Authors: Jorge Molist
La mañana fue continuación de la inolvidable tarde anterior. Un sol que acariciaba la piel incluso bajo el agua, iluminando praderas de verde posidonia sobre arenas blancas en contraste con paredes rocosas que caían casi verticales a profundidades de fondo invisible, con cientos de peces flotando a distintas alturas, en sorprendentes transparencias de creciente azul. Y el gusto a sal en la boca que me recordaba el sabor del primer beso. Era un Mediterráneo amable y cariñoso que me transportaba hacia atrás, a los hermosos días de verano de mi infancia.
Fuera del disfrute del mar, la exploración del tramo desde el extremo este de Tabarca hasta la playa no aportó ningún descubrimiento. Pero la zona suroeste, bajo unas enormes rocas sobre las que se asientan murallas del pueblo, aguardaba una sorpresa. Donde esperábamos hallar la «Cova del llop marí» no encontramos una gruta, sino dos, ambas separadas por una cala. Eran semejantes, aunque una más profunda que la otra. Se entraba nadando y el suelo estaba sumergido en los primeros metros, para elevarse después por encima del nivel del mar ofreciendo un fondo de roca cubierto de piedras en algún tramo. En ambas, se llegaba al poco a una zona donde grandes peñascos cerraban el fondo de la cueva. Íbamos preparados con linternas, pero la exploración de las grutas no ofreció ningún resultado esperanzador.
En los dos días siguientes revisamos a conciencia todas las cuevas, excavando incluso con herramientas los fondos de arena o de piedra menuda por encima de la superficie del mar. Los ánimos sufrieron un progresivo deterioro conforme se perdían las esperanzas de hallar algo, las risas cesaron y poco a poco, junto al desánimo vino la fatiga, el desengaño. Nos resistíamos, pero al fin llegamos a la dolorosa conclusión de que aquello era el fin de nuestra aventura.
De regreso, Oriol quiso parar en Peñíscola, para visitar la base marítima templaria desde donde Arnau d'Estopinyá castigaba al infiel.
—Quizá encontremos alguna pista —argumentó para convencernos.
Lo cierto es que no estábamos para visitas turísticas; teníamos la moral por los suelos. El cuento de tesoros y piratas se había desvanecido con una última vuelta a la isla sin que nada nuevo nos llamara la atención en ninguna de las cuevas, localizadas con anterioridad y que volvimos a explorar al milímetro. Ningún indicio que nos permitiera suponer que Arnau había ocultado su legendario tesoro allí. Tampoco pudimos ubicar ninguna gruta adicional. Fuimos meticulosos, nos detuvimos en cada grieta, removimos piedras, excavamos en la arena. Y nada. Era como cuando de pequeños jugábamos con una de esas grandes y bellas pompas de jabón que van formando un arco iris en su superficie y que de pronto al estallar nos dejaba la cara mojada y expresión de chasco.
—Aquí no encontraremos nada —repuso Luis desanimado—. Regresemos a Barcelona cuanto antes.
Yo estaba de acuerdo, pero otra vez apoyé a Oriol. ¿Tendría él siempre razón o es que yo quería complacerle? La respuesta era obvia.
Recorrimos la parte antigua de la población y su fortaleza. Oriol mostraba una sorprendente energía y buen humor, mientras Luis y yo prácticamente arrastrábamos los pies de puro desánimo. Vimos el castillo del Papa Luna, el cismático, un par de cientos de años posterior a nuestro Arnau y al viejo comendador Pere de Sant Just que rindió su fortaleza, puerto y pueblo a las tropas de Jaume II sin ofrecer resistencia el 12 de diciembre de 1307. Mucho se ha construido desde el tiempo de los templarios, pero aún se pueden identificar elementos arquitectónicos del siglo XIII, las mismas piedras que Arnau d'Estopinyá, si es que existió alguna vez tal personaje, vio.
