El anillo (16 page)

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Authors: Jorge Molist

Pausado, el viejo recogió el legajo de papeles y dándomelo dijo:

—La próxima vez vaya usted con más cuidado —su voz era ronca y clavó sus ojos en los míos.

Dio media vuelta y, sin interesarse por Luis, se fue.

—¡Ese individuo hubiera matado sin preocuparse lo más mínimo! —exclamó Luis moviendo en el aire su mano vendada. Estábamos en su apartamento de Pedralbes y el legajo descansaba encima de una mesilla de centro, rodeada de almohadones sobre los que reposábamos los tres.

—Tuvieron suerte esos tipos de poder huir —intervine yo—. Ese viejo no mostraba emoción, no había piedad en él.

—Pero acudió en vuestra ayuda —dijo Oriol—. ¿Cómo explicáis su protección si tan malo parece?

Sonreía levemente y sus ojos azul profundo, tan distintos a los del viejo de la mañana, brillaban con una luz divertida. No parecía que nuestro relato excitado le hubiera causado una gran impresión. ¡Dios! ¡Qué guapo estaba!

—No sé —repuse—. No entiendo qué ocurre. Alguien ha querido robarnos esa carpeta, cuyo contenido ignoramos, pero que se supone relacionada con un fabuloso tesoro. Entonces aparece ese hombre siniestro, que me viene siguiendo desde que llegué a Barcelona, y nos libra de los bandidos. Esos tipos sabían lo que buscaban, no pretendían robar dinero ni joyas. Ni se preocuparon de mi bolso. Iban por lo que contiene el legajo. ¡Saben del tesoro!

—¿Y qué pinta ese hombre en esta historia? —intervino Oriol—. ¿Es posible que te siguiera para protegerte?

—No lo sé —tuve que reconocer—. Hay demasiados misterios, me da la impresión de que todos sabéis más de lo que ocurre que yo. Y que calláis cosas —miré a ambos.

Oriol, dirigiéndose a su primo, sonrió:

—Qué me dices, Luis. ¿Nos ocultas cosas que debiéramos saber?

—No. No creo, primito. ¿Y tú? ¿Qué nos ocultas tú?

—Nada importante —repuso Oriol ampliando su sonrisa—. Pero no os preocupéis, si hay algo que me venga en mente y que considere relevante os lo contaré a su tiempo.

Esa ambigüedad me indignó.

—¡Estás diciendo que sí y que no a la vez! —exclamé—. ¡Si sabes algo dilo! ¡Hoy han estado a punto de matarnos, maldita sea!

Oriol me miró.

—Claro que sé más que tú —dijo serio—. Y Luis sabe más que tú. Todos sabemos más que tú. Has estado catorce años lejos, ¿recuerdas? En todo este tiempo han ocurrido muchas cosas. Ya te irás enterando poco a poco.

—Pero por ahí fuera hay gente dando cuchilladas —repuse señalando la mano vendada de Luis—. Hay preguntas que no tienen espera. ¿Quién es esa gente?

—No lo sé —y se encogió de hombros—. Pero sospecho que podrían ser los mismos con los que se enfrentó mi padre cuando buscaba ese tesoro templario. ¿Qué opinas tú, Luis?

—Sí, podrían ser ellos, y que sigan aún sobre la pista del tesoro. Pero tampoco tengo la certeza.

Recordé el asalto a mi apartamento y me di cuenta de que teníamos adversarios y que nos seguían muy de cerca. Pero el viejo no era de los suyos.

—¿Y el loco? —inquirí—. ¿Y ese hombre de pelo y barba blancos?

Luis movió su cabeza negando.

—Ni idea —dijo.

Oriol se encogió de hombros mostrando ignorancia.

—Bueno. Ya vale de charla —dijo Luis impaciente—. ¿Abrimos ese legajo o qué?

En la cubierta acartonada de la carpeta se podía leer con cierta dificultad «Arnau d'Estopinyá» y estaba atada por cintas de un rojo desvaído que a su vez se sujetaban mediante varios sellos de lacre. De inmediato reconocí en ellos la cruz patada del Temple, la misma y en el mismo tamaño que la de mi anillo. Luis fue a por unas tijeras y con mucho cuidado procedió a cortar sólo las cintas imprescindibles para poder extraer los documentos del interior de la carpeta. Eran unas hojas amarillentas escritas con letra irregular y con tinta azulina. Estaban numeradas y Luis procedió a la lectura de la primera de ellas.

