Eitana, la esclava judía (8 page)

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Authors: Javier Arias Artacho

Tags: #Darama

—¿Crees que algún día podrá darme la libertad?

—Siempre te lo he dicho. Él es el único que puede hacerlo. Él es el único que puede darte esa
manumissio
algún día, o bien mejorar tu calidad de vida. No puedes más que confiar y esperar.

De pronto, el sirio le señaló dos enormes edificios enfrentados, con arcadas y columnas en sus diferentes plantas y, en lo alto, una corona de estatuas observando al gran Foro. Eran la Basílica Emilia y la Basílica Julia.

—Aquí se reúne nuestro Senado —dijo señalando la Basílica Emilia, y luego, volviéndose, apuntó a la Julia—. Y aquí Claudio Ulpio.

Eitana se sintió diminuta frente a las escalinatas de la Basílica Julia. La piedra y el mármol parecían ser la piel de un coloso que iba a devorarlos mientras ellos ascendían a sus fauces.

—Ven, entremos.

Subieron los siete peldaños de mármol de las amplias graderías, y un alto edificio se abrió enorme ante ellos. En las escaleras dejaron atrás abogados envueltos en sus togas tratando con algunos clientes. Toda aquella estancia era una turba que pululaba en diferentes direcciones, especialmente por la ancha nave central que se separaba de las otras cuatro a través de largos pilares. Desde lo alto, la luz se filtraba por los ventanales y daba brillo a los mármoles. Divididos por cuatro grandes mamparas de madera, los
centumviri
celebraban sus juicios rodeados por una pequeña multitud que observaba el espectáculo sudando de calor.

—Ven, sígueme y lo verás.

—¿El qué?

—Cómo se mantiene el orden en Roma.

Se acercaron a la sala donde Claudio Ulpio impartía su justicia. Efren consiguió que Eitana se asomase entre la comitiva del pueblo llano que se arracimaba en torno al evento. Junto al mismo, tras la mampara, se desarrollaba otro semejante. Las voces de los
centumviri
se entremezclaban más allá de aquellos bastidores de madera, y a veces el aplauso del auditorio invadía la tranquilidad del proceso que estaba presidiendo su amo. En él, el juez se sentaba aburrido frente a una mesa, mientras uno de los abogados exculpaba del robo de un esclavo a su cliente. Lo hacía con grandes aspavientos, intentando entretener, conmover y convencer. Pero Eitana observó que no pudo conseguir nada, porque el juez Ulpio acabó por condenar a su defendido, obligándolo a devolver el esclavo y a pagar una gravosa multa so pena de ser encarcelado. De nada importaba la opinión del esclavo que voluntariamente se había refugiado en casa de otro amo.

Eitana, que había comprendido gran parte de lo dicho en el juicio, de pronto acarició el collar que colgaba de su cuello e intentó ocultarlo con su túnica. Por un momento se había llegado a sentir libre junto a Efren, pero al escuchar aquel dictamen de pronto volvió a su realidad, y esta se le desplomó encima como siempre.

—Nadie puede escapar de la justicia romana, ¿verdad? —le dijo la muchacha apartándose del gentío.

—Así es, Eitana.

—Y mucho menos los esclavos, ¿no es así?

—Así es.

Efren la miró a sus ojos miel y esta vez descubrió resignación.

—¡Comprendes muy bien las cosas, muchacha! Pero debes aprender a pensar menos. Las cosas son como han de ser.

—Yo no quiero ser así —dijo cabizbaja, sujetándose un mechón que se le había deslizado por la cara.

—En el fondo, Eitana, esta es la esencia de nuestro mundo: todos estamos atados a algo, y todos debemos rendir cuentas a otros. ¡Nadie es libre! En el fondo todo es así, y así está bien que sea. Deben existir normas, como en Judea, como en todo el mundo.

—Es fácil decir que nadie es libre cuando no se es esclavo, ¿verdad?

—Tú eres menos libre que yo, tienes razón. Pero yo tampoco soy verdaderamente libre. Nadie realmente lo es. Quizá, quizá solo aquel que es capaz de morir por lo que cree. Quizá entonces…

—¡Nadie quiere hacerlo! —exclamó elevando su mirada erguida hacia la de Efren—. Nadie quiere morir.

—No siempre, Eitana. No siempre.

El sirio se quedó observando sus ojos quedamente y cuando venció la mirada de la muchacha y esta se puso a deambular por las losas del suelo, rápidamente repasó su cuerpo como había hecho aquel día cuando la obligó a bañarse en aquel
balneum.
Quizá imaginó que ella no se percataba, que no sospechaba cómo se asombraba ante la nobleza de su belleza oriental. Pero la judía pudo sentir sus ojos sin apenas verlos.

—Los dioses no solo te han hecho agraciada, sino que te han dado fuerza en tus pensamientos.

Eitana volvió a mirarlo, quizá aceptando, quizá agradecida. Pero al hacerlo, los ojos oscuros del sirio proyectaron una sombra de aflicción que la muchacha no pudo interpretar con claridad.

