El águila de plata (34 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

—Yo te guiaré —anunció.

Fabiola controló su sorpresa:

—¿Por qué habrías de hacerlo?

—Por dos razones —declaró Secundus sonriendo. Se inclinó ante la tauroctonia—. La primera es que el dios desea que así sea.

—¿Y la segunda?

—César necesita toda la ayuda que pueda conseguir en Roma —respondió con un ligero guiño—. Ya veremos cuál es su respuesta a la oferta de las espadas de más de cincuenta veteranos. Si está de acuerdo, lograremos el reconocimiento y las pensiones que nos merecemos.

Era un plan inteligente, pensó Fabiola.

Los años de ausencia de Roma habían permitido a Julio César escribir un curriculum vítae a todas luces admirable: la conquista de la Galia y la inmensa riqueza que ello suponía. Tras ella, las incursiones en Germania y Britania, campañas cortas pero contundentes a la hora de demostrar a sus habitantes la superioridad militar de Roma. Los plebeyos, que estaban al día de todas las victorias gracias a los mensajeros del César, lo adoraban por su brío y sus inclinaciones marciales.

Pero eso no era suficiente: no estaba a diario en la ciudad, estrechando manos y mostrándose en público, buscando el favor de poderosos nobles y senadores. Los sobornos y las maniobras de sus subalternos servían hasta cierto punto. César todavía necesitaba la influencia de Pompeyo Magno, el socio del triunvirato que aún vivía; quien, encantado con la muerte de Craso en Partía, seguía de boquilla con su antiguo aliado al tiempo que entablaba amistad con cada pequeña facción del Senado. Pocas facciones querían a César, el general más ilustre de Roma. Era una amenaza demasiado real para la República, pues ya había desacatado abiertamente la ley en otras ocasiones. Y ahora, con la situación política en constante cambio y la amenaza de la anarquía, César se encontraba empantanado en la Galia en un futuro inmediato. La oferta de hombres curtidos en la capital podría resultar tentadora.

—Os lo agradezco —dijo Fabiola con gratitud—. Pero habrá bandidos en el camino. Y es probable que Scaevola y sus
fugitivarii
nos persigan.

Al ver que le miraba el muñón sin querer, el veterano se rio:

—No iré yo solo. Vendrán todos aquellos camaradas a los que logre convencer.

Fabiola tan sólo se demoró un instante en decidirse. El camino hacia el norte estaría plagado de riesgos y la situación en la Galia sería aún más peligrosa. Pero ¿qué otra opción le quedaba?

Fabiola extendió el brazo a la manera de los hombres. Secundus sonrió y le estrechó la mano.

Abandonar la ciudad resultó ser una decisión acertada. El sol apenas había salido y las columnas de humo ya plagaban el cielo. Seguían incendiando edificios. La muchedumbre aprovechaba que el Senado estaba paralizado por la corrupción, la indecisión y las luchas internas. Los senadores, como políticos civiles, además de temer con razón semejante insurrección armada, no estaban preparados para controlarla. Era muy raro que se necesitase al ejército de la República dentro de Italia y, para evitar cualquier intento de hacerse con el poder, las guarniciones de legionarios no podían entrar en un radio de varios kilómetros en torno a Roma. Esta norma dejaba la ciudad desprotegida precisamente en caso de disturbio. Después de haber incendiado los edificios más importantes de la ciudad, los hombres de Clodio rebosaban seguridad. Y, cuando los gladiadores de Milo se reagrupasen, sólo querrían una cosa: venganza.

El caos se había apoderado de Roma.

Era inevitable que se desatase más violencia cuando, tras el amanecer, llegó el crepúsculo. Únicamente soldados adiestrados podían sofocar a la muchedumbre sedienta de sangre y lograr brindar cierta seguridad a la peligrosa maraña de calles y callejuelas. Secundus y sus hombres eran demasiado pocos para controlar la situación. Craso había descendido al Hades y César estaba muy lejos. Si Pompeyo Magno no se implicaba, el futuro de Roma se presentaba realmente sombrío. A no ser que quisieran ver incendiados ante sus ojos más edificios públicos, como mercados o tribunales, o incluso sus propias casas, los senadores y los nobles no tendrían más alternativa que pedirle ayuda.

Al dejar las murallas de la ciudad tras de sí, Fabiola recordó que Brutus había predicho que Pompeyo llevaría a cabo esta misma maniobra. Se trataba del hombre que había logrado burlar a Craso y llevarse el mérito de haber sofocado la rebelión de Espartaco, y que posteriormente había hecho lo mismo con el general Lúculo, después de que éste estuviese a punto de aplastar el levantamiento de Mitrídates en Asia Menor. Pompeyo no iba dejar que le arrebataran el premio gordo. Traer a los legionarios romanos al Foro Romano por primera vez desde Sula le otorgaría el control material de la República.

Pero al Senado no le quedaba otra opción.