Veintidós

«Yo, Arnau d'Estopinyá, fraile sargento de la orden del Temple, sintiendo que mis fuerzas se agotan y que estoy próximo a entregar mi alma al Señor, relato mis hechos en el monasterio de Poblet en enero del año del Señor de mil trescientos veintiocho.

Ni las torturas de los inquisidores dominicos, ni las amenazas de los agentes del rey de Aragón, ni demás violencias y daños que me causaron los codiciosos y miserables que sospechaban lo que yo sabía, pudieron arrancarme el secreto que la muerte quiere llevarse conmigo.

He cumplido hasta hoy la promesa que hice al buen maestre del Temple de los reinos de Aragón, Valencia y Mallorca, fraile Jimeno de Lenda, y a su lugarteniente fray Ramón Saguardia. Pero si al morir mi secreto muere conmigo mi promesa quedará incumplida. Es por esa inquietud y no por contar los avatares de mi vida que he pedido a fraile Joan Amanuense que recoja, bajo solemne promesa de silencio, en letra, mi historia»

—de pronto Luis interrumpió su lectura, pero su vista continuaba escrutando el papel.

—¡Esto es falso! —dijo al rato mirándonos con expresión alarmada—. Se lee con demasiada facilidad para ser un texto medieval. ¿Qué opinas, Oriol?

Su primo, tomando una de las hojas, la observó en silencio. Luego sentenció:

—Este escrito no es anterior al siglo XIX.

—¿Cómo lo sabes? —inquirí decepcionada.

—Está en catalán antiguo, pero no es del siglo XIII ni mucho menos, las palabras son relativamente modernas. Además está escrito en un tipo de papel que no puede tener más de doscientos años y las letras se trazaron con una plumilla de metal bastante elaborado.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Porque soy historiador y estoy harto de leer documentos añejos —sonreía—. ¿Te sirve?

—Sí —repuse descorazonada—. Y no sé por qué te ríes. ¡Vaya decepción!

—No me río, pero tampoco me alarmo demasiado; leer transcripciones de textos más antiguos es algo corriente en mi trabajo. Que el documento no sea el original no obliga a que el relato sea falso. Hace falta avanzar más antes de sacar conclusiones. Y también están los sellos de lacre con la cruz templaria que protegía el legajo.

—¿Qué les pasa? —preguntó Luis.

—La impresión es idéntica a la que dejaría un sello que encontré entre las cosas de mi padre.

—¿Insinúas que él falsificó los legajos? —quise aclarar.

—No. Puede ser un documento antiguo de verdad, pero no más viejo de dos siglos, aunque estoy seguro de que él lo decoró para hacerlo más solemne.

—Creo que otra vez estamos jugando a su juego —afirmó Luis—. Como cuando éramos pequeños.

—Entonces, ¿se trata todo de una broma póstuma?

—No. Yo creo que va muy en serio —repuso Oriol—. Sé que él buscaba el tesoro con todo convencimiento.

—¿Pero hay tesoro? —insistí.

—Seguramente. O al menos lo había. Pero ¿quién sabe? Quizá alguien se nos haya adelantado. Os acordáis de cuando perseguíamos los tesoros que él escondía. ¿verdad?

Afirmamos con la cabeza.

—Ocultaba monedas de chocolate cubiertas de papel metálico que simulaban oro y plata. ¿En qué momento gozabais más? ¿Al buscar el tesoro o comiendo las golosinas?

—En la búsqueda —dije yo.

—Pero ahora es distinto —afirmó Luis—. Ya no somos niños y hay mucho dinero en juego.

