—¿Vuelves a Roma?
—Así es. Dejo el ejército para dedicarme a mi hacienda. Mi mujer me reclama desde hace años.
Publio Lucilio miró a la muchacha con desafección, incluso con rabia. A Julius le pareció que sería capaz hasta de matarla.
—Trescientos cincuenta denarios y es tuya. Es mi última palabra.
El tribuno clavó sus pupilas en los ojos de Lucilio y la repulsión de su expresión fue tan elocuente que Marcius Julius creyó que su compañero no podría soportar aquel desprecio y que aquel negocio se complicaría definitivamente.
—Estoy cansado. ¿Qué dices, pues? —insistió con una mirada vil.
Marcius se quedó elucubrando y luego le contestó:
—Sé que no es un trato justo, pero quiero comprarla. Trato hecho.
—Todos tenemos caprichos —le dijo el otro sardónico—. Cada uno tiene los suyos.
Entonces se estrecharon la mano para cerrar el trato, pero con aversión.
Eitana observó la majestad de Cesarea desde la popa del navío que se alejaba lentamente de la dársena norte del puerto, preñado de naves mercantes, dos trirremes de guerra, mercaderes, bultos y ánforas. Pudo apreciar el enorme circo que se extendía majestuoso a lo largo de la playa, casi al centro de la ciudad, y hacia el sur la espigada escollera rocosa sobre la que se erigían las columnas del palacio del gobernador romano, adentrándose en un mar que rompía a sus pies. Pudo adivinar el escondido perfil del teatro, fuera del amurallado de Cesarea, y asombrarse con la rectitud de las callejuelas y el orden regular del trazado de una ciudad magnífica que se volcaba completamente hacia el Mediterráneo. Todo se iluminó ante sus ojos, que veían cómo se alejaba de tierra, de aquella vega fértil que rodeaba al enclave, entre viñedos, olivares y casas de campo.
Todo lo observó con la tristeza de la partida, aunque en aquel momento solo podía intuir el desarraigo. Ese instante solo era la sombra de una emoción que se iría hinchando dentro de ella, un recuerdo que acabaría siendo mucho más, porque más de una vez se convertiría en su refugio todavía sin imaginarlo entonces. Aquella estampa de Cesarea ya no la podría olvidar jamás. No había muerto como su padre, pero en su corazón endurecido sentía que también se alejaba del mundo, aunque Eitana no partiese hacia ningún firmamento celeste, sino hacia la lejana y temible Roma, el ocaso de su mundo y el alba de su devenir.
Apenas habían pasado dos jornadas desde que Marcius Julius la había comprado y todavía le dolía el cuerpo y tenía visibles hematomas en su rostro joven. Entre tanta desazón y vértigo, Eitana sospechaba que Yahvé la había cobijado con el velo de su providencia, porque pensó que su destino con el tribuno Publio Lucilio habría sido mucho más terrible e insoportable. Aquel legionario le había procurado todo lo necesario para restablecerse dentro de los muros del palacio, junto a los criados de Félix, y la había separado de la cólera del responsable de la muerte de su padre y del fin de su niñez. Luego la había embarcado con dignidad, escoltada por su ordenanza, ya resignada a que aquella sería su vida a partir de entonces, lejos de Betsaida, como solía llamar a Julias, lejos de su familia, de su madre y de sus hermanos.
Había aprendido a resignarse. Ya era consciente de su destino.
La nave mediría unos ciento cincuenta pies de eslora, con un gran mástil al medio donde se hinchaba una vela blanca y cuadrangular. En la popa, a ambos lados, dos enormes remos timoneaban la embarcación con la ayuda de un hombre y, además, se levantaba una dependencia con pequeños ventanucos para el
naviculator,
mientras que en el vientre del navío se formaban habitáculos y rincones para la tripulación. El resto del espacio interior se ocupaba, aproximadamente, con cinco mil ánforas de vino, aceite y salazones. En la proa, apuntando al horizonte, el cuello de un cisne remataba el codaste, y bajo el mástil un ancla de madera con cepo, zuncho y uñas de plomo.
Durante aquellas jornadas, la muchacha gozó de una relativa libertad, paseando por cubierta y durmiendo entre la mercancía. El tribuno le regaló cierta distancia y puso medios para que ningún hombre la molestase en las vacilaciones de la oscuridad ni en el desenfreno del vino. La pequeña, que ya había menstruado por primera vez, se ocupaba del tribuno calentándole la comida con un fogón dentro del habitáculo, sirviéndolo en su aseo diario y poco más. Así, las horas se hacían largas mecidas por la inmensidad.
Eitana, entonces, se entregaba a su incipiente nostalgia, al recuerdo que la acompañaría para siempre, mientras los latigazos de las olas sacudían la nave sobre el espeso manto índigo, sin apenas acabar de creer los acontecimientos que acababan de suceder en su vida. Todo había sido demasiado rápido e injusto.
