El anillo (30 page)

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Authors: Jorge Molist

—¡Espera un momento! —le pedí a Luis.

Yo ya había pasado antes por eso y tenía experiencia. Me encerré en el baño y me senté en la taza. ¡Dios mío, estaba ocurriendo de nuevo! El sueño de los degollados. La playa, el mar inquieto, las nubes huyendo en el cielo y los frailes rebanándoles el cuello a aquellos infelices encadenados. ¡Qué terrible! Y Arnau d'Estopinyá lo contaba con toda naturalidad, sin darle demasiada importancia. Respiré hondo tratando de serenar mi espíritu. No podía acostumbrarme a aquello, era imposible. Miré ese anillo, culpable de mis angustias, que brillaba mortecino, en calma. No me sorprendía que a Arnau d'Estopinyá, ya no el del siglo XIV, el que dictó los legajos, sino el moderno, el demente ese que creía ser el otro, se le hubieran revuelto los sesos. Pero no estaría tan loco si fue capaz de desprenderse de esa sortija con cruz de sangre y dársela a Enric a cambio de una pensión. Y a Enric, ¿le había inducido ese anillo perverso al asesinato y al suicidio? Lo miré de nuevo. Allí estaba, impertérrito, con aspecto inocente, era incluso bello, con su estrella de seis puntas brillando en su interior. Recordé entonces las advertencias que Alicia me hizo sobre él, concluyendo que ella estaba en lo cierto: Marte, la violencia y la sangre mandaban en aquel rubí macho.

De regreso Luis preparaba café comentando con Oriol que Arnau se debía de creer misericordioso degollando sólo a sus remeros ya que era creencia común en el islam que los descabezados no podían acceder al paraíso. Debía de sentirse ocurrente porque acto seguido hizo un comentario jocoso con su típico toque impertinente sobre mis visitas al baño. Oriol me sonreía achinando sus ojos rasgados como dando pábulo a las chanzas de su primo.

—¿Aún te duele el dedo? —inquirió señalando mi mano. Y comprendí que su sonrisa no apoyaba a Luis, sino a mí; él sabía del anillo e intuía mis penas.

Luis retomó la lectura y oímos de nuevo la voz de Arnau d'Estopinyá a través de los siglos:

«A mi regreso supe que nuestro maestre, a pesar del peligro, decidió seguir al rey hasta Valencia para continuar intercediendo por la orden. Y allí fue, en nuestro convento de la capital, donde el monarca, a pesar de sus buenas palabras anteriores, le hizo encarcelar el 5 de diciembre. No se detuvo ahí don Jaime; dos días después apresaba a todos los frailes de Burriana, luego tomaba el castillo de Chirivet, que no ofreció resistencia, y fue subiendo dirección norte hacia la fortaleza de Peñíscola. Los engaños del rey aragonés, igual que los del miserable rey de Francia, hicieron que a muchos hermanos se les tomara por sorpresa o sin ganas de resistir. Cuando supe que venían estuve a punto de zarpar de nuevo con mi nave rumbo sur. No era la estación y estaba falto de galeotes, pero Na Santa Coloma, fiel a su nombre, sabía navegar a vela a la perfección, y mi tripulación me era fiel.

Pero esa huida suponía no poder atracar en puerto alguno catalán, valenciano o del reino de Mallorca. Posiblemente en ninguna tierra cristiana. Debería sobrevivir pirateando contra el reino de Granada, Tremercén o Túnez porque jamás lo hubiera hecho como corsario a sueldo de los moros. Y así, esperar que al Temple se le devolviera su libertad y su honra. Pero si el papa Clemente V, como se rumoreaba, apoyaba la acción de los monarcas, de mostrarme rebelde, me castigaría con la excomunión y mi destino y el de mis hombres sería asaltar naves sarracenas hasta encontrar la muerte en combate, decapitados en manos moras o, peor aún, ahorcados en soga cristiana. Pero no temía yo eso, un pirata con mi galera y mi saber hubiera conseguido grandes riquezas y pocos osarían hacerle frente. Me di cuenta de que jamás podía abandonar a mis hermanos en semejante trance.