—Yo creo que es la búsqueda —dijo Oriol—. Mi padre lo dejó claro en su testamento: hay tesoro, pero la verdadera herencia es la aventura de encontrarlo. Él adoraba la ópera y la música clásica. ¿Pero sabéis qué fue lo último que oyó? Fue Jacques Brel y en concreto
Le moribond
una canción de despedida de alguien que agoniza amando la vida. Pero antes fue
Viatge a Itaca
de Lluís Llach, inspirada en un poema del griego Constantin Kavafis; se refiere a la Odisea, el relato de las aventuras de Ulises buscando el camino de regreso a su patria, Ítaca. Enric creía que la vida transcurría viajando hacia Ítaca, la Ítaca de cada uno; que la vida está en el camino, no en la llegada. El último puerto es la muerte. Y aquella tarde de primavera de hace trece años la nave de Enric arribó por última vez a su Ítaca.

Nos dejó en un silencio pensativo, tristón.

—Queridos míos —añadió Oriol después de un momento de reflexión—, no hemos heredado un tesoro. Hemos heredado una búsqueda. Como el juego de cuando éramos niños.

—¿Qué hago? —inquirió Luis al rato—. ¿Continúo leyendo? —pensé que a él la búsqueda le tenía sin cuidado; quería el tesoro.

«Nací tierra adentro, pero mi destino ha sido el de marino»

—continuó Luis—.

«No soy noble, pero mi padre era hombre libre y buen cristiano. No fui nombrado caballero, a pesar de mis méritos, porque aun dentro del Temple y de la humildad obligada por nuestros votos, se mantenía el rango de nacimiento.

A mis diez años, hubo sequía y hambruna en las tierras de mi padre y éste me envió a un hermano suyo mercader en Barcelona.

¿Y qué os puedo decir? Al ver el mar quedé fascinado, más incluso que al contemplar la gran muchedumbre que poblaba de continuo las calles de aquella enorme ciudad en parloteo y algarabía constantes. El comercio marítimo con Perpiñán y los nuevos reinos conquistados a los sarracenos por el rey don Jaime I en Mallorca, Valencia y Murcia era continuo y barcos y mercaderes catalanes recorrían todo el Mediterráneo hasta Túnez, Sicilia, Egipto, Constantinopla y Tierra Santa.

Pero yo soñaba con la gloria de las armas y con el servicio a la cristiandad, y más me gustaban las naves que el comercio. Deseaba cruzar el mar y arribar a las extrañas ciudades de Oriente y cuando mi tío me enviaba al puerto con recados, me quedaba embobado viendo los barcos y hacía lo posible para conseguir que algún marino me contara cómo le había ido en su último viaje, o cómo se manejaba alguno de los extraños artefactos de a bordo.

Los muelles eran un mundo muy distinto al de tierra adentro, de donde yo venía; era exótico, fascinante. Había ricos mercaderes de Génova y Venecia con ropajes lujosos y llenos de joyas, veías a normandos muy rubios y altos llegados de Sicilia, a caballeros catalanes y aragoneses con corceles, armas, criados, y mesnadas embarcándose para guerras de ultramar, almogávares vestidos con pieles, de aspecto rudo y fiero que hoy partían a luchar a favor de nuestro señor el rey don Pedro III contra los sarracenos rebeldes de Montesa y mañana se embarcaban para pelear en el norte de África a sueldo del rey de Tremancén. Había también gentes negras llegadas del sur, estibadores de ribera cargando fardos y esclavos moriscos cubiertos de harapos. Se hablaban lenguas extrañas y por la noche, alrededor de las fogatas y en los hostales, oía canciones nuevas e historias asombrosas de guerras y amores. La actividad era frenética y los carpinteros, ya en las atarazanas o en la ribera del mar, no dejaban de serrar, martillar y calafatear. Construían la flota que estaba destinada a dominar el Mediterráneo. ¡Cómo añoro aquel tiempo! Mi nariz guarda aún el recuerdo de los olores a pino, brea, sudor y a sardinas asadas a la hora de comer.

