El águila de plata (39 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

—¡Mitra os protege! —gritó Secundus.

En silencio, los dos levantaron sus
gladii
para saludar.

Fabiola miró hacia atrás y vio lo que iba a suceder.

—¡No! —gritó.

—Son soldados —declaró Secundus con orgullo—. Son ellos quienes eligen morir de esta manera.

No tenía tiempo para contestar. Sextus la había agarrado con fuerza por el brazo y la llevaba hacia delante. Secundus corría al otro lado de Fabiola. Con el rostro petrificado con un rictus de terror y de ira, Docilosa la protegía por la espalda.

Entre ellos y el camino hacia el norte sólo mediaban tres rufianes.

Sextus mató al primero con un fuerte golpe en el pecho.

Secundus esquivó a otro fintando hacia la izquierda. Como no se dio cuenta de que su contrincante lo estaba engañando, el matón se echó hacia atrás para evitar la estocada que esperaba. Resbaló sobre un pedazo de musgo, cayó al suelo y soltó el hacha.

El último se apartó de Sextus para quedar cara a cara con Docilosa. Sorprendido al ver a una mujer empuñar un arma, dudó.

Pero Docilosa no se lo pensó dos veces. Enseñando los dientes, le clavó el
pugio
hasta la empuñadura en el vientre.

Herido de gravedad y doblado por el dolor, el matón se marchó.

Los cuatro supervivientes habían logrado escapar.

Pero Scaevola y el resto de sus hombres se acercaban. Eran unos doce individuos que gritaban maldiciones y corrían tras ellos por el camino.

El miedo les dio más velocidad para salir disparados entre los árboles que empezaban a ralear. Y de repente se encontraron fuera del bosque, con la fuerte luz del sol en los rostros sudorosos y desesperados. El valle se ensanchaba y las laderas se suavizaban para unirse a la pradera abierta más allá.

Una pradera que ahora estaba ocupada por una legión romana.

Fabiola no podía creer lo que veían sus ojos.

Un amplio muro protector de legionarios hacía guardia mientras sus compañeros trabajaban duro tras él y cavaban con las palas. Con la tierra de las
fossae
defensivas erigirían los terraplenes del campamento. Confiados porque en Italia tenían pocos enemigos o ninguno, la mayoría de los soldados que hacían guardia hablaban entre ellos.

Pero no tardarían mucho en descubrirlos.

Scaevola también había visto a las tropas. El
fugitivarius
ordenó a sus hombres que regresaran a cobijarse entre los árboles y observó iracundo y sin poder hacer nada como Fabiola y sus compañeros se alejaban de su alcance.

Sextus y Docilosa estaban encantados; sin embargo, Secundus maldijo en voz alta. Y Fabiola parecía furiosa.

—¿Quiénes son? —preguntó Docilosa confundida por la reacción de su señora.

—Hombres de Pompeyo —repuso Fabiola con voz monótona—. Marchan hacia Roma en dirección sur.

Al fin oyeron los gritos de los centinelas que se impacientaban. Sonaron las
bucinae
y media centena de soldados a las órdenes de un
optio
formaron rápidamente para ir a buscarlos y guiarlos hasta el campamento.

Fabiola buscó una señal en el cielo. No vio nada. Ni tan siquiera un cuervo, el pájaro de Mitra, habitual en las zonas montañosas.

A la joven la invadió la amargura y al final se le escapó un sollozo entre los labios.

Habían intercambiado a un implacable enemigo por otro.

Capítulo 17 La batalla final

A orillas del río Hidaspo, India, primavera de 52 a. C.

Cuando amaneció, el sol naciente iluminó de un profundo carmesí el horizonte oriental. El tono rojo sangre resultaba muy apropiado para los irritables legionarios que apenas habían descansado. Con un cielo de semejante color, el Hades no podía estar muy lejos. Los soldados rezaban oraciones con fervor y hacían sus últimas peticiones a los dioses. Como siempre, esposas, hijos y familia eran prioritarios. Aunque, sin lugar a dudas, sus seres queridos en Italia los habían dado por muertos, los soldados de la Legión Olvidada habían sobrevivido en parte pensando en su hogar. Ahora, por última vez, pedían a los dioses que protegiesen a sus seres queridos. Ellos ya no necesitaban mucho más.

Los que se sintieron con ánimo, tomaron un pequeño desayuno; no fueron muchos. Lo más importante eran los odres con agua que estaban llenos hasta los topes. El combate daba mucha sed.

Poco después del amanecer, Pacorus les ordenó marchar a su posición paralela a la orilla del río. Sencillamente abandonaron el campamento provisional con las tiendas y los pertrechos de repuesto, situado a poco menos de un kilómetro de distancia. Si por un milagro la Legión Olvidada vencía, sus contenidos estarían a salvo. En caso contrario, no importaba lo que pasase con los yugos, la ropa y los pocos artículos de valor que hubiese.

