Authors: Jorge Molist
En su gabinete del último piso, Alicia hizo servir la cena. El cielo aún mostraba, en unas nubecillas rosa que flotaban sobre el mar, los reflejos de un sol ya oculto, mientras que abajo dominaba el crepúsculo, y las luces la ciudad se iban encendiendo a nuestros pies. Había tenido tiempo de supervisar que mis pertenencias, llegadas con asombrosa velocidad, estuvieran dispuestas a mi gusto en mi habitación y de recorrer aquel querido jardín.
Pero para mi desilusión, él no apareció.
La única referencia que Alicia hizo de su hijo fue al señalar «ésta es la habitación de Oriol», estaba al lado de la mía, pero no me la mostró, como si él la tuviera cerrada con llave. Yo contuve mis preguntas pero, en el fondo, esperaba encontrármelo en las escaleras o en un recodo del jardín. Pensé que no debía de estar en la casa.
Hablamos de mis padres, de lo distinto de la vida en Nueva York y de pronto se fijó en mi mano.
—¿Es eso un anillo de prometida?
—Sí.
—Tiene que ser un gran muchacho —dijo sonriendo.
—Sí, sí lo es. Trabaja en bolsa.
—Esa gente de Wall Street está acostumbrada a quedarse con lo mejor —había un brillo pícaro en sus ojos azules.
Yo sonreí sin responder y fue cuando ella, de pronto, soltó eso de:
—Así que fuiste tú la heredera del anillo de Enric —y yo esperé a recuperarme de mi sobresalto antes de responder:
—Me llegó por sorpresa en mi último cumpleaños, unos meses antes de recibir la carta del notario citándome para mañana.
—Tu padrino te quería mucho —dijo lentamente. Su mirada se tornó triste, como si sintiera celos—. Te adoraba —enfatizó.
—Siempre fue muy cariñoso conmigo —repuse—. Era como si fuera mi tío.
—Y también quiso mucho a tu madre. Mucho.
No supe qué contestarle a eso. No me gustaba que metiera a mi madre en la conversación. ¿Pretendía insinuar algo?
—Debía de haberlo supuesto —continuó. Hablaba como pensando, como rumiando una ofensa antigua—. El anillo. No fue para mí. Ni lo guardó para su hijo. Te lo hizo enviar a ti como regalo de cumpleaños...
Esa mujer me estaba haciendo sentir culpable por lucir el aro del rubí, era incómodo y me hubiera gustado encontrarme en mi hotel. Sola. O incluso cenando con Luis. Ahora echaba en falta a aquel pesado divertido. Pero como si Alicia leyera mi pensamiento, su ancha cara felina se iluminó con una sonrisa cordial.
—Pero ¡me alegra tanto que lo tengas tú!, cariño —pasó la mano por un espacio de la mesa libre de vajilla y acarició la mía—. ¿Me lo dejas ver?
Yo me saqué el anillo y se lo tendí. Ella lo tomó en sus manos, con respeto, y lo miró a trasluz.
—Es bello —dijo—. Es una obra maestra de la orfebrería de su tiempo, del siglo XIII. ¡Fíjate! —se levantó para apagar la luz eléctrica y acercando el anillo a la llama de una de las velas de la mesa la proyectó sobre el mantel. Allí estaba la cruz roja, difuminada por la distancia, palpitando conforme al movimiento de la llama. Inquietante, misteriosa—. ¿No es fabuloso?
—Sí lo es —repuse—. Es increíble la forma en que fueron capaces de engarzar el rubí, con su base labrada de marfil, en el anillo de oro.
—¿Marfil? ¿Qué marfil?
—Pues... el del anillo, la base que sujeta la piedra y permite ver la cruz roja gracias a los bordes blancos. De marfil... Alicia soltó una risita.
—No es marfil, cariño.
—¿Qué es?
—Es hueso.
—¿Hueso?
—Sí. Hueso humano.
—¿Qué?
