El anillo (9 page)

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Authors: Jorge Molist

Tienen lo que los paseos de pequeñas poblaciones; la gente va a ver y a ser vista, todos son actores y mirones, sólo que en grande, en cosmopolita.

Allí va la dama con su vestido largo de fiesta y su galán de esmoquin dirigiéndose a la ópera del Gran Teatro del Liceo, más allá el travestido pintarrajeado, compitiendo con las prostitutas en vender placer, acá marinos de cualquier nacionalidad y color, con sus uniformes militares, el turista rubio, el emigrante moreno, el chulo, el policía, las mujeres hermosas, los viejos vagabundos, los curiosos que todo lo miran, los atareados que no ven nada...

Así recordaba yo las Ramblas, más por lo oído que por lo visto de pequeña, y así las encontré aquella mañana radiante de primavera. Vagando entre los puestos de flores parecía que a través de mi piel, del aire respirado, iba absorbiendo la explosión de color, de belleza, de fragancia.

Me detenía en los grupitos que contemplaban a los artistas callejeros, músicos, malabaristas, estatuas vivientes empolvadas en blanco o purpurina; princesas, guerreros de gesto rígido que con un movimiento gracioso o súbito agradecían las monedas de los mirones.

Vi al muchacho, a la espera, apoyado en el tronco grueso y lleno de protuberancias del plátano centenario. Y a la chica, de ancha sonrisa traviesa, que se le acercaba sigilosa por la espalda para ofrecerle, rompiendo moldes, a él una rosa. Vi la sorpresa, la felicidad, el beso y el abrazo entre el cortejado y su galana. Todo encajaba, la brillante mañana de primavera, el bullicio vital de las gentes y ellos, cual artistas
rambleros
representando su amor, pero no por monedas sino por puro amor. Sentí añoranza, envidia.

Busqué consuelo mirando el diamante, constancia de mi propio querer, brillando en mi mano. Pero a su lado, intruso, con un fulgor interior rojo, destellaba irónico, como burlándose, el rubí del misterio. Sería mi imaginación, pero ese extraño anillo parecía tener vida propia, y en aquel momento sentí que me quería decir algo. Sacudí la cabeza desechando semejante bobada y contemplé a los jóvenes amantes cogidos de la mano perdiéndose entre la multitud. Y entonces me pareció verlo. Era el tipo ese del aeropuerto, el viejo de pelo blanco e indumento oscuro. Estaba de pie en uno de los kioscos que extienden su mercancía de papel en ancho frontal. Hacía como si hojeara una revista, pero me miraba a mí. Cuando nuestros ojos se encontraron volvió su vista a la publicación y dejándola en la pila se alejó. Me sobresalté y seguí mi paseo preguntándome si sería la misma persona.

Doce

—Claro que recuerdo a ese hombre! —Alberto Castillo tendría unos treinta y cinco años y una sonrisa agradable—. ¡Vaya impresión! ¡Nunca me olvidaré!

—¿Qué pasó?

—Llamó para decir que se iba a suicidar —el comisario se puso serio—. Yo era novato y nunca me había visto en una de ésas. Intenté convencerle, que se tranquilizara. Pero él parecía estar más tranquilo que yo. No recuerdo qué le pude decir, pero no sirvió de nada; me dio un poco de conversación y luego se puso una pistola en el paladar y se voló la sesera. Sonó ¡pumba! Y yo pegué un salto en mi asiento al oír el disparo. Sólo entonces me convencí de que ese hombre hablaba en serio.

Cuando lo pudimos localizar, estaba sentado en un sofá, los pies encima de una mesita, y con el balcón abierto sobre el paseo de Gracia. Se había estado tomando tranquilamente un coñac francés de esos carísimos y fumando un puro de marca. Vestía un traje impecable y corbata. La bala le salió por la coronilla. Era una casa antigua a todo lujo, de techos altos, y allí arriba, al lado de unas preciosas cenefas de flores y hojas, vi pegada sangre y parte de su mollera. Tenía un tocadiscos de los antiguos, de discos de vinilo y en el plato encontré una grabación de Jacques Brel; me di cuenta de que era la música que yo oía mientras hablábamos por teléfono. Antes había escuchado
Viatge a Itaca
de Lluís Llach.