¿Y qué os puedo contar? Hablé con fray Pere de Sant Just, comendador de Peñíscola, y me dijo que él era ya muy viejo y había decidido rendir la plaza al rey. Entonces le pedí permiso para viajar, junto a los que quisieran seguirme, a la fortaleza de Miravet donde era seguro que fray Ramón Saguardia haría frente a ese rey traidor. Con su bendición, tres sargentos, un caballero y siete seglares, entre marinos y soldados, partimos al galope. A pesar de saber que diez días antes el rey Jaime había dictado orden de prisión para todos nosotros y de incautación de los bienes de la orden, lucíamos nuestros hábitos, festoneados por la cruz roja del Temple, con orgullo, y no escondíamos las armas. Nadie, ni los soldados, ni las milicias locales se atrevieron a detenernos en ninguno de los controles de caminos.

Dos días después, el 12 de diciembre de 1307, con la toma sin resistencia de Peñíscola, fortalezas y encomiendas de sus alrededores, todas las propiedades de nuestra orden en el reino de Valencia habían sido incautadas y todos sus frailes encarcelados.

Como yo esperaba, fray Saguardia rechazó la orden real de entregar el castillo de Miravet y, cuando llegamos, el sitio se había iniciado. Tampoco las milicias de Tortosa y de los pueblos cercanos, que siguiendo instrucciones reales estaban formalizando los últimos detalles del cerco, se atrevieron a detenernos.

Fray Saguardia nos recibió con alegría, me dio un abrazo y se mostró aliviado por mi misión cumplida. Quiso que guardara yo el anillo, dijo que nadie debía saber por qué lo lucía y en aquel momento, a pesar de haber perdido para siempre mi querida nave, me sentí feliz y supe que estaba donde debía. Luchando junto a mis hermanos. Allí se habían refugiado también los comendadores de Zaragoza, Grañena y Gebut y todos nos preparamos para un largo sitio.

A final de año llegó la noticia de que Masdeu, la encomienda de fray Ramón Saguardia, junto con las demás propiedades templarias en el Rosellón, la Cerdaña, Montpellier y Mallorca habían sido confiscadas por el rey Jaime II de Mallorca, tío de nuestro rey Jaime II. No hubo resistencia y, aunque detuvieron a todos los frailes, su régimen era de relativa libertad.

Al iniciarse el año de 1308 ya sólo dos castillos resistían en Cataluña, Miravet y Ascó; en Aragón la fortaleza de Monzón y varios castillos aún aguantaban. Uno de ellos, Libros, fue capaz de soportar el asedio heroicamente durante seis meses con sólo un templario, fray Pere Rovira, ayudado por un grupo de seglares fieles.

El rey envió una carta el 20 de enero conminándonos a cumplir las órdenes del papa y fray Saguardia pidió negociar, pero el monarca no contestó. Luego Jaime II amenazó con la horca, confiscación de bienes y represalias a las familias de los soldados que nos defendían. Fray Berenguer de Sant Just, comendador de Miravet, propuso que se liberara a los soldados de su servicio, pagándoles lo que se les debiera a la fecha; Saguardia estuvo de acuerdo y negoció con los oficiales del rey la salida de esta tropa sin daño ni ofensa a sus personas o bienes. No queríamos que aquellos inocentes y los suyos sufrieran por su fidelidad a nuestra orden. Y triste, me despedí de mis últimos marinos.

Entonces fray Saguardia pidió al rey enviar mensajeros a Roma para defender nuestra causa frente al santo pontífice. Jaime II respondió mandando construir máquinas de asedio y que se empezara a apedrear nuestro castillo. Hizo venir refuerzos de Barcelona y pidió ayuda a su tío el rey de Mallorca.

Y así fue transcurriendo el asedio con intentos infructuosos de negociación, con traiciones, menguando los víveres y creciendo día a día la presión real sobre nosotros. De nada sirvió recordar al monarca los servicios prestados a él y a sus ancestros, reconquistando sus reinos, y que nos mantuviéramos fieles a su padre cuando el papa excomulgó a éste enviando una cruzada en su contra. En octubre logramos que nuestros sitiadores aceptaran la salida, sin daños y con respeto, de los caballeros jóvenes y otros novicios que aún no habían hecho sus votos eclesiásticos. Pudieron regresar libremente con sus familias.

Fray Saguardia desconfiaba del rey pero aún creía en el papa. Nuestra comunidad rezaba y rezaba para que el pontífice viera la luz de nuestra inocencia y nos devolviera su favor. Con el apoyo de Clemente V, aquel bravo templario, se veía capaz de vencer al propio rey de Aragón. Fray Sant Just y los demás comendadores pensaban que el mal venía del propio papa y querían que aceptáramos las condiciones negociadas con el monarca.

