piso a mediodía. Ruth se llamaba si Lola ahora no recuerda mal. Notando la misma punzada de interés que sintió la noche anterior al llamar su atención cuando la vio sacando su paquete de tabaco, dispuesta a encender un cigarrillo, Lola comienza a mirar las fotos desde el principio buscándola en ellas. Apenas sí aparece por casualidad en dos o tres. Al fondo, en una esquina u otra de la foto, siempre en segundo plano, como si no se hubiera dado cuenta de que alguien estaba disparando la cámara. Hace zoom varias veces sobre su figura para ampliarla. La imagen se distorsiona, se desdibuja pero sigue siendo reconocible. Lola se fija en el semblante de Ruth. Perdido, fuera de lugar, angustiado. Quizá desolado. Se fija también en sus ojos, en la tristeza y el desamparo que destilan. Lola reconoce esos ojos sin dudarlo. Esa mirada le resulta demasiado familiar. Todos los días se encuentra con ella cuando se mira en el espejo.

TIEMPO

L
ola está sola en casa. Algo inaudito si tenemos en cuenta que la mayoría de sus amigas y conocidas han adoptado su piso como base de las más variopintas operaciones con la excusa —acertada excusa, lo admite— de que viviendo al lado de Chueca es lo más lógico. Todo pilla a mano. Quedan allí los viernes y sábados por la tarde para proyectar las noches de fiesta que les esperan. En ocasiones piden comida a domicilio para salir ya cenadas. En otras deciden aún allí a qué restaurante de económico menú acudirán en esa ocasión para saciar su apetito. Y salen del piso con el plan perfilado sabiendo que sólo dos calles les separan de su primera parada. Es como si su casa fuera la línea de salida de una carrera con tantas metas como participantes.

Pero también acuden allí entre semana, a menudo interrumpiendo una soledad deseada y buscada por ella, con la excusa de que pasaban por allí, que han quedado con alguien un rato después y tienen que hacer tiempo, que han salido del trabajo que, por supuesto, también está en el centro y han pensado en hacerle una visita o que necesitan urgentemente un ordenador con conexión a Internet porque están esperando un e-mail muy importante. Cualquier motivo es bueno para llamar a su puerta, esbozar una sonrisa, agacharse a acariciar a Paco y entrar en el piso antes de que ella haya llegado a apartarse de la puerta. En circunstancias normales no le suele importar. Si la pillan haciendo algo, lo aplaza para más tarde. Por suerte, tiempo es de lo que más dispone Lola. Aunque técnicamente es una estudiante universitaria que acudió a la capital desde una remota provincia norteña para cursar Comunicación Audiovisual la realidad es que, tras tres cursos con resultados nefastos, la única vez en que sus pies han pisado el campus durante el último año fue para hacer la matrícula del curso académico vigente. En los últimos meses se ha encontrado teniendo más tiempo libre del que nunca hubiera pensado que dispondría. Tanto tiempo libre, vacío, muerto, agravado por el hecho de que apenas duerme cuatro o cinco horas cada día gracias a un inexplicable insomnio que crece en lugar de desaparecer, ha convertido su vida en una masa informe de días que se parecen unos a otros cuya vacuidad y sin sentido la va anestesiando de un modo imparable.

Por eso hay días como hoy en los que agradece estar sola, en los que esquiva lo mejor que puede la posibilidad de que alguien se acerque a verla, llegando incluso a no contestar al teléfono o no abrir la puerta si llaman. Esos días en los que no quiere ver a nadie, en los que lo único que quiere es regodearse en su propio dolor y soledad. Días en los que no está para nadie porque ni siquiera está para ella misma. Días en los que mirarse en el espejo es un auténtico ejercicio de autocontrol porque en cuanto posa la mirada en su reflejo siente el deseo de huir despavorida. No, no es que se odie a sí misma. Es que se le hace incómodo comprobar que cuando debería estar en lo mejor de su juventud su vida ha llegado a un punto muerto. Nada consigue motivarla, ilusionarla, esperanzarla. Su actitud se vuelve cínica y descreída de un modo tan radical que a veces la asusta. Porque ella no era así antes y no es capaz de recordar el momento en que algo cambió en su interior y la obligó a adoptar esa postura tan desconocida para ella hasta entonces. Porque sólo tiene veintiún años aunque le queden poco más de tres meses para cumplir veintidós. Porque es demasiado joven para sentirse ya tan cansada de todo.

