El águila de plata (35 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

A Fabiola se le encogió el estómago de miedo.

—¿Bandidos? —preguntó.

—Podría ser —respondió él enfadado—. Y bien listos, los muy cabrones, para acercarse tanto sin que nos diésemos cuenta. Antoninus y Servius eran buenos hombres.

Fabiola palideció. Conocía a un hombre que era un verdadero experto en seguirle la pista a alguien: Scaevola.

Capítulo 15 Una nueva amenaza

Margiana, invierno-primavera de 53-52 a. C.

Los arqueros apuntaron las flechas a Romulus y Brennus y esperaron a recibir la orden de disparar. Pese a que los dos amigos llevaban cota de malla, las afiladas puntas de hierro los harían pedazos por la corta distancia que mediaba entre los arqueros y ellos.

Romulus notaba las pulsaciones en el cuello.

A Brennus lo embargaba la resignación. El dolor de la herida que le había infligido la espada de Optatus no era nada comparado con que le quitasen la satisfacción de la victoria para reemplazarla con la amenaza de una ejecución sumaria. Una vez más. Como gladiador, al menos le aplaudían después de ganar una pelea. Ahora, no era más que un pedazo de carne prescindible. Si tenía que morir que fuese como hombre libre y no como prisionero o esclavo.

Pacorus estaba a punto de hablar, cuando uno de los centinelas de la muralla se molestó en mirar hacia el este. Al igual que sus compañeros, el soldado había estado totalmente absorto en el combate que se libraba debajo de su posición. Su ronco grito de alarma hizo que todo el mundo desviase la atención que habían prestado a la pareja de individuos sudorosos que se encontraba de pie, junto a los cadáveres de los legionarios.

—¡Se acerca un mensajero! —gritó—. Indica que el enemigo se acerca.

Como en todas las unidades de guardia, el trompeta estaba preparado. Rápidamente, se llevó el instrumento de bronce a los labios y tocó una serie de notas cortas y agudas que todos reconocieron.

El toque de alarma.

Pacorus torció la boca en un gesto de aprensión. Antes de entrar en el campo de tiro, los jinetes levantan el brazo derecho para avisar a sus camaradas del peligro. No cabía duda, esto era lo que el centinela había visto.

—¡Ve a la entrada! —le gritó a Vahram—. ¡Tráemelo de inmediato!

El rechoncho primus pilus saludó bruscamente y salió al trote.

Pacorus dio media vuelta para dirigirse a Romulus y Brennus, a quienes sus arqueros seguían apuntando.

—¿Cuántos habéis visto ahí fuera?

—Entre mil y dos mil, señor —respondió Romulus con seguridad—, Tal vez más.

—¿De infantería? —preguntó Pacorus esperanzado.

Los escitas, pese a ser un pueblo mucho más debilitado si se lo comparaba con su época de mayor esplendor siglos atrás, seguían siendo unos adversarios temibles para cualquier ejército. Sobre todo, sus diestros jinetes.

—Aproximadamente la mitad de cada, señor.

Con una expresión sombría en el rostro, el comandante respiró con dificultad. Su ejército estaba formado casi en su totalidad por soldados de infantería.

—Entre quinientos y mil caballos —dijo entre dientes—. ¡Que Mitra los maldiga a todos!

Los amigos esperaron.

Como también esperaron los arqueros partos.

Unos instantes después, llegó el primus pilus con un guerrero montado a lomos de un caballo sudoroso. Sus palabras confirmaron las de Romulus. Pero, en lugar de avanzar hacia el fuerte, los escitas se dirigían de nuevo hacia el norte: en dirección a sus tierras y a los otros fuertes. Satisfecho por el momento, Pacorus masculló una orden a sus hombres, que finalmente bajaron los arcos. De repente, había cosas más importantes en la cabeza del comandante que la ejecución de dos simples soldados.

La tensión en los hombros de Romulus empezó a disminuir y respiró honda y lentamente.

—Presentaos ante el optio de la primera centuria de la cohorte del primus pilus —ordenó Pacorus con brusquedad—. Allí os podrá vigilar.

—Con gusto, señor —repuso Vahram mirándolos con malicia—. Mientras estén a mi cargo, no habrá deserciones.

Romulus se imaginó los castigos que eran capaces de ocurrírsele al sádico parto. Pero a pesar de todo estaban vivos, pensó agradecido. Brennus le dio un codazo y salieron corriendo, procurando ambos que no se viesen sus heridas. Más valía no esperar a que Pacorus se lo pensara dos veces, y lo que el imprevisible primus pilus pudiera hacerles más adelante ahora no importaba demasiado.

Oyeron a Pacorus hablar con Vahram, detrás de ellos.

—Quiero a toda la legión lista para marchar en una hora. Y que también se les distribuyan lanzas largas.

—¡A la orden!

—Los escudos recubiertos de seda deberían resistir las flechas envenenadas —prosiguió—. Y las lanzas romperán la carga.

