Authors: Jorge Molist
Los chicos no respondieron. Quizá estuvieran preguntándose lo mismo.
La vimos, desde la proa de la embarcación que hacía el trayecto de Santa Pola a Nueva Tabarca, acercándose. El día estaba claro, el mar en calma y el sol, aún bajo, reverberaba sobre las aguas, de tal forma que la isla parecía encontrarse en medio de un lago de luz. De aquel lado unos escollos precedían a la isla y luego la población aparecía encaramada en murallas y, enseguida, la mole de la iglesia destacando sobre todo lo demás. Sus cuatro ventanales barrocos, situados por encima del tejado de cualquiera de las demás edificaciones, me recordaron las troneras de un bergantín listas para asomar sus cañones. Las gaviotas volaban sobre nuestras cabezas y en las aguas diáfanas vimos flotar una medusa púrpura casi tan grande como un balón de fútbol.
En el barco, no muy lleno a aquella hora, viajaban turistas que iban a pasar el día y en su honor, al llegar al puerto, los marinos echaron pan al agua para que acudieran, a cientos, arremolinándose alrededor de la comida, peces bellos, plateados y voraces.
—No te detengas por los peces —me dijo Oriol—. Nos cansaremos de verlos.
Desembarcamos y encaminándonos al pueblo, cruzamos una puerta abierta en la gruesa muralla de piedra caliza amarillenta y desgastada. Me sentí como cuando de pequeña visitaba la atracción de los piratas en uno de los parques de Florida. En el interior de aquella entrada hay dos hornacinas, una dedicada a la Virgen y otra con varias imágenes santas y flores de plástico. Dejamos las cosas en el hotel y nos apresuramos a dar una vuelta de inspección. La isla no era desconocida para los primos ya que la habían visitado de niños un par de veces con sus familias.
Nueva Tabarca hace honor a su segundo nombre de isla Plana. En realidad son como dos islas, que en total se extienden unos mil trescientos metros, con una llanura central sobre cada una, que se eleva en promedio a siete u ocho metros sobre el nivel del mar. La más pequeña, situada al oeste, es la más elevada y la que rodeada de murallas contiene el pueblo. Los muros están construidos en la mayoría de sus tramos justo encima de los riscos que caen a plomo sobre el mar. En el centro, el istmo, más bajo, aloja una playa al sur, y el puerto al norte, mirando al continente. Allí mis amigos apreciaron cambios: una zona urbanizada con rampas y varios restaurantes encarando la playa. En la otra parte de la isla, la mayor, hay una torre de defensa, de construcción contemporánea del poblado pero de cimientos romanos, un faro, y en el extremo más lejano, el cementerio. También están allí los restos de una antigua granja, pero todo lo que hoy por hoy crece en la zona con cierto éxito, fuera de matojos, son unos chumbares. Acordamos que dada la elevación brusca de la isla desde el mar, y la caprichosa forma que toman las rocas, la existencia de cuevas estaba garantizada.
Nuestra exploración, desde el agua, se inició por la tarde. Nos equipamos con unas simples gafas de buceo, un tubo y unos escarpines, que no dificultan la natación, permiten andar por la orilla y evitan púas de erizos y cortes al apoyar los pies en las rocas sumergidas. Todo igual que cuando éramos niños, sólo que entonces usábamos sandalias de plástico. Nuestro aspecto era semejante al de tantos turistas que acuden a disfrutar del fascinante fondo marino que rodea la isla.
Salimos del pueblo por la puerta que se abre en el muro oeste y nos encontramos con un espolón, casi unido a un islote, llamado de la Cantera, demasiado bajo para esconder cuevas y que decidimos no explorar. Por la tarde, como ocurre en general en esa época del año, se levantó el
lleberig
, viento del suroeste que picó el mar del lado sur. Sin embargo, en el norte de la isla, las aguas continuaban llanas y allí, bajo el lienzo de la muralla, que se elevaba vertical por encima de nuestras cabezas, empezamos a nadar.
Estábamos excitados, de excelente humor, y de cuando en cuando los muchachos competían en velocidad, dejándome atrás. Oriol, más alto y estilizado, ganaba, a pesar de que Luis, que mantenía algo de su robustez, aparentaba ser más musculoso que su primo. En una ocasión, estando ellos distraídos contemplando un banco de salpas, que destellaban sus costados en plata y franjas de oro al sol, salí disparada para una vez tomada distancia burlarme de su lentitud. Me sentía como cuando niña y sólo al verles los cuerpos de hombre plenamente desarrollados percibía el paso del tiempo.
Recorrimos unos trescientos metros en dirección este, hasta llegar al puerto, y anotamos un par de puntos donde las murallas tenían huecos a nivel del mar que quizá fueran antiguas cuevas enterradas y que decidimos revisar con más detalle posteriormente. Separada ya del baluarte descubrimos una pequeña gruta sin muchas posibilidades y, después de inspeccionarla, encontrándonos cerca del puerto, continuamos el trayecto andando hasta detrás de la escollera.