En días como ese se acerca al Starbucks a por café y regresa rauda y veloz a refugiarse de nuevo en su piso. Navega sin rumbo por Internet durante horas, se traga sesiones dobles y triples de películas antiguas sentada frente a la persiana del proyector o se agazapa en un rincón a ver pasar el tiempo con la mirada perdida y la cabeza bullendo de una tensión que hasta ahora no conocía. Una agitación interna que no acaba de explotar, que no suele exteriorizar hasta que, por la causa más nimia, algo se rompe en su interior y estalla en un desconsolado llanto. Le gustaría decir que eso sólo sucede cuando está a solas pero ya han sido varias las ocasiones en las que alguna de sus amigas ha sido testigo y paño de lágrimas de esos arranques emocionales que la dominan cuando siente que no puede más. A su orgullo le duele mostrarse tan vulnerable pero no puede hacer nada por evitarlo. Cuando las lágrimas afloran a sus ojos no puede pararlas por mucho que lo intente.

Su día en soledad transcurre lento y tedioso. Apenas come pero eso es lo habitual en ella. Su alimentación se compone básicamente de café y helado. Tampoco su estómago le pide algo más sólido. Vegeta durante varias horas frente al ordenador con Paco enredando a sus pies. Tiene que apartarle constantemente de los cables del equipo para que no los muerda. Y hoy está especialmente pesadito en su empeño de roer todo lo que encuentra en su camino. Tanto que Lola empieza a agobiarse. Mucho. Y la misantropía con la que se ha levantado esa mañana comienza a transformarse en claustrofobia. Agarra su móvil para mirar qué hora es. Se sorprende al descubrir que sólo son las siete y diez de la tarde. Entonces decide dejar de comportarse como un animal enjaulado que, nervioso y angustiado, da vueltas sin parar por el perímetro de su celda y piensa que salir a la calle no le vendrá mal del todo. Apaga el monitor de ese ordenador que nunca descansa y agarra a Paco para sacarle del salón y cerrar la puerta tras ella. Al soltarle en el suelo del recibidor el perro le lanza una mirada ilusionada pensando que es hora de uno de sus paseos pero Lola avanza decidida hasta su dormitorio para coger una cazadora y su bolso y regresa junto a él sin hacer el menor atisbo de ponerle la correa. Sale del piso y baja las escaleras a buen ritmo. Al llegar a la calle piensa en las posibles opciones que tiene. Laura y las demás le dijeron que estarían esa tarde tomando café por Chueca. No las llama porque sabe perfectamente dónde estarán así que, con paso ligero, callejea dejando atrás Fuencarral y Hortaleza y llega hasta la puerta del Baires. Nada más entrar en el local se queda plantada en medio mirando en derredor. Uno de los camareros la saluda con una sonrisa. Algo normal teniendo en cuenta que es una habitual de la cafetería y que al venir con Paco siempre termina llamando la atención de la concurrencia a causa de las monerías del perro. Pronto encuentra a sus amigas con la mirada, sentadas en la entreplanta del fondo del local, en la misma mesa de siempre, junto al ventanal. Se dirige hacia ellas esbozando una sonrisa guasona. Laura es la primera en percatarse de su presencia. Su cara esboza una mueca de sorpresa y abre mucho los ojos al ver cómo se acerca a donde están sentadas.

—¡Anda! ¿Pero tú no decías que no querías ver a nadie hoy? —le pregunta.

—Ya ves. Me apetecía que me diera un poco el aire —responde Lola cogiendo una silla de la vacía mesa contigua y haciéndose hueco entre sus amigas.

—¿Y cómo es que has cambiado de idea? —le inquiere mordaz Blanca, otra de las chicas del grupo.

Lola se limita a repantigarse en la silla y encogerse de hombros sin perder un ápice de la socarronería que impregna su sonrisa.