Cerré los ojos. Quería no imaginar la escena. ¡Qué horrible!

Y recordé a Enric, los lunes de Pascua, presentándose en casa, con Oriol y una enorme
mona
, el pastel típico que los padrinos regalan a sus ahijados ese día en Cataluña, con una escultura de chocolate duro, negro, en el centro. Una vez trajo una que era un castillo de princesa con figuritas de azúcar de colores. Era enorme y yo no permití que nadie tocara el chocolate. Quería guardar el castillo como si fuera una casa de muñecas. Él disfrutaba tanto como lo hacíamos nosotros, los pequeños. Aún puedo ver su sonrisa ilusionada. Yo quería a Enric casi tanto como a mi padre.

Noté un nudo en la garganta y los ojos acuosos.

—Pero ¿por qué? —balbucí—. ¿Por qué se mató?

Castillo se encogió de hombros. Estábamos sentados en un despacho austero y muy policial. Yo había cambiado de indumento, ese día vestía falda corta y había cruzado las piernas una sobre otra. Notaba que al hombre se le iban los ojos de cuando en cuando y yo hacía como que no me daba cuenta.

Sobre un armario de ficheros tenía un marco con una foto de familia sonriente. Esposa, niño y niña. Se notaba que el comisario gustaba de mi compañía e iba a contármelo todo.

—No sé por qué se mató, pero tengo una teoría.

—¿Cuál? —quise saber.

—Como se puede usted imaginar, con veintipocos años quedé muy impresionado. Así que pedí participar en la investigación. Recordaba que en nuestra conversación dijo haber despachado a alguien. Unas semanas antes alguien se cargó a cuatro en una torre en Sarriá, no pudimos demostrarlo, pero estoy seguro de que fue él.

—¿Que mató a cuatro personas? —no me podía imaginar a Enric, siempre amable y apacible, asesinando a alguien.

—Sí. Eran gente relacionada con antigüedades, como él. Sólo que dos de ellos tenían antecedentes por robo y tráfico ilícito de obras de arte. Y los otros dos eran simples matones, una especie de guardaespaldas. Tipos peligrosos. En cambio, cuando revisamos los negocios de su padrino, nos parecieron honrados. Es más, heredó tanto dinero, que a pesar de dedicarse a derrocharlo a manos llenas, con todo tipo de extravagancias, juergas y excesos, aún le sobraba suficiente para seguir con el mismo ritmo hasta reventar.

—¿Cómo sabe que lo hizo él solo?

—Porque mató a todos con la misma pistola.

—Eso no quiere decir que no le ayudaran.

—Pues yo creo que lo hizo solo. Y le diré por qué, señorita. Esa casa era como un bunker y esa gente una banda criminal. Tenían sistemas de seguridad con alarmas y cámaras de vídeo acopladas a un módulo central. Eso empieza a ser normal ahora, pero no por aquellos años. Por desgracia eran sólo de vigilancia periférica y no estaban conectadas para grabar. Debió de engañarlos de alguna forma. Él solo. Nunca hubieran permitido que entraran allí dos a la vez y jamás se habrían dejado sorprender de sospechar algo. Accedió por la puerta, así que ellos le abrieron y, antes de pasarlo a la sala donde estaban los jefes, lo cachearon, seguro. Eran gente profesional y los dos jóvenes llevaban armas, aunque no les dio tiempo a disparar. A uno lo encontramos con un revólver en la mano. También el más viejo intentó usar otra pistola que debía de guardar en uno de los cajones de la mesa de despacho sobre la cual había un montón de billetes desparramados. Y eso prueba que el asesino no quería dinero, encaja con Bonaplata; su móvil era la venganza.

—Entonces, ¿cómo alguien solo pudo matar a cuatro hombres, tres de ellos armados? ¿De dónde sacó el revólver? Él no era agresivo...