La Primera, formada por los veteranos con más experiencia, se situó en el centro de la línea, flanqueada por cinco cohortes más a cada lado, con siete cohortes y los jinetes que quedaban de Pacorus en reserva. Sus guerreros también permanecieron atrás, rodeando la posición de Pacorus detrás de la Primera. Un grupo de tamborileros partos y de trompetas romanos esperaban a un lado, preparados para transmitir las órdenes de Pacorus. Allí también estaba situado el
aquilifer
: lo suficientemente atrás para proteger el águila de plata, pero lo suficientemente cerca para que todo soldado la viera si giraba la cabeza.

Había que aprovechar hasta la más mínima ventaja.

Los legionarios de las primeras cinco filas iban armados con lanzas largas y casi dos tercios llevaban escudos forrados de seda. La valiosa tela que habían comprado a Isaac, el mercader judeo que habían encontrado camino de Margiana, solamente cubría unos cinco mil escudos. Tendría que bastar. En los flancos y en la retaguardia, los soldados que se ocupaban de las
ballistae
giraban y ajustaban las máquinas para asegurarse de que estaban bien lubricadas, las arandelas tensadas al máximo y las gruesas cuerdas de tripa lo suficientemente tirantes. Los arcos para disparar se comprobaron varias veces, igual que los montones de piedras que tenían al lado. Los soldados más veteranos de artillería ya habían medido con pasos el terreno que tenían delante con objeto de marcar cada cien pasos con una roca de forma particular o con una estaca hundida en la tierra casi en su totalidad. Esto les permitía tener marcadores de alcance exactos y conseguir, así, que sus descargas resultasen mucho más letales.

Por último, un grupo fue enviado a excavar aún más la trinchera que quedaba cerca del río para que entrase más agua y los canales cuidadosamente excavados se inundasen. Después, toda la zona se cubrió con ramitas para esconder lo que se había excavado. Ver el resultado ayudó a que el sombrío humor de los soldados mejorase ligeramente.

Todos aguardaban.

Era una mañana clara y hermosa. El color rojo que nada bueno presagiaba se había aclarado y había acabado desapareciendo para dejar que el cielo adoptase su azul habitual. Las únicas nubes visibles eran grupos de líneas delicadas que, a pesar de encontrarse a gran altura, conseguían restar brillo a la luz del sol y mantener la temperatura agradablemente fresca. En el aire calmo se oía la gran variedad de cantos de los pájaros posados en los árboles a lo largo de la orilla del río. A lo lejos, unos asnos salvajes caminaban entre las hierbas altas y movían la cola para espantar las moscas.

Romulus ya había visto a Tarquinius de pie junto a Pacorus, señalando aquí y allá mientras debatían la mejor estrategia para la batalla. Era imposible hablar con el arúspice, y a Romulus sólo le cabía esperar que Brennus y él pudiesen estar con él si llegaba el final.

«Cuando llegase», pensó Romulus con amargura. En este caso no se necesitaba ninguna habilidad especial para profetizar, pues se iban a enfrentar a un ejército inmenso.

Los primeros en llegar fueron los jinetes indios. Montados sobre ponis ágiles y pequeños, los guerreros tocados con turbantes llevaban diferentes armas, desde jabalinas y arcos hasta lanzas cortas y escudos redondos o con forma de medialuna. De piel oscura y con el torso desnudo, muy pocos llevaban armadura; tan sólo un sencillo taparrabos. Cuidándose de no ponerse al alcance de las flechas, observaban a los romanos con ojos oscuros e inescrutables. Eran escaramuzadores, tropas muy móviles similares a las de los galos que habían acompañado a Craso; su versatilidad podía cambiar el curso de una batalla. Eran como mínimo cinco mil, mientras que a Pacorus le quedaban tan sólo unos doscientos cincuenta jinetes. El enemigo lo sabía y muchos dirigieron seguros a sus caballos hasta el río para que bebiesen.

Pero no intentaron atacar a la Legión Olvidada. No les parecía necesario.

Pacorus permaneció en silencio; reservaba a sus hombres y las piedras para las
ballistae
. Cada una de ellas valía ahora más que el oro.

A continuación llegaron los carros de guerra, tirados por pares de caballos. Romulus jamás había visto unos carros tan grandes. De madera noble y lujosamente adornados con incrustaciones de plata y oro en los laterales y en las ruedas macizas, eran plataformas elevadas y cerradas conducidas por un soldado y con dos o tres guerreros armados con lanzas y arcos.

Romulus contó casi trescientos.

Cuando los carros de guerra se unieron a la caballería, los soldados gritaron y abuchearon las líneas romanas. Cada vez se unían más voces, hasta que el potente barullo llenó el ambiente. Las palabras exactas de los insultos no las conocían; sin embargo, su significado estaba clarísimo.

Los legionarios siguieron las típicas tácticas romanas y permanecieron completamente en silencio. Al cabo de un rato, este silencio hizo callar a los indios y una extraña paz reinó en ambos bandos, que se miraban con recelo. Poco después, se oyó un débil trueno.