Pero eran los frailes de la Milicia quienes tenían fascinado a aquel niño. Jamás frecuentaban las tabernas y la gente les abría paso con respeto. Entre todos ellos destacaban los del Temple, muy por encima de los de San Juan del Hospital. Siempre austeros, pelo corto, bien alimentados y vestidos. Sus túnicas parecían cosidas a medida, nada de andrajos como los franciscanos, ni ropa que parecía robada a otros como la de los soldados del rey. Los frailes templarios, aunque ricos, nunca se permitían lujos como los que disfrutaban otros eclesiásticos y su regla era muy estricta. Los mayores buques del puerto eran suyos y su maestre provincial lo era para los reinos de nuestro rey don Pedro y el de su hermano el rey Jaime II de Mallorca, que le rendía vasallaje.

Yo trataba siempre de conversar con ellos, y hablando con unos y otros, me conmovió su fe, su firmeza y su absoluta seguridad en el triunfo final del cristianismo sobre sus enemigos. Tenían respuesta para todo y estaban dispuestos a ofrecer su vida en combate en cualquier momento. También me enteré de que los caballeros del Temple preferían luchar sobre sus corceles y raramente mandaban en las naves. Éste era trabajo para frailes de procedencia más humilde. Como la mía.

Justo al cumplir los quince años obtuve el permiso de mi padre para ingresar en la orden. Quería capitanear un barco de guerra y luchar contra turcos y sarracenos, ver Constantinopla, Jerusalén, Tierra Santa. Los muchachos nobles podían tomar sus votos a los trece, pero yo no aportaba donación, sólo mi fe, mi entusiasmo y mis manos.

Mis amigos templarios de los muelles intercedieron por mí frente al comendador de Barcelona y éste accedió a verme, pero a pesar de mi entusiasmo, el viejo fraile me dijo que rezara mucho y perseverara. Me hizo esperar un año para poner a prueba mi fe.

Aquel fue un año muy intenso. Yo continuaba ayudando a mi tío, y sus negocios, con los preparativos de guerra, iban en aumento. Fue cuando la escuadra aragonesa, con nuestro rey Pedro el Grande al frente, salió a la conquista de Túnez. ¡Aquél sí fue un gran rey! Dios lo tendrá en su gloria.

A los muchachos de mi edad nos encantaba ver embarcar las tropas, a los caballeros y a sus corceles. Vimos al rey, a Roger de Lauria, el almirante de la flota, a condes y nobles. Era un espectáculo y no nos cansábamos de gritar vivas por las calles y de seguir las comitivas hasta el puerto.

También el Temple envió algunos buques y tropa a apoyar el esfuerzo del monarca, pero por compromiso y sin entusiasmo. Me dijeron que aquello disgustaba a fray Pere de Montcada, nuestro maestre provincial entonces. El Santo Padre, que era francés, había reservado aquellos reinos del norte de África para Carlos de Anjou, rey de Sicilia, hermano del rey de Francia.

Así que cuando el rey don Pedro, ya fortificado en Túnez para iniciar la conquista, le pidió apoyo al papa Martín IV, éste se lo negó. Y estando allí en el norte de África dudando si continuaba la guerra en contra de los deseos del pontífice, le fue a buscar una embajada de sicilianos que se habían levantado contra Carlos de Anjou a causa de los atropellos que sufrían por parte de los franceses. Nuestro monarca, molesto por la actitud del papa, que demostraba ser aliado galo, desembarcó en Sicilia, echó a los franceses y allí le coronaron rey. Esto enfadó tanto a Martín IV que terminó excomulgándolo.

Con eso pasó el año y al fin fui admitido, sólo como grumete seglar, en la nave de fray Berenguer d'Alió, sargento capitán. Aquel año el almirante Roger de Lauria vencía a la escuadra francesa de Carlos de Anjou en Malta y al año siguiente los derrotó de nuevo en Nápoles.

El papa, indignado con nuestro rey porque continuaba vapuleando a sus protegidos, llamó a una cruzada en su contra, ofreciendo los reinos de don Pedro a cualquier príncipe cristiano que pudiera reclamarlos. Naturalmente el candidato elegido fue Carlos de Valois, hijo del rey de Francia y de Isabel de Aragón. Los ejércitos galos cruzaron los Pirineos y pusieron sitio a Girona. Los templarios catalanes y aragoneses, a pesar de deber obediencia directa al papa, a través de nuestro gran maestre, buscamos excusas para no intervenir y así de forma encubierta apoyamos a nuestro rey.