—Eres una muchachita muy lista, de verdad —le repitió sujetándole suavemente ambas manos entre las suyas—. Pero eso no te ayudará.

Su cuerpo se estremeció y el latigazo de un sentimiento atizó su corazón dormido.

—¿Por qué? —preguntó trémula.

—Porque es inútil y dañino, y acrecentará el sufrimiento de tu esclavitud.

Ella esta vez prefirió mantenerse en silencio. Sabía perfectamente lo que quería decir, y sabía que tenía razón. Él, sin embargo, no esperó ningún comentario más porque, sin soltarle la mano, la arrastró hacia fuera.

Se la llevó a una
popina,
un pequeño local donde preparaban comidas. Se sentaron en una pequeña mesa cercana al mostrador revestido de mármol con vetas azules. Solo quedaba libre ese rincón del establecimiento. Una muchacha servía platos de huevos, aceitunas, quesos, pescado y pollo. Iba y venía con jarras de vino y agua, entre el jaleo de voces y risas que golpeaban sobre un techo de poca altura y que retumbaba hasta ensordecer.

Efren pidió pollo, aceitunas y vino, y Eitana no dejó de observarlo sin comprender, sin poder racionalizar cómo era posible aquel espejismo de libertad, aquel sueño de cariño que la desorientaba, como un oasis que no conducía a ninguna parte y en el que no se podía permanecer demasiado tiempo.

—¿El amo sabe esto? —le preguntó al fin.

—El juez sabe que te conduciría hacia el Foro, esto no tiene por qué saberlo, ¿verdad? —le dijo clavando sus ojos buenos en los de la joven.

Eitana hizo silencio y dio un vistazo a las risotadas de las mesas colindantes. Comían, bebían y palpaban los muslos de la muchacha al pasar, quien servía corriendo de un lugar a otro. Tras el mostrador, un hombre obeso servía la comida y llenaba las jarras sumergiéndolas en grandes ánforas ocultas tras la barra de mármol.

Después de aquellos instantes de inspección y sorpresa, miró al sirio y le sonrió por primera vez.

—Gracias.

Él no contestó, solo se dedicó a observarla.

—¿Qué edad tienes, muchacha?

—Ya he cumplido los catorce años. ¿Y tú?

—Muchos más de los que quisiera.

Nuevamente callaron. Él no dejaba de mirarla.

—Dolcina me ha dicho que has sido gladiador —dijo finalmente Eitana.

—Esa esclava habla demasiado —rezongó malhumorado.

—¿Qué sucedió para que vinieses a la
domus?

—Cosas de las que es mejor no hablar.

De pronto, su semblante había cambiado. Hizo silencio, bebió un trago de vino y su gesto se mantuvo pétreo durante demasiado tiempo.

—Nunca nadie quiere hablar del pasado. Pero todos le temen —insistió ella.

—A veces es mucho mejor olvidar.

—Yo no quiero olvidar —dijo Eitana.

—Porque tus recuerdos no te hacen daño.

—Son lo único que tengo, aunque a veces me lastimen.

Esta vez, el sirio la contempló con ternura mientras los platos de pollo aparecían delante de ellos. Era la primera vez en la vida de Eitana que alguien le servía algo y que se sentaba a una mesa sobre un taburete. Luego los dos se entregaron a aquel sustento y callaron para comer.

—No olvides lo que te dije una vez —comentó él finalmente.

—¿A qué te refieres?

—Que hagas tus ofrendas a los lares de la casa. Solo así los manes de la
domus
te protegerán. ¿Lo haces o no?

—Yo no creo en esas cosas. Ya se lo he dicho a Dolcina.

—No importa que no lo creas. Debes hacerlo. Si no, atraerás a los muertos y a sus demonios. Entonces todo empeorará en tu vida, y quizá en la de todos.

—Llevo mucho tiempo escuchando lo mismo. ¿De qué muertos me hablas? ¿Qué sucedió con la familia del amo?

—Es mejor no hablar de eso. Ya te lo he dicho.

—¿Por qué?

—Porque han muerto, y es mejor no mentarlos. Es una forma de dejarlos descansar en paz.

—Yo no creo en ellos, Efren.

—Son espíritus muy desgraciados y hay que temerles.

—Yo no les temo a tus espíritus, solo temo al espíritu de Yahvé. Así lo aprendí desde pequeña.

—No importa en lo que creas, todas las
domus
temen a los demonios que las acechan, y la nuestra mucho más.

—¿Pero por qué? Dime por qué.

—Ya te he dicho que no voy a hablar de eso. Solo quiero advertirte.

Eitana se llevó un trozo de pollo a la boca y masticó con ansiedad. Entonces, Efren observó con tristeza su expresión de felicidad, y no pudo dejar de prevenirla de aquello que siempre le insinuaba Dolcina, aquel futuro que cada vez le parecía más inevitable y próximo, aunque se negara a aceptarlo.

—Debes saber que pronto las cosas cambiarán para ti. Ya eres una mujer, Eitana.

Ella bajó los ojos y no le contestó.

Ya sabía a qué se refería.