Los legionarios miraron hacia arriba, pero en el cielo no había nubarrones. Entonces se dieron cuenta de que el ruido provenía del gran número de soldados de infantería que se acercaba. Cuando el horizonte meridional se llenó de figuras de soldados marchando a pie, Romulus fue distinguiendo grupos de arqueros, honderos y soldados rasos de infantería. Llevaban una gran variedad de armas: parecía que no había dos hombres armados de la misma manera. Romulus vio hachas, espadas cortas, lanzas e incluso espadas largas como la poderosa espada de Brennus. Había picas, mazas de púas y cuchillos con hojas angulares similares a las que utilizaban los gladiadores tracios. Al igual que los soldados de caballería, la mayoría de los indios no llevaba ningún tipo de ropa protectora. Algunos tenían armadura, casco de cuero y pequeños escudos redondos. Sólo unos pocos eran lo suficientemente ricos como para costearse cotas de malla o lorigas, pero todos iban menos protegidos que los legionarios, que llevaban pesados
scuta
y cotas de malla hasta los muslos. Daba igual.

Había al menos treinta mil hombres.

El número de tropas enemigas por sí solo no auguraba nada bueno, pero no era por esta razón por la que los soldados romanos se movían inquietos de un lado a otro. El sordo estruendo no era solamente de los hombres que se acercaban cada vez más. Era un ruido producido por animales. Tras las filas enemigas se vislumbraban unos animales grandes y grises.

Elefantes.

Había docenas de elefantes guiados por un cornaca que blandía una vara corta con un gancho afilado en un extremo. Todos llevaban en el lomo una gualdrapa de gruesa tela roja sujeta por una cinta de cuero que les rodeaba el ancho pecho. Dos o tres arqueros y lanceros montaban sobre esta alfombra y se sujetaban con fuerza con las rodillas para mantener la posición. Cada décimo animal llevaba un solo pasajero situado por encima de dos grandes tambores que colgaban a ambos lados: la única función de estos hombres era la de transmitir órdenes durante la batalla. Los elefantes avanzaban pesadamente y sus pequeñas orejas se movían de un lado a otro, lo que les confería una equívoca apariencia calmada. Esto contrastaba con las pesadas capas de cuero moldeado que les cubrían la cabeza y los hombros. Para proteger al cornaca, del cogote del animal sobresalía una especie de abanico protector del mismo material. Cuando los elefantes se acercaron, se podía ver que los extremos de muchos colmillos tenían puntas o espadas. Unos cuantos incluso llevaban bolas de hierro con púas colgadas de cadenas que pendían de la trompa.

Parecían invulnerables. Invencibles. A Romulus se le cayó el alma a los pies, y hasta Brennus se quedó consternado; los legionarios que tenían a su lado estaban totalmente aterrorizados. Los oficiales subalternos y los centuriones partos movían los pies con inseguridad.

A esas alturas, la utilización de elefantes en la arena era bastante común. Allí mataban o lisiaban a voluntad. Todo romano, incluso aunque no lo hubiese visto en vivo, conocía la gran capacidad de estos animales para destrozar a los hombres como si de leños se tratasen. El rey nubio Yugurta los había utilizado en su guerra contra Roma, y nadie olvidaba al rey Pirro o a los cartagineses, adversarios que habían empleado elefantes contra las legiones con efectos devastadores. Se habían convertido en leyenda. Y, aunque los aliados de Roma ya hacía muchos años que utilizaban a estos grandes animales junto a los legionarios, la mayoría de los hombres que allí se encontraba jamás se había adiestrado o había luchado con ellos.

El elefante era el arma más poderosa, capaz de aplastar casi cualquier oposición, y los indios lo sabían.

Al observar a los hombres que tenía enfrente hablando y riendo, Romulus casi palpaba su seguridad. Se alegraban de retrasar la batalla hasta que hubiesen llegado todas sus tropas.

En las filas de la Legión Olvidada empezaron a oírse rezongos temerosos. Las plegarias y las maldiciones se mezclaban en igual número. Nombraron al panteón entero de dioses y diosas: Júpiter, Marte y Minerva. Fortuna y Orcus. Neptuno, Asclepio y Mitra. Incluso se mencionó a Baco, pues se rezaba a toda divinidad posible. Poco importaba. Estaban solos en la pradera.

Las líneas compactas de legionarios empezaron a tambalearse hacia atrás y hacia delante como juncos a merced del viento.

—¡Estamos condenados! —gritó uno.

Su grito fue contagioso.

—¡Es Carrhae de nuevo!

El miedo dio paso al pánico de inmediato.

Romulus observaba los rostros aterrorizados que tenía a su alrededor. Pese al aire fresco, sudaban. Si no hacían algo rápido, los legionarios huirían. Y, si huían, sabía exactamente qué sucedería. Los indios se extralimitarían. Entonces la pradera sí que se convertiría en otro Carrhae.

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