Después Oriol propuso contemplar el conjunto monumental desde la playa, y Luis malhumorado, y yo cansada, le seguimos. Fue allí en la orilla del mar, viendo la fortaleza en la lejanía, cuando Oriol lo dijo:
—Creo que hemos encontrado la cueva.
—¿¡Queeé!? —respondimos a la vez.
—Que la tenemos —sonreía satisfecho viéndonos las caras.
—¡Pero si no hallamos nada! —exclamé.
—Sí. Sí que encontramos —amplió su sonrisa. Estaba disfrutando.
—¿Encontramos qué? —por el tono agresivo de Luis denotaba su pensamiento: su primo nos estaba gastando una broma.
—Una pista. Una pista importante.
—¿Qué es?
—Piedras.
—Vamos, Oriol —Luis se enfadaba—. Hemos visto millones de piedras. Tengo las manos destrozadas de removerlas.
—Sí, pero pocas de granito o mármol.
—¿Granito o mármol? —repuse intentando obtener más información.
—Piedras redondeadas. Como cantos rodados de tres a cuatro kilos.
—Vimos montañas de piedras redondeadas —repuse.
—Pero tienen que ser de granito o mármol —repitió Oriol.
—No nos fijamos. ¿Vale? —saltó Luis.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—Piedras redondeadas de granito o mármol en una isla donde no existe ese tipo de roca. ¿Os dice algo eso?
—Que no encaja —repuse yo—. Que están fuera de lugar.
—Las habrán traído las corrientes —aventuró Luis.
—¿Tú crees que las corrientes bajan piedras al fondo del mar y las vuelven a subir?
—Quizá.
—No. Esas piedras las trajo el hombre y están taponando la entrada de una cueva sumergida.
Luis y yo nos miramos asombrados.
—Sí, y tienen forma redondeada porque eran proyectiles —continuó Oriol—. Proyectiles de catapulta que también servían para lastrar galeras.
Y se quedó en silencio observándonos.
—¡Cuéntalo todo de una vez! —se impacientó Luis.
—Bien. Escuchad mi teoría. En la parte sur de la isla, del lado este, frente a un acantilado, y sumergidos a medio metro en marea baja, hay un montón de cantos rodados muy parecidos entre ellos. Tienen un tamaño semejante y pertenecen a minerales que no se encuentran en Tabarca. En aquella zona sólo hay rocas metamórficas de un color verduzco oscuro y alguna ocre; de la isla se extrajo ese mineral en el pasado. Me llamó la atención en nuestra primera vuelta y lo verifiqué en las sucesivas. Las piedras a las que yo me refiero las ha traído el hombre. ¿Quién traería esas rocas tan uniformes y de distintas constituciones? Lo lógico es pensar que no se cargaran ex profeso, sino que alguien que las utilizaba habitualmente decidiera desembarazarse de ellas por una necesidad puntual. Llegué a la conclusión de que debió de ser una galera; las usaban de lastre y como proyectiles.
—Explícame lo de los proyectiles —quiso saber Luis.
—Las galeras tenían un equipamiento reglamentado, dependiendo de su tamaño. Los inventarios escritos que nos han llegado son muy estrictos, tantos remos, timones de repuesto, cascos, corazas, lanzas, ballestas, arcos, saetas, máquinas de guerra y... proyectiles para éstas. A finales del siglo XIII las galeras venecianas ya equipaban artillería, pero lo más probable es que
Na Santa Coloma
de Arnau d'Estopinyá aún usara las viejas catapultas. Y éstas lanzaban rocas redondeadas para romper las naves enemigas y jarras con nafta encendida para incendiarlas. Pero no importa, aun si Arnau usaba artillería, en esa época, los cañones disparaban piedras. Elemental.
Si quieres ocultar una cueva que se abre cerca de la superficie del mar en un pequeño sifón, como éste debe de ser el caso, mueves unas rocas grandes para evitar que las piedras más pequeñas rueden hacia el fondo del mar y cubres el resto con los proyectiles que te sirven de lastre en la bodega. Así ocultas la cueva, pero siempre puedes abrirla moviendo esos cantos de tamaño manejable fuera de la entrada. ¿Qué os parece?