Al fin, la opinión mayoritaria se impuso y, muy a pesar suyo, el lugarteniente Saguardia, después de más de un año de resistencia, tuvo que rendir Miravet y Ascó el 12 de diciembre. Por entonces aún resistían Monzón y Chalamera, que aguantaron unos meses más.

En un principio nuestra prisión fue leve, yo estaba recluido junto a otros cuatro frailes: un caballero, un capellán y dos sargentos en la encomienda de Peñíscola que yo solicité como destino de reclusión para poder ver el mar. Na Santa Coloma ya no estaba allí, se la habían llevado a Barcelona.

Dos meses después llegó mi turno para ser interrogado por la Inquisición. Tenían un cuestionario con preguntas tales como si yo había escupido a la cruz, si renegué de Cristo Nuestro Señor, si había besado a mis hermanos en la rabadilla y otros lugares pudendos, si había cometido actos impuros con otros frailes e indecencias parecidas.

¿Qué os puedo contar? A pesar de que ya tenía noticias de tales preguntas no pude evitar indignarme. Yo que había visto morir a mis compañeros en abordajes a naves sarracenas, presenciado cómo los egipcios hundían los muros de Acre; que conocía a cientos de hermanos templarios muertos en defensa de la fe verdadera y que en mi cuerpo tenía las cicatrices que probaban mi sangre derramada por Nuestro Señor Jesucristo; yo tenía que responder a las preguntas inmundas de esos dominicos, esos clérigos que nunca habían visto su propia sangre sino cuando por accidente se herían con los instrumentos usados para atormentar a otros cristianos.

Los frailes que resistimos al rey negociamos con éste el respeto a nuestras personas. Pues bien, ese monarca traidor faltó de nuevo a su palabra, no sólo estábamos más vigilados que los que se entregaron voluntariamente sino que el verano siguiente nos hizo encadenar a todos.

¿Qué os diré? Si no se ha vivido, no se puede saber qué se siente meses y meses cargado de hierros sin poder moverte, con la piel rota por el metal y tus miembros hinchándose. Hay que sufrirlo. Los obispos se reunieron en Tarragona y pidieron al rey que nos liberara de los grillos, pero los inquisidores dominicos demandaron, al contrario, aún más rigor para con nosotros.

Nos llevaron a Tarragona para un nuevo concilio donde los obispos solicitaron de nuevo al rey que relajara el rigor con que se nos trataba, pero al poco llegó una carta del papa pidiendo que se nos aplicara tormento.

Se nos llevó a Lleida y fui sometido al potro una mañana de niebla intensa del mes de noviembre».

Esta vez no interrumpí la lectura de Luis. Desde la vez anterior estaba segura de que la vivencia de la tortura aparecería en el relato de Arnau. Me limité a cerrar los ojos, respirar hondo y, dominando mi azoramiento, escuchar con atención.

«Sabíamos que había que resistir, y no ceder al dolor tal como algunos de nuestros hermanos franceses hicieron»

Luis continuaba con su relato sin darse cuenta de mi agobio.

«Fueron horas interminables donde los verdugos tomaban dos descansos en su jornada de forma que cada fraile recibía tres sesiones de tormento. Los inquisidores me preguntaron las mismas obscenidades de la primera vez, sólo que ahora también estaban allí los oficiales del rey que querían saber dónde habíamos escondido los tesoros que no encontraban. ¡Monarca mentiroso, ladrón y asesino! Ninguno de nosotros confesó haber faltado a la regla, renegado de Cristo Nuestro Señor, haber adorado al "Bracoforte" o fornicado con nuestros hermanos. Tampoco reconocimos haber escondido tesoro alguno. Antes hubiera muerto que permitir que ese rey indigno, ese papa cobarde y cruel y esos inquisidores despreciables se apoderaran de lo nuestro.

Ninguno de los frailes catalán, aragonés o valenciano cedió en su suplicio y todos mantuvimos nuestra inocencia. Algunos murieron después de tales rigores, otros quedaron tullidos, y Jaime II, monarca hipócrita, para congraciarse con los que nos apoyaban, envió entonces médicos y medicinas. Farsante.

Casi un año después nos reagruparon a todos en Barberá y el concilio de Tarragona nos declaró inocentes.

Pero el Temple ya no existía, meses antes Clemente V había promulgado la bula "Vox in excelso" suprimiendo para siempre nuestra orden, que tantas glorias trajo a la cristiandad. Además prohibió, so pena de excomunión, que "nadie se hiciera pasar por templario". ¡Ni templarios podíamos llamarnos!

