Eitana, la esclava judía (11 page)

Read Eitana, la esclava judía Online

Authors: Javier Arias Artacho

Tags: #Darama

Su vida era así, y ella lo iba a asumir. Tenía que vivir o morir, y Eitana deseaba vivir. Había retornado del mundo de los muertos, y esto había desarrollado su instinto y sometido su orgullo. En su mente solo existía una meta distante, lejana e irreconocible, una meta entonces difusa, pero que algún día sería realidad. Eitana solo podía sobrevivir sabiendo que algún día alcanzaría su manumisión. No podía resignarse a vivir sin volver a saber algo de los que había dejado junto al lago Genesaret, por más distantes que estuviesen, por más imposible que fuese.

Aquel sería su anhelo, y, por paradójico que fuese, la esclava judía acabó por comprender que para poder aspirar al recuerdo debía comenzar a olvidar.

Y a no pensar.

—No hay humillación si puedes vivir mejor —le dijo la de Traconítide—. Es mejor enterrar el pasado. Es el único camino para seguir viviendo.

Eitana entonces cerró los ojos y recordó que su madre también la había tenido que olvidar, y que sus hermanos con el tiempo también aprenderían a hacerlo. Para ella, aquella era su vida, su nueva vida, le gustase o no, la única que Yahvé le había proporcionado. Por eso su actitud cambió, por eso se sometió resignada y se convirtió en la favorita del
dominus.
Así, cada vez que el amo la hacía subir a su
cubiculum,
ella procuraba esforzarse, acariciándolo con todo el cariño que podía inventar, entregándose a una pasión que fue descubriendo en sus brazos, pero sin su presencia. Sometida para él, procuraba cerrar los ojos y soñar con algún muchacho que jamás conocería, con uno de aquellos rostros que tanto había anhelado siendo todavía una niña, pero que reconstruía en su cabeza para aquellos momentos de placer fingido. Su aspecto era una síntesis de muchos recuerdos, y a veces incluso podía llegar a parecerse demasiado a Efren. Al juez le gustaba verla bien dispuesta, incluso verla gozar, mientras él se desbocaba con una lujuria que creía despertar el instinto de su esclava. Aunque ella cerrara los ojos. Eitana cerraba los ojos y no pensaba.

Fue así como su esclavitud se fue ensanchando, y algunos meses después Claudio Ulpio comenzó a permitirle salir junto con Doma hacia el
Forum Holitorium
y el
Boarium,
donde ella había sido comprada por Efren cuando Roma era un hervidero de gentes que hablaban un idioma extraño, e incluso hacia el Foro, como aquel día con Efren, cuando la noche se tornó infierno.

Entonces creía que acariciaba su libertad, y se resignaba a ser dócil.

En aquel entonces la ciudad cambió para ella. Cuando comenzó a salir habitualmente de la
domus,
sus impresiones de la ciudad se fueron matizando y, aunque gran parte de ella le era desconocida, Eitana poco a poco fue teniendo una imagen de la urbe, una lámina que comenzaba a estamparse en su memoria, igual que los pequeños contornos de la pequeña Julias, su Betsaida, a donde alguna vez había pertenecido.

