Authors: Jorge Molist
Entendía que a Mike le desagradara que no le diera fecha para mi regreso. Pero pensaba que podría mantenerlo razonablemente bajo control. Y el lunes iba a hablar con mi jefe en el bufete. Pediría excedencia. Quizá no garantizaran el puesto a mi regreso, pero yo tenía una cierta reputación y, a mi edad, el trabajo no sería problema. Eso no me preocupaba.
María del Mar. Ella sí era un problema. Mi madre se negaba a enviarme la tabla y yo sabía que no lo iba a hacer así se hundiera el mundo; en algunas cosas nos parecemos. Tendría que ir yo personalmente a Nueva York en su búsqueda. ¡Diablos! ¡La tabla era mía! No le estaba pidiendo que me dejara nada de su propiedad.
Pero era su actitud lo que me inquietaba. No es que ella sea excesivamente equilibrada en su personalidad, aunque soterradas, sus fuertes emociones se lo impiden, pero hacía mucho tiempo que no la recordaba tan alterada como cuando le dije que me quedaba.
Alicia. Había algo muy personal entre ella y Alicia. ¡Y yo que le había hecho creer que la llamaba desde el hotel! No quería imaginar cómo se pondría cuando se enterara de que me alojaba en casa de la madre de Oriol. Seguro que algo había ocurrido entre ellas, algo que mi madre jamás me contó y que no tenía intención de hacer. Claro, eso era antes, ahora quizá no le quedara más remedio que abrir el cofre de sus secretos. Tenía que encontrar un buen argumento para que me enviara la tabla. Si no, iría a buscarla, por sorpresa, sin darle tiempo a que la escondiera... Dándole vueltas a eso debí de quedarme dormida.
Cuando desperté el sol penetraba, intruso, en pequeños puntos de luz a través de las rendijas de la persiana que la cortina descubría.
Me tomó un tiempo ubicarme, aquello no era mi apartamento en Nueva York, ni el hogar de mis padres en Long Island. ¡Estaba en Barcelona, en casa de Oriol! Era domingo, mi quinto día en la ciudad, aunque me sentía como si llevara en ella mucho más.
Dos pensamientos me asaltaron a la vez: tenía hambre y deseaba ver al chico de los ojos azules.
Mi estómago tuvo que esperar a que tomara una ducha y me arreglara un poco. Después bajé a la cocina con la esperanza de hallar a Oriol pero, en su lugar, me encontré con Alicia.
—Buenos días, cariño —dijo con una sonrisa y dándome dos besos—. Llegasteis tarde ayer, ¿verdad?
Me tenía cogida de las manos y de pronto, como si se tratara de un impulso súbito, su mirada buscó el anillo. Sólo pude devolverle los buenos días; Alicia empezó a hablar de nuevo, ahora mirándome a los ojos:
—Los alquimistas catalogaban el rubí como piedra ardiente, un carbunco. Sí, el mismo nombre que se le da a esa plaga de terrorismo biológico que han puesto de moda en tu país últimamente y al que llamáis ántrax. Carbunco referido a las gemas es una palabra perdida y no la encontrarás en el diccionario con esa acepción —ronroneaba con su voz profunda—. Era usada en el conocimiento oculto, viene de
carbunculus
, que quiere decir carbón ardiendo y se refiere al fuego interno de esa piedra.
Tomó mi mano y acariciándola se acercó los anillos para verlos mejor, poniendo su atención en el del Temple, buscando su refulgencia interior. La piedra parecía fascinarla, encandilaba sus ojos, atraía su mirada como un imán.
—El rubí está dominado por Venus y Marte. El amor y la guerra, la violencia y la pasión. Rojo de sangre. De ese color le viene el nombre. ¿Sabes que los hay machos y hembras?
Yo la miré sin poder evitar mi asombro, aunque empezaba a estar curada de espantos. ¿Piedras con sexo? ¡Vaya una ocurrencia!
