El águila de plata (37 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

Vahram empezaba a impacientarse, mientras que Pacorus iba tranquilamente montado en su semental negro. Aunque la odiaba, se había acostumbrado a la actitud contemplativa de Tarquinius. Esperar unos momentos no cambiaría el curso de su destino.

Tarquinius dirigió la mirada a un inmenso y solitario buitre que sobrevolaba la otra orilla. Tenía un aspecto sorprendente e inusual. Círculos negros rodeaban sus ojos exagerándolos; el resto de la cabeza era blanca, y el cuello y el cuerpo, marrón claro. Incluso su cola larga en forma de romboide era especial.

Su presencia debía de ser relevante.

El buitre llevaba una tortuga grande entre las garras y ascendía en el cielo a un ritmo constante. Cuando alcanzó una altura que, según calculó Tarquinius, debía de ser como mínimo de doscientos pasos, la soltó. La tortuga cayó en picado al suelo, su rígido caparazón garantía de una muerte segura. El pájaro la siguió con más lentitud.

«Un asombroso ejemplo de inteligencia —pensó Tarquinius—. Una buena lección, cuando las dificultades parecen insalvables.»

A lo lejos, hacia el este sobre los árboles, vio que se formaban bancos de nubarrones. Tarquinius dio las gracias en silencio a Tinia y a Mitra. Desde que Vahram lo había torturado, la adivinación le resultaba más difícil. Pero su talento no había desaparecido totalmente.

—Vamos con retraso —dijo—. Hay zonas poco profundas a dos días de marcha en dirección sur. Ellos ya están cruzando el río por allí.

El rostro moreno de Ishkan palideció. Sabía dónde estaba el vado, pero era imposible que Tarquinius lo supiese, pues ningún parto le habría hablado de él.

Ésta era una prueba más de que la habilidad de Tarquinius era real, pensó Vahram. Menos mal que no había matado al arúspice. Aunque, reflexionó, lo que les deparaba el destino era tan terrible como lo que depararía a cualquiera que matase a un hombre como el arúspice. Hacía una semana que la Legión Olvidada había dejado atrás el paso de las montañas que podría haberse defendido con facilidad. El plan había sido alcanzar el Hidaspo antes que el enemigo, para evitar que cruzase el río o al menos hacérselo pagar caro. De repente, se habían dado cuenta de que los indios ya estaban en esta orilla. Y, en terreno abierto al lado del río, su situación parecía todavía más vulnerable.

Pacorus apretó la mandíbula. Hombre valiente, no tenía intención de no cumplir con su deber. Mejor morir con honor en una batalla contra los enemigos de Partía que sufrir un final ignominioso a manos de los verdugos del rey Orodes. Miró a Tarquinius inquisitivamente.

—¿Y bien? —preguntó.

—Se puede hacer mucho.

—¿Qué otra cosa podemos hacer excepto morir? —preguntó Vahram con desdén.

—Dar una lección a los indios que nunca olvidarán —bramó Pacorus.

Cansados y con los pies doloridos tras otra larga marcha, los legionarios no se alegraron de tener que montar el campamento a unos dos kilómetros del río. Esa distancia significaba que los encargados de transportar el agua tendrían que invertir mucho más tiempo del normal en llevar y traer las mulas del campamento al río.

A Romulus no le preocupaba la ubicación del campamento.

Había visto a los jinetes partos salir al amanecer y sabía que algo se tramaba.

Cuando anunciaron que todos los soldados tendrían que trabajar también al día siguiente, se oyeron aún más rezongos. Pero nadie se atrevió a cuestionar la orden. Abrir la boca era garantía de un severo castigo. Además, tenía sentido construir estructuras defensivas.

Los trabajos se iniciaron al amanecer del siguiente día. Brennus se tomó la tarea con entusiasmo. En sus manazas la pala parecía un juguete, aunque la cantidad de tierra que sacó demostró que no era así.

Se trataba de que el Hidaspo protegiese el flanco izquierdo de la Legión Olvidada. Bajo la dirección de Tarquinius, los soldados excavaron líneas de profundas trincheras curvadas paralelas a la orilla del río, pero a unos ochocientos pasos de distancia, aproximadamente la anchura de la legión en formación de batalla. En la base de las estructuras defensivas se colocaron ramas previamente cortadas y podadas. Las trincheras, que formaban un semicírculo, protegerían el flanco derecho. Como no disponían de un número importante de soldados de caballería, el arúspice improvisaba así. En el interior de las trincheras se clavaron cientos de afiladas estacas de madera que sobresalían hacia fuera como dientes torcidos en la mandíbula de un cocodrilo. Entre las estacas se colocaron abrojos, cuyas púas de hierro asomaban con garbo en el aire.