Sabía que la silueta de la ciudad era dibujada por las siete colinas, entre casas, enormes monumentos y más de cuarenta mil
insulae
que competían en altura, como si fuesen colmenas humanas. Sabía que entre la bruma matutina que ocultaba la ciudad rodeada de bosques y marismas, asomaba la cúpula del Panteón y el obelisco del faraón Psamético II, traído por César Augusto desde Heliópolis para situarlo en el Campo de Marte y utilizarlo como un inmenso reloj solar. También podía ubicar el templo de Júpiter en la colina del Capitolio, deslumbrante con el alba, cuando sus figuras mitológicas de bronce dorado resplandecían sobre la ciudad, y en la misma colina, el templo de Juno Moneta y el barranco de la Roca Tarpeya, desde donde la leyenda decía que arrojaban a los acusados de alta traición. También reconocía los tejados y las hermosas villas de la colina del Esquilino, de enormes jardines y peristilos, y por supuesto el esplendor de los palacios imperiales del Palatino, envueltos de una espesa vegetación, donde solía residir el emperador Nero Claudius Caesar Augustus Germanicus, simplemente llamado Nerón, y donde según otra leyenda una loba había amamantado a Rómulo y Remo. A Eitana le habían contado la majestuosidad de las residencias, de sus columnatas, de sus pórticos, de sus jardines tupidos entre estatuas de mármol y también lo temible de su guardia pretoriana. Por supuesto, también sabía que junto al Palatino surgía el Foro romano, el corazón de la ciudad, donde Claudio Ulpio acudía a la Basílica Julia, que la colina del Aventino no siempre había sido una zona aristocrática cercana al Tíber y otras muchas cosas que jamás había imaginado encerrada en la
domus.

—El juez ahora confía en ti, muchacha. No se te ocurra escapar, porque esta vez sería tu condena —le dijo Efren una vez, ya mucho después del episodio de su encierro, del que nunca jamás hablaron.

—No sé por qué dices eso. ¿Acaso alguna vez lo he intentado?

—Eres rebelde por naturaleza y puede que alguna vez halles la tentación. Pero no lo hagas, los fugitivos no tiene donde ir, y quien los recoge no solo incumple la ley, sino que suelen darles una vida tan dura que acaban reventados como los hombres de las minas.

—No pienso huir.

—Créeme, no te conviene. Nunca lo olvides.

Pero ella ya no dijo nada más, y se quedó cavilando.

Una jornada del mes de
ianuarius
del año
56,
en la que Eitana había salido al mercado con Doma, la muchacha, ya cansada de tantos silencios, le exigió saber la verdad.

—¿De qué verdad me hablas?

—¿Qué le sucedió a la familia del juez?

—No debemos atraer a los muertos, muchacha. Ya lo sabes.

—Mi padre está muerto y yo siempre pienso en él. No veo por qué les teméis tanto.

—Es distinto —le dijo la esclava.

—¿Por qué?

—Porque… Porque… Ninguno de ellos se fue feliz, y siempre pueden volver a hacernos daño.

—Mi padre tampoco se fue feliz de este mundo, créeme. Yo misma vi todo su padecimiento, pero no le temo y nunca le temeré.

—Tú no lo entiendes. Pero todos en la
domus
lo saben, y les temen con motivo, muchacha.

—Todos lo saben, menos yo.

—Tú también sabes que debes respetarlos. No te hace falta saber más.

—Te equivocas. Quiero saber. Es tiempo de que sepa.

—Olvídate de ellos.

—¿Quién fue la
domina?
—insistió la muchacha—. ¿Qué le sucedió a Livia?

Doma se escabulló entre la multitud del mercado y se detuvo ante una mesa en la que un hombre cuarteaba un cordero despellejado. Con una mano manejaba el cuchillo y con la otra apartaba las moscas. El vocerío de la gente se apretaba entre los tenderetes con animales sacrificados y vivos, pendiendo de ganchos como trofeos, mientras los gritos de las ofertas atravesaban el
Forum Boarium.

Eitana la siguió, se situó detrás de ella y tironeó de su brazo decidida, obligándola a girarse.

—¿Quién era ella? Dímelo.

—¿De quién hablas?

—De Livia, de la niña Livia, y de su madre también.

Doma sacudió la cabeza y exhaló un murmullo que la joven no comprendió.

—Eres la esclava más terca que he conocido, Eitana.

—Tengo derecho a saberlo.

La esclava meditó un instante rascándose su arrugada barbilla.

—Livia era la hija del
dominas.
La
domina
es otra historia que es mejor no recordar.

—Eso ya lo sé, mujer. Pero ¿qué le pasó a Livia?