Cinco días después parecía que no había habido violencia. Los gritos de la gente atrapada en los disturbios habían sido reemplazados por el trino de los pájaros, el crujido de la litera y los rezongos de Secundus y sus hombres. Con la cabeza apoyada en un lado de la litera, Fabiola miraba a lo lejos. Docilosa chasqueaba la lengua en señal de desaprobación, pero ella no le hacía caso. La sirvienta de mediana edad, horrorizada por lo que había pasado en las calles, se había negado en redondo a quedarse atrás. Contenta por tener la compañía de una mujer, Fabiola no protestó mucho. Sin embargo, ya empezaba a estar aburrida, después de dar botes arriba y abajo durante horas. Aprovechar para mirar de vez en cuando al exterior quizá no era muy sensato, pero tenía que hacerlo para no perder la cordura.

La otra persona que se había negado a quedarse en Roma caminaba a su lado. A pesar de sus graves heridas, Sextus había insistido en acompañar a Fabiola en su periplo hacia el norte. El esclavo tuerto la seguía como una sombra; era una sensación de lo más reconfortante. Excepto Docilosa, nadie se podía acercar a menos de tres pasos de Fabiola si él no daba su consentimiento con un movimiento de cabeza.

Entre hileras de campos vacíos, la calzada empedrada se extendía hacia el horizonte gris. Lejos de la ciudad más cercana, se veían pocos viajeros. Y los que se veían solían pasar a su lado deprisa, con las capuchas de las capas puestas. Dado que ningún ejército oficial protegía a los ciudadanos de a pie ni dentro ni fuera de Roma, las calzadas de la República eran peligrosas de día y de noche.

La campiña estaba salpicada de latifundios a intervalos regulares, con la tierra en barbecho hasta la primavera. Al igual que el de Fabiola, todos estaban formados por un edificio central y los típicos viñedos, olivares y árboles frutales. Cerca de la entrada crecían densos bosques de robles y cipreses; grandes manadas de perros guardianes corrían sueltos por las fincas. Secundus y sus hombres se habían visto obligados en varias ocasiones a tirar piedras a los feroces animales. Grupos de hombres armados y vestidos con túnicas mugrientas holgazaneaban en las entradas de muchas de las casas solariegas: protegían de los ladrones. En estos tiempos peligrosos, los ricos terratenientes protegían sus fincas todavía con más celo del habitual.

Los grupos de matones sin afeitar miraban con desconfianza la litera y la guardia de doce hombres que la acompañaba, pero no se atrevían a retrasar su paso, ni siquiera cuando los soldados apedreaban a los perros para mantenerlos a raya. Los característicos cascos de bronce con el penacho, la cota de malla hasta los muslos y las armas del ejército indicaban que aquellos individuos de aspecto duro eran veteranos. Todos llevaban los arcos preparados para disparar, lo que hacía que cualquier intento de robarles resultara especialmente peligroso. En momentos como éstos, Fabiola procuraba que no la viesen. Al asumir que el pasajero de la litera era un rico noble o comerciante, los rufianes se mantenían al margen.

Así fue como viajaron sin problemas. Todas las noches, Secundus buscaba un lugar para acampar lo más alejado posible de la carretera. El principal objetivo era no llamar la atención. Una vez contento con el lugar, plantaban las tiendas con prontitud. Los once seguidores de Secundus no necesitaban mucho tiempo para martillear en la tierra los clavos de hierro y levantar las tiendas. Hasta este viaje, Fabiola nunca había visto las tiendas de cuero con capacidad para ocho hombres que utilizaban los legionarios cuando estaban en camino. Docilosa y ella tenían una para ellas dos solas, los soldados compartían otras dos y los cuatro esclavos que cargaban la litera dormían en la cuarta. Sextus, que había rechazado cualquier otra propuesta, pasaba todas las noches envuelto en una manta a la entrada de la tienda de Fabiola. En el interior, la disposición para dormir era sencilla: las camas consistían en cojines y mantas de la litera. La decoración era todavía más espartana que la de su niñez. Como en aquel entonces, no había muchas oportunidades de bañarse. Esto tampoco preocupaba a Fabiola: hacía tanto frío que no le apetecía remojarse.

Desde que habían salido de Roma, no habían visto ninguna señal de Scaevola. Fabiola rezaba todos los días para que el malvado
fugitivarius
no consiguiese reagrupar a sus hombres para perseguirla. Por el momento, los dioses habían escuchado sus plegarias. Si su racha de buena suerte se mantenía, los mayores problemas a los que tendrían que enfrentarse serían los ejércitos de Pompeyo que había más hacia el norte y los integrantes de las tribus que vagabundeaban por la Galia.

Aunque la llegada de la primavera era inminente, los días todavía eran cortos. Esa tarde, Secundus decidió detener la marcha temprano para buscar un lugar adecuado donde acampar. Asomó la cabeza en la litera e hizo una seña a Fabiola.

—Ahora es seguro salir —dijo.