—¿Entonces sales con nosotras esta noche? —le pregunta Laura con un brillo picaro en la mirada.

—Depende. ¿Qué plan tenéis?

Lola observa a su grupo de amigas y las escucha mientras le desgranan las alternativas que están barajando. Entretanto el camarero que la ha saludado al entrar se acerca a tomarle nota. Pide una cerveza con limón que el muchacho le trae enseguida no sin antes preguntarle que cómo es que no ha traído a Paco con ella. Da un sorbo a la jarra de cerveza y trata de prestar atención a lo que cuentan sus amigas. Se esfuerza en ello. Pero sabe que se muestra ausente. Ajena. Asiente con la cabeza como si de verdad le importara lo que dicen. Vence a duras penas sus deseos de levantarse y volver sobre sus pasos hasta su seguro y cómodo sofá. Sabe que debe resistir, que no puede ser bueno encerrarse tanto en sí misma.

Pero le cuesta. Al cabo de diez minutos su mente ya está divagando por parajes muy lejanos. Su mirada se pierde, posándose como una mariposa inquieta en las diferentes personas que se reúnen en torno a las mesas del local. Algunas caras le resultan vagamente conocidas, probablemente de cruzarse con ellas en los bares de madrugada. Le resulta curioso que, queriendo huir de la familiaridad y la mirada censuradora de los habitantes de un pequeño pueblo norteño en pos del anonimato de la gran ciudad, se haya instalado en un centro neurálgico gay en donde todo el mundo acaba conociéndose a golpe de cubata, mirada y saludo superficial. Igual que un pueblo. Un pequeño pueblo ubicado en pleno centro de la capital por donde a menudo pasear es un no parar de manos alzadas, miradas de reconocimiento y altos en el camino para hablar con los conocidos.

La puerta del local se abre dejando paso a un hombre y una mujer que vienen juntos. Una expresión de melancolía y desolación se dibuja en sus rostros. Lola piensa que tal vez sean pareja y que hayan decidido entrar a tomar un café para aclarar su relación. O para dejarla, quien sabe. Les ve acercarse y subir los tres escalones que llevan a la entreplanta. Se sientan en una mesa contigua. La mujer se coloca casi enfrente de Lola justo en el momento en que ella se da cuenta de que la conoce. Es la mujer que el otro día se detuvo junto a ella para acariciar a Paco. Le llamó la atención en aquél momento porque fue una de las pocas personas que no hizo aspavientos exagerados al verle ni formuló ninguna de las aburridas y tópicas preguntas que suele hacer el resto de la gente. Se limitó a dejar caer un breve comentario, rascarle las orejas al perro y marcharse. No obstante hubo algo en su actitud, en su semblante, que la intrigó. El mismo semblante y la misma actitud que luce hoy mientras le pide al camarero un café con leche y, a continuación, saca un paquete de tabaco y un mechero de su bolso. Lola la mira fijamente, a sabiendas de que una mirada continuada siempre es respondida con otra. Sea por las ondas cerebrales o por cualquier otra razón es algo que no suele fallar. El observado siempre acaba buscando los ojos que le observan. Pero a esta chica le cuesta captar sus ondas, enfrascada como está en una intensa conversación con su acompañante en la que el pesar parece ser la nota predominante. Sin embargo al final lo hace. Desorientada, mira alrededor como si no supiera qué está buscando y sus ojos se encuentran con los de Lola que continúan mirándola impertérritos. Durante el par de segundos en que se observan mutuamente la mujer parece querer reconocer a Lola y, aunque ella le sostiene la mirada sin inmutarse, no llega a saber con seguridad si habrá conseguido ubicarla en su memoria porque la desconocida, súbitamente incómoda, aparta la mirada de ella y vuelve a dirigirla al hombre con el que comparte mesa. Lola continúa mirándola todavía unos instantes más, como si quisiera memorizar sus facciones y su mueca de infinito desconsuelo. Pero una llamada de atención por parte de sus amigas hace que retorne a su realidad, a la mesa de la que ella forma parte, a los planes que se han estado gestando y que ahora necesitan de su aprobación.

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