El rey nos asignó una pensión según nuestro cargo, a mí, como sargento, me correspondían catorce dineros. Debíamos vivir en casas administradas por clérigos que no hubieran sido templarios y mantener nuestros votos de castidad, pobreza y obediencia. Podíamos renunciar al cuarto voto, el de luchar contra el infiel. De hecho no teníamos ya medios con qué hacerlo.

Cinco años hacía desde que pisé las tablas de Na Santa Coloma por última vez y durante todo ese tiempo de terrible penitencia cerraba los ojos y veía las velas hinchadas de mi nave, con su cruz roja en el centro, iluminadas con el sol de la mañana, camino de Almería, Granada, Túnez o Tremacén para abordar o hundir sarracenos. Esa visión me asaltaba rezando maitines, comiendo, paseando, en cualquier momento. Al recuperar la libertad me rondó por la cabeza huir con algunos de los frailes, conseguir una galera y volver a luchar contra el infiel; soñaba con eso y pasaba el tiempo haciendo planes junto a otros hermanos. Alguno jamás antes se había embarcado. Pero todos deseábamos volver a ser útiles, recobrar nuestro decoro. Era la libertad. Pero al fin no hicimos nada. Eran quimeras de viejos. Había superado ya los cuarenta y cinco años y tenía el cuerpo mermado por la tortura y la prisión. Me sentía cobarde y la idea de rezar hasta terminar mis días se hacía cada vez más dulce. Un fraile me enseñó los rudimentos del arte de pintar y mi pensión me daba para madera, estuco, cola y pintura. Pensaba que así, mi humilde y desgarbada obra podía servir mejor al Señor, dibujando a sus santos para que el pueblo les pueda rezar.

Mientras, nos llegaban las noticias de que el papa y el rey Jaime II peleaban, cual buitres, sobre los despojos de nuestro patrimonio. El rey había conseguido que en la bula "Adprovidam Christi" de aquel año, en la que el pontífice otorgaba los bienes de la orden a los frailes hospitalarios, se excluyera expresamente a los reinos hispanos. Y luego obtuvo del papa la creación de la orden de Montesa que le sería fiel a él y que heredaba las propiedades templarias en el reino de Valencia. Al fin aceptó la entrega del resto de bienes de Cataluña y Aragón a los frailes del Hospital pero quedándose él con todo lo que pudo con la excusa de los gastos que le habíamos ocasionado. Se apropió de dinero y joyas, hasta el punto de que en algunas iglesias no se podía celebrar culto por falta de objetos litúrgicos. También pasaron a su peculio las rentas de nuestras propiedades, que él administró durante los diez años de su disputa con el papa, amén de algunos castillos estratégicos. Y al fin, hizo que fueran los frailes de San Juan del Hospital los que pagaran nuestras pensiones hasta que nos muriésemos.

No pudimos usar en público el nombre del Temple, pero ninguno de nosotros se avino a unirse a otra orden.

Casi dos años después de nuestra liberación llegó la noticia de Francia. Ese rey miserable, Felipe llamado el Hermoso, había conducido, a toda prisa, a la hoguera al maestre del Temple, Jacques de Molay, y a dos de sus dignatarios. El viejo recobró al fin su decoro perdido, entre cárcel y torturas, y proclamó la pureza e integridad de la orden, acusando al rey y al papa. Murió entre llamas gritando su inocencia y la nuestra. Dicen que allí, en su suplicio, emplazó al rey francés y al pontífice ante el tribunal de Dios. Y ambos perecieron de forma extraña aquel mismo año.

El rey Jaime vivió mucho más y fue a morir hace un año en el monasterio de Santes Creus, cerca de éste de Poblet. Cuentan que entregó su alma cuando llegaba la noche y se encendían los candiles. En su registro mortuorio dice "Circa horam pulsacionis cimbali latronis". No entiendo bien latín, pero ésa es la hora de la penumbra. La que llaman hora del ladrón.

Y así con la justicia final, la justicia de Dios, termina mi relato. Yo también espero comparecer ante Él dentro de poco y rezo por su piedad. También le suplico que permita que en el futuro la orden del Temple regrese de alguna forma a luchar por la luz, por el bien.

¿Y qué os diré? Al final de mi camino, después de orgullos, soberbias, victorias y derrotas, sufrimientos y pasiones he descubierto que el secreto de lo que guardé se encuentra en Dios. Está escondido en la tierra que los santos pisaron y en la divinidad de la Virgen. Que Dios Nuestro Señor perdone mis pecados y se apiade de mi alma».

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