—No sé ni de dónde lo sacó ni dónde lo puso.

—¿No se suicidó de un disparo? ¿No encontraron una pistola junto a su cuerpo?

—Sí, claro.

—¿Entonces?

—Era otra. Balística comprobó que los proyectiles que mataron a los traficantes no eran de esa arma.

—Entonces no sería él el asesino.

—Sí lo era —me miraba a los ojos, convencido—. Apuesto lo que quiera a que fue él.

—¿Por qué se tomaría la molestia de esconder un arma y matarse con otra? Es absurdo.

—No, no lo es. Enric Bonaplata era un tipo listo. De haberse suicidado con la misma pistola hubiéramos tenido pruebas para inculparle.

Me puse a reír. ¡Qué tontería!

—¿Pero qué le podía importar a él que le inculparan una vez muerto? —le dije irónica.

—Su herencia. Lo tenía todo previsto. Sus herederos hubieran tenido que indemnizar a los herederos de las víctimas.

Eso me dejó callada. Pues sí, tenía razón el comisario. Ése era un buen motivo. Si Enric odiaba tanto a esa gente como para matarlos, ¿por qué dejar su herencia a las familias de sus enemigos?

Castillo se me había quedado mirando con media sonrisa bajo el bigote, tenía un aspecto simpático. Repasó de nuevo mis piernas con un cierto descaro y luego me espetó, tuteándome:

—¿Sabías que tu padrino era marica?

—¿Marica?

—No; marica no. Más que eso, era maricón. Le miré fingiéndome escandalizada.

—¿Pero qué dice? —aunque Luis ya me advirtió el día anterior, preferí aprovechar la locuacidad de Castillo para sonsacarle lo que supiera.

—Eso —hizo una pausa buscando, vista mi reacción, una palabra más adecuada—. Que era homosexual.

—¡Pero si tiene un hijo!

—Eso no quiere decir nada.

—¿Qué motivos tiene usted para decir eso? —le interrogué seria, tal como haría con un testigo en un juicio—. Explíquese.

—Cuando llamó por teléfono, después de decirme que se iba a matar, se puso a preguntarme cuántos años tenía yo y por el color de mis ojos. Como si quisiera ligar. ¿Te lo puedes creer? ¿De un individuo que está decidido a volarse la sesera?

—Eso es muy raro en alguien que se va a matar —repuse pensativa—. Por muy homosexual que fuese. ¿No cree?

—No para él —afirmó Castillo enfático—. Sí; era maricón, pero el tío tenía un par de huevos.

Interiormente le agradecí al comisario que, a pesar de su lenguaje, le dedicara a Enric el que debía de ser el mayor elogio de su repertorio. Había un tono de admiración en su voz.

Esperé a que reanudara el relato en silencio.

—Reconstruí lo ocurrido —continuó Castillo—. Calculo que se cargó a los traficantes entre seis y siete de la tarde, a las ocho y media nos llamó la esposa del más viejo, muy alterada, denunciando los crímenes. Ella acababa de llegar.

Estoy seguro de que ese Bonaplata lo tenía todo planeado y decidió despedirse del mundo a lo grande. Después le perdimos la pista durante unas semanas en que viajó de un lado para otro, y no pareció que le importara que mis colegas encargados del caso le interrogaran varias veces, aquí en Barcelona. Estaban juntando pruebas para inculparle.

Pero él lo sabía y se les escapó para siempre. Un día, como a veces acostumbraba, fue a comer a su restaurante preferido. Solo. Se puso ciego con sus platos favoritos y se sopló entera la botella de uno de los reservas más caros. Copa y puro.

Después se fue a su piso del paseo de Gracia, puso música, escogió otro puro, un coñac y como ciudadano de pro que era decidió informar a la policía. Y claro, ya en ésas no pudo evitar tirarle los tejos a un jovencito como yo. Después de disimular toda la vida que era marica por esas historias de qué dirán y qué pensará la familia, ¿para qué cortarse en el último momento? Le gustaban los chicos jóvenes. ¿Sabe?