Eso fue lo último que Romulus oyó. Doblaron una esquina que daba a la Vía Principia y siguieron caminando sin hacer caso de las miradas de curiosidad que lanzaban en su dirección. Enseguida llegaron a sus nuevos barracones. La Primera, la cohorte más importante de la legión, estaba bajo el mando personal de Vahram. Ser primus pilus conllevaba, en realidad, dos funciones: estar al mando de una unidad de seis centurias y ser el centurión de más alto rango de la Legión Olvidada.

El optio de la primera centuria era un adusto legionario originario de la ciudad de Capua llamado Aemilius a quien encontraron en el estrecho corredor gritando órdenes a sus hombres. Pareció sorprenderse al ver a la pareja, como también se sorprendieron los legionarios allí presentes. Todo el mundo en el campamento se había enterado de las malintencionadas habladurías de Novius y unos agrios comentarios enseguida llenaron el ambiente.

Romulus los ignoró, transmitió las órdenes y saludó.

—¿Os envía Pacorus? —repitió Aemilius.

—Sí, señor —respondió Romulus en posición de firme. Brennus hizo lo mismo.

Si era humanamente posible, tenían que ganarse la confianza de Aemilius desde el principio. Si no lo lograban, los dos oficiales de mayor rango de la centuria se la tendrían jurada. Y eso antes de que los legionarios se involucrasen.

Aemilius se tocó la barbilla, pensativo.

—Esclavos huidos, ¿eh?

Todos los soldados que lo oyeron estiraron el cuello para ver.

No tenía sentido seguir negándolo.

—Sí, señor —repuso Romulus, aunque ya no se sentía esclavo.

Haber recibido adiestramiento como soldado, haber participado en batallas y haber sobrevivido hasta este momento le había dado una gran seguridad en sí mismo, mucha más de la que pudiera tener cualquier esclavo.

Aunque la esclavitud no había sido una carga fácil de sobrellevar, Brennus también se calló. En ese caso, guardar silencio era lo mismo que estar de acuerdo con Romulus.

Los soldados que estaban cerca les abuchearon para mostrar su desaprobación, pero Aemilius no reaccionó. Romulus disimuló su sorpresa. Era una diminuta chispa de esperanza.

—¿Estuvisteis en la patrulla de Darius?

Ambos asintieron con la cabeza.

—Y lo que dicen —prosiguió el optio con una mirada penetrante—, ¿es cierto? ¿Desertasteis?

—¡No, señor! —protestó Romulus con vehemencia.

—Los hombres que sí desertaron yacen muertos en el intervallum, señor —añadió Brennus—. Acabamos de derrotarlos a los tres, y desarmados.

Gritos ahogados de incredulidad llenaron el corredor. Los barracones de la primera cohorte estaban al lado del pretorio, muy lejos de la entrada principal. Enzarzados en los quehaceres rutinarios, ninguno de los que allí se encontraban había presenciado el dramático duelo.

Aemilius enarcó las cejas:

—¡Por Júpiter! ¿Los habéis vencido?

—Preguntad a cualquiera de los otros oficiales, señor —instó Romulus.

—¡No somos unos cobardes! —añadió Brennus.

Algo le dijo a Romulus que el optio era un hombre justo. Abandonó toda precaución.

—Los dioses nos han ayudado.

El galo asintió con su greñuda cabeza. Después de lo que habían pasado, parecía que así había sido.

Los legionarios intercambiaron rezongos supersticiosos.

Aemilius parecía tener ciertas reservas.

—Os he visto a los dos en el campo de adiestramiento —dijo—. Sois buenos. Muy buenos. Probablemente sea ésa la razón por la que ahora estáis aquí.

Romulus no dijo nada; respiraba hondo entre las oleadas de dolor que le producían las costillas.

Aemilius se relajó. Entonces, al advertir el profundo corte en el antebrazo de Brennus, frunció el ceño.

—En este estado no puedes sujetar el escudo.

—Me lo vendo un poco y estoy bien, señor. No quiero perderme la lucha —respondió Brennus impasible—. Hay unas muertes que vengar.

—¿Cuáles?

—Las de los hombres de nuestra centuria, señor —intercedió Romulus.

En el rostro del optio se dibujó lentamente una sonrisa. Estos dos soldados al menos eran valientes. El tiempo diría si mentían o no.

—Muy bien —añadió—. Que te la miren en el valetudinarium. Tu joven amigo puede ir al arsenal para recoger el equipo y las armas.

Romulus y Brennus se apresuraron a obedecer.

Había una batalla que librar.

Al final, el esperado choque contra los escitas no tuvo lugar. Probablemente, los guerreros nómadas, al darse cuenta de que la respuesta a su ataque sería rápida e implacable, se retiraron del lugar donde habían sido avistados por el jinete parto. La orden de Pacorus de llevar suministros suficientes para varios días fue una decisión acertada, pues los legionarios marchaban en vano tras un enemigo que tenía la ventaja de estar a muchos kilómetros de distancia desde el inicio de su persecución. Al final, la maniobra no fue más que una larga marcha de prácticas en condiciones invernales. Evidentemente, a los soldados no les agradó que fuese así, pero no les quedó más remedio que obedecer.