Volvió a reír.
—No te asustes. La pieza blanca tallada en la base del anillo es parte de un hueso humano.
Miré la sortija con aprensión. No me hacía ninguna gracia llevar en mi dedo un trozo de cadáver. Pensé que quizá esa mujer me estuviera tomando el pelo, riéndose de una crédula turista americana contándole historias viejas de fantasmas.
—Es una reliquia —añadió—. ¿Has oído hablar de reliquias?
—Bueno, algo he oído, pero yo nunca...
—Hoy en día han perdido popularidad. Pero fueron de una importancia capital en la Edad Media y prácticamente hasta hace pocos años. Son restos mortales de santos. Antes se montaban incluso en espadas y se construían fabulosas piezas de orfebrería para mejor guardar esos santos despojos. Aún hoy se veneran reliquias en muchas iglesias. No sabemos a qué santo pertenecía la reliquia del anillo. Quizá fuera de un héroe templario que murió mártir defendiendo la fe.
—¿Templario?
—¿Tampoco has oído hablar de los templarios? —Alicia abrió sus ojos como asombrada. En ellos se reflejaba la luz de las velas de la mesa y le daba un aspecto misterioso, de hechicera.
—Bueno yo... algo he oído —pensé que con ella no podría hacerme la lista como con Luis y que sería mejor escuchar lo que iba a decir.
—Pues eran unos frailes que aparte de los votos de obediencia, castidad y pobreza, hacían el de defender la fe cristiana por la fuerza de las armas. Se agrupaban en órdenes y cada orden tenía varias jerarquías y un jefe supremo: el Gran Maestre. Aparte de los del Temple, estaban las órdenes del Hospital, del Santo Sepulcro, los Teutones, y luego, al extinguirse los templarios, surgieron multitud. No te voy a contar más porque presiento que te vas a convertir en pocos días en una experta sobre ellos. Éste es uno de los símbolos templarios —y proyectó de nuevo la cruz sobre el mantel—. Se dice que tu anillo perteneció al Gran Maestre. Poseerlo representa una gran responsabilidad, cariño.
—¿Por qué?
—Porque hay que ser digna de él. Da una gran autoridad moral, y tú eres la primera propietaria femenina en la historia.
Me quedé mirándola sin saber qué responder; aquella sortija me llevaba de sorpresa en sorpresa. Alicia me cogió la mano y la acarició. Noté una extraña mezcla de atracción-repulsión y cómo se me erizaba el vello; alarmada me dije que aquella mujer era maestra en seducciones. Después, con ternura, lentamente, colocó el anillo en mi dedo. Volvió a acariciar mi mano mientras decía con su voz profunda:
—Si es tuyo debe de ser porque lo mereces —hizo una pausa—. No sabes cuánto te envidio, cariño.
Aquella noche me costó dormir. Era una bonita habitación con amplio ventanal sobre la ciudad y decorada con hermosos muebles de época. A pesar de disfrutar de la conversación de mi anfitriona, quise terminar pronto la velada y al llegar a mi cámara cerré con pestillo. Agradecí que lo hubiera. ¡Qué extraña mujer esa Alicia! Estaba inquieta. ¿Dónde estaría Oriol? Miraba mi anillo con aprensión. ¡Vaya historia la de la reliquia! No me hacía gracia alguna. La piedra brillaba mortecina a la luz de la lámpara, como si durmiera. ¿Qué me depararía el día siguiente? Le vería a él. En el notario. ¿Y esa herencia? ¿Una última broma de Enric? Me puse mi pijama, pero estaba demasiado inquieta para acostarme. Apagué las luces y abrí la ventana. Una brisa fresca, aunque agradable, me dio la bienvenida. La noche. Otra vez la noche y la ciudad. La veía de lejos y oía el rumor de un automóvil desde el cercano paseo y el chirrido de algún vehículo a demasiada velocidad, allí abajo, entre las calles. Luego, silencio.