—Sí, así lo dice el saber oculto —continuó bajando su voz un poco más, como confiándome un secreto—. Se diferencian por su brillo. El tuyo es macho. Fíjate; su fulgor es interno. ¿Ves la estrella de seis puntas que se desplaza dentro del cristal al girar el anillo?
Afirmé con la cabeza, ya había reparado con anterioridad en ese resplandor profundo, en ese lucero encerrado en la piedra. Pero en ese momento no tenía nada que decir, esa mujer me había cogido por sorpresa, quizá aún con algo de sueño, y me costaba asimilar una información tan inesperada como extraordinaria.
—Los rubíes hembras brillan hacia el exterior, los domina Venus. No el tuyo. El tuyo es color sangre de paloma, es varón, responde a Marte, el dios de la guerra, de la violencia...
Fue entonces cuando sus ojos azules volvieron a la búsqueda de los míos, parecía despertar de un trance. Me soltó la mano con suavidad y una cálida sonrisa llenó su cara.
—Hay tostadas en la cocina para el desayuno. Pero no comáis demasiado; en un par de horas estará el almuerzo —esa mujer camaleónica había cambiado de nuevo, ahora parecía una matrona cariñosa y solícita. Estaba encantadora, nada que ver con las descripciones de bruja en aquelarre que insinuaban Luis y mi madre, esa hechicera que con su cuento alquímico acababa yo de intuir por unos instantes—. También he invitado a comer a Luis. Ahora sal a la terraza, Oriol está desayunando allí.
Me pareció una idea excelente. Lo hice a toda prisa. Temía que el arrebato de Alicia con el anillo se repitiera, causándome más zozobra.
Allí afuera, en una mesa situada en la colorida rosaleda, pletórica en su floración, estaba Oriol, frente a un periódico, sorbiendo café. Al estallido de colores sobre el verde brillante de las hojas se sumaba el sol, prodigándose en manchas brillantes entre las sombras que los árboles proyectaban. Una brisa suave añadía movimiento a la escena y acariciaba mi piel.
Me detuve a contemplarle y me pareció una escena sacada de uno de los cuadros de jardines pintados por Santiago Rusiñol y que colgaban de las paredes de la casona; estaba segura de que alguno de aquellos lienzos reproducía aquel mismo jardín. Llené los pulmones de aire y me di cuenta de que toda la aprensión que el relato alquimista de Alicia me provocó había desaparecido. Me concentré en Oriol, que continuaba leyendo sin percatarse de mi presencia, y me dije que, aunque cambiado, seguía siendo el mismo muchacho del que me enamoré de niña.
—Buenos días —le saludé sonriendo.
—Buenos días.
—Me alegro de que estés aquí —dije para tantearle— y no hayas pasado la noche ocupando alguna propiedad.
Me miró con picardía, invitándome con un gesto a tomar asiento.
Lo hice y empezando a mordisquear una tostada insistí en el tema.
—Me han dicho que cuando no estás dando clases en la universidad te dedicas a ocupar propiedades ajenas.
Me volvió a lanzar esa mirada como diciendo ¿quieres guerra, verdad? Y al fin respondió:
—Propiedades abandonadas —y tomó un sorbo de café—. Hay gente que no tiene hogar y niños pobres que precisan educación y entretenimiento cuando no están en la escuela. Usar una propiedad que a nadie aprovecha, vacía a la espera de que la especulación haga subir el mercado inmobiliario, para ayudar al prójimo es un acto de caridad. No un delito.
—Podrías traerlos aquí; hay mucho espacio que no usáis.
Se echó a reír, estaba encantador. Con tranquilidad extendió mantequilla y mermelada de naranja en su tostada. Arrugó la frente simulando pensar, después empezó a comer moviendo la cabeza con gestos afirmativos, como dándome la razón.
—No es mala idea. Y no lo hago por dos motivos.
—¿Cuáles?
—Primero, porque mi madre me asesinaría —yo reí.
