Como si quisiese purgar su espíritu, como si el recuerdo constituyese un bálsamo para su sufrimiento, se imaginó como hasta hacía bien poco, frente al lago de Genesaret, con sus pies descalzos sobre las piedras. Y el lamido del agua refrescando el bochorno de la jornada. Las barcas se acercaban al embarcadero con las redes rebosando y su padre la saludaba junto a su hermano Joel meciéndose bajo el harapo de la vela, mientras ella sujetaba a Atzel y Benami, sus dos pequeños hermanos. Entonces su madre no estaba, se escondía en algún lugar, quizá en la molienda, quizá salando la pesca, quizá con el fogón. Pero no estaba. Como el día que la arrastraron a Cesarea, no estaba, y probablemente ya nunca más estuviera.
A la
hora tertia,
con el sol ya ardiendo ladeado, el mercader con ayuda de otros hombres subió a los esclavos a un entarimado de madera. A cada uno le colgaron un cartel al cuello y lo expusieron cara a un público que comenzó a congregarse poco a poco. Allí había veinte hombres, mujeres y niños, cada uno con su rostro inexpresivo, cada uno con su rebeldía desgastada y su ánimo enfermo. El velo del miedo los cubría sin protección, mientras el mangón iniciaba la subasta, abriendo bocas para que la clientela pudiese apreciar los dientes, desnudando torsos para palpar la musculatura, o amasando la generosidad de algunos senos que exprimía con profesional lascivia.
Eitana oía las refriegas entre el tratante y los hombres que gritaban, agitaban las manos y se alteraban regateándole. Y de pronto fue su turno. De pronto fue ella la que estuvo en el centro del interés, mientras aquel hombre bajito, calvo y sudoroso agitaba el cartel que pendía de su cuello y leía a gritos la calidad del producto. La muchacha todavía no podía entender dónde radicaba su estima, pero el rótulo de madera proclamaba que era judía, fuerte y virgen, y ya no hacía falta escribir más, porque su principal atributo era evidente a simple vista. La belleza de sus facciones era suave, sus labios sinuosos y atractivos, y su nariz afinada. Su origen oriental era manifiesto, por su piel cobriza, su cabello negro y lacio cayendo sobre su cuerpo esbelto, comenzando a redondearse. Sin embargo, solo desde la cercanía podrían haber observado el arrebato de unos ojos de un miel transparente, decididos y firmes, tanto que podían lastimar o amar con la misma intensidad.
Trescientos denarios pagaron por ella, menos de lo que había entregado Marcius Julius al tribuno Lucilio. Ella sabía que había sido una cifra alta, porque Eitana había percibido el forcejeo de los números, el vaivén de intereses, el acaloramiento de los pujantes. Pero fue un hombre de tez morena, aspecto fornido y oriental quien supo imponer su voluntad. A la muchacha le arrancaron el cartel y la empujaron hacia abajo de la tarima para dejarse guiar vencida dando un último vistazo al desaliento del resto de los cautivos.
—Que te sea útil —le dijo el mercader con una mueca de simpatía.
Pero su comprador no le contestó. Sujetó a Eitana del brazo y, sin empellones, la apartó de la vista del negociante.
Aquel hombre la guió hacia el sur, hacia el barrio del Aventino. Las calles estrechas parecían fosos amurallados por edificios de cuatro o cinco plantas. Las
insulae
eran panales desde donde se asomaban gritos, de donde entraba y salía una marabunta de romanos que le hacía recordar el barullo durante las fiestas de la Pascua en Jerusalén, y no porque ella hubiese estado, sino por todo lo que le había narrado su padre desde pequeña. Los comercios y talleres se apostaban a ambos lados de las callejuelas, mientras avanzaban entre ánforas de
garum,
canastas de dátiles, nueces, ciruelas e higos secos. La ciudad tenía una intensa vida a aquellas horas, y no solo era el vocerío incesante, sino el martilleo cadencioso de los artesanos del cobre, la concurrencia en las tiendas de tejidos, el sinfín de mercancías expuestas a la calle: zapaterías, fabricantes de espejos, coronas funerarias, barberos y todo aquel frenesí revuelto con el olor de las
tabernae
y las
popinae
de donde hombres y mujeres entraban y salían.
Eitana no solo sintió el mareo de lo nuevo, sino también el del hambre. Hacía un día entero que no probaba bocado y se sintió desfallecer.
Pero no pudo decir nada. Ni se le ocurrió. Simplemente, continuó avanzando como un perrillo junto a él. Hasta que el hombre se dio cuenta y aminoró el paso. Entonces la miró a los ojos por primera vez.
—¿Tienes hambre? —le preguntó en arameo.
La muchacha agigantó los ojos asombrada, dudando si realmente le había entendido en su idioma o aquello había sido un devaneo de la inanición en su cabeza.
—Te he preguntado si tienes hambre —insistió—. Hablas en arameo, ¿verdad?
Eitana asintió desconfiada.
—¿Sí qué? ¿Que tienes hambre o que hablas arameo?
—Las dos cosas —le dijo con decisión.