No hay ansiedad que adelante acontecimientos deseados, ni impaciencia que haga que el reloj avance más rápido, sino que al contrario, a veces te hace creer que está parado o que anda al revés. Lo cierto es que el momento llega a su momento y lo que tiene que madurar madura o se queda verde... para siempre, o esto, o lo otro y bla, bla, bla... y a veces cuando me pongo nerviosa tiendo a parlotear. Dada mi profesión de abogada, voy aprendiendo a controlarme, pero en un día como aquél, sentada en el taxi, no podía evitar que mi yo interior charlara compulsivo con ese otro yo, que tampoco dejaba de cotorrear y que no sé de dónde diablos sale cuando estoy tan tensa.
El caso es que al fin iba a encontrarme con él.
No conseguí dormir bien aquella noche. Tan pronto pensaba en lo que debió de sentir Enric en sus últimas horas o en qué pudo hacer esos días que el comisario Castillo no había logrado reconstruir, o que Alicia estuvo demasiado cariñosa, con esas caricias de alguien que sabe bien cómo dar placer, o en el estremecimiento de saber que en mi anillo había restos humanos, o qué depararía esa misteriosa herencia de la mañana siguiente y que al fin vería a Oriol.
Y volvía a empezar. Me preguntaba cómo reaccionaría Oriol al encontrarnos, qué relación tendría esa herencia leída trece años después de la muerte de Enric con el asesinato de esos hombres en Sarriá, me decía que quizá fue una equivocación aceptar la invitación de Alicia, y veía brillar ese rubí de sangre. En sueños, medio dormitando, llegué a obsesionarme pensando que la piedra quería advertirme de algo.
Y acto seguido el carrusel de imágenes y pensamientos empezaba a girar de nuevo.
Algo sí pude dormir, pero es difícil precisar cuánto, lo cierto es que por la mañana necesité recurrir al maquillaje para disimular un poco mis ojeras.
Llegué en taxi a la dirección del notario. Alicia me dijo: «Te acompañaría con gusto pero no creo que me esperen a mí». Y así, con esa facilidad, se liberó de su ofrecimiento del día anterior.
Al llegar a la puerta faltaban veinte minutos para la hora de la cita y me dije que más que café me convenía tila, pero aun así entré en un bar y pedí un expreso y un cruasán. El café olía fenomenal y el cruasán no era de esos barnizados sino que tenía los cuernos tostaditos y eso me recordaba, con placer nostálgico, a las llamadas granjas, esas cafeterías de desayuno y merienda de un estilo que sólo he visto en Barcelona, y a su chocolate a la taza espeso y amargo.
Faltaban cinco minutos para la hora cuando subí al despacho situado en la planta principal del inmueble.
El edificio era de esos antiguos, lleno de flores y bellas volutas esculpidas en piedra y paredes interiores decoradas con motivos vegetales. La puerta de la notaría, de rica madera trabajada a cincel y guarnecida con una hermosa mirilla y otros adornos de metal bruñido, no desmerecía en nada el arte del resto del inmueble.
—El señor notario la está esperando —dijo la secretaria cincuentona que vino a abrir, y me sorprendió. Los notarios casi siempre se hacen esperar.
La mujer me llevó hasta un despacho luminoso, de techos altos, con dos grandes ventanales que daban a la calle. La madera de roble calzaba el suelo y la mitad de la pared.
—¡Señorita Wilson! —un hombre de unos sesenta años se levantó de detrás de un gran escritorio para saludarme. Se presentó como Juan Marimón e hizo gesto de besarme la mano. Sentado frente al bufete también esperaba Luis, que se levantó sonriente para darme un par de besos.
—Siéntese, señorita —dijo el hombre señalando una silla junto a la de Luis—. El señor Oriol Bonaplata llegará en unos momentos.
—Esperemos... —añadió Luis con sonrisa burlona.