Por un veterano judío de Magdala, que timoneaba desde los remos de popa, supo sobre el destino del mercante. Por él se enteró de que el siguiente puerto sería Corinto, y que el
mare apertum
les permitiría fondear en Ostia en unos veinte días, y que el
naviculator
intentaría esquivar los amarraderos para no pagar el
portorium
obligado en cada uno de ellos. Por él supo que por las noches se guiaban por la Estrella Fenicia, que las brisas del mar aumentan bruscamente al aproximarse el verano y que su fuerza excitaba el velamen. También llegó a saber que el otoño y la primavera eran estaciones demasiado inestables, mientras que el oscuro invierno obligaba a un
mare clausum
por los azotes de los temporales del norte o del levante, donde las noches eran largas y frías, y que todo esto podía alterarse en tiempos de guerra. Por él supo que su suerte no era normal, que su esclavitud había sido muy rigurosa, pero que podía sentirse afortunada por el trato que le dispensaba el tribuno Julius, porque nunca había visto a una cautiva atravesar el mar sin cadenas.
Por él comenzó a comprender mejor el mundo, pero sobre todas las cosas, a aliviar su soledad.
—Ese soldado es demasiado blando contigo, pequeña —le dijo un día.
—¿Qué quieres decir?
—Que debes tener esperanza. Quizá tu cautividad no sea tan difícil a su lado.
—Estar lejos de mi familia nunca puede ser fácil —le aclaró tragando sus miedos, como si engullera piedras—. No volverla a ver, ¡mucho menos!
—Todavía no comprendes bien, pequeña. Ya lo harás.
Casi una semana más tarde, poco después de atracar en Corinto, el puerto más importante del Egeo, por primera vez Marcius Julius se recostó sobre el asidero de proa junto a ella, mientras el navío se alejaba del istmo donde se enclavaba la ciudad griega. El tribuno había aprendido a comunicarse en arameo porque había pasado más de seis años en aquella provincia. Era un veterano de ojos cansados, cuerpo recio y una pronunciada calvicie.
—Pronto te acostumbrarás a tu nueva vida. Mi mujer sabe tratar a sus esclavos —le dijo—. Y yo también.
Ella lo escuchó como una avecilla trémula, pero con mirada de depredador. No sabía si odiarlo por arrancarla de los suyos, o agradecerle su trato y afabilidad. Aquel dilema que se agitaba dentro de Eitana selló en su boca cualquier respuesta y prefirió clavar sus dudas en el horizonte azulado, más allá del piélago por el que transitaban hacia su destino.
—Vivimos en una villa a poca distancia de Roma, alejados del nerviosismo de la ciudad de Capua, y de la inmensa Roma, a pocas horas. Te acostumbrarás.
Eitana mantuvo su mutismo mientras apretaba sus puños. Él la observó y a ella le pareció que el tribuno admiraba esa belleza que siempre le había recordado su padre, ese donaire que entretenía a los muchachos y que iba sazonándose poco a poco, deslumbrando en aquel atardecer.
—Sé que me odias, pero no podía devolverte a Julias.
Al escuchar el nombre de su tierra, la sangre comenzó a zarandeársele nerviosa, y su boca se desató.
—¿Por qué no? Yo no había hecho nada. Solo intentar ver a mi padre morir —rugió sin gritar.
—Lo sé. Y porque lo sé estás aquí conmigo, pequeña.
—Es muy injusto. Ni mi madre, ni mis hermanos, ni yo tuvimos la culpa. Ahora ellos me llorarán como si yo también hubiese muerto.
—También lo sé, muchacha. Pero yo no podía contravenir la decisión del tribuno.
—Me ha comprado. Podría haber hecho conmigo lo que hubiese querido.
—¡Menos liberarte!
—¿Por qué?
—Porque así son las cosas.
—Las cosas son como Roma quiere, por eso mi pueblo os odia.
De pronto, su lengua se había desatado y Eitana volvía a ser la de siempre, aquella niña impulsiva a la que su madre reprimía para que aprendiese a agachar la cabeza y someterse.
Pero no sentía miedo ante Marcius Julius.
—Ese discurso acabó con tu padre, pequeña. ¿Acaso sirve para algo?
Esta vez no contestó y se mordió las palabras. El silencio los envolvió nuevamente. La muchacha rabiaba imaginando su libertad y prefirió enterrar todo el desprecio que sentía antes que vomitarlo como hubiese hecho frente al tribuno Publio Lucilio, el que la había arrastrado como un cadáver.
—Si trabajas y te esfuerzas, conseguirás la libertad como muchos otros. En Roma es posible, y en mi villa, aún más.
—Yo era libre hasta que me capturaron sin motivo —pronunció enérgica, escupiendo su rabia y sin poderse aguantar.
El tribuno giró su cabeza y la miró con dureza. Eitana lo observó de reojo y esta vez sintió temor.
—¡Eres pequeña, pero lenguaraz! —le dijo serio—. El tribuno Lucilio ya te hubiese matado a golpes. En cambio, yo intento que entiendas algo que no te debería explicar.
Ella volvió a callar, y se tragó su rencor. Él volvió a mirar el mar y, tras unos momentos, continuó sin acritud.