—¿Qué, era pederasta? —ahora sí me escandalicé.

—No —repuso Castillo sonriente ante mi tono alterado—. No tenemos evidencia ni sospecha de que le interesaran los niños, pero sí chicos mayores de edad a los que les sacaba de diez a veinte años.

Me quedé aliviada y pensé un momento antes de interrogar de nuevo al comisario.

—¿Pero por qué se mató? —deseaba evitar que relatara más detalles de la vida sexual de Enric—. Por lo que usted me ha contado, no parecía estar deprimido y disfrutaba de la vida al máximo. Además, si tan bien lo hizo todo, ya que ustedes no supieron probar su culpabilidad, jamás lo hubieran podido coger.

—Estábamos a punto de pillarlo; de haber continuado con los interrogatorios hubiera tenido que explicar un montón de cosas. Pero nos quedamos con las ganas porque tomó billete de primera para el otro barrio —Castillo se mostraba apesadumbrado, parecía no haber podido digerir la última fuga de Enric—. Quizá todo esté ligado con la muerte unas semanas antes de un joven de unos veinte años —añadió después de una pausa—. Parece que eran novios.

—¿Sí?

—Sí. El chico era el encargado de la tienda de antigüedades que Bonaplata regentaba en el barrio antiguo.

—Todo eso es muy rebuscado. ¿No cree?

—No, no creo. Pienso que sucedió así: Bonaplata y los traficantes estaban en disputa por algo. Tenía que ser de mucho valor. Le dieron una paliza al muchacho para que hablara, se les fue la mano y lo mataron. Eso le debió de doler a Bonaplata. Les tendió una trampa, consiguió escamotear una pistola y cuando menos se lo esperaban... ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum! Con dos cojones mandó a los cuatro a Can Tunis. Ellos mataron al chico y él se vengó. Así de fácil.

—Pero eso no encaja con quien yo conocí; alguien amante de la vida, una persona estupenda —notaba que al recordarlo me volvían las lágrimas—. Me cuesta pensar que fuera homosexual, pero no importa, eso no le quita mérito. Me niego a creer que se suicidara para eludir la justicia. Vamos, no me puedo creer que se suicidara. Y ¿matar a esa gente? Tampoco lo veo asesinando a sangre fría. Siempre fue pacífico. ¿Y cómo pudo hacerlo? —notaba que mi voz se elevaba a cada pregunta—. ¿Cómo pudo engañarles sabiendo los otros que debía de odiarlos? ¿No me ha dicho que eran mafiosos profesionales?

—No lo sé. Yo no lo sé todo —clamó Castillo con aspecto desesperanzado, abría los brazos y sus palmas miraban al techo como si implorara algo—. Llevo trece años pensando en ello y no lo sé. Ésa es mi teoría, me quedan lagunas por llenar, pero estoy seguro de que fue él. Él los mató. Y lo hizo solo.

Trece

Necesitaba aclarar ideas, en el taxi le daba vueltas y más vueltas a lo que Castillo me había contado y al llegar al hotel quise dar un paseo por la zona de jardín y piscina situada en la primera planta. Allí me dirigía cuando le vi.

Estaba sentado en una de las mesas cercanas a la cristalera y me miraba. Ahora sí estaba segura; era el hombre del aeropuerto. El mismo pelo, la misma barba blanca, vestía igual de oscuro, quizá fuera la misma ropa. Y esos ojos azules que amenazaban. Me miraba como lo hizo en el aeropuerto, y sobresaltándome, esta vez desvié de inmediato la vista. ¿Qué hacía ese individuo en mi hotel? Cambié de idea y dando media vuelta me dirigí hacia los ascensores, situados en dirección opuesta, una vez cruzado el mostrador de recepción. En el pasillo miré atrás. De ninguna manera permitiría que ese individuo me siguiera; me horrorizaba la idea de encontrarme a solas con él en el ascensor. Mientras, iba razonando. Era mucha casualidad toparme otra vez con él en una Barcelona tan grande. Además, no tenía, para nada, aspecto de huésped del hotel.

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