A los tres días, cuando los víveres de los soldados empezaron a escasear, el comandante parto se vio obligado a finalizar la maniobra. Aunque estaba decidido a no abandonar la operación. Tras su regreso al fuerte, a seis cohortes se les suministraron de inmediato suficientes raciones para un mes y partieron de nuevo. Gran parte del invierno lo pasaron buscando a un enemigo fantasmagórico en un paisaje desértico y helado. Hubo algunas escaramuzas con los escitas, pero nada importante.

Romulus y Brennus participaron en las salidas y marcharon junto a Aemilius y sus hombres, como todos los demás. Obligados a unirse a un contubernium, habían conseguido que los seis legionarios con los que vivían, dormían y comían cada día los aceptasen a regañadientes. Pero no habían trabado amistad, y los demás soldados de la centuria les rechazaban totalmente. Con el resto de las cohortes, sucedía lo mismo. Caius, como Romulus y Brennus, también se había recuperado totalmente de su herida y no cejaba en su empeño de fomentar la inquina hacia los dos amigos. Nadie los atacaba directamente, pero la amenaza siempre estaba presente. No podían separarse, ni siquiera para ir a las letrinas o a los baños.

Era una táctica de desgaste extremo y Romulus estaba cada vez más harto. Brennus y él no podían enfrentarse a la legión entera. La única opción era la deserción, aunque prácticamente no había adónde ir. Entre el fuerte y la ciudad de Seleucia, en el oeste, se extendían más de mil quinientos kilómetros de áridos páramos. Y, desde allí, cientos de kilómetros más hasta llegar a territorio romano. Hacia el norte y hacia el este, había territorios desconocidos habitados por tribus salvajes como los sodgianos y los escitas. El país de Sérica, de donde provenía la seda, todavía se encontraba más hacia el este, pero no sabía dónde exactamente. Romulus tenía una idea fija: dirigirse hacia el sur, a través del reino de los bactrianos. Ocasionalmente, los guerreros partos mencionaban una gran ciudad llamada Barbaricum, donde un caudaloso río desembocaba en el mar. Romulus lo había visto una vez en el Periplus, el mapa antiguo con anotaciones de Tarquinius. Sabía que Barbaricum era un centro comercial importante donde se vendían y compraban artículos valiosos como especias, seda, joyas y marfil. Al parecer, desde su puerto zarpaban barcos hacia Egipto cargados de productos que valían un dineral en Italia y en Grecia.

Pero Romulus no tenía ni idea de cómo llegar hasta allí, la única ruta para regresar a casa.

Además, no pensaba dejar a Tarquinius. Y tampoco a Brennus. De todas maneras, seguían sin noticias del arúspice. Estaba vivo, aunque seguía bajo estrecha vigilancia en los aposentos de Pacorus. Cualquier intento de liberarlo terminaría en desastre, así que los dos amigos observaron, esperaron y soportaron las adversidades durante muchos meses fríos. Lo único que podían hacer era rezar a los dioses.

Con la llegada de la primavera, las seis cohortes que estaban de patrulla sorprendieron a los escitas en su campamento. Al atardecer, hora intempestiva para un ataque, Vahram dirigió a sus hombres a una sorprendente victoria. En una batalla corta y brutal, aniquilaron casi en su totalidad a la fuerza de asalto. Como los supervivientes apenas suponían una amenaza, el primus pilus se apresuró a regresar al fuerte al día siguiente. Intentaba por todos los medios recuperar el favor de Pacorus. Enviaron a dos jinetes para que se adelantaran a llevar las buenas nuevas.

Al llegar, Pacorus los esperaba en la entrada principal del fuerte con un destacamento de guerreros. Llamó a Vahram a su lado e intercambió unas pocas palabras con él antes de indicar que entrasen los legionarios. Cuando las tropas de la primera cohorte empezaron a pasar, el comandante hizo un gesto con la cabeza en señal de reconocimiento. Parecía realmente contento por la victoria.

A Romulus lo embargó la ira al ver al parto de tez morena vestido con su lujosa capa, viva imagen de arrogante superioridad. Deseaba clavarle la jabalina en el pecho, pero evidentemente no iba a hacerlo; si lo hacía, lograría vengarse, pero Tarquinius seguiría prisionero. El joven soldado no se atrevía a actuar. Brennus y él habían tenido la suerte de seguir con vida y de no haberse topado con el comandante desde entonces. Esperaba que Pacorus ya los hubiese olvidado. Con la bendición de Mitra, así sería. Lo único que podían hacer los dos amigos era mantener la cabeza gacha.

La primera cohorte se detuvo de repente y Romulus a punto estuvo de chocar contra el soldado que tenía delante. Confundidos, los hombres se pusieron de puntillas para ver qué sucedía. En la parte delantera había un gran alboroto. Una voz queda e insistente que llamaba la atención respondía a los gritos de enfado.

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