—Estabas donde no debías estar, pequeña. ¡Y eso no es culpa mía! Los soldados te llevaron para amansar a tu pueblo y para que no hubiera una próxima vez. En Julias hoy todos pensarán: si hicieron eso con esa pobre niña, ¡qué no harán con cualquiera de nosotros! ¿Entiendes? ¿Acaso yo podía devolverte? —Y esto último lo dijo aumentando su voz.
La mirada de Eitana era fuego y saña. Pero él no la podía ver.
—La provincia está apestada de zelotes. No solo están escondidos como alimañas en cuevas del desierto, sino que algunas veces están alimentados dentro de las ciudades. Nuestra tarea no es fácil, nada fácil, y debes saber que a los principales de tu pueblo nuestra presencia no les desagrada, créeme. Nosotros garantizamos el orden y, aunque no lo creas, la paz.
Ella odiaba en silencio.
—Yo, quizá… —continuó dubitativo, amansando su tono y oteando el horizonte añil—. Quizá hubiese sido incapaz de hacer lo que hizo Publio Lucilio. Lo que hizo él, y cosas mucho peores. Pero qué quieres que te diga. A veces no se puede de otra manera. ¡Es una tierra indómita, y a veces hay que actuar! Por eso he decidido jubilarme, porque ya no es como cuando era joven y soñaba con ser soldado.
De pronto, Marcius Julius se interrumpió y pareció meditar sus siguientes palabras. Pero continuó.
—Por eso jamás he pasado de ser un simple tribuno, pequeña, aun siendo un hombre bastante rico. Por cosas como estas, por estar justificándome ante una judía a la que he salvado de un futuro tan terrible que no puedes ni imaginar.
Esta vez la mirada de Marcius Julius se clavó en los ojos de Eitana. El acero de sus pupilas penetró en su alma, y la calmó.
—Los dioses me han bendecido con una buena mujer, dos hijos fuertes y valientes, y una aceptable fortuna. ¡Por eso vienes conmigo! ¡Por ellos y por todos los manes que siguen merodeando mi vida después de haber partido de ella! ¡Ellos me ayudan y me traen suerte! Por ellos estás aquí, porque mi mujer y yo creemos que actuando con rectitud ellos nos bendicen. Y esa suerte has tenido, créeme. ¡Esa suerte has tenido! Te has topado con un legionario que se ha vuelto demasiado honesto como para abandonarte en manos de un tribuno que ya te hubiese forzado. Por eso te pido que no vuelvas a poner en duda lo que he hecho por ti. ¿Me entiendes?
La niña agachó la cabeza y continuó en silencio. El tribuno Julius hizo lo mismo durante un largo rato.
—Debes confiar —dijo al fin—. Te prometo que, si te portas bien, quizá algún día puedas volver. ¡Soy un buen hombre! O al menos eso me dice mi mujer. También los de tu pueblo tienen esclavos, y a veces voluntariamente. Luego son liberados a los siete años, sin ningún rescate. No pierdas la esperanza, pues. Contigo puede suceder lo mismo.
Ella levantó la cabeza, lo miró sorprendida. Intuyó que no mentía. Pero no mentó nada más.
Dos noches después de aquel día, el ordenanza de Marcius Julius la despertó ovillada entre ánforas de aceite.
—¿Qué sucede?
—Sígueme.
—Pero… yo… —titubeó soñolienta.
—¡No importunes! Date prisa.
Supo que era él por su voz. Cuando se asomaron a la cubierta vio su rostro joven e inexpresivo, como siempre, frío como el mármol bajo la luz de la luna. El oleaje lamía el armazón de la nave con un susurro constante. El cielo era un lienzo oscuro, perforado por la luz de millares de candiles distantes. Los hombres dormían, mientras el judío de Magdala permanecía vigilante entre los grandes remos. Pudo distinguir su expresión preocupada y escuchar lo que le susurró en arameo al pasar a su lado.
—¿Qué sucede, pequeña?
Pero ella no pudo contestarle. El soldado envuelto en su manto la empujó hacia el habitáculo, y entraron. Había una gran mesa de cedro contra uno de los tabiques, unos taburetes, dos camastros superpuestos y luego dos más, un bracero y un pequeño armario. Seis ventanucos permitían que la claridad de la noche se filtrara hacia el interior, y una gran lámpara de aceite pendiendo del techo iluminaba la estancia. El
naviculator
permanecía de pie, observando el torso desnudo del tribuno que deliraba de fiebre.
—Ocúpate de él —le dijo su ordenanza extendiéndole unos paños y señalándole un pequeño cubo con agua.
—¿Qué le sucede? —preguntó Eitana.
—Tú solo procura refrescarle el cuerpo. Nada más. Ninguno de nosotros es médico.
La muchacha acarició el rostro maduro de Marcius Julius, sudado y contraído por el dolor. Lo cuidó con mimo, como si de su padre se tratase, arrodillada junto a su lecho, convencida de que gran parte de su futuro languidecía junto a aquel tribuno, y puso todo el cariño y la atención posibles.
—¿Yació con alguna mujer en Corinto? —preguntó el
naviculator
al ordenanza, mientras Eitana se entregaba al aseo de aquel cuerpo encendido.