El hombre se detuvo en un soportal donde había un
pomarius
lleno de frutas: cerezas, peras, manzanas, dátiles, granadas, membrillos, nueces, avellanas, almendras, piñones, y todo expuesto en canastos. Su comprador pidió un par de peras y una manzana, y luego sacó dos sestercios de su pequeña talega y los puso en la mano del tendero.
—Toma —le dijo pasándole las frutas—. Vamos a sentarnos un momento.
Giraron en la siguiente esquina y encontraron una plaza rectangular, rodeada de cipreses y pinos, y a su sombra unos bancos de piedra. Se sentaron y la muchacha comenzó a devorar la fruta con fruición.
—Mi nombre es Efren, y soy sirio. Trabajo para el juez Claudio Ulpio Amerimmo, tu nuevo amo.
Eitana se limitó a asentir masticando deprisa y con su mirada clavada en el suelo.
—Sé cómo te sientes, pero te aseguro que has sido afortunada.
«¡Tú también!», pensó inmediatamente, sin apenas atreverse a mentar ni una palabra. Ya se lo había dicho el marino de Magdala y el tribuno Julius. Pero ¿dónde estaba ahora? ¿Dónde estaba su fortuna? Estaba harta de escuchar aquella estupidez que tanto daño le hacía.
—Al menos vivirás bien —insistió él.
—¿En qué? —lo desafió levantando la cabeza, sin poder aguantar—. ¿En qué soy afortunada?
Su mirada lo traspasó con dureza y al sentir el latigazo de su odio aguantó con calma el envite de sus hermosos ojos.
—Debes aprender a ser más sumisa. Si no tendrás muchos problemas. ¿Cuál es tu nombre?
—Eitana.
—Ya veo. Bien puesto.
—Lo sé. Siempre me lo han dicho —murmuró mordiendo la manzana ansiosamente.
—El juez es una persona muy importante. Podrías haber sido comprada para trabajar en un burdel. Algunos pujaron por ti solo para eso. Otras acaban en fincas agrícolas donde se come poco, se trabaja mucho y te muelen a palos. O incluso en alguna mina, que también lo he visto. Debes ser consciente de que has tenido mucha suerte, Eitana.
Hicieron silencio los dos.
—Mi suerte terminó el día que me arrancaron de los míos.
—La suerte siempre puede empeorar o mejorar, muchacha.
—No sé cómo puede empeorar más la mía, de verdad.
—Te lo acabo de decir, pero todavía no eres consciente de nada. Por ti pujó con fuerza el propietario de un prostíbulo. ¿Sabes lo que es eso?
Eitana asintió y bajó sus ojos.
—Eres hermosa, y eso es mucho en nuestro mundo, ¿sabes? Sé que has sufrido bastante, como todos los que son apresados, pero debes entender que esta es tu nueva vida. Si obedeces, todo irá bien. Pero si no… Hasta podrías morir.
No le contestó, y pasados unos instantes, el sirio se puso en pie. Ella hizo lo mismo, pero con gestos de cansancio después de una noche tan agotadora.
—Es hora de que entres en tu nueva vida, muchacha.
A Eitana le tembló el corazón, cada vez más convencida de que su familia se alejaba más y más de su existencia. Su fatiga hubiese sido más liviana si hubiera podido imaginar que los volvería a ver. Pero en aquel momento el reencuentro le pareció tan imposible como las semanas de navegación hasta Cesarea, como la incertidumbre de la lengua y como la esclavitud que la despojaba de todo.
Aunque ella todavía no imaginaba de cuánto.
Sus pasos volvieron a ponerse en marcha, hasta llegar a una calle de construcciones bajas y ostentosas. Efren se detuvo frente a una
domus.
Había un alto portón de madera a dos batientes, con empuñaduras de bronce. En el centro de cada hoja, la cabeza de un lobo que sujetaba entre los dientes una gran argolla que servía de aldaba, todo también de bronce. Al abrirse, Eitana vio una construcción de dos plantas, blanca, adornada con mosaicos y con tan solo dos ventanucos en la parte alta. Dentro estaba lo que ella creyó que sería su nuevo hogar.
—Es un muy buen lugar para un esclavo, créeme. Solo si sabes obedecer. Es tu obligación a partir de ahora.
Ella miró a aquel hombre corpulento, de pelo rizado y encanecido, y de pronto por su cabeza se cruzó la imagen de su padre. En aquel momento, le pareció que se asemejaban, aunque su progenitor fuese mucho menos fibroso.
—En todo lo que pueda —respondió titubeando.
—No. Debes obedecer en todo. Sea lo que sea, muchacha. ¡No lo olvides!
La muchacha abrió sus ojos como soles negros, como si comenzase a comprender el rigor de aquella supuesta fortuna.
—Es el consejo más importante que te doy: obedece, obedece siempre. A veces será difícil, a veces quizá hasta terrible al principio. Pero con el tiempo te acostumbrarás, y quizá, con los años, hasta puedas obtener la
manumissio.
Eitana lo miró sin comprender, y el sirio Efren se lo aclaró.