—Y el segundo, porque esto no está desocupado.
—Pero hay espacio para más gente, ¿por qué no alojas a alguien? —le quería acorralar.
—¡Anda, abogadilla! —sus ojos azules se clavaron en los míos con una mirada divertida—. Déjame que sea un poco inconsistente en mis principios. Además, mi mamá ya le está dando cobijo a una pobre chica americana, ¿verdad?
No respondí y sonriendo me concentré en el sabor del café, en el placer de la mañana de sol y en recorrer con la vista los árboles, los rosales en flor, el bien cuidado césped y a admirarlo a él, sin disimulos. Disfrutaba del momento.
—Has crecido, muchachote —le dije—. Ya no tienes granitos y estás muy guapo.
Él rió.
—La costumbre en este país es que sea el hombre quien piropee a la chica y no al revés.
—Bueno, pues hazlo —y levanté la barbilla desafiante—. Pero hazlo con mejor estilo que el de ayer noche, por favor.
Me dije «Cristina, estás coqueteando, cuidado, que es pronto. No te pases». Pero ya estaba en marcha y no me apetecía frenar.
Otra vez su mirada divertida. Se tomó su tiempo con el café, las tostadas y lo demás... me hacía esperar. Me dije que sabía controlar bien las pausas, que no se precipitaba y esquivaba bien los ataques tal como hizo cuando cuestioné sus principios. Hubiera sido un buen abogado.
—Tú también has crecido, marimandona —eso era un golpe bajo, me dije. Con ese apodo no muy halagüeño me distinguía Luis y no estaba bien que él lo hiciera—. Tenías unas tetitas de nada y mira qué hermoso promontorio luces ahora. Si no tienen trampa, claro.
—No tienen trampa —me apresuré a aclarar.
No esperaba ese tipo de respuesta. Él hizo otra pausa, como evaluándome. De no tener una buena opinión de mí misma, estaría muy, pero que muy incómoda. Pensé que lo hacía aposta, que por alguna razón me quería castigar.
—Y tu trasero. ¡Qué bonitas redondeces!
—¿Insinúas que lo tengo gordo?
—No, yo diría que es casi perfecto. Las sillas se deben de poner muy contentas cuando se lo depositas encima.
—¡Qué gracioso! —repuse. Él me miraba divertido, descarado. «No», me dije, «no puede ser homosexual como pretende Luis. Ni el capón que yo me figuraba ayer noche. Pero quién sabe, igual disimula, lo es, y por eso usa ese lenguaje entre soez y cáustico, para desanimarme y mantenerme alejada». Quizá me había mostrado demasiado atrevida.
—Estás muy guapa —concluyó.
—Gracias. Te ha costado decirlo. Aunque no has aprendido demasiado desde ayer noche —y luego de mirarnos con una sonrisa volvimos al desayuno. A pesar de lo poco refinado de los elogios de Oriol y de su agresividad solapada, me sentía feliz y saboreaba el instante. Pero de repente, como en un arrebato, me vino eso que había guardado por tanto tiempo.
—¿Por qué jamás me escribiste? —le reproché de pronto—. ¿Por qué nunca contestaste mis cartas?
Se quedó mirándome serio. Como si no supiera de lo que le estaba hablando.
—Tú y yo nos decíamos novios. ¿No te acuerdas? Quedamos en que nos escribiríamos —notaba que me salía de dentro una decepción, un dolorcillo, un resentimiento antiguo—. Mentiste.
Continuaba mirándome con sus ojos azules abriéndose con asombro.
—No, no es verdad —dijo al fin.
—Sí, ¡sí lo es! —afirmé yo. Estaba indignada. ¡Cómo podía decir eso! ¡Sería desgraciado! Me esforcé para evitar que se me humedecieran los ojos.
—No. No es verdad —repitió.