Los doce ballistae se dividieron en dos grupos: la mitad se colocó mirando hacia delante a lo largo de la línea, y el resto, cubriendo la zona situada ante las trincheras. Si fuera necesario, podrían darse la vuelta y cubrir también la retaguardia. Los soldados que no se necesitaban para otras tareas se encargaron de buscar a orillas del río piedras de tamaño adecuado y transportarlas en las mulas. Al lado de cada catapulta se formaron montones con este tipo de munición en forma de pirámide. Las piedras eran de diferentes tamaños, algunas pequeñas como un puño y otras mayores que la cabeza de un hombre. Si se apuntaban y disparaban correctamente, todas podían resultar mortales. Romulus había observado en muchas ocasiones las prácticas de los artilleros y sabía que los ballistae desempeñarían un papel importante en la batalla.

La última e inexplicable tarea consistía en excavar una trinchera profunda y estrecha que se iniciaba en el río y que pasaba por delante del lugar donde se colocaría la Legión Olvidada. También se excavaron una veintena de largos canales laterales, y la tierra acabó pareciendo un campo con numerosas acequias. El tramo final de la trinchera, que dejaría entrar el agua del Hidaspo para que llegase a todos los canales, fue el remate. Cuando se sacaron los últimos terrones, el hilillo de agua enseguida se convirtió en un pequeño torrente que llenó los canales hasta los topes.

Al comprobar cuál era la función de la trinchera, los soldados esbozaron sonrisas cansadas. Cuando amaneciese, toda la zona sería un lodazal.

El día de intensos trabajos físicos había tocado a su fin y los legionarios pudieron dedicarse a pensar en temas morbosos como su futuro y la batalla que se avecinaba.

Los jinetes supervivientes de la caballería de Pacorus regresaron por la noche maltrechos y ensangrentados. Habían sido atacados por unas tropas indias de caballería mucho más numerosas y habían sufrido cuantiosas bajas, y notificaron que el ejército que los seguía era tan grande como Tarquinius había predicho. O incluso más. Llegaría al día siguiente.

Un profundo abatimiento se apoderó de los legionarios. Una vez más, el arúspice había demostrado tener razón. Todos los soldados de la Legión Olvidada excepto uno habían deseado que no fuese así.

Ahora Romulus sabía que no podía escapar a su destino. Lo sintió acercándose veloz, como portado por las mismísimas alas de la muerte. La idea de regresar a Roma resultaba absolutamente fútil, un desperdicio de energía valiosa. Mejor reservarla para la batalla del día siguiente, cuando la muerte los encontrase a todos en esa llanura verde a orillas del río Hidaspo. Diecisiete años era una edad demasiado temprana para morir, pensó con tristeza.

A Brennus lo embargó una extraña sensación de autocomplacencia. Se rumoreaba que no estaban lejos del lugar donde el increíble avance de Alejandro se había detenido. «Este es el fin del mundo», murmuraron esa noche muchos soldados sentados alrededor de las hogueras. Y, aunque fuera posible alzarse con la victoria, ¿quién querría viajar más allá de donde se encontraban?

Sus palabras ignorantes resonaban en las entrañas del galo.

«Un viaje más allá de donde un alóbroge ha llegado nunca. O llegará jamás.»

Tras nueve largos años, los dioses por fin empezaban a revelarle su propósito.

Capítulo 16 El camino a la Galia

Norte de Italia, invierno de 53-52 a. C.

Al percibir su miedo, Secundus se le acercó:

—Dime.

—Son los
fugitivarii
—susurró Fabiola—. Estoy convencida.

—Es su estilo —añadió Secundus con el ceño fruncido—. Recelan de mis hombres. Por eso se acercan sigilosamente como bandidos y los matan cuando los pillan desprevenidos.

—Para igualar el número de hombres.

—¡Exacto! —Secundus inspeccionó los árboles y arbustos de alrededor—. Esos cabrones nos deben de estar siguiendo desde que salimos.

—¿Crees que deberíamos volver? —preguntó Fabiola.

Enojado, Secundus soltó una sonora carcajada:

—A quien haya asesinado a estos hombres le resultará más fácil reclutar hombres en Roma que si continuamos avanzando. Además, los disturbios se han extendido. Ahora mismo, la ciudad no es lugar para ninguno de nosotros.

—Además, las legiones de Pompeyo tardarán semanas en llegar —añadió Fabiola.

Si los rumores que circulaban por la ciudad cuando se marcharon eran ciertos, a estas alturas el cónsul sería el único gobernante durante el resto del año. Inquieto ante esta situación, el Senado finalmente había actuado. Ahora bien, los ejércitos de Pompeyo estaban esparcidos por toda la República; la mayor parte se hallaba en Hispania y Grecia, y el resto, diseminado por Italia.

—Lo que no tenemos es tiempo —afirmó Secundus—. Será mejor que nos pongamos en marcha.

—¡Rápido! —añadió uno de los otros.

Sextus esbozó una sonrisa de asentimiento.

Fabiola no protestó. La prueba fehaciente de lo que podría sucederles si no hacían nada yacía ante ella.