La llegada de la escuadra del Almirante fue el inicio del fin de esa ignominiosa cruzada. Roger de Lauria no sólo destrozó a la flota francesa en el golfo de León, sino que las tropas almogávares que transportaba se lanzaron sobre el enemigo en tierra con tal ferocidad que éste tuvo que huir, sufriendo grandes pérdidas. Dios no quería al francés en Cataluña ni tampoco a aquel papa equivocado.

Yo tenía dieciocho años, era ya era un buen marino y el almirante catalano-aragonés, mi héroe. Mi sueño era capitanear una galera y participar en grandes batallas como las de Roger de Lauria.

¿Y qué os puedo decir? Después de las buenas noticias llegaron las malas. Dos años más tarde caía Trípoli en manos de los sarracenos, muriendo en su defensa ilustres caballeros templarios catalanes, entre los que se encontraban dos de los Montcada y los hijos del conde de Ampurias. Era el presagio de la desgracia que venía. Fue en aquel año trágico, al fin, cuando profesé mis votos y me convertí en fraile templario.

El siguiente gran desastre fue San Juan de Arce. Yo tenía ya veinticuatro años y era el segundo de a bordo de Na Santa Coloma, una hermosa galera de las llamadas "bastardas", de veintinueve bancos de remeros y dos mástiles; la más rápida de la flota templaria catalana. Continuaba a las órdenes de fraile Berenguer d'Alió. Nuestra misión era proteger las naves del Temple de las coronas de Aragón, Valencia y Mallorca, pero a pesar de haber participado en un buen número de escaramuzas y abordajes a berberiscos jamás había visto algo como lo de Arce.

Nunca antes Na Santa Coloma había ido más lejos de Sicilia, y yo estaba entusiasmado. ¡Al fin vería Tierra Santa! Los templarios de los reinos ibéricos teníamos nuestra cruzada en casa y por eso pocas veces luchábamos en Oriente. Pero la situación era desesperada; el sultán de Egipto, Al-Ashraf Khalil, estaba arrojando a los cristianos al mar, después de más de ciento cincuenta años de presencia en Oriente. Arce estaba sitiada, pero por suerte nuestra flota dominaba las aguas, única entrada y salida posible de la ciudad. A nuestro arribo la situación era crítica y enviamos a un grupo de ballesteros para proteger los muros en zonas de control templario.

La ciudad estaba cubierta por el humo de los fuegos que en techos y paredes provocaba la lluvia de vasijas de nafta encendida que cien catapultas lanzaban continuamente. Olía a carne quemada. Las llamas parecían prender hasta en la piedra y no había suficientes brazos para acarrear agua y apagar incendios.

De cuando en cuando retumbaba el impacto de rocas de varias toneladas lanzadas por dos artilugios gigantes que el sultán había mandado construir. Cualquier muro, casa o torre se hundía, entre nubes de polvo, ante tales golpes.

Todo predecía un final trágico y aceptamos embarcar a algunas mujeres, niños y varones cristianos impedidos de luchar en las murallas para llevarlos a Chipre. Pero había que reservar espacio. Yo tenía orden de salvar primero a nuestros hermanos templarios, después a los frailes del Santo Sepulcro, del Hospital y teutones y luego a caballeros y damas significados. Y finalmente a cualquier cristiano. Un día, escuchamos un ruido profundo, como un terremoto, mientras una de las más altas torres y parte de la muralla, minadas por los musulmanes, y batidas continuamente por proyectiles, se hundían. Una neblina de polvo y humo cubría el sol. Después oímos los aullidos de los mamelucos que asaltaban la ciudad y los gritos de la gente huyendo por las calles. Unos buscaron una última nave en el puerto, otros intentaban refugiarse en nuestra fortaleza que, situada dentro de la ciudad pero rodeada de murallas, daba al mar con embarcadero propio. Pero los recursos y el espacio eran limitados y tuvimos que dejar muchos fuera. Rompía el corazón ahuyentar a cristianos, mujeres, niños y viejos a tajo de espada, dejándolos en manos de aquellos infieles sedientos de sangre, sabiendo que no encontrarían refugio en ningún otro lugar de la ciudad en caos...»

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