—No sé, Eitana —dudó nuevamente—, quizá no sea bueno…

—No vuelvas con lo mismo —la interrumpió la judía—. Ahora no estamos en la
domus.
Aquí ya no pueden escucharte. Cuéntame qué le sucedió.

Doma la observó turbada, con su rostro envejecido y derrotado, como si nunca se le hubiese ocurrido aquello.

—Además, tú y Dolcina estáis convencidas de que ella me salvó la vida, porque de otra manera habría muerto en su
cubiculum.
¿No es verdad?

—Es cierto.

—Dime entonces qué le sucedió.

Nuevamente se puso a pensar, inspiró profundamente y luego le dijo:

—Está bien. Pero será la última vez que hablemos de ella.

—De acuerdo.

—Y nada pienso decirte de su madre, ¿entendido?

—Entendido.

Así fue como Eitana por fin comenzó a reconstruir el pasado de la
domus,
así fue como supo que Livia había muerto mucho antes de que la oscuridad se cerniese completamente sobre la
domus,
mucho antes de que Efren apareciese en la vida del juez. Así fue como supo que todo había sido una cuestión de amor y de desamor, y que solo Doma había llegado a conocer a aquella niña que llegó a avergonzar a Roma.

Lo que sucedió después de su muerte todavía tardaría en saberlo algún tiempo más, cuando la misma Doma acabase por contárselo, cuando se diese cuenta de que los muertos aullaban sobre la vida de la muchacha, y, cuando Eitana comprendiese, entonces su destino ya se habría puesto nuevamente en marcha.

Y, como hasta entonces, no lo podría esquivar.

13

Livia tenía apenas diez años cuando fue seleccionada para custodiar el fuego sagrado en el templo de Vesta, diosa protectora de Roma, garante del bienestar del Estado y de las virtudes de una vida familiar que comenzaba a tambalearse. Sobre la niña, fruto del matrimonio entre Claudio Ulpio y Leticia Marcelina, una joven patricia hija de un respetado senador romano, había sido derramado aquel honor que el juez nunca había ansiado, pero su esposa Leticia, sin imaginar lo que entrañaría, sí.

Fue por ello por lo que se empeñó en proponerla y fue por ella por lo que el
Pontifex Maximus
la propuso junto a otras vestales para custodiar el fuego y velar por las tradiciones. Sin embargo, para Claudio Ulpio, entregar a su hija como sacerdotisa del templo circular del Foro no acrecentaba su probidad, tal como imaginaba su esposa. Más bien le parecía una insensatez de la joven Leticia, atrapada por los antiguos valores romanos, donde
virtus, pietas
y
fides
lo significaban todo. Una disciplina, un respeto y una fidelidad que Leticia Marcelina pensaba que formaban parte de ese ideal que había convertido a Roma en lo que era, esa Roma ancestral y familiar, esa Roma que habían forjado los más grandes de su historia, desde Rómulo, pasando por Escipión hasta ese gran Augusto, a quien ella admiraba tanto. Las vestales no eran la garantía de un fuego inconsumible, sino que aquel fuego era el símbolo de unas virtudes que los habían hecho grandes.

Para Claudio Ulpio, aquellas tradiciones formaban parte de un pasado lejano, que los había conducido hacia la hegemonía que tenían en aquel momento, pero bien podían ser superadas en algunos casos, como era el fuego sagrado del templo de la diosa Vesta. Él, en aquel tiempo, en el año 37, cuando el emperador Calígula subía al trono, era un noble abogado con muchas aspiraciones dentro de la judicatura y el Senado, y la
virtus, pietas
y
fides
solo le servían en la medida en que le fuesen útiles para progresar, lo mismo que su matrimonio con Leticia Marcelina, claramente concebido para medrar. Por ello, la insistencia de su esposa para que con apenas diez años Livia ingresara en el templo de Vesta no pudo parecerle más que una insensatez que tuvo que callar porque podía ir en contra de su brillante porvenir. Y aceptó.