—¿Cómo puedes negarlo? —hice una pausa para respirar hondo—. Niega que nos besamos en aquella tormenta del último verano en la Costa Brava. Y que luego volvimos a hacerlo a escondidas. Aquí mismo, en este jardín; bajo aquel árbol —y me callé. Estaba furiosa y triste. Oriol pretendía robarme el mejor de mis recuerdos de la adolescencia. Estuve a punto de decirle: «Si eres gay y te arrepientes de aquello, dímelo ya. Pero no me mientas». Me sentía muy dolida. Ese sinvergüenza no había contestado mis cartas y ahora se hacía el ignorante—. Niégalo si tienes tripas para hacerlo —insistí. Por un instante iba a decir cojones en lugar de tripas, pero al final me pude controlar y usé lo más cercano que me vino a la cabeza. La traducción en versión suave de la expresión americana.
—Claro que me acuerdo. Nos besábamos y éramos novios. O al menos eso decíamos. Y prometimos escribirnos —estaba serio—. Pero yo no recibí carta alguna tuya y las que yo te envié jamás encontraron respuesta.
Me quedé mirándolo boquiabierta.
—¿Me escribiste?
Pero en aquel momento apareció Luis, sonriente, y le odié por interrumpir. Cuando alguien tiene la habilidad de fastidiar la usa hasta sin saberlo.
Empezó a charlotear y yo me quedé dudando si Oriol me mentía al decir que escribió.
En la comida hablamos sin recatos sobre el testamento, sobre el tesoro, Alicia nos alentaba a ello. Parecía tan entusiasmada o más que nosotros. Quedó claro desde el primer momento que sería difícil excluirla. No me había dado cuenta, al aceptar su invitación, de que éste era el precio a pagar... O al menos parte de él. Y nosotros estábamos demasiado excitados para callarnos o hablar de otra cosa. Tampoco se moderó Luis, a pesar de las advertencias sobre la madre de Oriol que él mismo me había hecho. Me dio la impresión de que Alicia lo tenía todo planeado. Que sabía lo del tesoro antes que nosotros, que conocía cosas que aún ignorábamos. No hablaba demasiado, escuchaba para formular la pregunta pertinente y después ponderar la respuesta observándonos con atención. El recuerdo de su trance contemplando mi anillo, de sus referencias alquímicas me inquietaba. ¿Qué era lo que esa mujer sabía y callaba?
No recordaba la avenida de la catedral así de ancha, ni aquel espacio entre edificios tan amplio y despejado. Las imágenes que yo retenía eran de cuando acudíamos a la feria de Navidad para comprar lo necesario para el belén y el árbol. Hacía frío y vestíamos abrigos, la noche caía rápida y todos los puestecillos estaban repletos de luz, algunos con sartas de bombillitas de colores que se iluminaban en intermitencia. Siempre sonaban de fondo lo de
Al vinticinq de decembre, fum, fum, fum
, y otras
nadalas
cantadas por voces eternamente infantiles. Era un mundo de ilusión, de historia sagrada convertida en cuento de niños, de figuritas de barro cocido, musgo y corcho. Días mágicos que precedían a la noche donde El Tió
cagaba
golosinas y Papá Noel y los Reyes Magos competían en traer los mejores juguetes. Los olores a musgo húmedo, abeto, eucalipto y muérdago colmaban nuestro olfato. El recuerdo de aquellos paisajes de diminutos pastores con sus rebaños, ángeles,
caganés
, casas, montes, ríos, árboles, puentes... todo pequeño e inocente, es algo extraordinario que aún conservo como uno de los tesoros de mi infancia. Y Enric. Enric disfrutaba de aquello como uno más de nosotros y la mayor parte de mis memorias de aquellas visitas legendarias a la feria era con él. Siempre se ofrecía voluntario a llevarnos. Su tienda estaba muy cercana a la catedral y no aceptaba excusas; así que íbamos él, mi madre, la de Luis y nosotros tres, y después nos invitaba a merendar una taza de chocolate en una de las granjas de la calle Petrichol.