—El señor Enric Bonaplata era un buen amigo —continuó el hombre haciendo caso omiso al comentario— y su muerte nos afectó mucho a todos.
—¿Le importaría, señorita, mostrarme su pasaporte? —inquirió después—. Hay que cumplir la legalidad. A los señores Bonaplata y Casajoana los conozco ya de años.
Saqué mi pasaporte, él hizo sus anotaciones y luego empezó a disertar sobre las virtudes de Enric. Mi mirada encontró la de Luis y éste aprovechó para dedicarme un guiño simpático. Lucía un elegante traje gris, camisa salmón muy pálido, casi blanco, y corbata. Luego me fijé en mi reloj: eran ya las diez y dos minutos. Mis ojos volvieron a los del notario, que, pausado y en tono amable, no había parado de hablar desde que nos sentamos. ¿Dónde diablos estaría Oriol? ¿No iba a venir a la lectura del testamento de su padre?
—...precisamente la misma mañana del día de su muerte el señor Bonaplata estuvo en este despacho —esa frase me sacó de mis pensamientos. De repente aquí surgía la oportunidad de reconstruir las últimas horas de Enric. Pero la charla del hombre continuó en otra dirección.
—¿Dijo usted que esa mañana estuvo aquí? —le interrumpí.
—Sí. Eso he dicho.
—¿Sobre qué hora?
—No le podría decir con exactitud.
—Más o menos.
—El señor Bonaplata me llamó por la mañana y pidió cita para ese mismo día. Yo tenía los horarios completos, pero al tratarse de él... bueno, mi padre ya era notario del suyo, y mi abuelo del abuelo de él. Y también nuestros bisabuelos. Claro, no podía negarle un favor pedido con tanta insistencia... porque...
—Así que le dio la cita —no pude evitar cortarle.
Él calló y me miró dolido y yo me sentí culpable. Ese hombre no funcionaba al ritmo de Nueva York. Luis me contemplaba con sonrisa divertida.
—Sí. Le di cita —dijo al fin—. Hice un hueco al final de la mañana, casi a la hora del almuerzo.
—¿Y cómo estaba? ¿Lo vio usted alterado?
—No. No recuerdo nada particular. Pero me sorprendió que quisiera hacer un segundo testamento sin cambiar el primero.
Justo entonces unos golpecitos en la puerta interrumpieron mis pensamientos.
—Adelante —dijo el notario.
—El señor Oriol Bonaplata —anunció la secretaria.
Y él apareció.
Lo primero que vi fueron sus ojos azules algo rasgados. Esos que yo recordaba. Y su sonrisa, esa misma sonrisa cálida y ancha. A pesar del paso del tiempo le hubiera reconocido entre un millón. A él, y con él, el último verano, la tormenta, las rocas, el mar y el primer beso.
—¡Cristina! —exclamó y vino hacia mí. Me levanté, nos dimos dos besos en la mejilla y él me apretó en un abrazo que me dejó sin aliento, no por su fuerza sino por el poso de sentimientos que removió en mi interior.
—¿Cómo estás, Oriol? —repuse. Pero de haberle dicho lo que mi acelerado corazón me dictaba en aquel momento me hubiera salido un: «Maldito seas, ¿por qué faltaste a tu promesa? ¿Por qué no respondiste a ninguna de mis cartas?»
Luis y él se saludaron con otro abrazo y después estrechó la mano al notario.
Ya no era aquel muchacho alto, con granitos en la cara, delgaducho y tímido, que no sabía qué hacer con unas piernas que le habían crecido tan largas. Alto sí era, pero ahora mostraba aspecto atlético y movimientos seguros. Se sentó en la silla libre a mi derecha y en un gesto cariñoso puso su mano en mi rodilla diciendo:
—¿Cuándo llegaste? —y sin esperar respuesta añadió—: Estás muy guapa.
A mí casi me da algo. Noté el contacto breve de su mano cálida en mi pierna como si se tratara de una descarga de mil voltios.