Pese a que la tierra estaba helada, a los veteranos no les costó mucho enterrar a sus compañeros. Fabiola se sorprendió de su eficiencia al observar la rapidez con la que cavaron dos hoyos profundos, sepultaron los cuerpos empapados de sangre y los cubrieron de tierra. También enterraron sus armas. Todo el mundo se congregó alrededor mientras Secundus pronunciaba unas palabras. No hubo tiempo de tallar una lápida de madera. Servius y Antoninus habían desaparecido como si nunca hubieran existido.

Y, sin embargo, pensó Fabiola con tristeza, la mayoría de los esclavos ni siquiera recibían como sepultura esas tumbas tan sencillas. Al igual que la basura de las ciudades y los cadáveres de criminales ejecutados, se desechaban en malolientes fosas abiertas. Tras la batalla, un destino similar esperaba a los soldados muertos del ejército vencido. Como Romulus en Carrhae. O dondequiera que tuviera lugar la batalla que ella había contemplado en su visión.

Abatida, se subió a la litera seguida de una Docilosa de rostro petrificado. Secundus gritó la orden de ponerse en marcha.

Ese día no pasó nada más y Secundus se aseguró de que el grupo llegase a una ciudad antes de caer la noche. Como no quería que ningún desconocido estuviera al corriente de la ruta que iban a seguir hasta la Galia, había tenido como objetivo evitar, en la medida de lo posible, todo contacto humano. El ataque nocturno había cambiado las cosas; ahora la seguridad se encontraba en la cantidad. Secundus los dirigió con premura hasta la mejor posada de la ciudad, una estructura de poca altura con techo de madera y una taberna llena de tipos desagradables y un patio embarrado rodeado de establos. Miradas de curiosidad siguieron a las dos mujeres cuando éstas descendieron con rapidez de la litera y se pusieron las capuchas de las oscuras
lacernae
militares que Secundus les había entregado. Se veían obligadas a esconderse como ladronas.

Después de pedir que llevasen a la habitación de Fabiola y Docilosa una comida frugal, Secundus dejó a dos hombres con Sextus delante de su puerta. El resto y él compartieron la habitación contigua, aunque iban a comprobar con regularidad que las dos mujeres estuvieran bien. Como Docilosa se acostó temprano, tuvo tiempo de hablar a solas con Fabiola. Secundus parecía cada vez más convencido de su derecho a convertirse en una devota de Mitra y había empezado a revelarle detalles fascinantes sobre esta misteriosa religión, incluidas las creencias y los rituales más importantes. Fabiola, ansiosa por pertenecer a un culto que consideraba a los esclavos como iguales, lo asimilaba todo.

Pasaron ocho días más de esta guisa: viajaban sin pausa y dormían mal en una cama incómoda y llena de pulgas. A la mañana del noveno día, Fabiola empezó a plantearse si sus miedos no habrían sido una reacción exagerada. La fuerte tormenta y el asesinato de los centinelas habían hecho que lo viese todo negro. Pero ahora pensaba que quizás esas muertes pudieran achacarse a bandidos, que habían sido un suceso fortuito que no se repetiría. La frontera con la Galia estaba a una semana de marcha y la idea de ver de nuevo a Brutus la inundó de alegría.

Incluso Secundus y Sextus parecían más contentos. Únicamente Docilosa seguía abatida. Ni siquiera la perspectiva de mejor tiempo la alegraba. La escarcha que habían encontrado a lo largo de todos los caminos empezaba a derretirse. Las campanillas de invierno ya asomaban por entre la hierba corta. Cuando los rayos de sol se asomaban por entre las nubes, proporcionaban una nueva calidez. Al fin llegaba la primavera y los pájaros trinaban en los árboles anunciándolo al mundo. Mientras la liteia botaba y crujía, Fabiola no podía evitar sonreír ante la expresión adusta de Docilosa.

Más tarde se arrepentiría de no haber prestado más atención .1 su estado de ánimo.

El momento decisivo llegó por la tarde, poco después de que el camino se adentrase en un valle angosto. Unos árboles altos, cuyas ramas bajas se extendían peligrosamente a la altura de la cabeza, cerraban el sendero que tenían ante ellos. Al adentrarse en el valle, el radiante sol desapareció y sólo se veía por encima un pequeño retazo de cielo. Unas inmensas rocas cubiertas de musgo, restos de un antiguo desprendimiento, se intercalaban entre los troncos retorcidos situados a ambos lados del camino con muy poca separación entre sí. Apenas se veían pájaros u otros animales y un silencio sepulcral invadía el bosque. Se trataba de un lugar muy inhóspito.

Inusitadamente, Sextus había dejado a Fabiola para formar junto a dos hombres más una patrulla de reconocimiento y comprobar el camino. Cuando regresaron, Secundus consultó a los dos hombres y Sextus asentía con la cabeza junto a ellos. Según los tres, no quedaba más remedio que seguir adelante. La ruta alternativa que rodeaba el desfiladero los retrasaría un día o más.

—Mis muchachos no han visto señal de presencia alguna —anunció Secundus—. Y el tramo del camino antes de que se abra de nuevo es corto.

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