Quizá si Leticia Marcelina en aquel momento hubiese tenido la certeza de la esterilidad de su marido, quizá si en aquel momento la mujer ya hubiese sabido que aquel
palus
sufrido por su esposo hacía siete años, con fiebres terribles que lo dejaron al borde de la muerte, la condenaría para siempre sin más hijos, quizá, quizá entonces, Livia nunca hubiese sido propuesta para tal honor. Pero así, de alguna manera, tal como pensó Leticia Marcelina, su pequeña no solo se convertía en una noble ofrenda para el mundo romano, sino en la oportunidad de que Vesta la bendijese con más hijos.

Una mañana de mediados de
iunius,
durante las fiestas de las vestalias, acompañados por una gran multitud enfervorecida, el matrimonio abandonó a su única hija ante el escabel de una carroza con esculturas doradas, donde una anciana cubierta con su velo la esperaba con una sonrisa candorosa. La niña miró a su madre con un titubeo que ella jamás olvidaría, con el brillo de sus pupilas humedecidas, como si esperase su última oportunidad para que sus padres la rescatasen de una lealtad que la obligaría a mantenerse durante treinta años al servicio de un templo, entre ceremonias, sacrificios y ritos.

Pero no hubo vacilación, y Livia abandonó a su familia convenciéndose de que allí estaba su felicidad, consagrando su vida y su virginidad a los romanos.

Seguidos por la muchedumbre, la carroza se detuvo en el Foro, ante un templo circular con un cendal de humo fluyendo desde su cima, donde un entramado de paneles de vidrio entre columnas permitía observar los resplandores del fuego, y como las demás aspirantes, Livia fue introducida en las dependencias contiguas, donde su noviciado se inició nadie sabe con cuánta determinación o tristeza. Solo esporádicamente recibía la visita de su madre, que cada vez la observaba más distante y cambiada, envuelta en su larga túnica de orlas púrpura, con su cabello sencillamente recogido y su mirada doliente.

Doma, que ya entonces servía a la familia, le había contado a Eitana que cinco años después, cuando la muchacha ya era una desconocida para todos y su noviciado un peso que su sangre no podía soportar, la voluntad de la vestal se quebró de la peor manera posible, y aquel anhelo de libertad que ellas como esclavas siempre llevan dentro, la joven Livia lo sintió también. La noticia de su fuga con un extranjero que había conocido en el palco de honor del teatro
Marcellus
se regó por toda Roma como el veneno de una serpiente avanzaba por el cuerpo hasta alcanzar el corazón.

Según llegó a saber Doma, en aquellos últimos meses el mancebo la había seguido a cuantos ritos había tenido que asistir y a cuantas celebraciones habían presidido las vestales, símbolo de la pureza, la castidad y el honor, y con discreción consiguió filtrarle un mensaje de amor que a Livia le desmoronó su existencia demasiado necesitada de un amor que evidentemente no había encontrado junto a sus hermanas.

Sin apenas poder calibrar semejante desatino, sin que nunca jamás sus padres pudiesen llegar a entender aquella demasía, la joven virgen escapó de su reclusión con su corazón desbocado, siguiendo a aquel efebo desconocido, hijo de un comerciante que se había instalado en la ciudad y a quien nada le importaban las tradiciones romanas. Sin embargo, su éxtasis fue demasiado corto y oneroso, porque cuando el muchacho descubrió que su vida corría peligro por estar junto a la que había renunciado al fuego sagrado, cuando comprendió la magnitud del desvelo romano por haber tocado a una de sus vírgenes, pensó que aquel desfogue en un cuartucho cercano al Tíber, escondidos de toda la ciudad, no valía tanto como para ser flagelado hasta morir. Entonces la abandonó y huyó de Roma.

Other books

Panhandle by Brett Cogburn
Bloody Valentine by Lucy Swing
Royal Elite: Leander by Danielle Bourdon
El beso del exilio by George Alec Effinger
Manhattan Master by Jesse Joren