El siguiente tramo empezaba en un islote y una costa accidentada con placas rocosas adentrándose en el mar y un talud de tres o cuatro metros separando la línea de costa de la planicie superior. Un tramo más allá, hallamos un arco sumergido que separa los arrecifes de una gran bañera rocosa, de agua cálida, abierta a la orilla. La isla nos ofrecía allí un hermoso paisaje submarino formado por rocas llenas de vida, anémonas verdes y amarillas, rojas estrellas de mar, erizos, plumeros, corales... que de pronto se abrían en caídas a un fondo profundo en azules, o a extensas praderas de verde posidonia oceánica, también llamadas en la isla equivocadamente algueros, ya que son plantas completas con raíz, tallos, hojas y fruto. Crecen sobre la arena blanca, a poca distancia de la superficie, y allí, entre sus hojas, pacían tranquilos incontables peces. Bandas de obladas, salpas, doradas y sargos plateados. Y también peces verde y multicolores Julias, que a título individual se acercaban en ocasiones a curiosear a través del cristal de mis propias gafas. El mar estaba tranquilo y el sol se filtraba a través de la superficie, difuminando rojos y amarillos a mayor profundidad, pero manteniendo los colores cerca de la superficie, donde nosotros nadábamos. Fue una tarde deliciosa, y aunque no encontramos ningún otro rastro de cuevas, cuando al llegar a la llamada roca de la Tanda, extremo oeste de la isla, decidimos terminar la exploración por aquel día nuestros ánimos continuaban pletóricos.
Antes de la cena trabamos conversación en un bar con un viejo pescador oriundo de la isla, cuyo apellido, Pianelo, evidenciaba la historia del lugar. Nos habló de la «Cova del llop marí», situada, de hecho, a pocos metros de donde nos encontrábamos, por debajo de las defensas del sur de aquel pueblo fortaleza. Nos contó las leyendas de la gruta, lugar donde la última foca monje se refugiaba en el primer tercio del siglo XX; historias de piratas, contrabandistas, pescadores y doncellas secuestradas que se lamentan ululando en las largas noches ventosas de invierno. La cueva, al nivel del mar, se adentra varios metros hacia el interior de la isla y Luis propuso que nos dirigiéramos a ella de inmediato por la mañana. Oriol era partidario de seguir nuestra exploración de forma sistemática, iniciar en la roca de la Tanda, avanzando por la costa sur hacia el oeste hasta encontrar la
cova
cuando llegáramos al recinto amurallado. Me tocó a mí decidir. La propuesta de Oriol ganó.
Recuerdo aquella cena con especial cariño, sentía el cuerpo cansado y dolorido por el esfuerzo, pero comimos y bebimos bien, reímos mucho, a pesar de, o gracias a, las bromas e insinuaciones de carácter sexual que Luis me lanzaba. De nuevo era el gallito del corral, se mostraba divertidamente agresivo, y parecía descontar a Oriol como posible rival a la hora de cortejarme. Parecía tener muy clara la ubicación sexual de su primo. Demasiado clara.
Yo miraba a Oriol, estaba pendiente de sus comentarios, de su reacción a las tonterías de su primo, de su sonrisa que asomaba continuamente ora mirándome a mí o a Luis, de su risa, a veces ruidosa, que lucía bellos dientes. Era cierto que sus gestos se podían interpretar como amanerados en alguna ocasión, pero yo no podía evitar sentir en mi estómago algo muy especial cuando nuestras miradas se encontraban demorándose, sintiendo placer, al explorar los otros ojos.
Decidimos dar un paseo antes de acostarnos y Luis dijo que tenía que subir un momento a su habitación.
Me encontré andando con Oriol hacia la puerta y crucé resuelta el umbral, excusando mi mala conciencia por no esperar a nuestro compañero con un:
—La isla es pequeña, ya nos encontrará.
Anduvimos hasta la muralla norte paseando por callejuelas con muros que ocultaban jardines recónditos de los que huían saltando sus tapias buganvillas y olorosos jazmines, que el alumbrado público mostraba con colores malvas, canelas y blanco sobre verde. Los diegos de noche se abrían en la plazoleta de la iglesia y una palmera recortaba su perfil exótico contra un cielo estrellado. Era una noche cálida de principios de julio y la isla, una vez los turistas la abandonaron en el último de los barcos, se mostraba íntima, local, recoleta.
Cogí a Oriol de la mano mientras mi corazón batía excitado, por mi propio atrevimiento y por el placer de sentir la mía rodeada por la suya, grande, cálida. En silencio, anduvimos hasta la ronda de la cima del muro.
Frente a nosotros, se extendía la bahía, de aguas negras surcadas por alguna barca de pesca y enmarcada por las luces de la costa. Santa Pola al frente, a la derecha el faro coronando el monte, y más lejana la ciudad de Alicante.
Nos sentamos en la balaustrada de la ronda que remata la muralla, a varios metros por encima de donde las olas golpeaban mansas la pared, con rumor continuo y sosegado.
Y después de unos minutos de silencio, en voz baja, él empezó a hablar, de repente, quizá continuando nuestra conversación de la noche de San Juan.
—Aún me duele la muerte de mi padre, su abandono.