—¿Entiendes lo que te digo? —insistió él.

—Sí, pero no me gusta hablar de ello.

A la
hora septima,
el sirio la despidió para que regresase sola hasta la
domus,
mientras él acudía a la Basílica Julia para escoltar a Claudio Ulpio de vuelta. Para Eitana había sido una jornada esperanzadora, pero sobre todo diferente. Dolcina, al verla llegar, le preguntó qué había sucedido y ella se lo contó al detalle, mientras a la esclava la desbordaba el asombro.

—¿A una
popina?
A ese hombre le gustas más que al amo. Pero debes tener cuidado.

—¿Qué estás diciendo?

—Que busca protegerte, y debes aprovecharlo. Pero nunca olvides a quién perteneces.

—¡Cómo olvidarlo! Ojalá pudiese hacerlo…

—El amo es el amo, y yo lo sé muy bien. Jamás se te ocurra engañarlo. ¡Jamás!

Eitana se quedó mirando a su compañera sin comprender.

—Yo sé lo que te digo, muchacha… Busca su protección, pero nada más.

Luego Dolcina se dirigió hacia el umbral de la cocina, pero, antes de atravesarlo completamente, se volvió y le comunicó su sospecha.

—Ya hace muchas noches que no me busca. La última vez me despidió colérico, diciendo que ya era demasiado vieja.

Eitana escuchó su vaticinio resignada, harta de habérselo escuchado tantas veces, y no le contestó. Se quedó trémula, con la suavidad del día todavía amansándole el corazón, convencida de que en el rostro de Dolcina había percibido algún reflejo de maldad mientras cernía sobre ella aquella advertencia.

Pero realmente no le importó. Aquella había sido una de las mejores jornadas de su vida, y, si la de Traconítide la había mirado mal, ella habría de olvidarlo. Al fin y al cabo, aquella pobre mujer había sufrido demasiado como para tenérselo en cuenta. A veces era necesario escupir el odio para que no se infectara dentro.

9

Y fue aquel mismo día cuando su vida comenzó a cambiar. El día en que ella comenzó a existir para él y Eitana se adentró en un abismo tan esperado como desconocido, todavía con los efluvios de aquella jornada imprevisible en la que Efren la había dejado soñar con la libertad. Sin embargo, sin saber muy bien por qué, la había expuesto demasiado al sufrimiento, y durante aquella noche la muchacha no podría dejar de preguntarse si el sirio había intentado predisponer su voluntad, o simplemente había sido un acto de noble generosidad.

Ella estaba como siempre, refugiada en el mundo de la cocina, entre los fogones y los cobres, acurrucada cerca de la leñera, entre el polvo y las arañas. Él apareció junto a ella, como si la cubriese una tormenta, como un cielo ennegrecido y exuberante, con el celaje tan henchido como la musculatura de un dios extranjero. Entonces la brisa olía a tierra y el agua era inevitable. La figura alargada del juez tronó en sus miedos y las premoniciones de Dolcina, tumbada junto a ella, retumbaron en su interior.

—Levántate, muchacha.

Eitana no contestó. Se puso en pie y comenzó a seguirlo hacia el atrio. Doma, tendida en el otro extremo de la habitación, le lanzó una mirada cálida, pero resignada, consciente de su destino de esclava y de su suerte de haber nacido mujer. Ella al menos sería la hembra de un juez, pero Doma lo había sido de muchos, desde pequeña, y Dolcina de toda la escoria de la Suburra, a todas las horas, hasta que la diosa Vesta se apiadó de ella.

Subió la escalera y entró en el
cubiculum
de su amo, tenuemente iluminado por candiles que se sostenían por pies de bronce ribeteados. Centrada en la pared, una cama alta, de patas torneadas y decoradas con incrustaciones de marfil y placas de metal dorado. Sobre ella, una manta bordada con franjas de colores púrpura, azul y amarillo, colgando hasta el suelo con sinuosos pliegues. En la pared, sobre el cabezal, el fresco de una pareja joven copulando semidesnudos, y sobre el muro izquierdo, un espejo de bronce orlado con grabados.

—Ven, ayúdame —le dijo situándose frente al
arca vestiaria
y dándole la espalda.

La muchacha se situó tras él y, como otras veces, desabrochó el pasador a la altura de su clavícula para comenzar a desplegar su toga blanca, ornamentada con una banda color púrpura. Solo los ciudadanos romanos podían llevarla, ni extranjeros ni libertos, y, por supuesto, impensable para los esclavos. Solo podían ostentarla los que habían sido elegidos por los dioses.

—Toma, guárdala en el arca.

Eitana abrió el
arca vestiaria
y se agachó para introducirla doblada. Al girarse nuevamente, observó que Claudio Ulpio se había quitado la túnica que llevaba debajo y que solo se cubría con el
subligaculum
de lino atado a la cintura. Nunca lo había visto así. Su aspecto era alargado y huesudo, de piel pálida, con bello encanecido en el tórax, los brazos y la espalda. Su presencia era ridícula con los
calcei
todavía atrapando sus pies.

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