—La libertad, muchacha. La libertad. Es posible, pero si eres voluntariosa y sumisa. Es el único camino. Debes entenderlo. No hay otro camino.
—¿Y en cuánto tiempo podría llegar a tenerla?
Efren sonrió y le dijo:
—Eso no depende de ti. Quizá pronto, quizá cuando seas muy mayor, quizá nunca… Pero nada de eso sucederá si no complaces a tus amos, ¿lo entiendes?
Ella asintió.
El sirio comenzó a desplazar las hojas del portón y se dirigió a la puerta de entrada.
—Un último consejo, Eitana. ¿Quieres escucharlo?
Ella volvió a asentir con la cabeza.
—Debes aprender a agradar a los espíritus de la
domus.
—¿Los espíritus? —preguntó trémula—. ¿A qué espíritus te refieres?
—Son nuestros protectores. Debes tener cuidado con los muertos. Hay algunos que están muy cerca, más de lo que puedas imaginar.
Eitana miró al sirio incrédula, sin tomarlo demasiado en serio.
—Pertenecen al pasado del juez, y son muy peligrosos.
Entonces Efren abrió la puerta, y al fin entraron.
La puerta de entrada se cerró y atravesaron un pasillo de mosaicos con la figura de un perro y el rótulo
cave canem,
aunque hacía tiempo que Efren había sacrificado el último animal, cuando la muerte se instaló en la
domus
y todo se hizo más silencioso. Llegaron al atrio, donde una gran abertura en el tejado desplomaba la luz sobre el
impluvium,
un pequeño pozo de mármol reflejando el cielo. El remolino de una suave brisa agitaba el agua y producía vaivenes luminosos sobre los frescos y las paredes de colores azul, rojo y amarillo.
—Espera aquí, no te muevas. Voy a llamar al juez.
El sirio se dirigió hacia un amplio panel de madera que se cerraba delante de ellos, lo desplegó como un fuelle y entró en el
tablinum,
el despacho del
dominus.
Luego lo cerró tras él, y Eitana se quedó esperándolo petrificada, ansiosa y temerosa a la vez, con las manos juntas descansando sobre su bajo vientre. Desde allí, observó los pequeños y oscuros
cubicula,
pequeños dormitorios finamente dispuestos que solo se alumbrarían con los candiles, la escalera y una cortina descorrida que apuntaba a un jardín interior. Temía moverse, pero la curiosidad la empujó a dar unos tímidos pasos que le permitieron curiosear mejor. Lo que vio la dejó boquiabierta: un peristilo rodeado por delgadas y esbeltas columnas que enmarcaban mirtos, bojes, hiedras y acantos, junto al color de las violetas, los narcisos, las azucenas y los lirios. En medio de aquel Edén, dos estatuas de bronce con un pato en los brazos, de cuyo pico surgía un chorro de agua que iba a parar a la fuente donde estaban inmersos.
De pronto, la puerta del
tablinum
se abrió, y el juez apareció seguido de Efren. Era un hombre maduro, de calvicie acentuada, bien rasurado, con nariz puntiaguda, boca pequeña y un cuello de cisne que se elevaba de su cuerpo flaco y alargado. Tenía la misma mirada de indiferencia que el ordenanza de Marcius Julius, con ojos grandes y saltones.
—Es muy niña, Efren.
—Le vendrá muy bien para todas las tareas de la
domus.
Doma cada día puede menos, y con el tiempo podrá sustituirla. Es lista y trabajadora.
—Doma es una floja y no pienso regalarle la libertad.
—Ya va teniendo sus años —le dijo quedamente el sirio, sin apenas convencimiento.
El nuevo
dominus
de la muchacha se acercó a ella y cuando estuvo enfrente elevó su barbilla con la mano para observarla bien. Ella bajó la mirada, intentando que su fuego se le evaporara por dentro, mientras el juez ladeaba su rostro de izquierda a derecha y de derecha a izquierda para ver si tenía alguna cicatriz. Todavía conservaba los rasguños del trayecto a Cesarea.
—Puede que llegue a ser una esclava hermosa.
—Y muy… —El sirio midió sus palabras—. Muy dispuesta. Seguro que aprenderá muy bien su oficio. Se la ve fuerte.
—Eso ya lo veremos.
Entonces comenzó a palparle el cuerpo, como había hecho hacía unas horas el mangón, repasando su túnica de lino sucia, sin quitársela, tañendo sin reparo la mezquindad de sus pechos, la lisura de su vientre y la firmeza de sus piernas. La muchacha aguantó la pesquisa apretando los dientes, todavía con el anillo de plata que le había dado el tribuno como su último hálito de esperanza, como si aquello constituyese el pábilo de un candil que agonizaba, pero que a la vez se había convertido en el único brillo que podía sacarla de una lóbrega caverna.
—¿De dónde es?
—Es judía. Pero yo entiendo su lengua. Habla arameo, como Dolcina.
—Me da igual, Efren. Procura que aprenda rápido la nuestra.
—Seguro que lo hará. Se la ve muy despierta.