—Estoy segura de que no quiso abandonarte. Quizá tuviera él un compromiso de honor —Oriol me miró interrogante—. Quizá una promesa hecha a un amigo —no pensaba contarle esa visión donde supe que su padre estaba decidido a morir para vengar a su amante, al menos no de momento.
—Ya sabes —continué ante su silencio—, el juramento de los templarios, el de la legión sagrada tebana que me contaste...
Recordaba lo que el propio Oriol me dijo. «¿No es bonito querer tanto a alguien como para dar la vida?»
—Aquella historia no ha terminado —me dijo al rato, meditabundo, quizá adivinando mi pensamiento—. Entre nosotros y los Boix aún puede correr sangre.
Me estremecí. Eran las mismas palabras de Artur.
—Fíjate en esta paz, en la belleza del momento —continuó—. La siento como la calma que precede a la tormenta. Artur Boix no renunciará al tesoro. No sé cómo, pero estoy seguro de que nos vigila.
Su mano continuaba rodeando la mía, y al pronunciar esas palabras la sujetó con más fuerza, y de pronto, ante mi silencio, lo dijo:
—La promesa, la de los caballeros templarios. ¿Jurarías conmigo?
Su propuesta me dejó estupefacta y pensativa. Históricamente era un pacto entre personas del mismo sexo. ¿Estaba Oriol insinuando que éste era nuestro caso? No sabía si deseaba contestarle a eso, o al menos no en palabras, y decidí arriesgarme con un beso, lo deseaba. Y con el corazón acelerado empecé a acercar mi boca a la suya, quería sentir otra vez el sabor a mar, a adolescencia.
—¡Así que estabais aquí!
De los cientos de veces que he odiado a Luis ésta sin duda superó a todas. Es ese don para el incordio que es capaz de ejercitar hasta cuando no se lo propone. Allí estaba, en el extremo de la ronda, acercándose a nosotros pero lejos aún para apreciar nuestra situación en la penumbra.
La distancia con Oriol, que se acortaba segundos antes, aumentó de repente y yo le solté la mano. No creía que Luis se hubiera dado cuenta de nada y yo no deseaba darle pie para sus insensatas bromas.
Al retirarnos poco después a nuestras habitaciones, yo sentía aún el calor de la mano de Oriol en la mía y el deseo de ese beso frustrado. Suspiraba por ello apoyada en el alféizar de la ventana que daba al sur, al mar abierto, contemplando luces lejanas de algún buque cuando oí esos golpecitos discretos en mi puerta. El corazón me dio un vuelco.
Me dije que sería Oriol, que él también sentía lo que yo, y que la aparición de su primo le fastidió tanto como a mí. Fui corriendo a la puerta y al abrirla, me encontré de frente a Luis. Sonreía medio guasón, medio seductor.
—¿Te acompaño un rato? —ofreció.
—¡Vete a la mierda! ¡Cretino! —le espeté, cerrando la puerta con toda la intención de darle en las narices. ¿De verdad se habrá creído ese estúpido sus propias bromas?
Indignación, frustración, ansia, no sé cómo expresar lo que sentía en aquel momento, pero la rabia cedió pronto. Estaba alterada, deseaba aquel beso y estaba segura de que unos minutos antes Oriol lo hubiera aceptado encantado. Me lo decía un no sé qué interior. No, no podía quedarme así, con ese fracaso. Miré mis anillos. El de diamante brillaba inocente, puro, recordándome mi obligación con Mike y el de rojo rubí, ahora de pasión, destellaba irónico. Me quité ambas sortijas, las puse sobre la mesilla de noche, y las tapé con rabia con el almohadón. No quería verlas.
Pensé en mi madre y en su asunto con Enric. Al menos ella tuvo el valor de intentarlo. Salió mal, pero no fue su culpa. ¿Sería yo cobarde?
Abrí la puerta y salí al pasillo cautelosa, no había ni rastro de Luis y me detuve frente a la puerta de Oriol con los nudillos levantados para golpearla. Y en esa postura me quedé inmóvil como un pasmarote. ¿Qué le iba a decir? ¿«Te acompaño un rato», tal como su primo me propuso a mí? ¿Me debes un beso? Me di cuenta de que aquello era lo que María del Mar había tratado de evitar los últimos catorce años. De repente me entró miedo. ¿Qué pensaría Oriol? ¿Sería de verdad gay y me rechazaría? O aún peor, ¿me aceptaría como Enric hizo con mi madre? ¿Y Mike?
Me avergüenza confesar que me batí en retirada hacia mi habitación. Pensé en mamá. ¡Se necesitaba valor para hacer aquello! En especial si se siente algo por la otra persona y temes estropearlo todo. Aquella noche lloré mi cobardía sobre la almohada y con los dos anillos encerrados en el cajón de la mesilla de noche.
El día siguiente amaneció brillante y despejado, con mar en calma, y al abrir la ventana los malos humores de la noche huyeron por ella. Decidí disfrutar el día y después de un buen desayuno, pleno de risas, no exentas de miradas cargadas de intención, los tres estábamos pletóricos.