—¡Increíble! —exclamé impresionada—. Así que ¿podría aún existir el tesoro?
—Pues sí.
—¿Y cómo has esperado tanto tiempo para contarnos esto? —Luis, aunque su voz indicaba excitación, parecía guardar resentimiento.
—Porque temo a Boix y a sus hombres. He estado atento todo el viaje y no he visto nada ni a nadie raro, pero estoy seguro de que nos vigilaban. Artur Boix no se va a dar por vencido, y pensé que lo mejor sería que creyeran que nos retirábamos desanimados. Me extraña no haber notado nada, pero estoy convencido de que sabe todo lo que hacemos. Incluso temo que tenga micrófonos en el coche, por eso he querido hablar aquí en la playa y os pediré que no tratemos más el asunto, ni en el automóvil ni en casa.
—Pero tarde o temprano tendremos que volver a Tabarca —afirmé.
—Temprano —repuso Oriol—. Llevo un par de días meditando el siguiente paso. Y éste es el plan: mañana continuaremos vida normal, aparentando retomar nuestras actividades cotidianas. Pasado mañana, tú, Cristina, alquilas un coche y vas de turismo a la Costa Brava. Y tú, Luis, sales hacia Madrid en viaje de negocios. Nos aseguraremos de despistar a cualquiera que pudiera seguirnos. Vuestro equipaje debe ser lo más reducido posible, una bolsa de mano o algo así. Yo iré, dando varios rodeos, a Salou, donde un amigo me prestará un barco de cuarenta pies, equipado con una lancha zodiac, y con él me dirigiré a Valencia. Allí recogeré a Cristina en el puerto deportivo. Te sugiero que dejes el coche alquilado aparcado con las llaves escondidas en su interior, cerca de la estación de uno de los pueblos que visites, te apeas en Barcelona, enlazas con el ferrocarril del aeropuerto y allí mismo compras un billete para Valencia, usando la tarjeta de embarque en el último minuto, así nadie sabrá tu destino hasta que sea demasiado tarde para seguirte. A Luis le recogeré en el puerto de Altea. Propongo que utilices la misma táctica que Cristina dos veces, una para el vuelo de Barcelona a Madrid y otra de Madrid a Alicante. Si alguien os sigue, y sólo en caso de emergencia, llamadme al móvil para modificar planes. Si no llamáis es que todo va bien. En el barco habrá equipo de buceo para facilitarnos el trabajo bajo el agua.
—¿No estarás exagerando con tanta precaución? —inquirí.
Oriol se me quedó mirando con sus ojos rasgados azul mar. Era una mirada profunda y sentí que me estremecía. ¿Cómo podía ser ese hombre capaz aún de perturbarme sólo con sus ojos?
—Tú le conoces —él sabía que sí y sólo respondí con un pequeño movimiento de cabeza.
—No. No le conoces —continuó él—. No le conoces de verdad. Es listo, es cruel, es un delincuente, piensa que los Bonaplata tenemos una deuda con su familia y quiere resarcirse. No va a cejar, no se va a dar por vencido.
Las palabras de Artur sobre la deuda de sangre regresaron a mi memoria, pero continué callada.
—Es un tipo peligroso, muy peligroso, y cualquier esfuerzo para mantenerle alejado es poco —continuó Oriol.
Artur Boix, ese hombre peligroso según Oriol, me cortejaba. Y era un galán muy apetecible. Quizá no para mí que estaba comprometida allá, en Nueva York, pero seguro que lo era para casi todas. Y él lo sabía.
Ya lo había notado en encuentros anteriores. Ponía toda su guapura, aire mundano y clase para hacer que sus elogios te llegaran mejor. Con él te sientes como una reina.