Agradecida, salió al aire frío. Poder estirar las piernas a la luz del día era un verdadero placer. En esta ocasión, Secundus había escogido un lugar apartado cerca de un río. Aunque tan sólo se hallaba a cien pasos de un puente que cruzaba las aguas rápidas, estaba protegido por un bosquecillo de árboles. Pese a que las ramas de los árboles estaban desnudas, éstos ofrecían una buena protección. En una hora oscurecería y el campamento quedaría bien oculto durante la noche.

—No te alejes —aconsejó Secundus.

Fabiola no tenía intención de alejarse. Ni aun con Sextus detrás de ella se sentía segura si no veía a varios hombres armados cerca. Caminaron hasta el río que fluía veloz, crecido por las lluvias invernales en los Apeninos. Grandes troncos giraban en círculos perezosos que revelaban la inmensa fuerza con que el agua los arrastraba. Como la mayoría de los romanos, Fabiola no sabía nadar. Caerse en el río supondría morir ahogada. Se estremeció al pensarlo y se alejó. Miró al cielo para levantar su sombrío ánimo.

Las nubes cruzaban raudas, iluminadas por debajo por el sol del atardecer. Soplaba un fuerte viento del norte que prometía más nieve. Fabiola sabía que iba a nevar por el color gris amarillento de las nubes y por el frío cortante que le entumecía los dedos de las manos y de los pies. El viaje iba a ser más difícil todavía, pensó cansada. La embargó la inquietud y se apresuró a regresar al campamento, impaciente por alejarse del tiempo amenazante. Sextus la seguía y también observaba descontento el aire del anochecer.

A lo largo de la noche aumentó la fuerza del viento, hasta convertirse en una voz chillona que ahogaba todos los demás sonidos. Hubo que clavar más estacas para que las tiendas quedasen bien sujetas a la tierra. Secundus ordenó duplicar el número de centinelas y los colocó a unos cerca de otros para que pudiesen verse. Heladas hasta los huesos, Fabiola y Docilosa se fueron a la cama completamente vestidas, e incluso más temprano de lo normal. De todas maneras, tampoco era normal quedarse levantado hasta después del crepúsculo. ¿Qué otra cosa podía hacerse a la luz de las lámparas de aceite aparte de rumiar sobre las preocupaciones? Porque eso fue precisamente lo que la joven acabó haciendo.

Incluso aunque llegaran a la Galia sin más percances, ¿quién sabía si iban a encontrar a Brutus en medio de la masacre y el caos? Con el país entero contra los romanos, el viaje sería más peligroso que en Italia. Bandas de forajidos competían por despojar a los integrantes de las tribus de todos los objetos valiosos que pudiesen encontrar. Aunque los hombres que la acompañaban eran veteranos, no podrían resistir el ataque de un grupo numeroso de guerreros galos.

Fabiola suspiró. ¿De qué servía preocuparse por el futuro? En ese momento, preocuparse por sobrevivir día a día era más que suficiente. Mañana sería otro día. Intentó tener presente este pensamiento y finalmente se quedó dormida.

Unos gritos de alarma la despertaron de un sueño profundo. Afortunadamente, el viento huracanado había cesado. A través del tejido de la tienda penetraba una pálida luz, la del amanecer. Apartó las gruesas mantas y sacó el
pugio
de debajo de la almohada. Nunca más la iban a reducir como lo habían hecho en las calles de Roma.

Docilosa también estaba despierta.

—¿Qué hacéis, señora? —preguntó alarmada.

Sin responder, Fabiola se acercó a la portezuela, la entreabrió y observó la zona que había delante de la tienda.

—Sextus no está.

—¡Salir puede ser peligroso! —avisó Docilosa—. ¡Quedaos aquí!

Ignorándola, la joven salió al aire de la mañana. Para su alivio, Sextus estaba a tan sólo unos pasos de distancia. Sujetaba con fuerza el
gladius
y tenía la mirada fija en el hombre empapado de sangre que yacía sobre la gruesa capa de nieve junto a la tienda de al lado. Fabiola se le acercó.

Secundus y dos de sus hombres estaban agachados sobre el cuerpo.

Se trataba de uno de los centinelas. Le habían cortado el cuello de oreja a oreja. La nieve helada que lo rodeaba se había tornado roja, un impactante choque de colores a la luz del amanecer.

—¿Qué ha sucedido?

—No lo sabemos, señora —respondió Sextus con gravedad—. No he oído nada en toda la noche.

Al percatarse de la presencia de Fabiola, Secundus se volvió hacia ella. Su rostro parecía más avejentado de lo que recordaba. Tenía la mano cubierta de sangre.

—Se llamaba Antoninus —dijo el veterano con tristeza—. Sirvió a mi lado durante diez años.

A Fabiola le dio lástima.

—¿Quién ha sido? —preguntó.

Secundus se encogió de hombros:

—El mismo cabrón que ha matado a Servius, supongo.

Sorprendida, lo miró inquisitiva.

—Hay otro allí —reveló Secundus—. Los dos estaban cubiertos de nieve, así que ha debido de suceder durante la tormenta. Las huellas han quedado bien tapadas.

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