Y así estuvo la primera parte del almuerzo al que me invitó justo el día siguiente de nuestro regreso de Tabarca. Como si me esperara. Sin mencionarlo, ambos recordábamos ese beso de despedida que me dio y que yo acepté, con sorpresa, antes de entrar, furtiva y por la puerta de atrás, en la iglesia de Santa Anna.
Debo confesar que para el postre ya sentía una cierta atracción por él. Ese tipo es un seductor profesional. No queda bien decir eso y a esas alturas debía tener muy claros mis afectos, pero desde mi llegada a Barcelona no pude evitar que los acontecimientos me arrastraran, viviendo con toda intensidad la extraña vida que me esperaba aquí, sin tiempo para pensar demasiado.
Yo era una mujer comprometida y formal, sólo que las circunstancias me habían enfrentado a mi primer y, por muchos años, único amor a pesar de la ausencia. Y estar con él me alteraba. No sólo era eso suficientemente complicado, sino que ahora me rondaba ese otro seductor, capaz de tocar todos los resortes de una mujer para despertar su cariño. Y en esos pensamientos estaba cuando Artur tendió su mano en busca de la mía y capturándola la besó. Eso terminó con mi meditación. Cerré los ojos, suspiré y me dije que si mi capacidad para manejar sentimientos había estado desajustada últimamente, bien podía esperar a su reparación unos cuantos días más.
—¿Qué tal la búsqueda del tesoro en Tabarca? —esa pregunta inesperada me alarmó. Mi galán tenía interés pecuniario.
—¿Cómo sabes que estuve en Tabarca?
—Lo sé —sonreía—. Velo por mis negocios. Parte de ese tesoro me pertenece.
—¿Nos has estado vigilando?
Artur se encogió de hombros y me envió una de sus fascinantes sonrisas. Como un niño al que le descubren una pillería de poca monta.
—Entonces ya sabrás que no encontramos ni una miserable pista —mentí.
—Eso parece. Pero me decepciona, yo tenía puestas mis esperanzas en ti.
—¿En mí?
—Sí, claro. Somos socios —volvió a tomar mi mano—. Y podemos ser más, si tú quieres. A mí me corresponden dos tercios del tesoro, como heredero legítimo de las dos tablas que Enric le robó a mi familia. El otro tercio es vuestro, pero ese terco de Oriol jamás ha querido negociar conmigo. Es igual que su padre.
Le observé por si afirmaba eso con mala intención, pero ni en su tono ni en su gesto percibí ironía.
—Lleguemos tú y yo a un acuerdo —dijo—. Estoy dispuesto a cederte parte de lo mío si hacemos equipo. También les daría algo a los otros dos con tal de tener paz.
—Eso está muy bien —repuse—. Pero no hay nada para negociar. No hay tesoro —tomé la decisión de mentirle, Artur me gustaba, pero no quería traicionar a Oriol. Quizá el anticuario tuviera razón, quizá debiéramos llegar a un acuerdo. Tendríamos que hablar de eso.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —me preguntó.
—Aprovecharé para visitar la Costa Brava unos días. Marcho mañana.
—¿Sola?
—Sí.
—Te acompaño.
Volví a observarle. ¿Quería seducirme o sospechaba que ése no era mi verdadero destino?
—No, Artur. Ya te veré a mi regreso.
Al salir del restaurante me invitó a ir a su casa. Confieso que dudé unos segundos antes de negarme. Tenía dos buenas razones. Los otros dos hombres. Pero estaba hecha un lío.
Esa vez la isla apareció por su extremo este. Navegábamos desde el puerto de Altea, donde recogimos a Luis y en cuyas aguas resguardadas habíamos pasado la primera noche. Era un barco grande, con una amplia cama bajo la proa que los primos, galantes, me cedieron. Una cama enorme. Ellos durmieron en la antecámara, una gran sala que contenía la cocina y dos catres. Oriol nos hizo madrugar y con una habilidad que me sorprendió, aun después de saber que tenía título de patrón de yate, hizo todas las maniobras precisas para zarpar y en unos minutos navegábamos hacia el sur.